Lectura y Conversación

Javier Saldarriaga

—13 de agosto de 2020—

Javier Ignacio Saldarriaga Cadavid

Javier Saldarriaga

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Javier Ignacio Saldarriaga Cadavid (Medellín, 1971) es abogado de la Universidad de Medellín. Su cuento «Carmen» fue incluido en la «Antología del taller de escritores» de la Biblioteca Pública Piloto de Medellín, publicada en el cincuentenario de la entidad, y en 2003 obtuvo el primer lugar en el Concurso Internacional de Cuento La Cultura de Buenos Aires, Argentina, bajo el título «Por respeto a lo que fue». Su relato «Agujas de pino» fue seleccionado en la compilación digital «Literatura antioqueña clásica y contemporánea» del programa «Recuperación de la Memoria Cultural», promovido por la Fundación Viztaz con el auspicio de la Gobernación de Antioquia y el Instituto para el Desarrollo de Antioquia – IDEA. En 2008 ganó el IV Premio Nacional de Cuento Universidad de Antioquia con su libro «Lomos de sábalo y otros relatos», publicado en 2009 por la editorial de la misma universidad. Es miembro del taller de escritores de la Biblioteca Pública Piloto, fundado por el escritor Manuel Mejía Vallejo y dirigido actualmente por Jairo Morales Henao, se dedica a la escritura literaria y audiovisual, es profesor universitario de cátedras literarias y jurídicas, director de talleres literarios y editor de textos creativos.

Presentación del autor y su obra
por Gustavo Restrepo Villa.

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Lomos de sábalo y otros relatos es un conjunto armónico de cuentos, donde el escritor demuestra gran manejo de recursos técnicos y estilísticos […]. Su poética es percibida por el lector como unitaria y pertinente, sin detrimento de la complejidad de las tramas. Los cuentos evidencian sólidos criterios narrativos y cada elemento se constituye en indicio de las historias respectivas. El autor exhibe un lenguaje admirable y un conocimiento profundo de las temáticas trabajadas, sin los excesos de la erudición.

Enrique Serrano / Ramón Illán
(Jurados IV Premio Nacional de Cuento U. de A.)

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Querido y conversado Javier Ignacio, he leído su Lomos de sábalo y otros relatos, un libro muy amable de leer por sus metáforas y las situaciones que usted relata, que se alejan de la pornomiseria tan propia (y reiterativa) de la literatura colombiana actual. O no de la literatura sino de la escritura con rabia que promocionan las grandes editoriales, interesadas en vender morbo-papel y pensamiento light. Pero allá ellas, que con razón (en los últimos años no han encontrado un gran escritor) cada vez se desacreditan más. Así que vuelvo a su libro, querido amigo, que habla de las situaciones de la clase media, de los pequeños impactos, del mar, de los peces, de las fincas, de los centros comerciales y los que se reúnen a conversar mientras suenan canciones y se recuerdan películas. Porque la vida corre con lo simple, con los amores y desamores, con gente que se mira y habla sin mentir.

José Guillermo Ánjel Rondó

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Es una creación genuina, hecha con destreza. Cada cuento narra una circunstancia vital de Lugano. El que da título al libro es una aventura de pesca, que recuerda las de Nick Adams en In Our Time, de Hemingway. «Sombras en el pasillo», por su parte, es un tácito homenaje a The Killers. Por un minuto nada más revive con entrañable sutileza los estragos del suicidio de su padre. En «Verde pálido», el deseo se enmascara detrás de una charla literaria. Y todo dicho sin ser dicho, velado, insinuado para que el lector concluya la tarea a su manera y sin esfuerzo. […] César Alzate, con su irreverente y original novela Mártires del deseo, y Javier Saldarriaga, con sus «sábalos», le están dando una vuelta de tuerca a la literatura antioqueña. Despreocupados de los tejemanejes del marketing literario, están haciendo su obra con talento y oficio, con pasión y método.

