Presentación

¡Otra vez!

Noviembre 15 de 2007

Novela "¡Otra vez!" de Saúl Álvarez Lara

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Saúl Álvarez Lara (Bogotá, 1948), escritor, pintor, diseñador, publicista, editor. Ganador del V Concurso Cámara de Comercio de Medellín con el libro de cuentos “Recuentos” (2001). Coautor con Humberto Pérez de “El Teatro Leve” (cuentos, coedición del periódico Vivir en El Poblado y la Editorial Universidad de Antioquia, 2002). Autor de “El sótano del cielo” (cuentos, Editorial Universidad Eafit, 2003). “La silla del otro”, novela, fue publicada por la Editorial Universidad Pontificia Bolivariana en 2005. Ganador de la III Convocatoria de Proyectos Culturales de la Alcaldía de Medellín en 2005 con la novela “¡Otra vez!”. Ha publicado artículos y cuentos en revistas académicas y culturales del país. Autor y editor de “Ficción – La Página”.

Presentación del autor por
Memo Anjel y Darío Ruiz Gómez

Hombre Nuevo EditoresMunicipio de Medellín

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¡Otra vez! ¡Otra vez! ¡Otra vez! Las celebraciones se repiten. Dositeo, el narrador, habla de lo que sucede el día especial de su cumpleaños. En cada aniversario descubre detalles que en los anteriores no tuvo en cuenta o, por desconocimiento, no mencionó.

Dositeo narra sucesos. Los suyos y los de su familia, con ojos de adulto y la sorpresa de quien descubre, al mismo tiempo que el lector, la trama de su vida. Llega, incluso, a encontrar la justificación, o la respuesta, a la duda que lo marcó desde siempre: la desaparición, algunos la llaman partida, de Antonio y Julia, sus padres.

Entonces reporta hechos para que el lector avance con él en sus descubrimientos. Sólo percibimos su mirada, a veces sin cuerpo, y su actitud sin partido. Dositeo tiene ojos en todas partes y está al corriente de todo sin salir de su habitación.

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Saúl Álvarez Lara por Rodrigo Isaza

Saúl Álvarez Lara
por Rodrigo Isaza

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Capítulo 1

Mi habitación es más grande que el mundo.
Cuando miro alrededor en su interior
siempre veo mi habitación.
Afuera, cuando miro alrededor,
siempre veo cosas distintas.

Kaspar Hauser
1812, Núremberg

1

29 de febrero, 00:01 a. m.

El mosquito pasó a milímetros y su aleteo a la velocidad del sonido me despertó. Lancé un manotazo a ciegas pero ya estaba lejos y cuando creí, o soñé que lo había espantado, regresó insistente como si yo fuera público dispuesto para su furia. Pasé mi cabeza por debajo de la almohada con la precaución de dejar un resquicio a la altura de la nariz para respirar y perderme en el vaivén del sueño que no acepta cortes abruptos.

Después de varios intentos por continuar donde iba, el cierre del espacio aéreo sobre mi cabeza cedió por falta de aire y abrí los ojos de par en par. Me quedé quieto con la intención de identificar el flanco por donde llegaría el nuevo ataque. La lámpara en el centro del techo parecía una torre de vigía acompañada sólo por algunas sombras proyectadas del exterior. Miré el reloj y confirmé que había entrado, con zumbido de mosquito incluido, en vísperas de las calendas de marzo, el último de febrero, el día extra, el que resulta después de cuatro años por desfase acumulado, sin interrupción, de poco menos de un minuto al final de cada uno de los trescientos sesenta y cinco días del año. El día de Dositeo, el cruzado que se asustó con una representación de los tormentos del infierno, se hizo monje y terminó en el santoral el mismo día de mi nacimiento.

00:12 a. m.

El mosquito se fue. Cierro los ojos y vuelvo al sueño pero es esquivo, mi mente se mueve sin guía y debo decir que no soy yo quien la gobierna, yo quiero ir hacia latitudes más placenteras, pero ella insiste en volver, insiste en hurgar. No somos muchos los nacidos en este día que existe poco y es, según dicen, un espejuelo de la eterna juventud pues viviendo el mismo tiempo, algunos veintenuevinos se dirán más jóvenes. Ese alarde incomprensible lleva a un malentendido sencillo. Los nacidos en este día inventado por los romanos para balancear el calendario Juliano, cumplen lo mismo que todos los otros mortales sólo que lo hacen cada cuatro años y en múltiplos de cuatro. En el tercer año de vida de cualquier persona un veintenuevino está aún en cero. En su primer aniversario cumplirá cuatro y en el siguiente ocho y después doce hasta llegar donde el tiempo lo permita, en algunos casos para bien y en otros, ya veremos. Pero esto que ahora aparece como algo claro y racional me tomó algunos períodos de cuatro años comprenderlo.

00:18 a. m.

