Lectura y Conversación

Historietas para
fulanas y menganos

22 de noviembre de 2007

Mechanical Clock

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Con la participación de Mauricio Quintero (Envigado, 1975), artesano, narrador, escritor, quien en 2008 comenzará sus estudios de Filología Hispánica en la Universidad de Antioquia y actualmente se desempeña como administrador de El Café de Otraparte. Entre sus trabajos inéditos se cuentan tres recopilaciones de cuentos cortos: «Historietas para Fulanas y Menganos», «Navieros» y «Sala de espera».

Presentación del autor
por Luis Miguel Rivas.

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Mauricio Quintero

Mauro Quintero

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El maquinista en el reloj

El día continuaba… Para el maquinista el día ni comenzaba, ni terminaba. Sube los peldaños que forman los dientes de los piñones rodantes, y deja caer a su paso goteritas de fino lubricante. Entre fauces metálicas, herrajes, guayas, tuercas y tornillos, transcurre su desconocida existencia. Afuera, las abuelitas comadronas del té vespertino, no han sospechado nunca su incuestionable tarea de maquinista, ni cuando el cú cú señala la hora de su cita con la puntualidad acostumbrada.

Remangando constantemente su camisa, secando el copioso sudor de su frente, el maquinista salta de un lado a otro en el interior de la caja de madera que es ella misma, todo su universo. Del bolsillo pectoral en su overol plateado, saca con habilidad de malabarista llaves de precisión, goteros con líquidos antioxidantes, toda suerte de diminutas herramientas que balancea entre sus robustas manos, apretando aquí, puliendo allá, poniendo a punto la totalidad de la compleja maquinaria, con alegría circense y tozudez de recio enano.

A sus setentaisiete abriles de laboriosas piruetas, con su eficiencia sobrenatural, ha logrado mantener inalterable el margen de error que alguna vez calculó el constructor con exactitud euclidiana; veintiséis punto cinco segundos cada doce meses, que sumados darían un total de 2.040,5 segundos a lo largo de los años vividos por el duende operador; cifra que acumularía un retraso de 34 minutos y 0,0083 fracciones de segundo en la maquinaria, desfase regularmente corregido por Abelardo, el mayordomo de la señora Isabelita, quien desde que el padre de la doña falleciera 35 años atrás por una disfunción del marcapasos, administra las labores domiciliarias en la clásica residencia de heredad británica. Juiciosamente, Abelardo ha enmendado el paso rezagado del minutero cada año bisiesto; instante siempre en el cual el maquinista sufre un sobresalto de carácter religioso, debido a lo que él supone una voluntaria y consciente acción de motricidad coordinada de todo el andamiaje de la maquinaria. Más temprano que tarde olvida su inquietud supersticiosa y entrega de nuevo sus estímulos musculares a los memorizados quehaceres.

Las ruedas dentadas crujen con melodía mecánica, como banda marcial marcan los acentos de una percusión bélica, componiendo el inocente tic tac que se escucha tímidamente en el más allá, Afuera, en el salón de té con acabados y decoración victoriana. Ignorante de aquella realidad paralela, el maquinista vive ajeno a cualquier incertidumbre ociosa sobre su destino; incansable, enresorta su figurita tomando impulsos para alcanzar tal o cual lugar de la topografía compuesta por moldeadas piezas de metal que funcionan sin cesar.

Al término de cada gran giro de 360 grados, asciende con increíble rapidez al hangar superior a manivelar la palanca giratoria que hace rodar una polea y en ese acto abrir los portones por donde sale victorioso el gigante pájaro de madera cantando agudamente el sincrónico cú cú. Seguidamente desciende cual si fuera bombero veterano, deslizando su anatomía por la guaya principal, hacia las periferias bajas donde le espera el sistema de balanzas que mantiene activo el ir y venir del péndulo columpiante. Con un pequeño mazo ajusta los ejes de aquella maravilla arquitectónica de su ciudadela secreta.

Transcurrían así sus años de maquinista, siempre fue esa su profesión y condición, sin recuerdos de alguna infancia o conocimiento del nacimiento, solo el ahora y su incesante exigencia perfeccionista de maniobrar, siempre vivió así sin alteración ninguna; salvo la ya mencionada intervención de la mano foránea de un dogmático mayordomo; además de aquello, nada, un ciclo secular inmodificado, un hábito casi maniático de un orden particular dentro de una caja de madera, una ley natural autónoma que se cumple sin irregularidad en el cosmos que compone aquella máquina del tiempo; fuera de eso nada, ni incierto, ni sorpresivo. Hasta que ocurrió…

