Presentación

Lo secreto

—Agosto 30 de 2018—

“Lo secreto” de Hugo Oquendo-Torres

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Hugo Oquendo-Torres (Chigorodó, Antioquia, 1982) es teólogo de la Universidad Bíblica Latinoamericana de San José de Costa Rica, profesor universitario y estudiante de la maestría en Literatura de la Universidad Tecnológica de Pereira. Ha publicado los libros “Catarsis de la memoria y otros silencios” (Medellín, 2011), “Poesia do corpo nu” (Metanoia, Rio de Janeiro, 2014) y “Lo secreto” (Klepsidra, Pereira, 2018). También ha escrito una serie de ensayos de teología y literatura, entre ellos: “En la cama con mi madre: pensar y sentir la teología desde la piel” (Revista Perseitas, 2014), “Tengo el sexo marcado: erótica de la resistencia” (Escuela Superior de Teología de San Leopoldo Brasil, 2016) y “Soy un dios y, sin embargo, ¿qué trato he recibido de los dioses? Rasgos del héroe trágico en el Prometeo de Esquilo” (Polilla – Revista literaria, 2016).

Presentación del autor y su
obra por María Ligia Acevedo.

Hojashumedas.blogspot.com

Klepsidra Editores

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El libro de Hugo Oquendo-Torres es una bitácora de navegación por el Atrato, resultado de un silencio selvático que deviene literatura. No se ahorra las emociones pero tampoco están de más. Sabe que la llave humana para participar en el teatro del mundo es el asombro.

Cuando leo Lo secreto pienso en Los pasos perdidos de Alejo Carpentier, el viaje de un hombre culto a la selva, del que nunca podrá recuperarse, por fortuna. Las voces narrativas de este libro de cuentos, inmersas en el mundo religioso de las misiones católicas, descubren lo divino en el otro, en la vida que desborda, en la savia y en la sensualidad del baile. Un toque mágico que despliega con frecuencia la literatura de Oquendo-Torres, como ya lo ha explorado en su libro de poesía erótico-religiosa publicada en dos idiomas, portugués y castellano, Poesia do corpo nu (Poética del cuerpo desnudo).

Pero, a diferencia del narrador de Carpentier, las voces narrativas y los personajes de Oquendo-Torres no sienten la extrañeza del paisaje ni chocan con los hombres del paleolítico. Ellos provienen de allí, de la entraña más telúrica de las selvas antioqueñas, de la confluencia entre la cultura paisa, el Caribe y el Pacífico, de todas las edades del planeta conviviendo juntas.

Juan Esteban Londoño

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Hugo Oquendo-Torres / Foto © Leidy Yulieth Montoya

Hugo Oquendo-Torres
Foto © Leidy Montoya

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Un cigarrillo para el cura

Por Hugo Oquendo-Torres

Desde hace tres días San Antonio de Tamaná está militarizado y las remesas de los campesinos están siendo reguladas. En la población corre el rumor de que va a haber una toma guerrillera. Por esta circunstancia mandaron a reforzar el pueblo con un pelotón de Las Delicias, un municipio vecino que queda a medio día de camino. Ambos pueblos son los más cercanos en esta región, pero a los dos los separa un gran cañón. En el ambiente del pueblo hay zozobra. El aire huele a miedo. Hasta las palomas saben leer los tiempos, pues ya han abandonado la plaza central dejando sólo la mierda sobre el busto de Bolívar. En algunas ocasiones estas noticias han sido sólo murmullos, de palabras que vienen y van como hojas secas arrastradas por el viento; pero en otras han sido una absoluta verdad. Una testigo de esto es la señorita Matilde, la cual quedó sufriendo de epilepsia. Cuando ella padece los ataques convulsiona hasta quedarse desnuda. Asimismo, otro testigo mudo es el Banco Agrario que hasta el día de hoy está fuera de servicio.

Los campesinos que llegan de las veredas al pueblo son víctimas de constantes requisas, porque según afirman los militares, a través de ellos se aprovisiona el grupo insurgente que dirige Gabriel Jaramillo Macías, un antiguo profesor de la universidad. Por esta razón, a cada familia campesina sólo le está permitido mercar lo necesario. Además, deben presentar la lista de mercado ante al sargento Valverde para que la certifique. De igual modo, la gente dice que a la guerrilla se le están acabando las provisiones y es por esta causa que van a tomarse a San Antonio de Tamaná. En la última toma que hizo el grupo de Gabriel, destruyeron por completo la alcaldía, la cárcel municipal y el comando de policía; se abastecieron de las tiendas más grandes del pueblo, en especial la de Ricaurte Gómez, un paisa oriundo del municipio de Santuario que llegó a hacer fortuna en la época de la bonanza cocalera. Y ahora él es el dueño de la tienda de abarrotes Paguemenos, el restaurante La fonda del arriero, la licorera Santuario y tiene a casi medio pueblo sumido en deudas debido a los préstamos de pagadiario.

