Presentación

Por llevar la contraria

Ejercicios de pensamiento

—15 de abril de 2021—

Portada del libro «Por llevar la contraria» de Alberto Morales

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Alberto Morales Gutiérrez es doctor en Derecho y Ciencias Políticas de la Universidad de Caldas, publicista, escritor, columnista y docente universitario. Ha publicado «… Y la niebla estaba ahí» (novela, 2011), «Bienvenido a la era del Cultumidor» (ensayo, 2013), «¡Todo sea por la causa!» (novela, 2014), «La comunicación perceptual» (ensayo, 2018) y «Por llevar la contraria» (periodismo, 2021). Tiene en su haber dos premios de periodismo Simón Bolívar, ambos en la categoría Televisión (1983 y 2003), y es gerente general de las compañías MoralesCom e IrCom Colombia.

Presentación del autor y su
obra por Andrea Londoño S.

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Ediciones UNAULA

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He planteado que en el mundo de hoy nos hemos embarcado en una carrera loca hacia ninguna parte, en una urgencia inducida para arrebatarnos el derecho de pensar. El resultado es evidente. Nos hemos transfigurado en seres simples. En la simplicidad descansa nuestro sometimiento. Es una estrategia tan perversa, tan inteligente, que ha logrado que los sometidos pensemos que somos libres.

Es una conspiración que nos impulsa a decir solo lo que está «bien», lo que todo el mundo acepta y cree, no te puedes salir de la fila. Nos han obligado a rechazar lo intrincado, lo complejo, lo que te exige reflexión. Aceptar a ciegas la información que se te entrega. ¿El resultado? Una levedad insoportable que se constituye en caldo de cultivo para todas las manipulaciones.

La idea es contribuir a salirnos de la fila, a llevar la contraria.

El Autor

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Alberto Morales Gutiérrez

Alberto Morales Gutiérrez

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Aquella librería

Por Alberto Morales

Yo tendría tal vez diecisiete años. Fue por la época en la que me dejó Matilde, una trigueña hermosa, espigada y lánguida de aire ausente, que tenía el cabello largo y lacio, un andar solitario, manos de pianista y ojos pequeños y pícaros que destellaban cuando ella hacía el gesto ocasional de intentar una sonrisa.

Matilde era trascendental. Se fue a París con Alan, un francés rubio y despampanante que apareció un día en la ciudad y se prendó de ella con tal ferocidad que le sobraron argumentos para persuadirla. Matilde volvió añicos mi corazón de adolescente y me puso a caminar por las calles de Manizales como un poseso, arrastrando pesadamente por entre la neblina lo que quedaba de los jirones de mi alma. Pienso en esas caminadas y todavía me pesa el dolor.

Fue uno de esos días cuando de repente me llamó la atención una vitrina inesperada en la que se podía ver una fotografía del teniente general Gustavo Rojas Pinilla a todo color, rejuvenecido y luciendo todos sus arreos, enmarcada por un hilo de bombillas diminutas y encendidas. La imagen se encontraba recostada sobre un pomposo arreglo de banderas patrias que le daban a la exhibición un aire de altar de Corpus Christi.

Era el Rojas Pinilla de los años cincuenta que tenía en su mirada la carga del poder absoluto y en el pecho la banda presidencial. Un Rojas Pinilla del que yo no tenía conciencia y que en nada se parecía al anciano que había podido ver por esos días en el noticiero de televisión y en las páginas de prensa como candidato de la Alianza Nacional Popular.

Fue entonces cuando pude percatarme de los libros. Eran centenares desperdigados sobre el piso de la pequeña vitrina, colgados de las paredes laterales, detrás de las banderas, mezclados con ejemplares de periódicos extraños: Voz Proletaria, Liberation

Tomé un poco de distancia de la acera y traté de tener una visión más amplia mirando a todos los lados, pero no fui capaz de reconocer el sitio, aunque llevaba años pasando por allí. Era un lugar que nadie podría percibir a primera vista, parecía invisible, como sin intención.

