Presentación

Libro de los viajes
o de las presencias

—Noviembre 8 de 2018—

“Libro de los viajes o de las presencias” de Fernando González Ochoa

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«Soñé despierto con esos papeles, y veía ya en mis manos el primer ejemplar del librito empastado en rojo oscuro, casi negro, y que cabía en el bolsillo de la chaqueta. Todo libro debería caber en el bolsillo; hay que llevarlo, tiene que ser manual, para leerlo al pie de los árboles, al lado de las fuentes, en donde nos coja el deseo. Un libro bueno tiene que ser manoseado, vivir con uno, pasear con uno. En fin, este amor ilegal por los libros se apoderó de mí y no me dejó dormir, como una muchacha que hubo en casa, cuando yo era joven…».

Presentación a cargo de
Carmiña Cadavid Cano
y Gustavo Restrepo Villa.

Editorial Eafit

Biblioteca Fernando González - Editorial Eafit

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El Libro de los viajes o de las presencias es una obra de madurez y de maduración. En él se recoge el proceso filosófico y espiritual del autor durante un largo período de crisis vital que lo sumió en el silencio y en la soledad durante casi veinte años. Para entender a cabalidad la obra hay que tener en cuenta esta dura etapa de Fernando González. En 1941 había publicado El maestro de escuela, que remata así: «Termino avisando que ha muerto definitivamente el maestro de escuela». Y en el último renglón de la última página: «Requiescat in pace. Ahora sí estoy muerto. Ex Fernando González». Y al concluir el apéndice «El idiota», que sirve de colofón al volumen, un grito desgarrador y rudo: «Putísima es la vida».

La producción literaria de Fernando González se frena luego de El maestro de escuela, en contraposición a la fecundidad de la década anterior, durante la cual publica casi un libro por año. El solitario de Envigado está de retirada. En 1942 aparece el Estatuto de Valorización, en 1943 publica la segunda edición de Mi Simón Bolívar y en 1945, en un último esfuerzo, circulan los números finales de la Revista Antioquia. También son de esa época las cartas al padre Antonio Restrepo, sacerdote jesuita, profesor de su hijo Fernando, y las Arengas políticas, que aparecen en El Correo de Medellín. Y no más. El 28 de enero de 1947 muere su hijo Ramiro, a la edad de 24 años, a una semana de graduarse como médico. Es un golpe rudo, que lo derrumba. «Era más para mí que yo…», dijo él. En 1949 muere también su hermano Alfonso, quien siempre fue ayuda y acicate a la hora de publicar sus libros. Son años de prueba, de una honda conmoción interior que se verá reflejada en su vivencia más íntima en el Libro de los viajes o de las presencias.

Entre 1953 y 1957 el escritor envigadeño repite su experiencia como cónsul de Colombia, que ya había tenido en Génova y Marsella entre 1932 y 1934, esta vez en Róterdam (Holanda), por unos pocos meses, y luego en Bilbao (España). En 1957 regresa a Envigado y de nuevo se instala en la amada casa de La Huerta del Alemán, nombre que va a cambiar por el de Otraparte en 1959, precisamente el año en el que publica el libro. Ese regreso a Envigado es el arranque de la obra y en ella recoge su experiencia de noche oscura, esa vivencia infernal del «Hoyo de los Animales Nocturnos» y su inmersión en el misterio de la Intimidad.

Explica Fernando González: «En este libro expresé dramáticamente, dialécticamente, partiendo de mí y de mi Envigado, cómo se hace el viaje desde sus raíces, desde su yo hasta el Cristo y el Padre y el Espíritu Santo».

(Reseña basada en un prólogo
de Ernesto Ochoa Moreno).

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Portada de la edición príncipe del “Libro de los viajes o de las presencias”, publicado por Aguirre Editor en 1959

Edición príncipe,
Aguirre Editor, 1959.

En este Libro de los viajes o de las presencias (el primero suyo que se publica, desde El maestro de escuela, en 1941), Fernando González, de acuerdo a su auténtica vocación de Maestro, enseña un método para encontrar la Intimidad, para ser, en verdad, uno mismo. No se trata de la fría divagación conceptual, sino de la cálida orientación, vital, humana, en ese Viaje definitivo. Fernando González es el Viajero. El único que hasta ahora ha aparecido en esta Colombia todavía informe. Su enseñanza tiene, hoy, un valor decisivo para los colombianos. La Editorial Aguirre siente grande orgullo al iniciar sus tareas con el Libro de los viajes o de las presencias.

Alberto Aguirre
(1959)

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Libro de los viajes
o de las presencias

Capítulo i

Ambiente del libro.

Al regresar a mi tierra y gente me sentí como en casa y me di nuevamente a callejear, caminar por la carretera, sentarme en las barrancas y en los cafés de las aceras, para atisbar agonías, entierros y mujeres, que son mi vocación. Primero son las agonías; segundo, los entierros; tercero, las muchachas y, como si en ellos estuviesen estos temas, los tipos como idos, que se quedan por ahí parados, mirando sin ver y de quienes la gente se aparta desde lejos y dicen que vinieron no se sabe de dónde y les atribuyen todo lo que les asusta y presienten. Son agonizantes. En realidad, las cuatro son una sola vocación.

Comienza la presencia del viajero.

Lo vi un lunes, alelado, de pies en la acera de la tienda de Fabricio, el que apostaba a si llovería o no. Toda la noche y la mañana había lloviznado. Miraba los charcos, pero sin verlos, viendo su mundo en ellos. Eso que llaman mirar para adentro.