Esteban Carlos Mejía

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Unos relatos, pues, por fuera de los circuitos temáticos de las modas literarias de actualidad, del sensacionalismo que vende, de los escándalos, en una palabra, de la ambición amarillista. Narraciones estas de Lomos de sábalo, ancladas en los llamados universales del hombre, apreciación que vale también para su escritura, para su técnica y estilo. Al lector se le ahorraron las vacilaciones, torpezas y errores del aprendizaje, los lugares comunes, por ejemplo, de los que no se encuentra ni uno en este primer libro de Javier Saldarriaga, cosa que no se puede decir entre nosotros de toda publicación literaria incluyendo, en esta apreciación, libros premiados. También en este aspecto el autor miró lejos, en dirección a amplias corrientes narrativas decantadas en las obras de muchos autores durante décadas de oficio, ignorando las tentaciones de la copia indecente, de la chabacanería facilista. […] La leyenda de Samuel Lugano ha avanzado hacia nosotros desde la sombra de años donde estuvo elaborándose paciente y tercamente, para beneficio suyo, de los lectores y de nuestra literatura, que tiene en este libro una novedad sólida.

Jairo Morales Henao

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Debió haber sido la lluvia

~ Fragmento ~

Por Javier Saldarriaga

Ni bien hubo girado el pomo, el viento le arrebató la puerta y la lanzó furiosamente contra la pared del bar. El golpe fue seco y nervudo e hizo brincar a los hombres del rincón, y también a Elías, el tabernero, quien para ese momento ponía un nuevo servicio de vodkas en la bandeja del mozo. Todos miraron a la entrada y vieron un corpulento albornoz amarillo bajo la lluvia, sus alas batidas por el viento, en cuya superficie mojada destellaban los relámpagos del quinto chubasco postrero de «Isabel» en el Golfo de las Mulatas. El hueco negro en la capucha del albornoz les devolvió la mirada y los vio centellear a merced de los rayos desmandados sobre la bahía detrás de él. Una lengua de viento se metió en el bar y desperdigó servilletas y bamboleó lámparas, y el aire de la taberna supo del tufo salino del chubasco. El hombre cruzó la entrada con el cuerpo echado hacia atrás para soportar la presión del viento, y tomó el pomo para cerrar la puerta pero la corriente se la arrebató por segunda vez y volvió a lanzarla contra la pared provocando un estallido de mayor vigor que el anterior. Entonces el hombre lo intentó de nuevo y esta vez se recostó contra la cara interior de la puerta, forcejeando con el viento que arremetía por el otro lado hasta que, sin ningún aviso, el temporal concedió una tregua y la corriente amainó, de modo que puerta y hombre se fueron juntos contra el marco haciendo crujir el gozne superior, ya oxidado por años de salitre. El hombre creyó conveniente revisarlo y lo recorrió con el dedo sintiendo la superficie rugosa de óxido en la lámina, y notó además que uno de los pernos se había aflojado tal vez a causa de los portazos reiterados. A continuación, revisó la otra bisagra y aunque comprobó un estado similar de oxidación en ella, también pudo verificar que estaba bien asegurada, con los pernos ajustados a la base de la lámina y ésta muy segura a su vez, con las alas bien ancladas a las porciones de marco y puerta. Constatado aquello, el hombre confió en que la puerta resistiría por el resto de la noche, se dio vuelta y caminó hacia la barra. Los sujetos de la mesa volvieron a sus cartas y el muchacho se dirigió hacia aquel rincón con el servicio de vodkas que habían ordenado. Sin apartar los ojos del hombre del impermeable, Elías tomó el trapo que llevaba al hombro y limpió en círculo un tramo de la barra. El sujeto ocupó un lugar cerca del dispuesto por Elías y al borde del cono amarillo vertido por una de las lámparas cenitales de la barra. Pero a pesar de las intenciones del recién llegado, Elías pudo ver su cabello y su barba blancos que, aun bajo el amparo de la caperuza, platearon espectrales en la periferia del cono de luz.

—Es una tintorera –dijo el hombre y arrojó el diente en la barra–. Una puta tintorera tigre.

