Noche de Campo Literaria

Del silencio y la risa
en la corte de Ubú Rey

14 de agosto de 2010

Ubú Rey de Alfred Jarry - Ilustración por Stasys Eidrigevicius

Ubú Rey de Alfred Jarry
Ilustración © Stasys Eidrigevicius

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Tan necesario es al hombre el ejercicio de la razón como la conciencia del absurdo que la razón misma termina revelándole acerca del mundo, la vida y su propio ser. Desde la antigüedad clásica a nuestros días, el pensamiento humano ha sabido sobrellevar con dignidad esa relación íntima y difícil, intentando evitar siempre el descalabro, caer en los abismos que la locura, la contradicción, el desvío y la incertidumbre le tienden constantemente. De este trato peligroso y problemático, la razón, muchas veces, no ha salido tan bien librada, y desde el comienzo todo saber, toda afirmación, todo dogma se sostiene precariamente sobre el balancín de la sospecha, la duda, la incertidumbre, el delirio.

No en vano, escritores, poetas, filósofos y artistas han registrado a lo largo de los siglos esta doble naturaleza del pensamiento que, hasta el presente, sólo podemos abordar, como nos enseñó Fernando González, no sólo desde el parapeto racionalista sino también desde la ironía, el humor, la risa, la irreverencia, la propia conciencia que de nuestra condición contradictoria, absurda a veces y hasta rayana en la alucinación, alcanzamos.

Por ello, consideramos saludable recordar cada cierto tiempo a esos “delirantes”, a esos obsesos de la duda, de la sospecha, de la conciencia absurda que nos ofrecen “otra perspectiva”, otra manera de vernos y mirar el revés de lo real: Diógenes el Cínico, Erasmo de Rotterdam, Rebelais, Swift, Carroll, Jarry, Strindberg, Kafka, Bernhard, Artaud, Camus, Cioran… Espíritus libres, abiertos a la lucidez y también a la sana demencia de una palabra desbordada y reveladora. Ellos y otros son algunos de los nombres que nos acompañarán en este “viaje al otro lado” del espejo que nos presenta rutinariamente la misma cara.

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“Ubu Roi aux Baleares” (c.1966) - Por Joan Miró

“Ubu Roi aux Baleares”
de Joan Miró

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Ubú Rey

(Fragmento)

Por Alfred Jarry

Por fin estoy al abrigo. Estoy sola aquí. No es ningún inconveniente. Pero qué carrera desenfrenada: atravesar toda Polonia en cuatro días. Todas las desgracias me han caído de golpe. Inmediatamente después de la marcha de ese gran borrico voy a la cripta a enriquecerme. Poco después estoy a punto de que me liquide el Bougrelas ese, y esos cosacos. Pierdo a mi caballero, el Palotino Girón que estaba tan enamorado de mis encantos que se extasiaba de placer al verme, e incluso, me ha asegurado, al no verme, lo que es el colmo de la ternura. Se habría dejado partir en dos por mí, el pobre muchacho. La prueba es que Bougrelas lo ha partido en cuatro. ¡Pif, paf, pan! ¡Ah! Me siento morir. Después, emprendo la huida perseguida por la turba enfurecida. Abandono el palacio; llego al Vístula. Todos los puentes están vigilados. Atravieso el río a nado, confiando dejar de este modo a mis perseguidores. Por todas partes la nobleza se junta y me persigue. Mil veces estoy a punto de perecer ahogada en un círculo de polacos obsesionados en perderme. Finalmente logré sustraerme a su furia, y después de cuatro días de carrera por la nieve de lo que fue mi reino, llego a refugiarme aquí. No he bebido ni comido en estos cuatro días. Bougrelas me pisaba los talones… Pero en fin, ya estoy salvada. ¡Ah! Estoy muerta de fatiga y de frío. Pero desearía saber qué ha sido de mi gordo polichinela, quiero decir, mi muy respetable esposo. Y mira que le he robado finanza. Y le he cogido rixdales. ¡Cómo le he puesto de cuernos! Y su caballo de finanzas que se moría de hambre. No veía a menudo avena el pobre diablo. ¡Ah! Cuán bella historia. Pero, ay, he perdido mi tesoro. Está en Varsovia. Que vaya a buscarlo quien quiera.