En este poblado el único que no se paraliza es el cura párroco Juan De Dios. Él es de cuerpo atlético, estatura mediana, tez clara, brazos velludos, barba y cabellera grisácea que cubre con una boina calada. Su rostro refleja el silencio que contiene las palabras, detrás de los lentes de cristal resguarda sus ojos de poeta. Por una parte, ciertas personas dicen que él no le teme a nada porque supuestamente simpatiza con los revoltosos; éstas también lo acusan de que tiene un hijo en Medellín. En cambio, otras lo defienden aduciendo que el cura es una persona justa, solidario con la gente y nunca está envuelto en cosas raras. Acaso la única mancha de Juan De Dios ha sido que, en plena celebración del Corpus Christi, se atrevió a afirmar que las autoridades encabezadas por Valverde y el alcalde Soto, eran una manga de corruptos que estaban llevando al municipio a los infiernos. Asimismo añadió el cura ese día, que la represión y las injusticias en las que estaban sumiendo a los campesinos eran las causas de la violencia, por esta razón mucha gente se alzaba en armas. En efecto, Valverde y el alcalde estaban condenando al pueblo a la violencia. Ese domingo los comentarios acerca de la homilía no cesaron sino hasta las dos de la mañana, cuando el último cristiano del pueblo se fue a dormir. Unos lo llamaron el cura rojo, otros el justo.

Hoy no se ha visto como de costumbre al señor que vende los siropes en el centro del parque, ni mucho menos a Ana Julia, la señora que ofrece jugos de naranja cerca de la parroquia. Al parecer todo ha sido trastocado por los vientos de guerra. No obstante, después de haber transcurrido un tenso silencio en el pueblo, sólo se ve correr con prisa a un adolescente con dirección al despacho parroquial. Se trata de Carlitos, quien lleva los recados a todo el mundo. Eso sí, a cambio de dinero. Porque como él afirma: «Nadie corre en vano». La confidencia que lleva Carlos es que doña Rufina De la Torre está agonizando, esta vez al parecer sí era verdad que se moría. Por eso le pidió el favor a Alirio, el hijo mayor de los ocho que tuvo con el difunto Reinaldo Zamora, para que le avisara al cura que fuera a la finca para aplicarle los santos óleos.

Más tarde, con el propósito de viajar a la vereda El Silencio, se vio al párroco ensillar a Gitano, un mulo marrón de estampa fornida. Luego entró al despacho para recoger el morral y partir. En el tiempo en que Juan De Dios a travesó la calle de La Inocencia, bendijo a un grupo de mujeres. Ellas con su cara embadurnada de coloretes, similares a muñecas chinas, respondieron al unísono con un beso sincero, de esos que les han negado sus clientes. Después pasó cerca de un grupo de señoras, entre ellas doña Ligia, quienes sin dejar que él se alejara comenzaron a devorárselo con murmullos. Cuando estuvo frente a la botica, saludó a don José Ángel, quien asintió con la cabeza cubierta bajo el sombrero aguadeño que el sacerdote le había regalado. Luego entró a la tienda de doña Magali para aprovisionarse de cigarrillos Pielroja. En la vitrina sólo encontró dos cajetillas. De todas las tiendas de San Antonio, en ésta fue la única donde encontró los que tanto le gustaban y por los que casi podía dar la vida. Juan De Dios empacó los cigarrillos en el morral, bebió una cerveza fría y reanudó el camino hacia la vereda subiendo por Loma Azul. Minutos después de la salida hacia El Silencio, Gitano encorvó las ancas y se detuvo a orinar al lado del camino.