Tuve la impresión de que las carátulas querían saltar sobre mí. Las recuerdo nítidamente: Viaje a Oxiana, de Robert Byron, con la fotografía imponente de una mezquita; El satiricón, de Cayo Petronio, en donde se reproducía el pedazo de un fresco que recreaba una especie de bacanal; La mala vida, de Salvador Garmendia, que mostraba un árbol moribundo en blanco y negro; Ulises, de James Joyce, con un tranvía rojo atravesando una calle de Dublín; El mandarín, de José María Eça de Queiroz, sin ninguna ilustración…

Me paré curioso frente a la entrada. Era estrecha y oscura. Descubrí, al ingresar, que el polvo se imponía en el ambiente y que todo allí transpiraba un aire de vejez opresivo y contagioso. Tardé un momento en acostumbrarme a la semioscuridad del pasillo y empecé a avanzar. Percibí las sombras de algunas personas al fondo y en los pasillos laterales, ensimismadas en la búsqueda de algún texto.

Y entonces pude verlo todo con claridad y con asombro: estaban allí todos los libros del mundo, los más diversos e imposibles; los libros ya leídos por centenares de lectores que conservaban aún el aliento de dejarse leer una y otra vez; los libros recién leídos, los recién impresos relucientes y oliendo a tinta fresca; los que nunca tuvieron lectores, e incluso los libros moribundos que, habiendo sido leídos, ya nadie iba a leer. Era una orgía de libros que parecían gravitar en el aire reducido de esa área e inundarlo todo hasta la exasperación.

Había un cuartucho estrecho a la derecha. La bombilla encendida se bamboleaba de un cable retorcido e iluminaba tenuemente el escritorio atiborrado de papeles, de textos y de objetos extraños que formaban una montaña de desorden y dejaban ver apenas la testa exuberante del dueño de la librería.

Cuando el hombrecito salió de entre el maremágnum de textos y trebejos que lo ocultaban tras el escritorio, logró impactarme con el frenesí de su abundante cabellera que parecía estar toda concentrada hacía adelante. Era la caricatura de un Elvis redivivo que no encajaba con sus formas diminutas, la solemnidad de sus gestos, la formalidad de su voz pausada.

—Buenas tardes, joven. ¿En qué le puedo servir? —recuerdo que me dijo.

—Gracias, sólo estaba mirando —no atiné sino a responder con un formalismo.

—Los libros son para mucho más que ser mirados —me dijo. Cuénteme: ¿qué le gusta: la historia, la economía, la política, la literatura, la poesía?

Me sentí mal porque no tenía una respuesta clara. Podría decir que salvo las revistas de los superhéroes, los textos escolares y un Robinson Crusoe que me regalaron mis hermanas años atrás, prácticamente no había leído nada, ni me atraía nada. Adopté una pose inteligente y respondí como al desgaire: «la poesía».

Entonces, joven, este es el libro que lo estaba esperando.

Ahora entiendo por fin que Pachón (así se llamaba el dueño de la librería) ha de haberme visto el desgarramiento de amor que traía esculpido en la cara, porque me extendió, antes que un libro, un folletín ordinario y ajado de color verde pálido al que le faltaba la contracarátula. Poesía de siempre, se podía leer en la parte superior y un poco más abajo con letras grandes: Poemas de Pablo Neruda. El folleto parecía hacer parte de una colección llamada El Arco y la Lira. Tenía el sello de la Editorial Horizonte dentro de una corona de laurel. No llegaba a las cuarenta páginas.

Gracias, no vine a comprar, le dije.

Para el librero sonó como si la respuesta fuera una frase conocida porque se limitó a argumentarme aún antes de que terminara. Quédese usted tranquilo, me lo paga cuando pueda, aunque su precio es muy barato. Cuesta lo que vale un pasaje: sólo treinta centavos.

Me recuerdo sentado en una de las bancas del parque de Caldas. Caminé de prisa las tres cuadras restantes con el folletín aferrado a la mano. Sentía una especie de ahogo que nada tenía que ver con la agitación de la rápida llegada. Las palmeras se mecían al viento y dejaban caer unos goterones gigantes, la neblina era densa, pero yo no sentía frío, me había concentrado en los poemas y, por primera vez en la existencia, las palabras empezaban a adquirir nuevos ritmos y significados: «a nadie te pareces desde que yo te amo…, mi alma nace a la orilla de tus ojos…, a veces van mis besos en esos barcos graves, que corren por el mar hacia donde no llegan…, ya me veo olvidado como estas viejas anclas».

¡Por Dios! Desde ese momento mi vida jamás volvió a ser la de antes.

Julio de 2006, periódico La Hoja de Medellín

Fuente:

Morales, Alberto. Por llevar la contraria. Ediciones Unaula, colección Periodismo, Medellín, marzo de 2021.