El colmillo rebotó en la madera caprichoso y sordo como un dado sin bruñir. En silencio, con los brazos abiertos y las manos apoyadas en la barra, Elías miró el colmillo por un rato y luego levantó la vista de nuevo hacia el recién llegado. Aquél se había quitado la caperuza y se había inclinado un poco sobre la barra arrimándose a la luz, de modo que Elías volvió a ver las grietas ásperas horadándole la frente, y la boca escasa de labios que parecía una cortada involuntaria sobre el mentón. El tabernero agarró el diente y lo elevó a la altura de sus ojos. Era triangular, combado por una de sus aristas y tenía una muesca circular y serrada en la base. Medía casi una pulgada, más o menos la falange de su dedo índice, y carecía de raíz.

—¿Dónde estaba? –preguntó Elías mientras miraba el colmillo entre sus dedos.

—En la red.

Elías miró al sujeto y, advertido por sus veinte años de tabernero en aquel rincón del golfo, supo que el quinto chubasco postrero de “Isabel” estaba sentado frente a él.

—Pero, ¿entró? –preguntó.

—¿Queda algo en la botella?

Hipnotizado por el diente, Elías se dio vuelta hacia la estantería sin dejar de mirarlo, sacó una botella de coñac con un rédito visible de tres o cuatro tragos y la puso en la barra frente al hombre del albornoz amarillo. Después, plantó una copa frente al visitante y éste se encargó de abrir la botella y de servirse un trago, para luego dar cuenta de él apretando los labios contra los dientes mientras el líquido rodaba por su garganta.

—Acabó las trampas –dijo el sujeto y descargó la copa en la barra. Elías le miraba atento–. Es por las monje. El tiempo las sacó de los cayos y las trajo a la costa. El hijo de puta aprovechó la marea y siguió las focas hasta aquí. Debe llevar dos o tres días comiendo por estos lados.

—¿Cuándo lo sacó?

—Hoy por la tarde.

Elías miró por las ventanas y vio las siluetas de los botes pesqueros atados al malecón, estampadas por los relámpagos y rolando en la marejada.

—No han cambiado la bandera –le recriminó al sujeto cabeceando en dirección al mar.

—¿Y? ¿Cuánto me dan por ella en el mercado?

—Tiene que mover las trampas.

El sujeto se quedó callado como si no hubiera entendido lo que había dicho el tabernero y luego, repentinamente, dijo:

—¿Moverlas?

—Sí –afirmó Elías–. Yo puedo acompañarlo.

—Tengo una idea mejor.

Elías se dispuso a escuchar lo que el otro quería decirle.

—¿Por qué no mejor las saco y las vendo? –propuso el hombre del albornoz. Elías agachó la cara y negó con la cabeza–. O las regalo. Podrían servirle a los de la pesquera.

—Esto –dijo Elías esgrimiendo el colmillo–, no es de un animal cualquiera. Además, mientras las focas estén ahí no se va a ir.

—Claro que no se va a ir. ¿Usted se iría?

—Bueno, entonces hay que moverlas. Podemos ir en mi bote, si quiere. Es amplio y podemos ordenar las redes con comodidad.

—No voy a quitarlas –dijo el otro hombre–. Es el mejor lugar en kilómetros. La corriente entra de frente y el pescado se mete sin problemas por las bocas de los corrales.

—Debe haber millones de lugares como ése –refutó Elías–. Tengo combustible de sobra y podemos encontrar otro sitio.

—Las trampas se quedan donde están.

—¿Y el bicho?

—Yo me encargo.

En ese momento, el mozo volvió a la barra y descargó la bandeja junto al visitante.