Cuando ya habían pasado varias horas, cansado de ver el mismo paisaje de arbustos, alguno que otro guayacán deshojado y montañas lejanas; Juan De Dios se percató que no estaba solo, pues atrás, cerca de quinientos metros, venía un joven de mediana estatura y piel trigueña. Traía puesto un pantalón marrón, una camisa roja desabotonada y un sombrero que sostenía con la mano izquierda. Iba galopando sobre un caballo colorado, que de tan veloz sólo dejó una estela de polvo a su paso. Dos horas después de este extraño suceso y estando próximo al puente de río Ciego, el religioso se encontró con un retén militar. Allí estaba el sargento Valverde, quien con la mirada lo increpó. Hizo desmontar al cura para inspeccionarlo, todo con la excusa de cumplir con la rutina, alegando de igual forma que no se imaginaba qué podría llevar un clérigo en su morral. Juan De Dios se bajó de Gitano, sin decir palabra alguna puso las manos sobre su cuello. Un soldado lo requisó de pies a cabeza. Y otro abrió el bolso, mostrándole al sargento las dos mudas de ropa, el crisman, el relicario, una estola, la Biblia, un misal pequeño, el libro de La liturgia de las horas, un pomo nácar de crema para afeitar, la barbera y dos cajetillas de cigarrillos. A una de éstas le hacían falta cinco unidades.

Valverde con un gesto incriminatorio lo miró.

—¡Yo no sabía que los curas podían fumar!

—¡Y hasta sufrimos cuando nos hacen falta! —respondió Juan De Dios. Todos los soldados reventaron a carcajadas, menos el sargento que se sintió burlado. Por eso como represalia ordenó detenerlo por veinte minutos, después lo dejó ir.

Cuando el sol con las sombras formaba monstruos alargados en el camino, el cura avistó en medio de una llanura la casona blanca de la finca De la Torre, la cual tenía pintado los zócalos y las barandillas con color rojo. A semejanza de torres de castillo la rodeaban árboles de eucalipto y palma real. En el patio trasero, antes del establo, se divisaban algunos árboles de naranja y limón, así como unas eras cultivadas con cebolla y tomate. El aire era fresco y sobre el firmamento traslúcido se vio pasar una bandada de garzas despidiendo la tarde. La casa estaba cercada con veraneras violetas, cuyas chamizas floridas se alzaban arañando el cielo; las columnas del portón eran blancas, las puertas de madera barnizada, en cuyo techo de teja habían dientes de león. En el instante en que el religioso llegó a la finca, se desmontó de Gitano, saludó de abrazo a Alirio, a Camila, la hija menor de Rufina, y a los demás presentes. Alirio tomó el mulo por el cabestro y lo condujo al establo. Allá lo desensilló y le dio melaza. Camila se encargó de ubicar a Juan De Dios en la habitación del fondo, en la cual se percibía un olor a humedad. Recién entrada la noche, después de tomar un reposo, pasó al comedor para cenar y de inmediato hizo el rosario de Los misterios luminosos para luego aplicarle la extremaunción a Rufina, quien se encontraba postrada en la cama, pero no se veía tan enferma como imaginó desde un principio.

Alrededor de las ocho de la noche, después de la tertulia con la familia De la Torre, al calor de un pocillo de café y de aspirarse el penúltimo cigarrillo de la primera caja, el sacerdote se fue a dormir. Afuera el cielo estaba hinchado de estrellas que titilaban como pequeñas brazas. La luna era un ojo. En el tiempo que el reloj marcó las once menos quince y los grillos en el llano arrullaban el silencio nocturno, el cura sintió el tropel de botas que rodeaban la casa. De modo impetuoso se cortó el sosiego. Luego escuchó una voz que bisbiseaba su nombre.

—Juan De Dios, Juan De Dios, Juan De Dios —él se levantó sigiloso y en la penumbra pudo distinguir a Camila.

—¿Para qué me busca a esta hora? —tomó los lentes.

—Padre, afuera hay dos personas que quieren hablar con usted. —Ella le extendió la mano y le alumbró con una linterna metálica, llevándolo por el pasillo hasta la puerta del patio. Allí apagó la linterna.

El nimbo de luz de plata sobre el rocío de las hojas iluminaba todo. Camila guió al sacerdote hasta el establo para presentarlo ante una mujer, quien en su espalda cargaba un fusil Kaláshnikov. Junto al portón de la finca vigilaba la persona que en la tarde había cruzado a toda prisa en el caballo. La mujer, a quien poco se le veía el rostro, le dijo al sacerdote que traía una razón de parte de Fonseca. El religioso se puso frío y sus manos comenzaron a sudarle. Pasó la mano derecha por su frente queriéndose limpiar el agua que le escurría. Pues recordó que Fonseca era el segundo al mando del grupo de Gabriel Jaramillo Macías. Y nada más hacía seis meses en Peñas Blancas, éste sostuvo un enfrentamiento con los hombres del gobernador Mauricio Zabala. Después de unos eternos minutos el cura recobró el aliento, en ese intervalo de lucidez preguntó cuál era el motivo. La mujer le pidió que hiciera el favor de regalarle cigarrillos a Fonseca. Y con un gesto de sorpresa y duelo, el cura se despojó del paquete que le quedaba, a sabiendas de que así le esperaría un tortuoso camino.

