Presentación

Los perros esperan
bajo la sombra

—3 de marzo de 2022—

Portada del libro «Los perros esperan bajo la sombra» de Camilo Londoño Hernández

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Camilo Londoño Hernández (Medellín, 1991) es comunicador social-periodista de la Universidad Pontificia Bolivariana, institución donde también he ejercido como docente. Actualmente es candidato a magíster en Arte Público y Nuevas Estrategias Artísticas en la Bauhaus-Universität de Weimar, Alemania. Como académico ha publicado algunos libros en Colombia y México; como artista ha exhibido su obra en Colombia, México, Cuba, Costa Rica, España y Alemania. Su trabajo se preocupa por romper el sentido estructural del texto a partir de los cruces de la fotografía, la escritura y el cine. Así transita entre palabras e imágenes para (des)dibujar espacios narrativos que enuncien los movimientos del cuerpo sobre el lenguaje y sus formas. «Los perros esperan bajo la sombra», proyecto ganador de la Beca de Publicación de Obras Inéditas del Ministerio de Cultura, es su primer libro de cuentos.

Presentación del autor y su
obra por Herbert Rodríguez.

Camilolondono.net

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Logos Leer es mi Cuento - Ministerio de Cultura de Colombia

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Los perros esperan bajo la sombra es un libro de cuentos compuesto por diez monólogos donde sus personajes narran diversas historias de amor enmarcadas entre idas y venidas a un mismo bar ubicado en Medellín. A medida que recuerdan, aparecen los paisajes de otras ciudades como Bogotá, Buenos Aires, Ciudad de México, Madrid, Toronto o Berlín. Estos relatos, a manera de confesión, personifican la rutina desenfrenada de las urbes y dotan de intimidad la cotidianidad de las calles y el paso del tiempo. El desahogo de sus protagonistas es una apuesta por cuestionar las concepciones hegemónicas alrededor de quienes aman. Así, sus palabras expanden y diversifican las representaciones de cómo los seres humanos manifestamos el deseo, el afecto y la soledad.

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Camilo Londoño Hernández

Camilo Londoño Hernández

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Isabel

Cuando salí con Raúl ya había estado con

Mario,
Francisco
y Santiago.

Mario y esas ganas de mis tetas, mis pequeñas tetas paraditas. Mario pidiéndome que le mostrara un pezón, que le mostrara un pezón, que le mostrara un pezón; imaginándoselos rosaditos y tiernos sobre esta piel blanca. Mario y sus veintiún años. «Vea que yo también voy a probar por primera vez». Mario, quien me dejó por no saber pichar.

Entonces,

¿esto cómo se hace?

Y apareció Susana con Sade, Bukowski, Vargas Vila, el teatro y el rock. Susana con sus ganas de ser actriz y las clases de jazz. Susana y su madre enseñándonos a fumar marihuana en casa para no hacer locuras por ahí. Claro, las raritas del colegio, con la ropa negra y la música extraña. Y apareció Francisco, el primo de Susana. «Acá está la famosa amiguita con ese culito tan lindo. ¿Por qué no vemos una película los tres?». Junto a él aprendí a pasar la lengua por todo el cuerpo. Francisco, ese gigante basquetbolista que sabía de filosofía. Francisco, un hombre oscuro que me hacía feliz, que me enseñaba su sexo mientras fumábamos porro y escuchábamos punk. Y mientras me ilustraba me cogió de la cadera y me dijo que me dejara. ¿Y yo?, yo negué con la cabeza cuando él metió su pene por detrás y yo lloraba y él lo metía, derecho, en seco, y yo aguantaba, me ardía. La sangré me escurría.

Cuando me agaché a recoger la ropa, me dijo: «qué lindo ese culito blanco con esa sangrecita chorreando encima», Y sus palabras fueron un ladrido seco sobre la noche. Y Susana ya no fue más mi amiga. Y ya no vimos más películas los tres. Y ya no más Sade, ni sexo, ni sangre.

 

Hasta que llegó Santiago. Todo lindo él, bonitico él, mi novio queriendo ser mi amante. Y ahora sí. «Vamos para el cuarto que no hay nadie en casa». Y lo abracé. Abracé su música, su caminar, su baile, las artesanías y el centro. Abracé ser jóvenes, ir en contra de mi mamá y su padre. Abracé la universidad y sentarnos en un parque con una caja de vino. Hasta que quedé en embarazo. Y entonces mi abuelo me cerró la puerta. «Señorita, acá no vamos a tener a una cualquiera». Ni mi madre ni mis tías dijeron nada. Porque siempre se hace lo que el hombre diga. Y ya vivíamos Santiago y yo, allá, arriba, en ese barrio donde no podía salir. Yo desgataba las tardes mirándome al espejo, agarrándome la barriga y ahí cuando los dedos rozaban las curvas del estómago le susurraba: «Salo, Salomé, ¿para qué vas a nacer?, ¿por qué no nos morimos? No te mueras sola, yo no te dejo. Vámonos las dos». Y el cuerpo se movía y con una patadita trataba de saltar de mi vientre.

