Lectura y Conversación

José Libardo Porras

Septiembre 22 de 2011

José Libardo Porras

José Libardo Porras

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José Libardo Porras Vallejo (Támesis, Antioquia, 1959) es Licenciado en Español y Literatura de la Universidad de Antioquia. En 1996 obtuvo el Premio Nacional de Literatura en la modalidad de cuento otorgado por Colcultura con el libro “Historias de la cárcel Bellavista” y el primer puesto en el Concurso Literario Cámara de Comercio de Medellín con el libro “Seis historias de amor, todas edificantes”. Además de otro libro de cuentos titulado “Mujeres saltando la cerca” (Planeta, 2010), ha publicado cuatro novelas: “Hijos de la nieve” (Planeta, 2000), “Happy birthday, Capo” (Planeta, 2008), “Fugitiva” (Alcaldía de Medellín, 2009) y “Fuego de amor encendido” (Universidad de Antioquia, 2010). Sus libros de poemas son “Hijo de ciudad” (1994) y “Partes de guerra” (1987).

Presentación del autor
por Jorge Mario Betancur

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"Hijos de la nieve" de José Libardo Porras

Soy escritor. Los amigos poetas me aconsejan dedicarme a la prosa; los narradores, a escribir poemas. No entiendo a los amigos.

A mediados de los ochenta algunos me consideraban una joven promesa de la literatura antioqueña; ahora, cuando no soy ni lo uno ni lo otro, cuento con siete libros publicados, tres financiados por entidades de carácter cultural, tres por cuenta propia y uno por una editorial comercial. […] Con Hijos de la nieve comienzo a sentirme escritor profesional, y en cierta forma un comerciante de la literatura y a la vez una mercancía. Es una sensación extraña. […]

Al cabo estoy aprendiendo dos cosas fundamentales para un escritor: ser responsable con la obra y corregirla con verdadero juicio antes de publicarla, y leer no sólo para divertirse sino también para aprender. En consecuencia, ahora procedo según una certeza: para un escritor un año está mejor empleado si lo dedica a estudiar Crimen y Castigo que si se atropella devorando las cien novelas más vendidas de la temporada; no leo revistas; de los periódicos sólo leo la sección de avisos clasificados; así me entero de qué vende la gente, de qué compra; así sé qué tienen mis contemporáneos, qué buscan.

José Libardo Porras

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Un poema y un cuento
de José Libardo Porras

Retrato de mi amada

Mi amada no espera de mí que gane dinero y trepe.
Ella prefiere esa otra forma de ascensión
que es como subir a las terrazas de la infancia, como hundirse en un
          sueño.

Mi amada es un arca de maderas resinosas en la que me he embarcado
          con los animales mansos y bravíos de mi sangre,
con mis pertenencias.
Como un cuervo he volado fuera de ella, pero no he hallado donde
          posarme;
como una paloma he volado fuera de ella, pero no he hallado donde
          posarme.

Un granero embrujado es mi amada: cuanto más devoro su trigo
          magnífico más crece mi hambre y el grano más se multiplica;
su cuerpo siempre incendiado me entrega una música inaudible: en su
          silencio, como en los rieles, escucho al tren que nunca llega.
Donde posa su mano se abre una herida de dolor dulce y lento, brota el
          agua, florece un canto.

Sal y azúcar, mi amada; comunión y ruptura.
Es cal y es arena.
Abro muy bien los ojos: me gusta verla por fuera.
Verla por dentro lo dejo para cuando no estamos juntos
o para cuando estoy dormido.

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John Lennon en el balcón

Habían tronado cinco balazos.

John Lennon se incorporó, miró al robusto hombre que tenía al frente apuntándole con un revólver, reparó en su rostro manchado por la luz malva de la lámpara del hotel Dakota, una luz que le confería el doble aspecto de guardia de seguridad y de pastor presbiteriano, recordó que horas antes en ese mismo lugar, al autografiarle el álbum Double Fantasy, le había visto en una mano un ejemplar de The Catcher in the Rye, una de sus novelas predilectas: de joven había pretendido imitar a Holden Caulfield, el protagonista. Se vio a sí mismo en los ojos del pistolero. ¿Cuándo había adquirido esa apariencia de Nazareno? Sintió unas punzadas en el cuello y en el hombro, se miró el pecho ensangrentado y murmuró: “Nothing to kill or die for”. Primero se cerraron las heridas del cuello, luego las del hombro. El ardor cesó. La pechera de su camisa cambió de rojo a blanco. Dio media vuelta y avanzó hacia el interior de la edificación en busca de Yoko Ono, quien, había seguido de largo cuando él se detuvo a atender el llamado de uno de sus fanáticos: “¿Señor Lennon?”. La buscó, en vano, en el vestíbulo, y supuso que ya habría subido al departamento en el piso alto. Quizá le aguardaba tendida en el lecho, desnuda, como de porcelana, apremiante y acogedora. Le rociaría con champaña los pechos mínimos y el vientre y se aplicaría devotamente a reconocerla con los labios y la lengua hasta el amanecer. Sería minucioso como jamás ningún amante lo había soñado. Abordó el ascensor. 2, 3… La luz pálida del tablero contrastaba con la iluminación blanca y fúnebre del carro. Se oían gritos y pasos apresurados de los huéspedes y de la servidumbre por los corredores. ¿Qué habría sucedido? ¿Qué podría estar suscitando semejante alboroto? ¿Habría llegado a alojarse allí una nueva celebridad de las que la radio y los periódicos producían a la velocidad de la luz, una estrella más rutilante que Leonard Bernstein y Rex Reed, a quienes las multitudes idolatraban y acechaban? 4, 5… De la calle le llegaban sonidos de sirenas. Se puso a silbar: “You may say I’m a dreamer”.