—Señor Lugano –le saludó mientras subía al banco contiguo. Tal era el apellido del sujeto del albornoz, Lugano, un hombre que habitaba una casucha emplazada en una punta rocosa del golfo, sobre un ventisquero usurpado a las colonias de aves marinas y separado por treinta o cuarenta minutos de agua del pueblo, siempre y cuando se contara con el bote y el motor apropiados. El mozo terminó de subir al banco y sus pies quedaron en el aire. Lugano le miró de lado y tras comprobar que se había acomodado en el banco, le dijo:

—¿Qué tal Nico? –tal era el nombre del muchacho, Nicolás, el hijo de Elías el tabernero–. ¿Cuándo llegaste?

—El lunes por la noche, señor.

Lugano miró a Elías.

—Usted no había vuelto –se justificó aquél y dio un par de pasos de espaldas hacia la estantería. Luego abrió un cajón, extrajo un sobre y lo puso en la barra, justo enfrente de Lugano–. Eso le llegó el miércoles.

Lugano no miró el sobre sino que, volviéndose a Nicolás, dijo:

—¿Cómo van las cosas?

—Bien, señor. Gané el año.

—No creo –refutó Lugano–. No he visto el primer pargo en el arpón.

El muchacho zarandeó la cabeza y luego se animó a decir:

—Si usted me ayuda puede que pueda.

—Lo único que puedes es irte a dormir –intervino Elías dirigiéndose a Nicolás–. No quiero problemas.

—Pero son mis vacaciones, papá.

—No quiero líos con tu mamá. Y menos con su abogado.

—¿Líos? –interrogó Lugano y abrió las manos–. Sólo somos tres hombres conversando cosas de hombres en la barra de un bar. Nos debemos como cuatro días.

—Sí –se atrevió Nicolás observando a su padre–. Y el señor Lugano también me debe una promesa.

—¿Qué promesa? –preguntó Elías mirándolos alternativamente.

—Claro que sí –concedió Lugano al muchacho ignorando la pregunta del tabernero–. Fue una promesa.

—¿Y cuándo vamos a ir?

—¿Cuál promesa? –volvió a preguntar Elías.

—El domingo –dijo Lugano–. Si el tiempo nos deja el domingo vamos a estar ahí.

Lugano se levantó de su puesto, se quitó el impermeable y lo arrojó en el asiento del banco a su izquierda. Después volvió a sentarse y se remangó la camisa hasta los codos. Tomó la botella y sirvió un ripio de coñac en su copa. Nicolás se quedó mirando los brazos anchos de Lugano, y vio el costurón adiposo que le corría entre el vello requemado desde el codo hasta la muñeca.

—A ver, señores –dijo Elías–, ¿cuál promesa?

En aquel momento sonaron las palmas de uno de los hombres del rincón.

—Servicio –le dijo Lugano a Elías y le acercó con los dedos la bandeja que había dejado el muchacho en la barra–. El pokar abre la sed.

Nicolás miró a su padre con autoridad y Elías prefirió tomar la bandeja y atender a los dos hombres que le llamaban desde el rincón. Cruzó bajo el madero levadizo de la barra y se dirigió al rincón de la taberna.

—El domingo –continuó Lugano–, si el tiempo ayuda. Hay pargos y róbalos grandes junto a la barrera.

—¿Y barracudas?

—No, no, no –negó el hombre–, esas todavía no.

—Quiero matar una barracuda.

Lugano se percató de que el muchacho seguía mirándole la cicatriz.

—Ésta –le dijo pasándose un dedo a todo lo largo del costurón–, es muy larga para ese brazo.

—No importa.

Lugano se vació el ripio que había servido en la copa, la puso nuevamente sobre el maderamen y volvió a mirar a Nicolás.

—A cada hombre le llegan sus golpes, Nico –le dijo al chico–. Y a cada uno le quedan sus heridas.

Elías regresó a la barra y se puso a preparar otro servicio de vodkas con zumo de limón. Mientras lo hacía, observó a su hijo hablando con Lugano, latigados ambos por los destellos de los rayos del chubasco. La luz entraba por las ventanas y chocaba con los objetos alargando y escurriendo sus sombras por la taberna. Elías acomodó los vasos sobre la bandeja, cruzó de vuelta el madero levadizo y avanzó hacia la mesa del rincón pasando cerca de su hijo con la intención de escuchar aunque fuera un fragmento del diálogo. No obstante, la batahola del temporal en la bahía y el tableteo de la lluvia en los ventanales le impidieron obtener aunque fuera un trozo de la conversación entre hombre y muchacho, de modo que siguió de largo y no escuchó al muchacho decir:

—Quiero que me enseñe a disparar, señor.

