Presentación

La saga Botero

En la colonización antioqueña
—Diciembre 5 de 2017—

“La saga Botero en la colonización antioqueña” de Jaime Botero Echeverri

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Jaime Botero Echeverri (Armenia, Quindío) proviene de una familia de ascendencia antioqueña, es profesional en las áreas de mercadeo y publicidad y ha desarrollado diversos proyectos comerciales y turísticos en ciudades de Colombia y Suramérica. Motivado por los relatos de sus antepasados, incursionó en el estudio de su genealogía, y durante 13 años visitó diferentes archivos históricos y se entrevistó con numerosos integrantes de la familia Botero en el Eje Cafetero, Antioquia, Valle del Cauca, Tolima y la costa Caribe, buscando armar el gran rompecabezas de su linaje. Tras su investigación decidió publicar su primero libro, “La saga Botero”, que rescata la historia del apellido desde su origen en Italia hasta la actualidad.

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Fernando Botero y Jaime Botero Echeverri

Fernando Botero y
Jaime Botero Echeverri

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Prólogo

Por Carlos Eduardo Uribe Botero

Jaime Botero, ajeno a los caminos trillados, decidió auscultar las huellas que en el tiempo habían quedado grabadas y, en procura de conocer su origen, acudió a la genealogía, con ese afán que estriba el procurarse una salida a la libertad, gracias al conocimiento de sí mismo; fue así como se puso en la tarea paciente de documentarse tanto en lo personal, como en lo civil y eclesiástico y cuanto concierne con la elaboración del genograma, con el fin de conformar una propia epopeya familiar que se extiende a varias generaciones, dividida en episodios, actos y volúmenes.

Poco a poco las palabras se fueron hinchando, igual que los elementos y las cosas que le iban procurando una especie de apasionamiento por la historia, que lo condujo hasta la Italia del siglo XVII (siglo del absolutismo), en una época de desórdenes sociales y políticos, de crisis climática y económica que conducían a desastrosas guerras en medio de un atiborramiento demográfico, de hambrunas y epidemias, tanto como en lo referente a lo ideológico.

Armado de rectitud, firmeza y juicio se permitió la idea de imaginar la vida de acuerdo con los trazados de la naturaleza que dejan en claro aquello de que el peor de todos los males es ser borrado del mundo de los vivos antes de fallecer.

Su búsqueda lo condujo hasta Génova, con el afán de descubrir allí un punto de partida en su misión de recuperar semblanzas y anécdotas que le permitieran configurar La saga Botero. En aquel importantísimo puerto se topó con la presencia fantasmal de un joven de nombre Andrea Battista Bottero Bernavini, oriundo de la región de Liguria; un soñador que contaba con escasos veinte años de edad y que albergaba sueños de aventuras, que se perdía en elucubraciones acerca de Cristóbal Colón o del gran almirante Andrea Doria —personajes que se agigantan más y más con el paso de los años—; o elaborando fantasías acerca de la piratería. Trabajaba en un astillero entre proas y quillas que cortan el agua, moviéndose entre popa, codeste, basor y estribor, hasta el día en que decidió embarcarse en un navío de nombre Santa Rosa, al servicio del príncipe Santobono, trabajando como artillero, con rumbo al Perú; su pecho hendido por el deseo de ver, allende el tiempo que transcurría lento, surcando el mar aliñado de guerras y amores, soñado en las largas noches solitarias, en sueños empapados con olas que se rasgaban en abismos igual que las noches oscuras de temporales y sargazos, nuevas tierras.

Las horas fueron tejiendo los días y los días circunstancias que dejaban huellas como fracturas de sombras rojas en la piel de Andrea Battista y que significaban, a ojos vista, la manifestación de una enfermedad denominada escorbuto, que básicamente estriba en la falta de vitamina C, muy común entre los viajeros que navegaban por aquellos mares donde las coincidencias se disfrazaban para hacer que las ideas hermosas dolieran y las sugerencias limitaran la libertad de pensar en las reglas de la autodefensa; la debilidad se fue apoderando de su cuerpo y las hemorragias cutáneas de su alegría por vivir.

Cuando las gaviotas anunciaron con sus vuelos acrobáticos la cercanía de tierra firme, sintió una tensión adentro, la ansiedad de una respuesta hacia su futuro en el momento en que su cuerpo trataba de descifrar la querencia de sus sentidos. El navío ancló en el puerto de Cartagena de Indias, donde Andrea Battista fue abandonado, y el viaje al Perú, truncado. Se sentía aturdido en su juego de ilusiones, sus ojos escrutaron las aguas con una mirada contemplativa hecha de cólera y el cielo se le convirtió en un negro más negro que su realidad.