Un departamento desierto, fantasmal. ¿Dónde se había quedado su amor? Se despojó del saco y lo arrojó sobre un sillón, se aflojó la corbata, se remangó la camisa y salió al balcón. A pesar de la estación no lo afectaba el frío. La noche de New York era un océano de tinta. El Central Park intimidaba. Contempló Upper West Side, paseó por la calle 62 deteniéndose en las vitrinas adornadas con motivos navideños. ¿Cuándo había disfrutado por última vez de un paseo así, anónimo y feliz? Atraído por las luces y los ruidos de ambulancias y patrullas policiales, dirigió la vista hacia abajo. En la acera, a la entrada del hotel, vio un corrillo alrededor de una mujer que sostenía en brazos a un muerto. La imagen le evocó a La Piedad. Aguzó la vista. Era Yoko Ono. ¿Qué hacía Yoko Ono ahí con un cadáver en sus brazos? Sin embargo no le extrañó: sabía que la compasión era uno de los atributos de ella, incluso uno de los que más lo habían enamorado, y se dispuso a esperar. Tengo la eternidad para esperar a mi amor, se dijo.

Cerró los ojos. Respiró con gusto los aromas de musgos, savias y resinas que a ráfagas le traía el viento desde el Central Park. Tuvo la certeza de que era preciso vivir el presente, y pensó: “No hell below us. Above us only sky”. Experimentó una embriaguez inusitada. Se preguntó qué sucedería cuando todos los hombres y mujeres llegaran a experimentar una embriaguez igual. Volvió a evocar el verso: “You may say I’m a dreamer”. Empezó a percibir un sonido, primero en la forma del aleteo de los escarabajos, luego una polifonía: cientos de voces provenientes de todo el planeta y del más remoto pasado. Y en ese entrevero, una voz familiar: la había oído por vez primera a través de la radio y después en numerosas ocasiones en cintas magnetofónicas, y de nuevo le recorrió el espinazo un temblor. “I am happy to join with you today…”. Era la misma voz cargada de historia, valentía, dolor y esperanza que diecisiete años atrás le había colmado el corazón, cuando en su vida predominaban las mieles gracias a su hijo Julian y a su disco Please Please Me, ambos recién nacidos, y se lo había destrozado cinco años más tarde al ser acallada en Memphis, Tennessee, a la salida de un hotel. Y cada palabra que esa voz pronunciaba era en sí misma su propia traducción a todas las lenguas, de tal modo que nadie en el mundo podría no comprender: al decir “I have a dream” decía al unísono “Yo tengo un sueño”. Para alternar con esta voz, desde un palco de la Ford’s Opera House, llegó otra voz: “Es difícil hacer a un hombre miserable mientras sienta que es digno de sí mismo”; y enseguida otra, desde los jardines de Birla House, en Nueva Delhi: “Con el puño cerrado no se puede intercambiar un apretón de manos”; y una más, desde Vallegrande, en las selvas bolivianas: “Todos los días la gente se arregla el cabello, ¿por qué no el corazón?”.

Voces. Era una plática amorosa inagotable que lo obligaba a ir de país en país, de continente en continente, y ser testigo de la estulticia humana. En un solo grito clamó en todos los idiomas: “Haz el amor y no la guerra”; pero fue un grito de esos que entran por un oído y salen por el otro. Entonces abrió los ojos, los abrió hasta el tormento, y comenzó a cantar, que es como los ángeles dan la alarma cuando nos rondan los desalmados:

Imagine there’s no heaven
It’s easy if you try
No hell below us
Above us only sky
Imagine all the people
Living for today…
Imagine there’s no countries
It isn’t hard to do
Nothing to kill or die for
And no religion too
Imagine all the people
Living life in peace…

Pero su canto, como su grito, aún no nos llama la atención.

Fuente:

Comunicación personal.