Presentación

Y la jaula se
ha vuelto pájaro…

—Abril 14 de 2016—

“Y la jaula se ha vuelto pájaro...” de Alberto Bejarano

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Alberto Bejarano (Aquiles Cuervo) (Bogotá, 1980) es escritor de ficciones patafísicas y ucrónicas. Doctor en Filosofía de la Universidad París 8, se desempeña como investigador en Literatura comparada en el Instituto Caro y Cuervo y profesor del Departamento de Literatura de la Universidad Javeriana. Su errancia literaria se inició con el relato fantástico “Fantasmas de ultramar” (1994). Ha publicado “Litchis de Madagascar” (Ed. El Fin de la Noche, Buenos Aires, 2011), “Y la jaula se ha vuelto pájaro” (Ed. Orbis, Bogotá, 2014), así como cuentos en diversas revistas hispanoamericanas. Ha sido ganador en los concursos Bogotá Paralela – Capital Mundial del Libro (2008), Revista Rilttaura (Universidad Nacional, 2009), Concurso Internacional de Relato Radio Nacional de España (2011), Concurso de Cuento Moleskin (2011) y Concurso de Relatos Bonaventuriano (Cali, 2011). Sus obsesiones son el absurdo, el minimalismo y la espera. Actualmente prepara su primera novela.

Presentación del autor
por Laura López

Editorial Orbis Traducciones

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Escribir es como trazar una línea invisible en una tela gigante que algunos llaman cuadro y que yo llamaría simplemente Azar.

Aquiles Cuervo

Trenes, películas, libros, música, ciudades que se entrelazan como las escaleras de Escher, en donde una escalera lleva a otra pero retorna al mismo escalón de partida porque, incluso, esos viajes aparentemente de una sola ida permiten al protagonista buscar algo que sólo podía hallar en ese viaje.

Jeannette Insignares

Bejarano se limita a proponer la vida como una suma de momentos, no necesariamente regidos por la causalidad. “Así pasaban los días, de-par-en-par, y se gastaban sin dejarme nada”. No nos exige que suspendamos nuestra incredulidad. Se limita a invitar al lector a acercarse (“escribir es otra forma de oración”). No nos pide interpretar ni adivinar. De hecho, Bejarano parece desplazar hacia el lector la responsabilidad por el sentido. Es éste quien debe decidir qué hacer con las piezas que le entrega el escritor. Podría sentarse cómodamente, poner jazz en el tocadiscos (los iPods no se prestan para el ritual), y dejarse envolver por la atmósfera insinuante que crea el escritor. O participar de sus cuentos añadiendo la respuesta, o la angustia, o el cierre, si es eso lo que esperan de la literatura. O leer en una cafetería ruidosa del centro y dar vía libre a la irritación que a veces provoca quien nos obliga a desacelerar, o a mirar hacia atrás; la distracción sin valor agregado. O aceptar la invitación a construir algo nuevo con el paisaje que un extraño le muestra por la ventanilla de un tren.

Margarita Valencia

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Alberto Bejarano - Foto por Laura Vega

Alberto Bejarano
Foto por Laura Vega

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Yalta sonaba en
mí como una canción