«¡Yo conozco este tipo…!». Y me senté a atisbarlo desde el café de la esquina en donde estuvo la tienda de Pacho Díez. Supe que lo conocía, pero me cansé mucho localizándolo: el mundo en que habíamos convivido no me llegaba en imágenes… ¡Dejemos que resucite! ¡Por orden! ¡A todos los despacho! ¡Lo que ha de ser mío nadie puede quitármelo! Y se me quitó la angustia de bregar.

Por la llovizna, había poco trajín en la plaza. Dos mujeres y un perro entraron en la iglesia…

Buscar al Señor.

Al rato vi que Isaac Lotero, caminando lenta y espernancadamente, como los prostáticos, muy cegato ya, entraba también, teniéndose del muro…

Intuí el cadáver. Isaac, pensé, agoniza. Ya busca al Señor. Cuando uno agoniza (y la agonía y el tufillo de la cadaverina principian muchos años antes del certificado de defunción), «busca al Señor». Este es el centro de gravedad del agonizante. No es que tenga miedo. Todos tenemos miedo de algo: de caer, de los perros, de los asesinos, de los rayos, de los terremotos, de los sapos, de los gusanos. Cada uno tiene su miedo. Sentir miedo de algo. Eso no es grave sino natural. El que «busca al Señor» es porque está agonizando y el agonizante no tiene miedo de algo definible, sino que es como estar cayendo sin que haya donde caer, algo parecido a no tener centro de gravedad, es decir, tiene miedo de sí mismo, nada ni nadie puede acompañarlo. Está cayendo irremediablemente solo y jadea en «busca del Señor». ¿Está cayendo? No. Es caída.

«El Señor» es… la nada positiva del que cae, del que es caída. El hombre es ñudo, pleito enredado, un sucediéndose, y al comenzar la agonía se hace consciente de ello, pero sin saber nada, y por eso la agonía es el horror inefable… ¿Será por eso por lo que lo único vacío es un cadáver?

El negocio y los negocios.

¡Ah! Pero como ese pleito que somos es el único negocio serio que uno maneja, y uno lo sabe desde que nace, aunque no lo quiera saber y logre el no saberlo (por ejemplo, los gerentes, los gobernantes, los usureros, los sacerdotes y las putas y «señoras» lo saben muy bien, aunque no sepan que lo saben, y no quieran saberlo y juren y crean que su negocio es el otro, el que ejercen encarnizadamente), resulta que todos somos agonizantes, por lo menos larvados. En la plenitud fisiológica, en las bodas y aun en los bautismos, los machuchos percibimos la cadaverina, los cadáveres, las heridas boquiabiertas y oímos a los demonios.

Desaparece la presencia del viajero.

Y como yo agonizo desde que mi madre me parió cabezón e infiel y me dediqué a eso, la entrada de Isaac en la iglesia, así, tanteando, incierto y palpando temblonamente sus anteojos negros, separó durante mucho rato mi atención del hombre que yo conocía indudablemente y cuando miré se había marchado…

«¡Y ese es un gran agonizante! ¿En dónde diablos agonicé con él…?».

El aparecido.

Entré a documentarme al almacén de Isabelita; me dijeron que era el aparecido; que no sabían de dónde vino; que lo único positivo era que estaba loco ensimismado, muy turulato y que vivía al frente de las Hermanas, en la vieja casa de don Boné, al frente de la difunta ceiba.

¡Este es mi tiro!, pensé. Esto me huele a venero de Universidad, y entré en la iglesia para agradecer que me hubieran traído de nuevo a Envigado, a atisbar lo que estaba haciendo Isaac en el asunto suyo. Cuando partí, Isaac bregaba y bregaba por creer que su negocio era fabricar zapatos, dinero en mutuo y hacer hijos. Porque mientras la cosa no apura, cada uno agoniza en disfraces; simula varios negocios y pasan semanas, meses y hasta años en que llega hasta creer que su asunto son esas sus máscaras. Una que otra vez, generalmente de noche, cuando muere la madre, o el hijo, o la manceba también, el tipo queda desarmado por un momento o por varios y suelta alguna frase que en apariencia es trivial, en que se ve que está viviendo su agonía.

La agonía.

Resumiendo: cada uno tiene el negocio suyo, el enredo que vino a desenredar, que es lo que desarrolla y representa realmente en este mundo; lo que digiere en sus varias representaciones que cree que son sus asuntos. Y casi todos creen que es con los demás, y que son varias actividades, pero se trata íntimamente de un negocio personal, con uno mismo, digiriendo su persona para encontrar su originalidad. Y, como apenas apura la agonía, el pleito se va haciendo dolorosamente consciente, salta entonces la originalidad, y por eso es por lo que sostengo que la mejor profesión es la mía, atisbador de eso. El agonizante cada vez huele más a sí mismo, camina, orina y hace todo como sólo él puede hacerlo, en fin, va siendo él mismo.

Nota —

«Todos» y «otro». Normalidad y anormalidad. La masa y el individuo.

Y durante la «normalidad», camina como «todos» o como «otro»; huele a «todos» o a «otro» y es «todos» u «otro». ¡Qué asco «todos» y «otro»!

Pero mucho cuidado con ir a creer en «normalidad»: siempre es una apariencia, por falta de penetrante observación; hay gentes de hasta cien años en quienes apenas por los muy duchos se percibe la agonía, pero siempre se percibe. «Todos», «la masa» es casi el ciento por ciento… Pero, por otra parte, para los de mi profesión, que somos muy pocos, no hay «masa», «todos», sino individuos. Tantas agonías como seres. La apariencia forma «la masa». El universo es de asombrosa originalidad y el nihil novum sub sole de Salomón es frase esotérica que hay que revelar, pero no aquí.

Fuente:

González, Fernando. Libro de los viajes o de las presencias. Editorial EAFIT / Corporación Otraparte, colección Biblioteca Fernando González, Medellín, noviembre de 2018.