Presentación

La risa del sol

2 de junio de 2011

«La risa del sol» de Esther Fleisacher

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Esther Fleisacher (Palmira, Valle, 1959). Narradora, poeta, editora y psicoanalista. Cuentos y poemas suyos han aparecido en diferentes periódicos, revistas, sitios virtuales y antologías. En su obra se destacan «Las tres pasas (y otras historias)» (Universidad de Antioquia, cuentos, 1999), «Cable a tierra» (2000), libro de poemas inédito, ganador de la Beca de Creación del Fondo Mixto para la promoción de la Cultura de Medellín, «La flor desfigurada» (Hombre Nuevo Editores, 2007), ganador de la VII Convocatoria Becas de Creación 2006, y «Canciones en la mente» (poemas, en proceso de edición). Desde 1965 reside en la ciudad de Medellín.

Presentación de la
autora por Víctor Gaviria.

Sílaba Editores

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Esther Fleisacher

Esther Fleisacher

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En La risa del sol aparecen en un principio las visiones de una niña, sus experiencias iniciales, sus primeros amores, frustraciones, asombros y grandes y pequeños dramas, que se van extendiendo, sin pausa ni prisa, hasta convertirse, a lo largo de algunos años, en una especie de educación sentimental y de crónica de los avatares de una familia judía —con personajes disímiles y ricos de matices: la abue, la entrañable Sara, el artista Óscar, el padre de tristes ojos, la madre agria, el tío Jacob—, siempre presididos por la voz de la narradora. Una voz asordinada, experta en contenciones, en el hábil empleo de le mot juste, en el deliberado y logrado intento de no expandirse.

Tania, la que habla, nos entrega, sin excesivos dramatismos, los obstáculos de una vida. También, sin excesivas elocuencias, sus placeres y hallazgos. Y, sin excesivo dolor, la ilusión de un primer amor que supone imposible, y que tal vez no lo sea.

Esther Fleisacher, cuentista, poeta, novelista, editora, presenta en estas cortas páginas una pequeña joya narrativa, admirable en su justeza y sobriedad, capaz de dar en tan breves trazos una elocuente visión del mundo, de un mundo que, de algún modo, es el suyo.

Elkin Obregón

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Leche para la Negra

Por Esther Fleisacher

La gata volvió después de ocho días. No se veía lastimada y estaba gorda con sus hijitos adentro. Esa noche parió, sola. En el local derruido, negro por las llamas y húmedo. No quiso alimentar a las crías y murieron. Papá y mamá se ocupaban de la tragedia propia: el incendio que había arrasado años de trabajo. Habían ardido cuatro almacenes la tarde del domingo. El rumor era que el señor de la esquina lo había provocado, tenía un seguro de lujo, pero ¿por qué no desamarró a Chaval, su perro pastor collie? Todos veíamos que era cariñoso con el animal, sin embargo, lo mantenía amarrado. En cambio el seguro de nuestro almacén no cubría lo que realmente había en ese momento, se acercaba diciembre y había mercancía hasta el techo; el local no era propio, así que sin qué vender no había nada. Además, papá no había leído la letra menuda.

—Siempre firmas sin leer —lo acusaba mamá.

—Pero tú también estabas ese día y estuviste de acuerdo —se defendía papá.

Siempre se defendía. Y ella no se daba cuenta cómo él se iba debilitando. Yo veía un pozo, estrecho y profundo, en los ojos grises de papá; aunque él era grande, corpulento y barrigón. Todos decían que parecía un roble, a pesar del preinfarto. Yo sabía que fumaba.

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—Corra, dígale a su papá que está servido —me ordenaba mamá y seguía hablando para nadie. —Siempre lo mismo, por qué será que no mira el reloj.

Como era la menor no podía protestar. Pero, además, me gustaba ir por papá. La tienda quedaba en un garaje y tenía una única mesa. Allí estaba sentado, reía con agrado con algún vecino; llevábamos años en el barrio, todos éramos conocidos. Me quedaba a unos pocos pasos de la puerta, esperaba que su cigarrillo se estuviera terminando y lo llamaba suavecito. No entraba hasta que él no me hacía una señal, entonces mi mano pequeña en la suya era un desquite; desaparecía mi miedo y sonreía con luz. A veces papá echaba hacia atrás los cadejos de pelo que me caían sobre los ojos y me miraba y yo lo miraba directo a los ojos que no tenían pozo, eran dulces, eran transparentes para mí. Me pedía que lo esperara, entraba al baño buscando el lavamanos, se enjuagaba con abundante jabón, compraba una cajita de chicles, de dos cuadritos, de yerbabuena o canela: uno para él y otro para mí. Papá lo botaba antes de entrar. Cuando mamá me veía masticando la cogía con él.

—¿Alguna vez vas a entender que a esta niña el chicle le quita el apetito?

