Presentación

Trece cuentos
no peregrinos

Julio 17 de 2008

"Trece cuentos no peregrinos" - Por Javier Gil Gallego

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Presentación de “Trece cuentos no peregrinos” de Javier Gil Gallego (Andes, Antioquia, 1958), historiador de la Universidad de Antioquia (1989), quien aspira a reflejar en sus cuentos una época por medio de las distintas voces que, en el rebusque del día a día, llenan de matices ingeniosos la lengua popular de Medellín y de Antioquia. “La escritura me da la posibilidad de meterme en vidas ajenas sin que me pongan problema por eso. El cine me permite saber lo que hace la gente con su imaginación. Y la lectura para viajar a mundos que otros inventaron”.

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“La profesión de historiador le ha servido al autor para orientar sus investigaciones, ampliar la observación y refinar el análisis, así como interpretar sectores sociales, relacionar con sabiduría los hechos, llegar a las motivaciones y redactar en forma convincente, vivaz, apasionante. Resultado: un libro conmovedor, que produce múltiples emociones. Es decir: un ser vivo y arisco, palpitante en tus manos, muy distante de los acartonados y soporíferos relatos que privilegia una crítica miope, igualmente perezosa y adormilada, cuando no envidiosa y mezquina, o servidora de intereses extraliterarios”.

Jaime Jaramillo Escobar

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"Trece cuentos no peregrinos" - Por Javier Gil Gallego

Javier Gil Gallego

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Este libro

Por Jaime Jaramillo Escobar

Este libro —en su género— será una obra principal de la narrativa antioqueña, a la altura de lo mejor de lo mejor, cuando se supere la conocida dificultad de reconocer al que llega. Trasciende a los grandes maestros, que estuvieron limitados en su restringido medio (antes de 1940) por la técnica del narrador omnisciente. Como Carrasquilla, supera el costumbrismo regionalista por la profundidad en el tratamiento de los temas, su penetración psicológica, la maestría en la estructuración del relato, la agudeza de la observación, la presentación de los detalles, el acierto en las descripciones, la variedad temática, la verosimilitud de personajes y situaciones, la naturalidad derivada del realismo, la amenidad por el humor y la gracia, y en general todas las cualidades de una señera creación.

Leídos por el prologuista algunos de estos cuentos en lugares tan lejanos culturalmente de Antioquia como San Andrés isla, Riohacha o Caracas, la receptividad del público fue entusiasta, sin que los mundos que representan y el metalenguaje empleado obstaculizaran para nada la comprensión expresada en deleite.

La afición del autor por el cine le permite escribir empleando técnicas visuales derivadas, de modo que el lector asiste como espectador a los acontecimientos, más cinematográficos que literarios. Oportunidad que no tuvieron don Tomás Carrasquilla ni don Efe Gómez. En estos cuentos los actores obran por sí mismos, autónomamente, sin que el escritor intervenga en sus circunstancias, como el que filma un documental.

Por distintos motivos el costumbrismo en Antioquia perdura en sus diversas facetas: rural, urbano o social. De Manuel Mejía Vallejo pasa a Mario Escobar Velásquez, y luego a una nueva generación de herederos que continúan la tradición con las variantes de época. Toda la narrativa se puede considerar como de costumbres: de nivel social, actividades, etapas históricas, etc. Siendo el ser humano animal de costumbres, cabe denominar costumbrismo a sus relatos.

Escritor profesional, el autor de este libro nada improvisa ni deja al azar. Experiencia decantada, cada cuento es producto de prolongada y paciente labor, hasta asegurar el resultado. Por eso resiste la llamada prueba de fuego del texto literario: que sobre él se pueda escribir extensamente, lo que comprueba su riqueza conceptual y su fecundidad.

La profesión de historiador le ha servido al autor para orientar sus investigaciones, ampliar la observación y refinar el análisis, así como interpretar sectores sociales, relacionar con sabiduría los hechos, llegar a las motivaciones y redactar en forma convincente, vivaz, apasionante. Resultado: un libro conmovedor, que produce múltiples emociones. Es decir: un ser vivo y arisco, palpitante en tus manos, muy distante de los acartonados y soporíferos relatos que privilegia una crítica miope, igualmente perezosa y adormilada, cuando no envidiosa y mezquina, o servidora de intereses extraliterarios.