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Eugène Ionesco (1909 - 1994)

Eugène Ionesco
(1909 – 1994)

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La cantante calva

(Fragmento)

Por Eugène Ionesco

Sra. Smith: El yogurt es excelente para el estómago, los riñones, el apéndice y la apoteosis. Eso es lo que me dijo el doctor Mackenzie-King, que atiende a los niños de nuestros vecinos, los Johns. Es un buen médico. Se puede tener confianza en él. Nunca recomienda más medicamentos que los que ha experimentado él mismo. Antes de operar a Parker se hizo operar el hígado sin estar enfermo.

Sr. Smith: Pero, entonces, ¿cómo es posible que el doctor saliera bien de la operación y Parker muriera a consecuencia de ella?

Sra. Smith: Porque la operación dio buen resultado en el caso del doctor y no en el de Parker.

Sr. Smith: Entonces Mackenzie no es un buen médico. La operación habría debido dar buen resultado en los dos, o los dos habrían debido morir.

Sra. Smith: ¿Por qué?

Sr. Smith: Un médico concienzudo debe morir con el enfermo si no pueden curarse juntos. El capitán de un barco perece con el barco, en el agua. No le sobrevive.

Sra. Smith: No se puede comparar a un enfermo con un barco.

Sr. Smith: ¿Por qué no? El barco tiene también sus enfermedades; además tu doctor es tan sano como un barco; también por eso debía perecer al mismo tiempo que el enfermo, como el doctor y su barco.

Sra. Smith: ¡Ah! ¡No había pensado en eso!… Tal vez sea justo… Entonces, ¿cuál es tu conclusión?

Sr. Smith: Que todos los doctores no son más que charlatanes. Y también todos los enfermos. Sólo la Marina es honrada en Inglaterra.

Sra. Smith: Pero no los marinos.

Sr. Smith: Naturalmente.

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Albert Camus (1913 - 1960) - Ilustración por Fernando Vicente

Albert Camus
(1913 – 1960)
Ilustración © Fernando Vicente

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El extranjero

(Fragmento primero)

Por Albert Camus

Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama del asilo: “Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias”. Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.

El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no parecía satisfecho. Llegué a decirle: “No es culpa mía”. No me respondió. Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá adquirido aspecto más oficial.

Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho de mí, y Celeste me dijo: “Madre hay una sola”. Cuando partí, me acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle prestados una corbata negra y un brazal. Él perdió a su tío hace unos meses.

Corrí para alcanzar el autobús. Me sentí adormecido sin duda por la prisa y la carrera, añadidas a los barquinazos, al olor a gasolina y a la reverberación del camino y del cielo. Dormí casi todo el trayecto. Y cuando desperté, estaba apoyado contra un militar que me sonrió y me preguntó si venía de lejos. Dije “sí” para no tener que hablar más.

El asilo está a dos kilómetros del pueblo. Hice el camino a pie. Quise ver a mamá en seguida. Pero el portero me dijo que era necesario ver antes al director. Como estaba ocupado, esperé un poco. Mientras tanto, el portero me estuvo hablando, y en seguida vi al director. Me recibió en su despacho. Era un viejecito condecorado con la Legión de Honor. Me miró con sus ojos claros. Después me estrechó la mano y la retuvo tanto tiempo que yo no sabía cómo retirarla. Consultó un legajo y me dijo: “La señora de Meursault entró aquí hace tres años. Usted era su único sostén”. Creí que me reprochaba alguna cosa y empecé a darle explicaciones. Pero me interrumpió: “No tiene usted por qué justificarse, hijo mío. He leído el legajo de su madre. Usted no podía subvenir a sus necesidades. Ella necesitaba una enfermera. Su salario es modesto. Y, al fin de cuentas, era más feliz aquí”. Dije: “Sí, señor director”. Él agregó: “Sabe usted, aquí tenía amigos, personas de su edad. Podía compartir recuerdos de otros tiempos. Usted es joven y ella debía de aburrirse con usted”.