—Samuel, Nico, Samuel. Los amigos se llaman por el nombre.

—Bueno, señor.

—Hace mucho somos amigos y podemos llamarnos por el nombre. ¿Hace cuánto nos conocemos, amigo?

El muchacho se puso a pensar un rato mirando sus manos sobre la barra y después dijo:

—¿Cuatro años?

—¿Cuatro?

—¿Cinco?

—Seis –corrigió Lugano.

—Bueno, de los primeros no me acuerdo.

—¿Y con esa memoria cómo se gana el año?

—¿No me cree?

—El domingo probamos lo que haya que probar. Mientras tanto quiero pedirte algo, Nico.

—Lo que sea.

Sin abandonar el asiento, Samuel Lugano se dejó caer un poco de lado en dirección a Nicolás y en voz baja, le dijo:

—Que te vayas a dormir. No quiero que tu papá se meta en problemas.

—¿Y por qué problemas?

—A veces los hay.

—Pero, ¿por qué?

Lugano hizo una pausa y jugueteó un rato con la copa, tratando de adormecer los embates del chico. Transcurrido un instante, respondió:

—A veces los hay, Nico. No se pueden evitar. Las personas tienen problemas. Los padres tienen problemas; a veces tienen problemas entre ellos y a veces también pasan cosas entre ellos y los hijos. Es complicado, amigo.

—Yo no tengo problemas. Bueno, algunos; en el colegio he tenido problemas pero con mis amigos. Y seguimos siendo amigos. Tengo muchos.

—Me imagino que sí –dijo Samuel Lugano–. ¿Y una mujer? ¿Hay alguna?

El muchacho llevó la mirada por las repisas llenas de botellas y la dejó divagar por allí unos segundos, perdida y erráticamente, tratando de sortear la vergüenza que le imponían sus quince años, a propósito de la pregunta.

—Todavía no –dijo y fijó la mirada sobre sus manos de dedos tamborileantes.

—Ya la tendrás, muchacho –dijo el otro y agarró por primera vez en la noche, el sobre que le había entregado Elías.

Nicolás se quedó callado. Parecía meditar el tema y recordar la cara de alguna de las mujeres conocidas mientras sus dedos galopaban débilmente sobre la madera. Samuel Lugano leyó la inscripción del sobre y lo arrojó de vuelta en la barra. Elías había servido la mesa de los clientes del rincón y conversaba con ellos. Samuel Lugano asió la botella y volcó el coñac restante en la copa. Con el paso de los días, el aire había hecho su parte y el aroma del licor no era el mismo, aunque conservaba algo de aquel vaho confortante del coñac, un olor que Lugano comparaba con el de la madera de deriva.

—¿Y usted tiene una? –se reanimó el muchacho.

—¿Una qué, amigo?

—Pues una mujer.

Los ojos de Lugano también se fueron de viaje por las botellas y cristales de los anaqueles, perdidos y erráticos como habían viajado los del muchacho.

—Sí –afirmó regresando la mirada al liquido ambarino dentro de la copa–. La tuve.

—¿Y qué pasó?

—Se fue.

—¿Se fue?

—Sí.

—¿Para dónde?

—Se fue.

Oído aquello Nicolás decidió callarse. No sabía por qué pero, dados la brevedad y el acento con que le había respondido su interlocutor, creyó mejor no insistir. Además, pensó el muchacho, los hombres no hacían tantas preguntas, concluyó. Elías volvió a la barra y le amonestó:

—¿En qué quedamos, compañero?