Y yo me arrepentía de no haberlo botado antes de entrar, como él, pero es que todavía tenía el sabor dulce de la canela. De inmediato aparecía el pozo en sus ojos y a mí la garganta se me cerraba. Y ella triunfante veía confirmada su teoría del chicle.

Mamá pensaba que la educación sin horarios no era benéfica para sus hijos. Por eso, decidió que la comida no podía depender de papá y la tienda. Comeríamos a las siete.

—Allá él si no mira el reloj, le tocará comer frío —decía mamá con cansancio. Siempre estaba intentando que la casa tuviera el orden que ella planeaba en su cabeza.

Yo siempre estaba merodeando la cocina y cuando empezaban a calentar y a poner la mesa, me escabullía y lo traía. No tenía sentido sentarme a la mesa si papá no estaba en la cabecera, con su plato lleno de arroz que engullía en un santiamén, mientras yo masticaba un difícil trozo de carne que se resistía a bajar. Ese era el momento de las amenazas de mamá: que ya habían inventado las inyecciones de hígado, fríjoles, arvejas, habichuelas, garbanzos y lentejas. Que eran muy dolorosas pero que cómo iba a permitir una desnutrida en casa. Que agradeciera, tenía comida, cuántos niños quisieran un poquito de lo que yo no me comía.

Papá me miraba con dulzura y yo sentía un cosquilleo alegre en los pies, así mi boca estuviera paralizada con la comida adentro. Era su manera de protegerme. El pedazo de carne por fin bajaba y mamá señalaba la tajada de plátano. Nunca tuve el peso para mi edad, a pesar de las vitaminas y los jarabes para abrir el apetito.

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Cuando se quemó el almacén tuve más miedo que siempre. El pozo en los ojos de papá era permanente; la mirada de mamá, inquieta. Él guardaba silencio, ella se preguntaba, una y otra vez: ¿qué vamos a hacer?, ¿por qué a nosotros?, ¿qué hicimos? Mi hermano y yo teníamos que ir al almacén a ayudar, no todo se había quemado, pero todo olía a incendio: a llamas con agua. Debíamos separar la ropa: una montaña con lo quemado; otra con lo que, sin estar quemado, estaba tiznado; y un montoncito con lo que había quedado bueno.

David y yo entramos al almacén y nos cogimos de la mano, eso era inusual, pero la visión nos sobrecogió: la devastación produce desamparo.

David empezó a llamarla:

—Negra, Negra —primero con un susurro. Después a los gritos y con miedo: —¡Negra! ¡Negra, ven por favor!

Yo la vi en la viga negra por las llamas, la gata caminaba con sigilo. Le jalé la camisa a mi hermano y le señalé arriba. Nos miraba y no se movía. Fue un descanso, pensábamos que estaba muerta. Aunque no estaba amarrada, la muerte de Chaval nos había impresionado y creíamos que la Negra no volvería.

—Negra —la llamamos, pero seguía inmóvil.

—Negra, ¡Negra! —volvimos a decir, pero corrió hasta que la perdimos de vista.

Le contamos a mamá y no sé si no nos escuchó o no le importó. Papá nos dio dinero para que compráramos leche. Al final de la tarde, cuando salimos del local en ruinas, la leche estaba intacta; pero a la mañana siguiente la taza estaba vacía. David y yo nos alegramos, fue como sentir que era nuestra de nuevo. Le pusimos leche y comida. En ese momento la escuchamos, estaba allí, muy cerca, con sus crías afuera, pequeñas y quietas. Mi hermano me ordenó que no las fuera a tocar, que si lo hacía la gata las abandonaría y morirían. Yo sólo las miré mucho, eran tres: una negra, otra blanca y negra y la otra gris con una sola mancha negra en una pata. Casi no se movían. La Negra se fue y aproveché para tocarlas. Se movían con lentitud y sólo la gris abrió un poco los ojos. Papá me llamó, era hora de ir al colegio.

—En primero se aprenden cosas muy importantes —dijo papá —y no quiero que te las pierdas. —Era dulce papá.

A la mañana siguiente fui derecho a ver los gatitos de la Negra. Seguían quietos, ella no estaba echada sino que parada los miraba. Me gruñó feo. Así estuvo casi toda la mañana, cerca al mediodía salió por la puerta de atrás que daba al solar. Aproveché para tocarlos y no se movían, ninguno intentó abrir los ojos. Llamé a David.

—Parecen muertos —dijo —apuesto que los tocaste, ¡te lo advertí!

—No, no, no… —me defendí débilmente.

Corrí a llamar a papá. Él lo confirmó.

—Seguramente el incendio trastornó a la gata y fue incapaz de ocuparse de sus hijos —quería que estuviéramos tranquilos.

David seguía mirándome con ojos acusadores. Papá los envolvió en un periódico para llevarlos afuera, cogí su brazo para salir. Miré a David y le saqué la lengua.

Fuente:

Fleisacher, Esther. La risa del sol. Sílaba Editores, Colección Trazos y Sílabas, Medellín, abril de 2011, p.p.: 14-18.