Presentación

El Libro de las
Celebraciones

16 de julio de 2007

El libro de las celebraciones

Editores: Jineth Ardila, Santiago Mutis y Juan Manuel Roca. Fundación Domingo Atrasado, Bogotá, 2007, 278 páginas.

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Presentación de «El Libro de las Celebraciones», proyecto que surge de la necesidad de celebrar a artistas de diferentes disciplinas que con su obra han influenciado la cultura colombiana. Filósofos, historiadores, poetas, narradores, escultores, pintores, fotógrafos, antropólogos, arquitectos, personajes que han sentado precedentes, que han hecho y están haciendo historia y memoria cultural, que nos han regalado una razón para recordarlos, para imitarlos, para citarlos, para darles el lugar que no han tenido por olvido o injusticia, para contarle a otros eso que ellos hacen o que ya han hecho en este país. El lector podrá asistir a una fiesta en la que encontrará cincuenta y seis celebraciones con sus respectivos celebrantes. Leer el «El Libro de las Celebraciones» es como si se volviera de una larga ausencia.

Contaremos con la presencia de la editora Jineth Ardila y de los celebrantes Oscar Hernández (Aurelio Arturo y León de Greiff), Santiago Mutis (Enrique Pérez Arbeláez) y Omar Ortiz (Germán Cardona Cruz).

Fundación Domingo Atrasado

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«El Libro de las Celebraciones busca de forma tal vez utópica que muchos dejen de pensar que somos el país del nunca jamás: aquí nunca jamás ha habido cultura, nunca jamás tradición, nunca jamás idea importante que merezcamos rescatar, valorar, jerarquizar, conservar, continuar o, apenas, celebrar».

Jineth Ardila

«Escritores invitados hablan de personajes de un país que deberíamos promover más que el de las sombras y la sangre».

Juan Manuel Roca

«La idea de este libro surgió en busca de un pequeño espacio que pusiera el país al derecho, identificando gente, trayectorias personales y obras muy importantes. La selección de cada escritor invitado y el personaje que debía retratar no fue cuestión de azar: cada uno reconocía el suyo».

Santiago Mutis

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Fernando González Ochoa - Fotografía por Guillermo Angulo - 1959

Fernando González
Fotografía por Guillermo Angulo

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Fernando González

El mago de Otraparte

Por Guillermo Angulo

Yo estudiaba bachillerato en la universidad de Antioquia y un día decidí osadamente ir a conocer al Maestro Fernando González. Me vestí muy a la moda de entonces: saco deportivo, corbatín, pantalones color gris oscuro, zapatos negros y medias blancas, que hacían furor entre los estudiantes. Cuando caminaba hacia la oficina del Maestro, en un segundo piso de la calle Maracaibo, no me di cuenta de que mi hermano, Eduardo, me estaba observando desde un café de enfrente a donde iban mineros y ganaderos. Después supe por él del diálogo que sostuvo con un colega. Señalándome, le dijo al otro minero:

—Mirá, ese que va ahí. Mirale las medias. Debe ser marica.

—Más dañado que agua de florero, le contestó el otro minero, sin mucha originalidad.

—Es mi hermano, le aclaró Eduardo.

El otro se puso colorado y no supo qué decir.

Mientras tanto yo subía a un segundo piso, en donde estaba la oficina del Maestro, sentado tras un enorme escritorio, y con sombrero de vaquero, de alas anchas, puesto. Me miró con sus ojos de loco (que no eran de loco sino de inteligente). Le conté —con la desfachatez que permite la juventud— que había ido sólo a conocerlo. Él me dijo:

—Le voy a regalar un libro (lo recuerdo muy bien; era El remordimiento, uno de mis preferidos. Y empezó a maltratarlo, tratando de descuadernarlo mientras hablaba mal de las editoriales colombianas. Y yo sufría, sabiendo que el libro ya era prácticamente mío. Me lo dedicó. Todavía lo tengo.