Sucedió Afuera, como era de esperarse en una realidad cambiante; los relojes electrónicos invadieron las ciudades, la tecnología digital hace parte de casi todas las tendencias y los vetustos clasicismos estaban abiertamente amenazados por la extinción. La señora Isabelita envejece ahora en un hogar de reposo para ancianos, donde Abelardo ejerce los cuidados del jardín; el edificio de estética londinense lo adquirió la gobernación junto con sus muebles y enseres; de estos quedaron algunos deshechos en el basurero y otros distribuidos entre las manos de un ramillete de funcionarios públicos, formando parte de lujos eclécticos. Entre ellos, iba un pesado reloj de pared que tras presidir el decorado del comedor en la casa de un diputado, culminó sus oficios en el húmedo abandono de un sótano, debido a la persistencia de la mujer del honorable funcionario para ubicar en reemplazo de aquel vejestorio ridículo un modelo enmarcado muy in, de un paisaje neoyorquino nocturno, con bombillitos rojos que homologaban la iluminación de los rascacielos y con un panel electrónico en la franja superior del cuadro, que animaba con composiciones luminosas y secularmente las horas de New York, París, Tokio, Tel Aviv, Sidney, Sao Pablo, Bs As, Bogotá y otros rincones del Afuera.

En la dimensión del maquinista, el trance de aquellos sucesos fue como un apocalipsis. Comenzó con ligeros pero inesperados cambios del eje gravitacional y repentinas sacudidas que cíclicamente cobraron intensidad y constancia. Por vez primera en su inalterada y rítmica existencia, el maquinista se halló sometido a una voluntad superior y al parecer indolente. Surgió en su ser una especie de dolor, una angustia desconocida; apareció la duda. El más funesto golpe de gracia que el caotismo cruel le pudo haber asestado. Dudaba, aunque obviamente no conocía nada parecido a la duda, ningún antecedente, salvo los recuerdos más bien subconscientes de los efectos colaterales de la mano procuradora de un Abelardo para él por supuesto inexistente. Y se explica: más bien subconscientes, porque en el hábitat natural de los maquinistas, la memoria se desarrolla de manera inmediatista y programática, de modo que los sucesos que transgreden tal dinámica de la inmediatez, prevalecen, pero escondidos en las entrañas de la mente, gracias a un estatus traumático que nunca toma relieve sustancial (sólo medianamente en la repetición del consiguiente episodio Abelardino de los años bisiestos). Sin olvidar que los maquinistas no duermen, por ende, no conocen Onirilandia y a sus pobladores psicofantasmales, o para que quede más claro, los maquinistas no pueden soñar con sus miedos, ni tampoco pueden recordarlos.

Para el maquinista, entonces, la aparición repentina y luego constante de la duda significó el inicio de una crisis neurótica irreversible, que lo convirtió paulatinamente en un ente de atrofiada motricidad y mirada desorbitada, efecto de un engarrotamiento general. Ido, se hundió en el limbo, tan descompuesto e inmóvil como el enmohecido reloj de pared en cuyas maderas roídas anidan ahora las cucarachas del sótano Afuera, y muy pronto, Adentro.

Ya en un último acto reflejo, el maquinista descargó todo su peso con gran esfuerzo en una caída que albergaba como fin la conclusión de su agonía; cayendo velozmente, atravesó el vacío que compone las áreas sombrías del cajón de madera y destrozó su humanidad enanoide contra la guaya matriz en un estruendo. La guaya doblegó al instante su resistencia, desprendió dos extremos latigantes que recorrieron con implacable destrucción los órganos vitales de la maquinaria. Como dardos medievales, volaron resortes, balines y el sinnúmero conjunto del rompecabezas que marcaba las horas, alimentando con los impactos los decibeles que traspasaron las fronteras de la realidad minúscula de la máquina del tiempo, hacia el sótano, Afuera, donde una chapola nocturna, que reposaba sobre el cristal roto a la altura del nueve romano que casualmente señalaba el minutero, levantó su vuelo trastornada por el bullicio, diseñando en la atmósfera de aquella realidad paralela la numerología mesiánica del alfa y el omega, provocando sin consciencia de ello el conocido efecto mariposa con su aleteo espasmódico, alterando las fibras invisibles de la red simbiótica que compone el cúmulo de galaxias local, donde concatenan billones y billones de realidades, el Adentro, el Afuera, el Afuera del Afuera y sucesivamente. Así, como la ficha de dominó que provoca el derribo escalonado de todo un ejército de dominós, la muerte del maquinista intercedió en el destino de los relojes galácticos; desde los extramuros curvados de un fragmento del universo, el efecto mariposa provocó el estallido de una supernova. El colosal evento despidió —como el sinnúmero conjunto del rompecabezas que habitó el maquinista— los proyectiles de materia cósmica que llegarían al antojo de la relatividad temporal a desajustar el antiquísimo equilibrio de una máquina de tiempo particular, que los habitantes estudiosos del Afuera Abelardino conocieron por el nombre de Sistema Solar.

Fuente:

Comunicación personal.