Presentación

Manual de bolsillo
para abrir la sombra
en paracaídas

—Junio 21 de 2018—

“Manual de bolsillo para abrir la sombra en paracaídas” de Jorge Andrés Quiceno Vásquez

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Jorge Andrés Quiceno Vásquez (Medellín, 1993) es escritor, estudia medicina en la Universidad de Antioquia y se desempeña como profesor de danza aérea, yoga y acroyoga.

Presentación del autor y su
obra por Christian Palacio G.

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Abstraído se sienta, espalda recta, como para fungir de antena ante el cosmos, como si el lastre de la levedad no pudiera —por más que lo ataque— llegar a quebrarlo. Quién pudiera adivinar en tan serena postura la espuma o suspiro que le atraviesa.

Imagina por un momento que su ser se extiende derramándose más allá de la piel, de lo sensible, conmensurable, y allí donde su sombra dibuja en ausencia solar un fiel eco de su forma, se hace sueño, piedra, abrazo, se hace poesía.

En estas páginas podrá usted disfrutar de la caricia del viento mientras cabalga la Indómita, estará en libertad de correr tras la Bichita, escuchar el tiempo mientras salta los abismos, o se arroja cual cascada a través de la más próxima ventana; puede ser un dios en sí mismo o tan solo una hojita en caída libre. Sabrá usted de dónde nace el bosque que le crece por la boca a Jorge Quiceno.

Christian Palacio Gómez

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Jorge Andrés Quiceno Vásquez

Jorge Andrés Quiceno Vásquez

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Tres textos cortos de
Jorge Andrés Quiceno

Mi soledad me devoró

Cuando muy pequeño yo descubrí el silencio.

¿Fui devorado? Tal vez fui devorado.

Pero su garganta es tan honda y transcurrida que aún no paro de caer.

Cuando muy pequeño yo descubrí el silencio y devoré a mi soledad.

¿Fue devorada? Tal vez fui devorado.

Pero mi boca y lengua son tan pequeñas, tan humanas, que se atoró en mi garganta.

Soy corroído desde afuera por la soledad que me devoró, la soledad en la que no paro de caer.

Soy corroído desde adentro por la soledad que devoré, la soledad atorada en mi garganta.

Intento salir, corto la cabeza de la soledad que me devoró, pero mi cabeza es cortada por la soledad de mi garganta.

Soy esa soledad, que devoré, que devoró.

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Jardín de piedras

He sembrado un jardín de piedra de todos los colores y rupturas, con la única esperanza de ver crecer una cordillera hacia el cielo… Recuerda que prometimos que nevaría en este rincón tan soleado de la azulada, y asolada esfera.

No puedo vivir en la base de las montañas, cerca al riachuelo. Estas piedras, furiosas piedras, con sus cráteres llenos de vos, se lanzan contra mis ojos, y los rompen en miles de cristales.

Estas piedras se han sembrado dentro de mis ojos, y han empezado a crecer cordilleras, con sus nieves y riachuelos, un poema en cada pico, pero sin flores, ni pájaros, sin vos. Hay alguien en la cima de los picos leyendo un poema, con sus ojos llenos de riscos escabrosos con ventiscas y de ríos acaudalados, y hombres desolados dentro de poemas llenos de silencios.

Poemas llenos de silencio, que hablan de la amada que no está. Poemas que hablan de alguien que lee, un mapa, con “usted está aquí”, en el lugar más desolador.

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Hastiado de estos huesos

Del exceso de piel que me sobra para ser lluvia. Con tan precoz experiencia de brisa, para qué tanta articulación si seré agua.

Renuncio a cada pulmón y no al aire, a tanto órgano que me abulta y me impide ser viento, a las manos sin plumas.

Allí llueve, no entiendo si es afuera o aquí, tampoco sé si son cosas diferentes. Me la paso midiéndole mi cuerpo a los objetos, en ocasiones me pongo mal y se me rasga algún músculo, en ese instante es cuando me riego, y transporto mi conciencia a cada arena que sale; descubro que soy una celda de átomos.

Ayer me le puse a la cama y sentía que interrumpía alguna paz, que sobraba en la armonía fría de las sábanas, sobraba en la armonía limpia del mundo, las arrugas y los ácaros.

Con remordimiento me arrojé al suelo, permanecí sintiéndome conspirativo extranjero, hablador de otro idioma, como si nunca hubiera estado conectado alfabéticamente con la tierra.

Comprendí que debía ir liviano, sin tanta cicatriz encima, con menos de mí para ahorrarme esa patología de arrastrar un cuerpo, al cual lo único que lo diferencia de un cadáver, y lo digo para creer que no todo es similitudes, es que ellos son más cálidos, tienen los párpados menos inciertos, se mueven de vez en cuando para retorcer un grumo en la fosa.

Yo casi no me muevo. Cuando digo que arrastro un cuerpo me refiero a la noción que tengo cuando la lluvia (que no sé si es afuera o aquí, si son cosas diferentes, y entonces yo soy el soplo que le dio génesis) me encamina al ojo del embudo que desemboca en donde se amontonan los destinos fracasados.