Pasaron diez años antes de que lo volviera a encontrar. Mi amigo de juventud, Alberto Aguirre, me llevó a verlo cuando regresé de estudiar en Europa. Mientras íbamos de Medellín a Envigado, Alberto me dijo que conocía a nuestro filósofo porque su papá, Pedro Claver Aguirre, que había sido gobernador de Antioquia, era su amigo, amistad que él heredó.

Me contó que Fernando González últimamente se había visto muy interesado en la naturaleza, y que una vez que iban caminando por el campo vieron dos arañas peleando. Se pusieron en cuclillas, para seguir más de cerca la pelea, y ambos estaban ansiosos de ver el final. Cuando alguien que pasaba por ahí se detuvo también y se agachó a mirar la pelea. El Maestro se levantó apresurado, cogió del brazo a Alberto y le dijo:

—Vámonos.

Caminó un rato en silencio, que rompió como a los diez minutos para decir furioso:

—Por eso a mí no me gusta el comunismo. Esa pelea de arañas era nuestra. Ese tipo no tenía por qué meterse.

Cuando Alberto y yo llegamos a Otraparte —la casa del Maestro en Envigado (hoy museo)— lo saludamos (qué se iba a acordar de aquel muchacho impertinente de corbatín) y le tomé unas fotos con su familia. Luego fuimos, con Alberto, a un cafecito cerca de su casa y, por esas trampas extrañas de la memoria, no recuerdo qué pedí yo, pero sí lo que tomó el Maestro: un Vinol, una gaseosa paisa que intentaba reproducir, sin mucho éxito, el sabor del vino. Mientras Fernando hablaba con Aguirre yo aproveché para tomarle unas fotos.

Le envié por correo las fotos y más tarde el Maestro me hizo llegar a Bogotá un libro, a manera de agradecimiento, con una dedicatoria que decía: «Guillermo: dos envidias tengo: de su barba negra y de su arte fotográfico. Usted me ha hecho las mejores fotos que he tenido y eso que me retrató con mi boca de culo. Fernando González».

Fuente:

El Libro de las Celebraciones, Fundación Domingo Atrasado, Bogotá, 2007, p.p.: 21 – 22.

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Guillermo Angulo - Fotografía por Alberto Aguirre

Guillermo Angulo
Fotografía por Alberto Aguirre

«Al grupo de jovencísimos intelectuales amigos de Manuel Mejía Vallejo pertenecía Alberto Aguirre, ya entonces crítico de inteligencia mordaz —el más culto de todos— que me asombró al tomarnos fotos sin flash —aún las conservo— en el interior de su oficina, lo que para mí era técnicamente imposible sin un trípode y largas exposiciones. Eso me llenó de sorpresa, y él sin saberlo despertó en mí la curiosidad que más tarde me condujo a mi profesión básica, la fotografía. Su papá había sido gobernador de Antioquia y era amigo de un personaje mítico admirado por todos nosotros: Fernando González, el único filósofo original que ha dado Colombia. Alberto se volvió fotógrafo de profesión —en el sentido de la calidad, no de vivir del oficio— e hizo la mejor serie de fotografías del pueblo antioqueño, que yo conozca. De cierta manera, su trabajo es el equivalente fotográfico de Pedro Nel Gómez, Fernando Botero, don Tomás Carrasquilla, Efe Gómez y Manuel Mejía Vallejo, con la fuerza poética de Barba Jacob y de Carlos Castro Saavedra, quien fue su mejor amigo. Todo esto enriquecido con su profunda cultura».

Guillermo Angulo

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El Libro de las
Celebraciones

Por Eduardo García Aguilar

Jineth Ardila, Santiago Mutis Durán y Juan Manuel Roca, quienes siempre están listos para emprender con generosidad los proyectos más utópicos en favor del arte y la poesía, lograron hacer realidad el libro más bello y necesario. Se trata de El Libro de las Celebraciones, editado por la Fundación Domingo Atrasado, y en el que los tres curadores del proyecto convocan a más de cincuenta autores colombianos para escribir un homenaje personal a su figura querida del arte, las letras o el pensamiento de Colombia en el siglo XX.