Juan De Dios, al día siguiente en la madrugada, luego de haber desayunado, se fumó por la mitad el único Pielroja que le quedó. La otra parte la reservó para el largo viaje. Fue al establo para buscar a Gitano. Se despidió de todos e inició el regreso. Cuando había hecho medio trayecto, sintió que su espíritu lo abandonó en el momento en que aspiró la última bocanada del cigarrillo. Dos horas después, el cura lo embriagó el desasosiego. Tras su espalda un aguacero amenazó. Las nubes plomizas contrastaban con el verde luminoso y el camino naranja. Cual si hubiese sido un recorrido de siglos sumergido en el diluvio, Juan De Dios llegó empapado a la casa cural. Tomó un baño caliente para luego cenar y acostarse temprano. En la habitación se santiguó, pues el poco aliento no le alcanzó para hacer la oración de la Liturgia de las horas. En la cama comenzó a pensar.

«¿Qué tal que lo del favor hubiese sido una mentira? Puesto que, ¿cómo una persona con ese rango no iba a tener cigarrillos? Sí. Eso fue un engaño. Un engaño, estoy seguro. Un vil engaño» —en silencio asintió con la cabeza, luego miró el crucifijo en la pared—. «Pero, si ahora no tengo yo que soy el párroco del pueblo, qué va a tener ese hombre allá en el monte». —En la calle un perro ladró —. «Si tan sólo fuera uno. Uno solo. Uno para despejar esta noche y no estar mascullando tanta estupidez». —Y de manera irónica dijo. —Ahora resulta que la vieja Rufina no se muere. De este modo terminó vencido por el sueño.

Al siguiente día, sábado en la mañana, Juan De Dios hizo los maitines y celebró la misa de siete. Todavía con los vestidos ornamentales, se dirigió al centro del parque para distraerse con las palomas que habían regresado. Cuando fueron las doce del mediodía sintió un profundo deseo de fumar, pero era imposible porque en el pueblo había escaseado hasta la picadura de tabaco. Él buscó en el baúl que guardaba dentro del cuarto para ver si por lo menos encontraba un cigarrillo, sin embargo fue una labor inútil. Movió la habitación, revolcó las sábanas, igualmente todo fue en balde. Esa fue la única labor durante el día. El cura tuvo la noción de que estaba muerto desde el día que regaló el último paquete.

En la mañana del domingo, desde temprano, el sacerdote deambuló cual muerto errante, celebró la eucaristía matinal de un modo frugal. Al mediodía, después de misa, en el tiempo que el sol calcinaba todo a su paso, fue al parque para echarles maíz a las palomas, luego subió al balcón para leer un periódico viejo. Y a las seis de tarde, cuando se preparaba para tomar una aromática, se enteró por boca de Ligia que la guerrilla se había tomado al pueblo de Las Delicias. Los insurgentes de Gabriel Jaramillo Macías habían destruido la alcaldía, el comando de policía y al alcalde lo habían retenido. Y allá lamentablemente pereció el sargento Valverde, al cual le faltaba la mano derecha y en el bolsillo de la camisa habían encontrado un paquete de cigarrillos Pielroja. Como si todo lo hubiese visto en una ráfaga de imágenes, Juan De Dios se estremeció. Para verificar la noticia decidió encender la radio, pero sólo escuchó un ruido parecido a tapas de gaseosa rastrilladas en el piso.

A las ocho de la noche, como le era habitual, se acostó a dormir y cuando ya eran las doce o la una de la mañana, no tuvo la mayor certeza, sintió el tropel de botas por la casa semejante al de la finca De la Torre. Luego al frente de la puerta del cuarto este ruido se plantó y oyó el mismo bisbiseo de la vez pasada que le llamaba por su nombre. La voz de manera suave le dijo:

—Al pie de la puerta de su cuarto le pagamos el favor.

De inmediato el cura escuchó que los pasos se retiraron. El temor lo invadió, por esta razón se quedó perplejo en la cama, ensopado en sudor debido a los nervios. Ahora no sólo lo mortificaban las ansias de fumar sino también la sensación de miedo. Fue hasta la mañana siguiente que recobró las fuerzas con los rayos de luz que golpearon su cara. Abrió la puerta y al pie encontró una decena de cigarrillos Pielroja al lado de una mano derecha.

Fuente:

Oquendo-Torres, Hugo. Lo secreto. Klepsidra Editores, Pereira, 2017.