Nicolás no dijo nada pero empleó la mirada a modo de súplica tratando de ganarle una prórroga a su padre. Elías evadió sus ojos. Por el movimiento de sus brazos y los sonidos que surgían de la parte baja del otro lado del mostrador, parecía ordenar algunas cosas. Un rayo cayó cerca y luego del bramido del trueno se oyó un chisporroteo en la calle frente a la taberna. Las luces parpadearon, las farolas del muelle se apagaron y, un segundo más tarde, el bar quedó a oscuras. Elías maldijo el evento y los otros dos le oyeron hurgar con las manos en un cajón. El hombre encendió una linterna y pasó a través de una de las puertas traseras a otra habitación. Estuvo allí por un rato breve al término del cual, los presentes escucharon un sonido cibernético sucedido en cuestión de segundos por los destellos ambiguos de las lámparas, y por Elías que estaba de regreso en el perímetro del mostrador. Restablecida la luz, Samuel Lugano volvió a prestar atención al sobre que tenía consigo. En la contracara, escrito con letra pequeña y de trazo muy preciso figuraba su nombre. Samuel Lugano identificó al escribiente incluso antes de haber leído su nombre en la esquina superior del sobre. Abrió la carta y se dio a la lectura de la página escrita por ambas caras mientras Elías reconvenía nuevamente al muchacho, diciéndole:

—Así no podemos.

—Entonces no vale la pena.

—¿Qué cosa?

—Pues que venga.

—Claro que sí, Nicolás –argumentó Elías–. Claro que vale la pena.

—Entonces, ¿por qué me tengo que acostar? Yo no estoy haciendo nada malo.

—Está bien, hijo, no hay nada de malo…

—Y además –prosiguió el chico–, ella no tiene por qué saberlo.

—No importa. Esas fueron sus condiciones.

—¿Y las tuyas? ¿Tú no pusiste condiciones? Yo creí que las condiciones las ponías tú.

Samuel descargó la página de su correspondencia en la mesa y se quedó mirando su copa vacía en tanto rozaba el borde del cristal con uno de sus dedos.

—¿Qué es esto? –se atrevió a preguntar el muchacho y agarró el diente olvidado en la barra.

—Un colmillo de tiburón.

—¿Es suyo?

Samuel asintió. Miraba la copa y la luz reflejada en el cristal.

—¿Cómo lo consiguió?

—Me lo regaló alguien.

—Bien, compañero –protestó Elías y chasqueó los dedos animosamente–. A la cama.

Nicolás obedeció la señal, bajo del banco y cruzó por debajo de la barra. Se acercó a Elías y miró a Samuel. Lugano leyó el gesto de frustración en la cara del muchacho.

—Pasado mañana –le dijo para alentarlo–. Pero mañana en la noche nos vemos acá. Primero preparamos los arpones, luego los disparamos.

—Listo –aprobó el muchacho y ojeó a su padre–. Voy a pescar una barracuda, papá.

—Quedamos en que ésas después –acotó Samuel.

Elías rodeó al muchacho con el brazo, le apoyó su mano en el hombro contrario y le advirtió:

—Barracudas todavía no –lo estrujo contra su flanco–. Son desconfiadas. Te miran de frente y no te dan superficie de tiro.

—Un róbalo está bien para empezar –agregó Samuel.

—Quiero arponear una barracuda –insistió Nicolás.

—Bueno, bueno, ¡a la cama! –le amonestó su padre, dándole vuelta con las dos manos y empujándolo hacia una de las puertas posteriores–. A dormir que si tu mamá se entera nos arponea a los dos.

Nicolás caminó en dirección a la puerta pero se detuvo en la entrada, se dio vuelta y miró a su padre.

—No importa, papá –moduló con suficiencia–. A cada hombre le llegan sus golpes.

Y dicho esto siguió su camino a través de la puerta, y se perdió en la penumbra trasera de la casa que parecía una pasta de aceite quemado untada en el hueco del marco.

Fuente:

Comunicación personal.

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Portada del libro «Lomos de sábalo y otros relatos» de Javier Ignacio Saldarriaga Cadavid