Por Alberto Bejarano

Hace ya muchos años escribí un cuento para una revista universitaria. Era sobre las vidas de Anna Dostoievski y Sofía Tolstoi. Ahora, mientras escribía un libreto para radio, acostado en una cama sin agua, recordé los cuentos con trenes que había escrito en mi juventud y entonces aparecieron ellas de nuevo. Lo de la cama no es un detalle menor, si tenemos en cuenta los tiempos que corren. Y corren… Las imágenes no eran muy nítidas, eran como viejas diapositivas que no se dejan ver fácilmente. Era como si se hubiera corrido la tinta, transformándolas en fantasmas mordaces de otros rostros, más cercanos al mío o, por lo menos, más familiares. Hacía muchos años no las veía. En ese tiempo había leído e investigado tanto sobre sus vidas y llegué a coleccionar cuanta foto encontraba. Pero ahora —distante de mis recuerdos, después de viajar en otros trenes durante años—, reencontrarme así, sin preámbulos con ellas, fue algo difícil de asimilar. Soy de digestión lenta. Sofía y Anna, esos dos nombres ligados a la historia de esos dos escritores que poblaron mi juventud como un tango para un viejo, eran ahora un collage sombrío para mí. Ay, Dostoievski, ay Tolstoi. Quizá solo eran fantasmas de mí mismo porque ya había perdido la esperanza de hacer algo con ellas, quizá porque sentía que ellas no me buscarían más después de las citas fallidas de los últimos años. A pesar de todo, allí estaban, dando vueltas por mis memorias, conversando enfrente de mí, mientras otra extraña silueta tocaba el piano, así como otros pintan un desnudo bajando por una escalera. Los tiempos que corren…

Todo lo escrito está detrás de mí. Agazapado.

Escribir es un verbo tan irregular. No siempre sé cómo conjugarlo, por eso merodeo a tientas a Sofía y a Anna. No siempre están juntas. De hecho fue solo una semana. Corría 1917 (escribo todo en un solo bloque, como un inmenso rollo mecanografiado de Jack), ya empezaba la Revolución Rusa. Estaban en Yalta. Nunca se habían visto de cerca, aunque se conocían muy bien, a través de las cartas de sus maridos. Ellas leían a escondidas ciertas páginas privadas de ellos… Pero, ¿habrá algo realmente privado en un escritor o tan siquiera en alguien? La historia comencé a conocerla una noche en la que leía a medias una biografía ajena. Ya no importan los nombres. Me acuerdo que había un par de fotos disueltas por el tiempo. De allí la idea del collage que me persigue. Sí, escribir es como trazar una línea invisible en una tela gigante que algunos llaman cuadro y yo llamaría simplemente Azar. Primero me pareció ver a Sofía, con su aire señorial y una corte palaciega detrás de ella. Después empecé a encontrar la otra figura, primero una sombrilla y después su pelo largo, canoso. No sabía quién era. Nunca hubiera pensado en Anna. No sé, Anna es tan abstracta en cualquier fotografía. O será que yo no sabía verla. El caso es que Sofía era más visible. Aún vivía el viejo Conde. Él miraba la tierra y ella las nubes. En la otra foto Anna se veía de perfil, caminando detrás de un cortejo fúnebre en 1882. A lo mejor nunca supo que le tomaron esa foto. Ese fue mi primer contacto con ellas. Traté de mantenerlas cerca, les escribí cientos de cartas que nunca me atreví a enviar. Las escribía, salía con ellas hacia el buzón más cercano (es como si en París hubiera más buzones que personas), daba vueltas a las esquinas, esperando alguna señal mágica que me confirmará mi destino. En vano. No me atrevía. Volvía a mi cuarto en la Ciudad Universitaria (donde había vivido Paul Nizan) y las guardaba entre revistas debajo de mi cama de soltero.

Yalta sonaba en mí como una canción.

Soy pasajero de un tren que no para esta noche en ninguna estación. Hay fotos que dan vuelta por el mundo como una botella en el mar, encontrando solo a su destinatario cuando ya no hay tramas actuales. Al fin y al cabo qué es ahora una trama… Si hay un texto es porque detrás hay texturas. O mejor, porque en la superficie puede sentirse una textura.

Un tren es un llamado, pero para oírlo hay que estar-a-la-escucha. No basta ir a una estación, sentarse a ver los avisos y la gente pasar. Hay que ver el vapor, precisamente porque ya no quedan trenes de vapor. Hay que merodear por los rieles, tarareando alguna plegaria pagana. Ay, Anna, ay Sofía, pobre de mí si no estuvieran ustedes.

 Fuente:

Bejarano, Alberto. Y la jaula se ha vuelto pájaro. Editorial Orbis, Bogotá, 2014.