Presentación

Medellín a oscuras

Ética antioqueña
y narcotráfico

—Octubre 11 de 2018—

“Medellín a oscuras - Ética antioqueña y narcotráfico” de Anacristina Aristizábal U.

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Anacristina Aristizábal U. es comunicadora social-periodista con especialización en Ética y maestría en Filosofía. Ha trabajado en radio y televisión. Es columnista del periódico El Colombiano y profesora de la Universidad Pontificia Bolivariana. Ha publicado la novela histórica “Armada de amores, relato ficcionado de la vida de Ana María Martínez de Nisser” y el ensayo “La persona: el reto de los medios de comunicación social”.

Presentación de la autora
y su obra por Gilmer Mesa.

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Editorial Universidad Pontificia Bolivariana

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Medellín a oscuras, ética antioqueña y narcotráfico es una investigación periodística de lo sucedido en Medellín en la época más fuerte del narcoterrorismo entre 1988 y 1993. Contiene entrevistas con los alcaldes de la época Juan Gómez Martínez, Omar Flórez Vélez y Luis Alfredo Ramos Botero, y con tres investigadores del fenómeno: Alonso Salazar, Gustavo Duncan y Carlos Alberto Giraldo.

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El rastreo de terror que presenta este trabajo solo puede servir de alerta para comprender por qué hay puntos a los que una sociedad no puede permitirse llegar. Y lo que se pretende es demostrar que el compromiso de cada persona, adulto, educador y gobernante es educar a las nuevas generaciones en la contención de la ambición, porque la ambición tiene que tener límites. El antioqueño, tan proclive al dinero, debe erradicar de su cultura la modalidad del “vivo” o el “avispado”, personajes que solo han dejado como consecuencia una sociedad que camina con mucha facilidad en el terreno de la doble moral que sugiere un paralelo entre lo legal y lo ilegal. Será un trabajo de educación arduo y dilatado en el tiempo, hasta que nuevas generaciones marquen el cambio. Este libro compendia solo un vistazo de lo que nos pasó, porque no puede volver a pasarnos.

Anacristina Aristizábal U.

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Anacristina Aristizábal

Anacristina Aristizábal Uribe

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A modo de introducción

Por Anacristina Aristizábal U.

Es mucha la literatura que se ha escrito sobre el narcotráfico en Colombia y las consecuencias económicas, políticas, sociales y culturales que ha dejado para el país; y sobre la vida y muerte de Pablo Escobar. Cuando el fenómeno, mezclado con el terrorismo, estuvo en todo su apogeo durante las décadas de 1980 y 1990 se publicaron diversos textos en este sentido. Pero ahora, pasado el milenio, nuevas generaciones que nacieron y crecieron después de ese pico informativo, quizá no alcanzan a entender que son ‘hijos’ de un fenómeno que trastocó la sociedad colombiana.

Este no es un libro sobre Pablo Escobar. Es un texto informativo que da al lector una panorámica, con algunos detalles, de lo que se vivió en un momento determinado en la ciudad de Medellín. Está dirigido básicamente a las personas menores de 30 años que quieran saber una parte de lo que pasó en la ciudad, para que tengan un referente, una visión, otra versión de la época del narcoterrorismo. Digo que “con algunos detalles” porque es imposible referenciar absolutamente todos los hechos y acciones que sucedieron, aunque el texto puede dar una idea de lo que realmente pasó (para que nunca más vuelva a suceder). Entre 1988 y 1993 la ciudad de Medellín vivió bajo la amenaza constante del narcotráfico: asesinatos, masacres de civiles y de policías, bombas y carros bomba; secuestros, intimidaciones, toque de queda, robo de carros. Una ciudad sin ley donde sobresalió un rey que desfiguró el alma y el rostro de la ciudad: su majestad el dinero.