En un país tan terrible como el nuestro, donde la ley es el olvido y el ostracismo para la gente que dedica su vida a ejercer el arte, a enseñar, a amar, a cantar, a cuidar la naturaleza, y donde por el contrario se encumbra y se premia a los pillos y asesinos, rescatar a esos hombres y mujeres buenos —en el buen sentido de la palabra «bueno»— era necesario para que, desde el más allá o el más acá, nos den energía renovadora para vivir en estos tiempos difíciles.

Muchos de ellos brillaron al mismo tiempo que llevaban una vida modesta como maestros u oficinistas, sorteando los dramas del exilio, la pobreza, la enfermedad, el olvido o la incomprensión. Algunos publicaron sus obras en ediciones modestas, emprendieron proyectos de revistas efímeras que hacían con las uñas, dieron clase con pasión a alumnos que los recuerdan, o lucharon contra la injusticia del país como se lucha contra un monstruo invencible de mil cabezas.

Sus voces se escuchan todavía en cafés como El Pasaje, el Saint Moritz o El Colonial de Bogotá. Esos viejos nuestros caminan aún fantasmales por la Séptima, del brazo de sus amigos o sacudiéndose de la lluvia del siglo XX —todavía por armar— con paraguas y sombrero Stetson. Cuando por fin me llegó el libro a París, me senté a devorarlo en el café Sarah Bernhardt, en la Plaza de Châtelet, junto al río Sena y con los torreones puntiagudos del Palacio de Justicia al frente, mientras ardía el sol de junio. Desde lejos y en ese lugar privilegiado las palabras de la tierra me llegaban mucho más dulces o más amargas, y brotaban de las páginas con peligrosa efectividad, como puñetazos de boxeador o revelaciones angustiosas de ese inmenso rompecabezas cultural que es el siglo XX en Colombia.

Pasar revista a esas figuras entrañables y verlas salir desde la humareda del desastre renueva hasta al más escéptico. Ahí están los retratos de quienes nos dejaron hace tiempo, como Ciro Mendía, Fernando González, León de Greiff, Luis Vidales, Aurelio Arturo, Jorge Zalamea, Leo Matiz, Alejandro Obregón, Fernando Charry Lara, Manuel Zapata Olivella, Jorge Gaitán Durán, Héctor Rojas Herazo, Pedro Gómez Valderrama, Enrique Buenaventura, Hernando Valencia Goelkel, René Rebetez, Feliza Bursztyn, Estanislao Zuleta, Ignacio Chávez, R. H. Moreno Durán, Miguel de Francisco, Jorge García Usta, César Pérez y Andrés Caicedo, para mencionar sólo a algunos. Cada retrato es un mundo: ahí está el viejo loco Fernando González fotografiado y contado por Guillermo Angulo, muy real, lejos del mito y la leyenda. Volvemos a ver ese personaje lleno de luz que era Leo Matiz, convertido ahora en celebridad mundial del arte fotográfico, y además el hombre más modesto y sencillo. Jaime Echeverri nos cuenta un instante en la vida de un oficinista discreto que tomaba tinto en El Pasaje y se llamaba Aurelio Arturo. Juan Manuel Roca nos habla de Alejandro Obregón, ese otro generoso a flor de piel y amigo que iluminaba todo a su alrededor con afecto y whisky.

Nicolás Suescún nos presenta a Hernando Valencia Goelkel, figura ponderada que dijo lo que tenía que decir y es ejemplo de rigor y ética intelectuales. Lisandro Duque nos cuenta, con la maestría narrativa y la vena humorística que lo caracteriza, la vida de su amigo el cineasta español José María Arzuaga, quien vino a Colombia por loco y se quedó, malogrando tal vez una gran carrera cinematográfica. Y volvemos a ver a Ignacio Chávez, el hombre abierto y tolerante que recibió la estocada del infame régimen actual como pago por una vida de entrega a la palabra y a la amistad.

Entre los vivos Gustavo Álvarez Gardeazábal nos presenta a Otto Morales Benítez, una fuerza proteica que debió ser presidente. Joe Broderick nos trae al sorprendente Fernando Oramas, Ignacio Ramírez a Antonio Samudio, y hay semblanzas de Germán Espinosa y Teresita Gómez, de Andrea Echeverri y Efraim Medina, dos necesarios niños terribles de la cultura colombiana en movimiento.