 

Y la niña nació.

 

Y nos fuimos para un pueblo. Y allá pintamos las paredes, cocimos muñecas y vendimos artesanías, fumamos yerba e hicimos el amor. Dos años así. Sí, sí pudimos salir adelante. La niña en ese pueblo iba a ser muy feliz. «Casémonos para que nuestros padres aprueben esto». Y entonces Santiago ya era el hombre de la casa; y se consiguió un trabajo en una discoteca para ganar más plata; y la rumba ya no era de marihuana sino de pepas, de coca, de heroína; y ya las muñecas estaban descosidas, y la pintura salía muy cara; y ya el amor no se quedaba entre los dos. ¿Y entonces? «Qué es esto», «eres una puta», «Santiago, no grites», «mira la niña cómo llora», «te estás drogando», «¿qué te está pasando?». «Esto tampoco sirve», «acá duele», «usted es una mierda», «siento un vacío acá», «mejor dejemos así». Hasta que se lo llevaron a rehabilitación. Y a los siete meses nos divorciamos.

«Mamá, a Santiago lo tienen amarrado». «Yo no voy a ir». «Ayer fui». «Salomé pregunta por su papá». «Mejor dejemos así». Pero no. Cuatro años más tarde me acosté con él otra vez. Estuvimos los tres: Salomé, él, y yo; desnudos, negros, bañados de sal, frente al Mar Pacífico, abrazándonos, pero con condón. Esa vez me dio asco. Hasta las venas del pene las tenía chuzadas. Salomé y yo regresamos al pueblo para pintar la casa, coser las muñecas y vender las velas. Porque yo sabía que Santiago no era para toda la vida. «Usted señorita se buscó lo que tiene», «responda a ver como todos», «su abuelo tenía razón cuando la echó». «Yo lo sé mamá». «La niña está muy grande». «Yo me devuelvo a estudiar a Medellín».

Y de nuevo la casa, el centro, las caminadas, el vino. De nuevo las fiestas, las lecturas, las calles estrechas, y mi mamá. De nuevo Susana. Susana la amiguita. Susana la mujer.

Susana la actriz, la bailarina, la de la marihuana y el rock. «Ay Susi, te tengo que contar tantas cosas». «No se preocupe Isa, yo también. Estoy estudiando actuación y me voy para Bogotá, pero antes quiero ir a una fiesta con esa chica que me gusta.

 

 

¿Me acompañas?».     

 

 

Cuando empecé a salir con Raúl me encontré con Susana en una calle del centro. El profe Raúl tan lindo. Y yo que estaba toda contenta por estudiar otra vez. «Niña, por favor haga silencio», «¿qué va a hacer después de clase?». «Acá les presento a mi profesor». «Acá les presento a mi novia». Perderle trabajos fueron excusas para acostarme con él. «Yo no le voy a hacer daño como los otros», me decía. «Venga que eso es muy bueno», me acariciaba. Y lo supo hacer, dilatándome, pasito, pasándome la lengua entre la oreja y los pies, buscándome el lado del amor más cómodo. Pero tampoco. No pudo terminar. La memoria de mi cuerpo se movió y otra vez ese dolor de siempre, ese ardor. A mí no me van a volver a culiar.

 

«La otra semana voy a salir con mis amigos, venga conmigo que usted no los conoce». En puntitas me paré para ir al baño y ahí, entre el vallenato y los tacones, como un ronquido tropical de mala entonación, su amigo gritó: «¡Qué lindo el culito de la novia de Raúl! Qué bueno que por fin la presentó». Y la risa de todos. Y yo haciéndome la boba. Y Raúl no dijo nada. Y otra vez mi culito feriado como ganado. Acá está la vaca más buena con las ubres más baratas.

Hace ocho días Raúl me volvió a invitar a salir con sus amigos. Lo ignoré. «Yo también me voy de fiesta con Susana». Disimulé. «¿Y usted por qué no la invita? Yo nunca sé a dónde van». Ahora vamos en su carro, Raúl, Susana y yo para ese bar de salsa donde se humedecen las paredes. Bailar en ese sótano palpitante es como mecerse con la luz. A veces todo es amarillo, luminoso, brillante; de repente uno gira y de nuevo lo cubre la sombra. Respiro hondo este cigarrillo para no evaporarme como el humo. Entonces Raúl nos mira por el retrovisor. «Vea la amiguita de Isa tan linda». Él se pavonea, ladra, escupe. «Susi, ¿yo qué hago?». «Yo la cuido, Isa; estos ya me han tocado». Estoy a un trago de estar borracha y este cigarrillo no se acaba. Aguanto. Ella me abraza. «Tomen un ron», «yo no quiero», «que tome, sígale el juego mujer». «Raúl, usted está muy lindo». «Susi, usted también».