Los adultos que padecieron esa época han pasado tres décadas esquivando los recuerdos y tratando de olvidarla para rehacer sus vidas y la vida de la ciudad. Ese silencio ha provocado que una parte de las nuevas generaciones, tan protegidas de cualquier estímulo negativo por sus mayores, tengan sobre esa época la versión tergiversada de las narconovelas: para algunos de ellos los tristemente célebres miembros del cartel de Medellín no fueron tan malos, porque hicieron “obras de caridad” y otros se convirtieron en una especie de héroes porque desafiaron al Estado; para otros, ese mundo de dinero, poder, excesos, mujeres y estímulos por montón, es casi un ideal de vida.

El daño está hecho en dos sentidos. Primero: en medio de una ingenuidad custodiada por adultos, algunas personas de las nuevas generaciones no alcanzan a percibir el terror y, sobre todo, el daño moral que el narcotráfico —y su imperio compuesto por bandas de sicarios— causó durante años a una ciudad que aún no se repone.

Como casi todos los seres humanos que se desvían por caminos de ambición, y con el fin de tapar la perversidad de sus obras y ganar el apoyo de los paupérrimos olvidados durante décadas por el Estado, los narcotraficantes de entonces quisieron hacer “obras buenas” para acallar su conciencia (casas que reemplazaron ranchos; donde existían tierreros hicieron canchas y espacios deportivos iluminados para la recreación de la muchachada; repartieron alimentos y mercados para una población hambrienta y sin oportunidades laborales) (1)

Segundo: el espíritu de ambición que ha permeado el modo de ser de los nacidos entre las montañas de Antioquia (no necesariamente son los únicos en Colombia con ese “ideal” de vida, pero este texto se centra en ellos, por eso no se habla de las otras regiones) fue el caldo de cultivo que existía, pero que después fue exacerbado, agravado, extrapolado por el despilfarro y la desmesura que se vivieron debido al ingreso de enormes cantidades de dinero ilícito a todas las capas sociales de la región. Hoy, la obtención de dinero fácil ha generado consecuencias sociales profundas entre personas que quedaron acostumbradas a ganar mucho con muy poquito esfuerzo o, por lo menos, con el esfuerzo que suponen las actividades ilegales.

Con la intención de “rehacernos”, hemos pasado 30 años tratando de olvidar y de no hablar del ciclón tremebundo que azotó la ciudad, pero los rumores y los recuerdos de las “obras buenas” de esos narcotraficantes todavía alimentan el imaginario de algunas personas; imaginario exacerbado por las camisetas estampadas con el rostro de los capos de aquella época, por las narconovelas, por las rutas turísticas diseñadas con morbo para desprevenidos turistas que recorren los lugares emblemáticos que exaltan al “Patrón”, pero que evaden los sitios donde explotaron los carros bomba, las guaridas donde tuvieron amarrados a los secuestrados, las esquinas donde se masacraron a cientos de jóvenes, todo ello producto de la guerra que el cartel de Medellín declaró al Estado (2).

A ese panorama hay que sumarle que llevamos 30 años en los que no se han desarrollado planes de estudio para que en los planteles educativos de la ciudad se muestre, demuestre y prevenga cómo la ambición desmesurada por el dinero y por el poder a cualquier precio corroe una sociedad. Hay que hacer una especie de alto en el camino para tratar de entender los daños sociales que genera la avidez desbocada de dinero y que la vida no puede reducirse a conseguirlo como única condición de éxito, progreso y movilidad social. Los planes educativos en los planteles públicos y privados de esta región deberían tener un estudio obligatorio del caso particular que se vivió en aquella época (con sus antecedentes y consecuencias), con el fin de que las nuevas generaciones entiendan qué pasó y por qué no puede volver a pasar.