El cuento debiera ser el género literario más importante en Colombia por sus mayores posibilidades entre los lectores: más fácil que la poesía y la novela. Los temas abundan y los buenos cuentistas también. El cuento de la semana fue el principal atractivo en diarios y revistas. Esporádicos concursos no compensan su ausencia. El compromiso con la cultura fue en otro tiempo razón de ser de los medios impresos. Planear el porvenir por encuestas públicas es permitir que decida la ignorancia. Lo que hoy llaman cultura no es más que farándula.

Alegre y sociable, metiendo las narices en todo como don Tomás, para encontrar los temas, la curiosidad del autor revierte en una larga serie de relatos vigorosos y memorables, que se disfrutan con sostenido interés e incitan a compartirlos, garantía de trascendencia de toda buena literatura.

Para el lector común, en general desaprensivo y desalumbrado, debe añadirse que, como todas las obras de importancia, este es un libro de aspecto fácil y entretenido, pero en realidad de profundo análisis, trabajado pacientemente durante años, pesando cada palabra con máxima responsabilidad. Los temas de la vida en una ciudad que resume al departamento se manejan con aliento perdurable por encima de venerados mitos que se desmoronan ante la crítica actual y sólo quedan como recuerdos históricos de época: don Efe Gómez, por ejemplo, hablando claro.

Fuente:

Jaramillo Escobar, Jaime. Prólogo en: Trece cuentos no peregrinos, Javier Gil Gallego, Editorial Artes y Letras Ltda, Medellín, 2008.

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"Trece cuentos no peregrinos" - Por Javier Gil Gallego

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El tranvía de
la resurrección

Por Javier Gil Gallego

Las nostalgias envenenan el alma, pero qué hacer cuando se vive un presente desgarrador y un futuro sin esperanzas.

Por eso estaba de nuevo allí, en el Bar Carola, de pie, como enseñaba la costumbre. Siempre alerta a los movimientos en las tres puertas.

Mientras repasaba recuerdos, la música de puerto lo devolvía a otros momentos: cuando sus ojos asombrados miraban incrédulos la parábola descrita por el agua en su afán por ser nube, transformándose luego en irisadas olas. Allí estaba él, en su primera incursión por Medellín. Casi por instinto llegó a su ombligo, el Parque de Bolívar. La fuente luminosa y las escaleras eléctricas eran los puntos obligados de visita de aquella clientela de turistas pueblerinos. Él, con sus doce años, se estaba convirtiendo en nuevo ciudadano, allá en Manrique, cerca de la iglesia.

Cómo encajó de bien en ese barrio, recién llegado de Andes. Buen jugador de fútbol, que equivale a mal estudiante —jamás terminó cuarto de primaria—. Nacían los sesenta. Él se la pasaba dando vueltas por el centro y aprendiendo, entre otras cosas, a jugar billar. A partir de los catorce años se fue alejando de la barra. En su casa no sabían en qué se gastaba los días, con quién, ni con qué. Sólo iba a dormir, o a cambiarse de ropa. Sus hermanas lo veían como a un extraño que escuchaba tangos hasta el amanecer, y cuyos horarios jamás coincidían para alguna comida o agasajo familiar.

Todos en la casa tenían un mal pálpito, y éste se volvió certeza cuando los llamaron de la inspección de policía, donde se encontraba detenido por causarle tres heridas con cuchillo a Beto, un bravo de Lovaina. Fue reseñado, y el suceso lo publicaron en “El Colombiano” del 20 de marzo de 1962, un mes después de cumplir quince años.

Llegó al reformatorio, donde aprendió por necesidad que la astucia es más importante que la fuerza. Dieciocho meses después, con doce centímetros más de estatura, un incipiente bigote, y ahora guarnecedor, Taqui llegó a su nuevo barrio: Guayabal. Desde la primera semana mostró lo que iba a ser su vida: hábitos nocturnos, trabajo no conocido, ojos alerta. Y sin saberse cómo, siempre tenía para lo que él consideraba las necesidades de la vida: mujeres, cerveza, billar, cigarrillos, cartas, mariguana. Se le podía encontrar todos los días al caer la tarde en el Bar Carola, al que su madre, burlona, llamaba su oficina. Allí los tangos se mezclaban con la música del otro extremo de América: el son cubano, que cedía al bar toda la magia y sabor de un puerto. Era un pedazo de Guayaquil, el gran puerto, proyectado hacia los barrios.