Emprendió camino hacia la nada, bañado en sudor y lágrimas, hasta encontrar un lugar donde reposar; se trataba de una habitación que olía a marisma, a cansancio de navegantes, donde fue atendido por una vieja anciana de ojos bondadosos y manos delicadas que limpiaron el sudor de su frente. Gracias a los cuidados de aquella mujer, a bebedizos con base de limón y otras yerbas por ella preparados, logró alejar a la muerte; salir a las calles colmadas de identidades diferentes, negros esclavos cargando el dolor del desprecio sobre sus espaldas sudorosas, mestizos, blancos y mujeres con olor a flores de pitiminí; se fue enterando sobre aquella sociedad original, típica y de abundantes matices. Supo de tierras lejanas donde el oro crepitaba, de montañas airosas retadoras, de ríos caudalosos y de las condiciones para asociar y concretar nuevos propósitos; aquellas tierras eran denominadas bajo el nombre de Antioquia, así que decidió emprender viaje con la formulación de un propósito que le dio fuerza a la voluntad. Llegó hasta Rionegro, donde el artífice de una sociedad fluida y democrática, proveniente de los propietarios rurales, hizo que fijara allí su residencia que pronto convirtió en hogar, cuando el amor —como una verdad depurada— lo convenció para que contrajera matrimonio con doña Antonia Mejía Somoano, en cuyo cuerpo sembró su semilla de vida para que los Botero comenzaran a multiplicarse en su trasegar por las cumbres de las montañas y los horizontes amplios que se expandían por los espacios cardinales.

Atrás quedaba la historia del astillero y su cortar y pulir planchas.

Uno de los hechos culturales, económicos y sociales más influyentes en el desarrollo de la historia del país, fue la colonización paisa de la cual entraron a formar parte los descendientes de aquel aventurero italiano que supo hacer de su propia realidad una realidad feliz.

Hombres de calzón de manta arremangado hacia adentro la emprendieron contra la selva machete en mano, abrieron caminos, sembraron semillas, construyeron casas de guadua y paja y formaron pueblos, mientras en las noches llenaban la oscuridad con el sonido de tiples y guitarras, cantando guabinas, o se enfrascaban en conversaciones relacionadas con la vida, luego de darle gracias a Dios por los beneficios recibidos.

Parte esencial de esta colonización es la “arriería” tanto de bueyes como las denominadas “muladas”, corifeos del progreso comercial, hercúleos trabajadores que manipulaban con extrema facilidad pesados fardos y bultos denominados “zunchadas”; charlatanes vivaces que desafiaban los precipicios y los ríos caudalosos, se enfrentaban a los espantos y retaban hasta el mismo demonio.

En las cajas de madera o en petacas de cuero transportaban artículos de tocador, abarrotes, jabones, o variedad de cacharros; en sus carrieles —convertidos con el tiempo en símbolos de una época— guardaban la barbera, el dinero, el naipe, yesquero, cigarros y dados; escapulario y crucifijo; agujas de arria, contras para maleficios, píldoras de vida, y no podían faltar los versos, los retratos y las cartas de amor.

La aventura de estos hombres, de un pueblo y de una cultura, partió de un proceso territorial, político y económico de suma importancia desde la perspectiva del desarrollo regional y su aporte al desarrollo del país.

Boteros los hubo que formaron parte de la administración pública, que se desempeñaron como médicos en hospitales, fundadores de industrias, profesores, hombres de leyes; músicos, poetas, dibujantes, pintores y cronistas; hombres que hicieron del cultivo del café una próspera industria; arrieros y campesinos; curas, políticos y artesanos.

Esta segunda parte de La saga Botero amplía la dimensión de unos ancestros, más allá de la enumeración de fechas, lugares o confirmaciones, se trata de la descripción meticulosa de unas personas que han dejado un legado digno de ser recordado, abuelos, abuelas, bisabuelos, bisabuelas, tatarabuelos, tatarabuelas, antepasados, todos dignos de volver a la vida que da vida a esta saga, escrita con responsabilidad, con el cuestionar íntimo que permite darle importancia a la calidad de lo aprendido con el ejemplo; esta nueva edición enseña algo que en alguna parte alguien necesita recordar.

Creo que Jaime Botero de alguna manera responde a los interrogantes que dejó planteados Oriana Fallaci en su biografía titulada Un sombrero lleno de cerezas, terminada de escribir pocos días antes de su muerte: “¿Las partículas de una semilla no son acaso iguales a las partículas de la semilla precedente? ¿No recorren acaso una generación tras otra, perpetuándose? ¿Nacer no es acaso un eterno empezar y cada uno de nosotros no es acaso el producto de un programa establecido antes de que comenzáramos a vivir, el hijo de una mirada de los padres?”.

Fuente:

Uribe Botero, Carlos Eduardo. “Prólogo” en: Botero Echeverri, Jaime. La saga Botero en la colonización antioqueña. Editorial Solingraf, Sabaneta, 2016.