Era verdad. Cuando mamá estaba en casa pasaba el tiempo en silencio, siguiéndome con la mirada. Durante los primeros días que estuvo en el asilo lloraba a menudo. Pero era por la fuerza de la costumbre. Al cabo de unos meses habría llorado si se la hubiera retirado del asilo. Siempre por la fuerza de la costumbre. Un poco por eso en el último año casi no fui a verla. Y también porque me quitaba el domingo, sin contar el esfuerzo de ir hasta el autobús, tomar los billetes y hacer dos horas de camino.

El director me habló aún. Pero casi no le escuchaba. Luego me dijo: “Supongo que usted quiere ver a su madre”. Me levanté sin decir nada, y salió delante de mí. En la escalera me explicó: “La hemos llevado a nuestro pequeño depósito. Para no impresionar a los otros. Cada vez que un pensionista muere, los otros se sienten nerviosos durante dos o tres días. Y dificulta el servicio”. Atravesamos un patio en donde había muchos ancianos, charlando en pequeños grupos. Callaban cuando pasábamos. Y reanudaban las conversaciones detrás de nosotros. Hubiérase dicho un sordo parloteo de cotorras. En la puerta de un pequeño edificio el director me abandonó: “Le dejo a usted, señor Meursault. Estoy a su disposición en mi despacho. En principio, el entierro está fijado para las diez de la mañana. Hemos pensado que así podría usted velar a la difunta. Una última palabra: según parece, su madre expresó a menudo a sus compañeros el deseo de ser enterrada religiosamente. He tomado a mi cargo hacer lo necesario. Pero quería informar a usted”. Le di las gracias. Mamá, sin ser atea, jamás había pensado en la religión mientras vivió.

Entré. Era una sala muy clara, blanqueada a la cal, con techo de vidrio. Estaba amueblada con sillas y caballetes en forma de X. En el centro de la sala, dos caballetes sostenían un féretro cerrado con la tapa. Sólo se veían los tornillos relucientes, hundidos apenas, destacándose sobre las tapas pintadas de nogalina. Junto al féretro estaba una enfermera árabe, con blusa blanca y un pañuelo de color vivo en la cabeza.

En ese momento el portero entró por detrás de mí. Debió de haber corrido. Tartamudeó un poco: “La hemos tapado, pero voy a destornillar el cajón para que usted pueda verla”. Se aproximaba al féretro cuando lo paré. Me dijo: “¿No quiere usted?”. Respondí: “No”. Se detuvo, y yo estaba molesto porque sentía que no debí haber dicho esto. Al cabo de un instante me miró y me preguntó: “¿Por qué?”, pero sin reproche, como si estuviera informándose. Dije: “No sé”. Entonces, retorciendo el bigote blanco, declaró, sin mirarme: “Comprendo”. Tenía ojos hermosos, azul claro, y la tez un poco roja. Me dio una silla y se sentó también, un poco a mis espaldas. La enfermera se levantó y se dirigió hacia la salida. El portero me dijo: “Tiene un chancro”. Como no comprendía, miré a la enfermera y vi que llevaba, por debajo de los ojos, una venda que le rodeaba la cabeza. A la altura de la nariz la venda estaba chata. En su rostro sólo se veía la blancura del vendaje.

Cuando hubo salido, el portero habló: “Lo voy a dejar solo”. No sé qué ademán hice, pero se quedó, de pie detrás de mí. Su presencia a mis espaldas me molestaba. Llenaba la habitación una hermosa luz de media tarde. Dos abejorros zumbaban contra el techo de vidrio. Y sentía que el sueño se apoderaba de mí. Sin volverme hacia él, dije al portero: “¿Hace mucho tiempo que está usted aquí?”. Inmediatamente respondió: “Cinco años”, como si hubiese estado esperando mi pregunta.