Y yo callada tiro rones por la ventana mientras Susana coquetea con él. No entiendo su juego. Pero me río, y a veces no los boto, y me fumo otro cigarrillo. Ya vamos a llegar. El ron se está acabando y nos detenemos frente a un poste de luz en la esquina del bar. Cascadas calientes saltan por mi garganta. Pero la luz tan fría y el ron tan frío y nada de lluvia. «Bajémonos». Tiemblo y sigo la mano de Susana. Susana y sus uñas negras, su mirada negra y el sudor. Ella me arrastra con su lengua. Raúl nos mira y espera. Aguarda como un perro. Susi, de golpe, cierra la puerta sin esperarlo. «Isa hoy se queda conmigo y no estás invitado por hijueputa. Creías que yo te restregaba las tetas porque me gustabas. Iluso. Pagaste una fiesta que se vació por la ventana de tu carro. Vaya a masturbarse solo».

La voz de Susana rebota en la avenida como el eco de un timbal.

¿Y yo? Yo fumo dentro de esta luz que no sé de dónde viene y nos cubre a los tres en un espacio azul. Yo escucho a Susana llorar con los ojos secos. Yo oigo en su voz mis palabras escondidas, como si en ella, sobre su lengua, se hubiese metido mi lengua, y caliente por los rones, ahora estalla sobre él. Susana grita, Susana insulta, Susana manotea, pero soy yo, quiero ser yo, quien grita soy yo, quien insulta soy yo. Raúl se marcha como quien busca indulgencia. Arranca pasito, prende las luces, se despide sin afán, perdiéndose en el asfalto para huir por debajo, arrastrándose.

 

Nadie nos mira.

 

Entramos.

 

Los bailarines solo bailan. Los cuerpos felices, como amantes sudorosos, están acá adentro, abajo, encerrados en este sótano sin poder salir, sin poder escucharnos, sin venir a rescatarnos. Susana y yo bailamos. Cansada, me siento a ver esos cuerpos bailar y las piernas me tiemblan, me cosquillean, como si estuvieran inundadas de arañas. Salgo a fumar sobre la avenida y vuelvo a respirar.

 

Cuando salí con Raúl ya había estado con Mario, Francisco y Santiago. Cuando terminé con Raúl, Susana y yo hicimos el amor. A ella la conocí en el colegio. La conocí leyendo Bukowski, escuchando rock y fumando marihuana. Después de esa noche ella viajaba para Bogotá. Ese fin de semana le ayudé a empacar. Su boca resplandecía y el movimiento de su cuerpo me gustaba. Su piel era como la mía. «Que te vaya muy bien», le susurré.

La última vez que vi a Susana fue dos años después cuando vino al entierro de mi madre. El perico, el teatro, esa novia mayor, la ciudad y, quizás yo, impidió abrazarnos de nuevo. Ya pasó mucho tiempo desde aquella historia. También muchos cuerpos por esta vagina. A mí me gusta abrazar y conversar. De nuevo con Esteban, el mismo Esteban, junto a Santiago. De pronto viene Ismael y no paramos. Romel, Tuti, Arturo y Juan. Carlos, otro Carlos, César, María y Teresa. Pablo, Violeta, Alexander, Roxana y Daniel. Sidney. Repito con Pablo, Julián e Ismael. Dos manos, esos penes, cuatro bocas y un orgasmo en mi vientre. Ese hombre me habla y yo me mojo. Mojo la mente, resisto la pierna, abro la risa, escupo la mierda, retengo el pecho y vuelvo a gemir. Y venga que en la casa tengo un libro de esos que le gustan. ¿Quiere otra copita? Vamos con un amigo. Ese trío tan rico entre mi prima, su novio y yo. A ella también le di a probar estos deditos. Si es de buena vibra sí le hago, no tiene por qué pasar nada. Allá en esa casa donde no se ve nada. Con la marihuana siempre se arman unas películas muy bravas. «Ahí atrás hay un contrato de diez millones para el colegio de Salomé, ¿por qué no nos quedamos aquí?». «No, gracias jefe». Si me lo pide mejor se lo doy. Yo mejor me consigo otro trabajo. Que tengo este cuerpo prestado a mí misma porque esta puta no cobra. Mi piel se hace blanca de estar tan expuesta al amor. Ese amor parecido a mirar un pájaro en una noche obscura. Por eso me gusta bailar sola. Cuando me muevo los hilos de los amantes se desprenden. Giro, sudo, exhalo, sacudo las piernas y las hebras se vuelven a unir. Porque yo hago el amor como bailo. Escucho la música agitada, frenética y me detengo a observar el sonido cuando atraviesa el bar. La melodía se asemeja al romper de las olas y empiezo a flotar. Los muros se humedecen y pierdo la gravedad. Mi cuerpo se hace ritmo. Mi cabello, corto, como de niña, se ilumina y detrás de él, por mi espalda, descienden, nacen, aúllan todos los hombres del universo. Salomé crece. Santiago no paga la mensualidad. La otra semana también hay fiesta. Salomé pregunta. Y yo bailo. Y bailo. Y bailo. Y me invento cuentos antes de contarle las historias que no le he podido contar.

Isabel

Fuente:

Londoño Hernández, Camilo. Los perros esperan bajo la sombra. La Bruja Riso, Medellín, febrero de 2022, pp. 13-21.