Además, tiene que existir un trazo claro en la educación de estas nuevas generaciones. Lo primero es que el desarrollo social debe ser política pública permanente de todas las administraciones locales, pues nadie discutiría que parte de las causas de esa época de terror fue el abandono social que por décadas vivieron algunos de los barrios de las laderas de Medellín. En esos muchachos del ‘no futuro’, como los llamó Alonso Salazar, estaba el terreno abonado para dejarse seducir por un estándar de vida para ellos inalcanzable pero deseado y que, ellos creyeron, solo con dinero podía obtenerse. La inversión social es absolutamente necesaria en los barrios periféricos de la ciudad. Y lo segundo, es que se debe volver a la sanción familiar y social. Es muy diciente lo que escribe el investigador Gerard Martin sobre la ausencia de algún tipo de sanción, reprensión o castigo hacia Pablo Escobar por parte de sus familiares, padres o en el colegio: “La constante era la impunidad. Una impunidad que empezaba en la casa, donde nadie tomó medidas para evitar la penetración de Pablo en la criminalidad, como lo ha explicado su hermana Alba Marina” (3).

Más adelante, Martin explica la situación del colegio:

La única sanción impuesta a Pablo en su adolescencia parece haber surgido en el colegio. Hay evidencia de que fue suspendido varias veces por un par de días y que posiblemente fue expulsado. Sin embargo, nunca fue relegado por su colegio a algún servicio especial de reforma o resocialización… Pablo, Gustavo y Mario eran jóvenes en alto riesgo de incurrir en carreras criminales, pero ni sus familias, ni sus instituciones educativas, ni ninguna otra instancia, jamás adelantaron algún tipo de intervención preventiva o de rehabilitación institucional para con estos adolescentes. Aquella omisión terminó costando caro a la ciudad y al país (4).

En medio de una educación que de alguna manera se ha vuelto laxa en cuanto al cumplimiento de la norma, la voz de Roberto Escobar, hermano de Pablo Escobar (epígrafe de este libro), es atronadoramente llamativa: “Pablo y yo crecimos sabiendo que todas las reglas estaban a la venta”.

¿Qué pasó en Antioquia para que el narcotráfico, con esa vocación “industrial” y exportadora, surgiera en esta región y no en otra en Colombia? Una posible respuesta a este interrogante la ha desarrollado el profesor Gustavo Duncan cuando asegura que “la diferencia de los antioqueños con el resto de Colombia no estuvo en la cultura de la violación de las normas, sino en que este rasgo cultural estuvo acompañado de un mínimo de sentido comercial y de relaciones monetarizadas en las clases bajas” (5). Fue una mezcla entre una clase social que buscaba “reconocimiento social” ante el “descontento emocional de pertenecer a un colectivo sin mayor estima social”, con una característica social desarrollada desde tiempos de la Colonia cuando en esas clases sociales “apareció un sentido comercial que contaba con ingresos de productos de exportación como el oro y el café, un proceso migratorio y la aceptación social del ascenso a partir del éxito en los negocios” (6). Ese descontento de pertenecer a una clase sin mayor estima social se podía superar consiguiendo dinero; y esa consecución de dinero fue ‘fácil’ por la capacidad comercial y financiera que se había desarrollado desde la época de la Colonia. Esto es, en síntesis, la explicación que elabora Duncan sobre por qué el narcotráfico se internacionalizó inicialmente con un grupo de antioqueños, y no con grupos humanos de otras regiones del país.

Un trabajo periodístico

Este libro que el lector tiene entre sus manos es un trabajo divulgativo, no es un trabajo de tipo académico. Treinta años después de los acontecimientos que aborda, pretende ser una compilación periodística, aunque es imposible que sea exhaustiva, de lo que se vivió durante esa época del narcoterror (1988-1993). También hay pistas bibliográficas sobre los valores éticos del antioqueño, las voces de algunas personas clave del momento y un recuento de los estallidos dinamiteros y de algunos de los atentados que pusieron a la sociedad bajo estado permanente de amenaza y a la civilidad en jaque.

Obviamente, esta versión escrita no presenta la musicalización, el gran vestuario, el maquillaje ni el interés comercial de las narconovelas y sus puestas en escena con las que se ha pretendido crear un ‘trabajo social y cultural’ acomodando a su amaño e intereses particulares la frase célebre del ensayista español Jorge Santayana: “quien no conoce la historia está condenado a repetirla”.