Pero el texto que más me conmovió, por su belleza romántica, gótica y erótica, y sin duda uno de los más logrados del libro, es el de Patricia Restrepo, quien nos entrega en carne viva los últimos días y horas de Andrés Caicedo, ese ídolo de leyenda que conquistó la eternidad por su gesto de rebelión total, al suicidarse el mismo día en que salió su primera novela, Que viva la música, clásico de la literatura colombiana.

Minuto a minuto vemos a esos dos muchachos enamorados, iconos de una generación desbocada cuyo fulgor en los años setenta está por revisar, contar y reactivar. Los tenis rojos de Patricia en el sepelio son el símbolo de la más absoluta soledad de la generación de los nacidos en los años cincuenta, quienes se quedaron para sobrevivir, encanecer, envejecer, engordar, cuando habían soñado con hacer explotar el mundo con arte, cine, poesía, rumba, sexo y ron.

Los jeans que Patricia se quita en el estoico nido de amor, sus cuerpos desbocados en un lecho de piedra, la forma peculiar y excéntrica de bailar la salsa, las cartas de amor, las pataletas de los enamorados, salen de esas pocas páginas para quitarnos la respiración y revelarnos el desastre generacional de sobrevivir y envejecer en el caos de la superboba patria.

En fin, en este primer volumen de El Libro de las Celebraciones aparecen más de cincuenta personajes que debemos abrir y explorar para entender un poco el hecho de ser colombianos y no morir en el intento. Es un libro necesario para tratar de entender la cultura colombiana del siglo XX, con sus aristas, sombras, destellos y desfallecimientos. Ese siglo que en su crepúsculo nos dio la sorpresiva voz mítica de Andrea Echeverri, leyenda viva cuyo retrato, escrito por su homónima Andrea Echeverri Jaramillo, abre puentes entre dos generaciones rebeldes. Este penúltimo texto nos hace visitar la creativa Colombia underground, donde vibra la fuerza artística que pasa de generación en generación y se transmuta en el inmenso dragón sediento de futuro.

En las nuevas entregas aparecerán sin duda muchos más personajes que están por contar, como Danilo Cruz Vélez, Darío Mesa, Maruja Vieira, Meira del Mar, Jaime García Maffla, Harold Alvarado Tenorio, Fernando Denis y Ramón Illán Bacca, entre muchos otros que nos acompañan, y eso sin contar decenas y decenas de los que se fueron y aún no nos han revelado todos sus secretos. Colombia arde en estas primeras 278 páginas de sorpresas inolvidables, mostrándonos que el dragón de la cultura colombiana está vivo: León de Greiff, Fernando Charry Lara, Andrés Caicedo, Alejandro Obregón y Enrique Buenaventura, desde el firmamento, nos incitan a seguir su camino para conjurar la mansedumbre de estos tiempos dominados por los peores asesinos y bandidos disfrazados de padres de la patria.

Fuente:

Ciudadviva.gov.co

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Celebrados y celebrantes

  • Un poeta en casa: anotaciones sobre Ciro Mendía, FERNANDO HERRERA GÓMEZ
  • Fernando González, el mago de Otraparte, GUILLERMO ANGULO
  • León de Greiff y Aurelio Arturo, ÓSCAR HERNÁNDEZ
  • Enrique Pérez Arbeláez, el padre de la ecología en Colombia, SANTIAGO MUTIS D.
  • Germán Cardona Cruz, el sabio de Tulúa, OMAR ORTIZ
  • Luis Vidales y Suenan timbres, GUILLERMO MARTÍNEZ GONZÁLEZ
  • Gilberto Owen, ALBERTO ZALAMEA
  • Jorge Zalamea, visto y oído, AUGUSTO PINILLA
  • Carlos Martínez Jiménez, arquitecto, GERMÁN TÉLLEZ
  • Aurelio Arturo, señor del viento y del silencio, JAIME ECHEVERRI
  • Carta a Gerardo Reichel-Dolmatoff, GERARDO ARDILA
  • Leo Matiz: mis recuerdos de Leo, AMPARO CAICEDO
  • Alejandro Obregón en su hora, JUAN MANUEL ROCA
  • Negret: celebración del canto y el silencio, SAMUEL VÁSQUEZ
  • Escrito en la muerte de Fernando Charry Lara, PEDRO ALEJO GÓMEZ VILA
  • Biarritz-Valledupar-Bogotá: encuentros con Zapata Olivilla, EDUARDO GARCÍA AGUILAR
  • Otto, GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL
  • Rojas Herazo, cita con la luz, FELIPE AGUDELO TENORIO
  • Encuentros con Juan Antonio Roda, LUIS FAYAD
  • Don Ramón de Zubiría, el inolvidable maestro, HELENA IRIARTE
  • Pedro Gómez Valderrama, MARGARITA VIDAL
  • Jorge Gaitán Durán: la vida como, POLICARPO VARÓN
  • El deliberado ostracismo de Fernando Oramas, JOE BRODERICK
  • Enrique Buenaventura, JULIÁN MALATESTA
  • Guillermo Cano: celebraciones del celebro, GERMÁN PINZÓN
  • Cepeda Samudio: entre la creación y la vida, ÓSCAR COLLAZOS .
  • Rogelio Echavarría: el otro transeúnte de la cultura, ALONSO ARISTIZÁBAL
  • Hernando Valencia Goelkel, NICOLÁS SUESCÚN
  • Rogelio Salmona y el regalo del tiempo, CARLOS NARANJO
  • José Viñals: encuentros a la vuelta de la esquina, ROBERTO BURGOS CANTOR
  • Acerca de José María Arzuaga, LISANDRO DUQUE NARANJO
  • Aristarco Perea, El Balandro, AMALIA LÚ POSSO FIGUEROA
  • Nijole Sivickas: el lenguaje secreto de las cosas, RICARDO RODRÍGUEZ
  • René Rebetez, contemporáneo del porvenir, JUAN CARLOS MOYANO ORTIZ
  • Feliza Bursztyn: la abyección del objeto, AMÍLKAR OSORIO
  • Carlos Rojas, lucidez punzante, CARMEN MARÍA JARAMILLO
  • Antonio Samudio. La dama del guante verde, IGNACIO RAMÍREZ
  • Recordando a Estanislao Zuleta, WILLIAM OSPINA
  • Evocación de José Manuel Arango, PEDRO ARTURO ESTRADA
  • Ignacio Chaves Cuevas, PEPE SÁNCHEZ
  • Visión de Germán Espinosa, SEBASTIÁN PINEDA
  • Germán Colmenares, maestro y amigo, MARGARITA GARRIDO
  • Teresita Gómez: retrato en clave de piano, JOHN GALÁN CASANOVA
  • Joe Madrid: una conciencia íntegra y mordaz, FERNANDO LINERO
  • Jorge Plata Saray, el rey en la cueva, FANNY BUITRAGO
  • R. H. Moreno-Durán nos hacía reír, LUZ MARY GIRALDO
  • Samuel Vásquez, el sueño del arte y la palabra, LUCÍA ESTRADA
  • Miguel de Francisco, GUIDO TAMAYO
  • Jaime Alberto Vélez: celebración de una amistad interrumpida, PABLO MONTOYA
  • Andrés Caicedo, PATRICIA RESTREPO
  • Fabián Rendón. Linóleo de enero, MARÍA CLEMENCIA SÁNCHEZ
  • César Pérez Pinzón, el infatigable capitán, GABRIEL ARTURO CASTRO
  • Jorge García Usta: el juglar de Monteadentro, RÓMULO BUSTOS AGUIRRE
  • Félix Antequera: ¿te acuerdas, brother?, ALBERTO RODRÍGUEZ TOSCA
  • Andrea Echeverri. Una Andrea por otra, ANDREA ECHEVERRI JARAMILLO
  • La textualidad de Efraim Medina, GUILLERMO LINERO

Fuente:

Ntc-documentos.blogspot.com