Presentación

La batalla de Bagdad

Mayo 8 de 2014

“La batalla de Bagdad” de Ricardo Vargas

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Ricardo Vargas Posada (Medellín, 1979) es licenciado en Filosofía y Letras de la Universidad Pontificia Bolivariana (2003) y magíster en Estudios del Medio Oriente por el Colegio de México (2009). Vivió en El Cairo durante más de cuatro años. Ha viajado extensamente por América Latina, Medio Oriente, Asia y África. Artículos suyos han sido publicados en la revista Arcadia y en el periódico El Colombiano. “La batalla de Bagdad”, finalista del Concurso Nacional de Novela y Cuento Cámara de Comercio de Medellín 2011, es su primera novela.

Presentación del autor
por Camilo Uribe Posada

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Seix Barral Biblioteca Breve

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Llena de poesía y ecos de las Mil y una noches, esta novela es una portentosa mezcla de sabiduría del lenguaje y conocimiento de la historia. Un bello logro, culto, cosmopolita e intemporal.

Luis H. Aristizábal

Bagdad, urbe espléndida que vivió ebria con la idea de la inmortalidad, está a punto de sucumbir bajo la poderosa amenaza del imperio mongol. Hülegü —soberano ilustrado y hermano del Gran Kan— se enfrenta a una enorme disyuntiva: destruir la totalidad del legado de las dinastías ismaelí y abasí, o exonerar del fuego sus vastas bibliotecas, quizá las más completas del mundo en aquella época. […] Con impecable verosimilitud y grácil estilo, Ricardo Vargas Posada nos lleva hasta mediados del siglo XIII, cuando los fieros mongoles asolaran sin piedad la perla del mundo, la brillante ciudad que hasta nuestros días ha tenido que soportar tantas veces el crudo azote de la historia.

Enrique Serrano

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Ricardo Vargas Posada

Ricardo Vargas Posada

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La batalla de Bagdad

—Capítulo I—

Carta del visir de Bagdad,
Ibn al-Álqami, al lector

Bagdad, rabi al-tani
de 656 A. H.
(Abril de 1258)
Año de la toma de Bagdad

Kari, amigo:

Yo podría contarte muchas historias, relatos de ciudades de oro y reinos imposibles, cuentos de amor prohibido que sacian su sed en el mar oscuro del deseo, narraciones pobladas de genios juguetones o perversos, gestas de héroes que galopan en caballos blancos sobre las estepas postreras, leyendas de mártires que murieron torturados con el nombre de Dios atenazado entre los labios. Yo conozco todas las historias, desde el comienzo mítico del mundo hasta esta sucesión de soles opacos que no es más que el presagio del fin de los tiempos; historias reales y ficticias, recuentos de peregrinos y viajeros, fábulas de animales fantásticos, de genios y hechiceros legendarios. Yo podría narrar una por una, en una interminable letanía, las mil y una noches de insomnio con que Sherezada obtuvo el indulto y el amor del rey Shajraiar, referir el amor de Maynún grabando el blanco rostro de Leila en la luna solitaria, describir el alma avergonzada de Jusrau viendo a su amada bañarse desnuda en el río.

Pero ahora solo quiero pintar una ciudad soñada, esculpir la efigie de un amor que se consumió en el fuego seco del desierto, quiero contar la historia de un rey que imaginó un imperio tan extenso como el mundo, enumerar las cuitas de un poeta que soñó una ciudad tan vasta como el mundo, desempolvar la epopeya de un sabio que encontró en las estrellas el secreto arquetipo de lo bello. Son historias condenadas a la densa noche de los tiempos, si no encuentran en nosotros el milagro redentor de la palabra.

Kari, lo que verás ahora, a través de estas páginas, no es más que los restos de la avalancha de fuego y sangre que trajo la furia de los mongoles, pero hace muchos años, en un tiempo ya lejano, Bagdad se irguió orgullosa y desafió por siglos la ira de los reyes, el crepitar de muerte de sus ejércitos. Una ciudad blanca a orillas de un río taciturno que abrevaba en riberas verdes de cultivos. Ciudad de altas palmeras y estrechos callejones, ciudad de espléndidos palacios, de mujeres de mirra y príncipes belicosos, ciudad de jardines y mercados, morada de magníficas mezquitas, ciudad de leyenda que ahora no es más que polvo y la corriente inquieta de un río condenado desde siempre al rumor de sus caballos cansados.

Dos lunas lleva en Bagdad el ejército invasor. Los sobrevivientes entierran a sus muertos, pero no tienen ya más lágrimas para llorarlos. Se construyen nuevos canales, se limpian los escombros, se regresa, poco a poco, a la vida interrumpida. Hülegü ha ordenado reparar algunos edificios, pero nadie podría reconocer ahora, en estas ruinas laceradas, la magnífica capital de la dinastía abasí. ¿Cuánto tiempo habrá de pasar para verla emerger de nuevo como capital de imperios, sede augusta de califas y princesas como perlas? ¿O es este el final de una ciudad que vivió ebria con la idea de la inmortalidad, que jamás pensó en la decadencia, en la decrepitud, en el ocaso?

En todo caso aquí me tienes, traidor de mi pueblo, traicionado. Navego sin norte en las aguas malsanas de mi conciencia, después de haber entregado mi ciudad a las hordas salvajes de las estepas. No son tiempos felices; el odio de la gente marca mis días y en las noches los demonios me niegan el alivio fugaz del sueño. Por eso, Kari, te pido que no seas pronto en tu juicio. Si no alcanzo tu perdón, concédeme por lo menos la gracia del olvido.

Si pudiera volver en el tiempo, borraría para siempre esta afrenta feroz que condena mi nombre y mancha la memoria de mi estirpe. Pero no puedo.

Ve con Dios,

Ibn al-Álqami

Fuente:

Vargas, Ricardo. La Batalla de Bagdad. Editorial Seix Barral, Bogotá, 2014.