Empezó a vestirse distinto: correas anchas, hebillas gigantescas, mocasines blancos, pantalón de bota ancha, camisas de cuello largo, peinado de mota, su esclava de la Fuerza Aérea Colombiana y su compañero y único amigo: el cuchillo. Había iniciado el camino sin regreso del camaján. Así, defendiendo prestigio y territorio en memorables y sangrientas peleas, se hizo guapo. Fue buscado, pero su destreza y sagacidad le sirvieron para enfrentar su fama y a la policía, sus más grandes enemigos. Conoció inspecciones, tuvo varias entradas a La Ladera. Cada entrada a la cárcel lo reafirmaba, lo volvía más astuto, más mañoso, al saberse encerrado con gente a la que le debía demasiado. Sin proponérselo se volvió temido, odiado, respetado. Su gloria de gran jugador la demostraba a diario en el billar, y los domingos en la cancha.

En los setenta, con su cuarto de siglo encima, Taqui seguía en el Bar Carola. Los tiempos cambiaban, ya no se referían a él como a un camaján; se le reconocía como a un malevo. Sus hazañas eran recreadas y exageradas, y aunque siempre anduvo solo, ahora le tocaba ayudar a defender un territorio que era de grupo. A finales de la década, la gente del Carola fue cambiando sus gustos y necesidades, pero él nunca lo pudo soportar; no quiso ser traqueto. Era dinero fácil, así que no se trataba de problemas económicos, sino de asuntos éticos en el procedimiento y los fines: él no sería el enemigo agazapado, el agresor sin rostro que huye después de actuar sobreseguro. Nunca apeló a las armas de fuego. Las armas, decía, igualan a los hombres, pero cuando se usan con alevosía pierden su sagrado ritual de sangre. El cuchillo es limpio, exige aproximación, respeto por el adversario.

Llegaron los malos tiempos, rodeado por enemigos que ahora se hacían poderosos. La fama la daba el dinero y no el valor. Él, ya con treinta y cuatro años, se sentía todo un catano al que los más jóvenes le empezaron a perder el respeto. Una noche tuvo que pelear con los sardinos, los nuevos amos, y levantó a dos. Esa misma noche, Taqui se robó a la que había sido su noviecita de sala, que enamorada abandonó sus aspiraciones de ser bachiller y estudiar secretariado, para seguir a un prófugo de la vida.

Ahora regresaba después de cinco años, de una ciudad, de un barrio que jamás volvió a decirle Taqui, de una cuadra donde era desconocido, donde se llamaba Rodrigo Puerta, y donde su mujer no era la Ñata sino doña Nora. Era padre de dos hijos y trabajaba de guarnecedor en un taller. Exiliado en su propia ciudad, ese día pudieron más las nostalgias. Mientras tomaba sus frías y escuchaba alternar a la Sonora Matancera con sus viejos tangos, por primera vez en mucho tiempo dejaba de ser anónimo. Y aunque algunos lo saludaban en esa calurosa tarde de sábado, la mayoría, extrañados, lo miraban como alguien al que por alguna razón daban por finado. Sin embargo se asombraron cuando entró el Tuga por la puerta del centro. Tuga, con el revólver en la mano, hizo un movimiento de cintura, un amague, que le cerró las otras puertas. Aunque Taqui estaba vigilante, no tuvo ganas de reaccionar. Se quedó quieto. Lo miró levantar el arma. Cerró los ojos y escuchó seis detonaciones. Abrió lentamente los ojos: vio a Tuga que corría por la calle, vio a la clientela tendida en el piso, que lo escrutaba con ojos sorprendidos. Miró y tocó despacio su cuerpo, que ahora se hacía gigantesco, y como un fantasma en su primera aparición se reafirmó, respiró profundo y dio el primer paso del bautismo a su nueva vida. Con la agilidad de antes saltó sobre las sillas, ganando la calle, y montó al tranvía de la resurrección Guayabal-La Raya.

Fuente:

Gil Gallego, Javier. Trece cuentos no peregrinos, Editorial Artes y Letras Ltda, Medellín, 2008.