Estoy firmemente convencida de que los productores de las narconovelas han hecho tan mal su trabajo, que después de las emisiones de sus productos televisivos se sigue escuchando en las calles de Medellín a niños que quieren ser como los tristemente célebres narcotraficantes de esos nefastos años. Así se demuestra con el video “Narconovelas por Etnológica”, que en 2013 fue puesto en YouTube a disposición del público (7). En este video, con imagen distorsionada para proteger la identidad de los menores de edad, se ve un grupo de niños de algún barrio de Medellín que conversa espontáneamente con un hombre, sobre sus apreciaciones de las narconovelas.

A continuación, se reproducen algunos apartes del diálogo:

—¿En esas escenas ustedes a quién le hacían fuerza? –pregunta el hombre. –Al capooo, obvio –responde un coro de mínimo 3 niños. –Yo no sé. Porque uno desde el principio empieza como con la idea que el capo es el bueno… entonces uno ya, desde el principio… el capo ya tiene las de ganar, el gobernante.

Más adelante:

—¿Y qué es lo bacano de ser el capo? –pregunta nuevamente el hombre.

—Que tiene mucha plata.

—¿Y ustedes cuál serían si fueran a ser uno de los de las series?

—Pablo Escobar.

—¿Y vos?

—¿Yo? Yo sería como el capo.

—Y vos…

—Pablo Escobar.

—Y vos.

—Pablo Escobar, pero versión flaca.

—¿Y qué es lo bueno de ser Pablo Escobar? –vuelve a preguntar el hombre.

—Que él tiene muchas fincas, y él se puede esconder.

—Y esas fincas son muy secretas.

—Y él tiene mucho dinero. Y él contrata amigos.

—Y él tiene muchos amigos, muchas armas.

—Él fue malo, pero hizo muchas cosas buenas por Medellín.

—Él fue malo por el hermano.

—Él ayudó a los pobres.

El adulto vuelve a preguntar:

—Qué más es lo bueno de ser Pablo.

—Que tenía mucha plata, muchas metras.

—A mí me gusta es cuando él dice que se va a vengar del hermano.

Notas:

(1) Según las palabras de uno de los comandantes del Bloque de Búsqueda que dio de baja a Escobar: “… decía que regalaba campos de deportes, hablaba de ayudar con dinero a algún hospital de caridad, como todavía decimos en Colombia. ¿Por qué? Porque a la vez que descuartizaba y taladraba ojos, decía que tenía un Robin Hood dentro del alma”. CASTRO CAYCEDO, Germán. Operación Pablo Escobar. Bogotá: Planeta, 2012, p. 71.
(2) Es imposible establecer con exactitud cuántos asesinatos cometió y ordenó Pablo Escobar. Un artículo publicado por la BBC de Londres en 2013 le atribuye 4.000 homicidios. WALLACE, Arturo. “La relación bipolar de Colombia con Pablo Escobar”. En: BBC Mundo, Londres, 2, diciembre, 2013. Gerard Martin en el texto ya referenciado dice que a Escobar se le pueden atribuir 1.000 o más homicidios, que en todo caso es “un volumen mucho mayor a lo que ha sido atribuido a criminales como Al Capone, Dillinger, Baby Face Nelson o Gotti, en Estados Unidos; a Corleone, en Sicilia; o a cualquier capo o criminal de renombre, que no sea un criminal de guerra o un dictador. Los estudios más serios atribuyen en general un par de decenas de muertos a cada uno de esos criminales”. MARTIN. Op. cit., p. 63.
(3) MARTIN. Op. cit., p.p. 66-67.
(4) Ibíd. p.67.
(5) DUNCAN, Gustavo. “Crimen y poder: el filtro del orden social”. En: GIRALDO RAMÍREZ, Jorge (editor). Economía criminal en Antioquia: narcotráfico. Medellín: EAFIT, 2011, p. 184.
(6) Ibíd. p.p. 177-178.
(7) Narconovelas por Etnológica.

Fuente:

Aristizábal Uribe, Anacristina. Medellín a oscuras, ética antioqueña y narcotráfico. Editorial UPB, Medellín, 2018.