Después de tantas celebraciones, en más de diez ocasiones he cumplido el ciclo de cuatro, este día no me toma por sorpresa. Estoy preparado a pesar de que a veces me despierta un sobresalto. Otras una algarabía. También sucede que una claridad llena la habitación con luz de medio día como si me encontrara en las antípodas de la hora. En alguna ocasión fue un carraspeo acompañado de golpes de martillo en la habitación del lado que, hasta donde sé y puedo asegurar que conozco el lugar, está vacía. Al día siguiente de aquella noche, ya habíamos entrado en marzo, alguien vino a decir que en esta casa donde hemos vivido desde siempre un entierro era la razón de los ruidos nocturnos, aunque para decir la verdad yo sólo escucho esos ruidos a la hora precisa en que comienza el veintinueve, el día que no existe.

Alguien podría pensar que estoy marcado por la coincidencia de haber nacido un día dudoso. Nunca he salido de este lugar y, según muchos, como conozco poco mundo, me es más difícil comprenderlo pero nadie sabe lo que hay en el jardín del vecino, lo dijo Boris Vian, el francés que fue la adoración de mi madre en vida.

00:25 a. m.

Es un día complicado, por eso comienza pronto. A esta hora los mosquitos vienen a hacer fiesta en mis oídos. Nunca los escuché antes, mi madre no lo hubiera soportado pero los tiempos cambian y en honor a la verdad debo decir que desde cuando ella y mi padre se fueron nada es igual, poco importa que Zoila esté presente como siempre desde los primeros días del matrimonio de mis padres, incluso desde mis primeros días. Es unos años mayor que yo y fue la causa de su casorio, pero no sé más. Es lo único de lo que estoy enterado porque lo escuché una mañana a través de la puerta de la cocina en el primer piso. Mi habitación queda en el segundo desde aquel veintinueve cuando la partera acompañada por mi padre llegó para asistir a Julia, mi madre. No pudo esperar hasta el día siguiente, siempre fue así, cómo, cuándo y dónde ella quería. Por eso le pasó lo que le pasó.

Nací aquí mismo, entre estos muros. Julia, mi madre, terminó extenuada. Al día siguiente la llevaron para que descansara a una alcoba alejada, silenciosa y a la sombra del poniente que golpea de lleno contra el muro de ésta donde todavía me encuentro. Es mi habitación desde aquel día y sólo la he compartido con Zoila cuando estábamos entre los tres y los dieciséis años de ella y los tres períodos de cuatro míos, porque era un peligro que una joven con las hormonas en ebullición, como mi madre decía que Zoila las tenía, durmiera al lado de un muchacho que aún no se sabía qué camino iba a coger. Ese era yo.

00:36 a. m.

Este recorrido lo hago una vez cada cuatro años. Es el arqueo necesario para confirmar que todo está en su lugar y nada falta, ni siquiera la duda. En ocasiones es un tormento. La incertidumbre sobre lo que se hizo o se dejó de hacer aparece. Las palabras que se pronuncian pero significan lo contrario, el peso de los actos a medio camino o equivocados, me agobia aún después del aniversario. Otros años, el día es placentero, todo fluye y en las primeras horas, como en este momento, no aparece sombra de duda, vuelvo al sueño y despierto a las seis cuando Zoila toca la campana para el desayuno, con huevo, como corresponde el día del cumpleaños. Sin embargo, siempre paso un día de perros, por la falta de tiempo y con la angustia de algo que no encuentro. Es el problema de los veintenuevinos, o por lo menos el mío para ser más exactos. La duda continua, de todo, a partir de todo y sobre todo. Porque eso de estar hurgando por aquí y por allá es cosa de locos. Como decía Ramplonés, el médico de la familia que desapareció el mismo día de mis padres, el que busca encuentra.

00:41 a. m.

Recuerdo a mis padres llevándome por primera vez al jardín escolar porque no tenían tiempo para ocuparse de mí y a la directora, una mujer robusta, con unas tetas que cubrían la mitad de su escritorio, llenando los formularios de ingreso en el grado más elemental. Recuerdo que a la pregunta sobre mi edad ninguno de ellos logró una definición aceptable porque estábamos en el intermedio de mi primer período de cuatro años de vida y aún no había cumplido nada. La señora Úrsula dejó la casilla de la edad en blanco y en cambio anotó cuidadosamente la fecha.

Al año siguiente, el día de mi primer aniversario, entré por segunda vez en su oficina. Sacó de un mueble pegado a la pared, al lado de un retrato de Bolívar, una carpeta llena de documentos, los revisó uno por uno y cuando llegó al formulario que había llenado el primer día en presencia de mis padres, escribió con lapicero rojo el número cuatro en la casilla que había dejado en blanco. Ven, dijo haciendo seña con su mano para que diera la vuelta al escritorio y pasara allá donde ella se encontraba. Estaba paralizado, tal vez soy el primero, más tarde supe que no, en entrar a su territorio privado. Ven, repitió cuando estuve al otro lado, tomó mi mano, me acercó a ella, tenía la falda a media pierna y mostraba sus muslos enormes, uno solo era más grande que yo. Hace mucho calor, dijo y me apretó entre sus piernas, yo sé, continuó, que todos ustedes sueñan, hacen bromas y se las imaginan de mil formas distintas, dijo mientras se acariciaba las tetas, pero también sé que les gustan, por eso, hoy día de tu cumpleaños, tengo un regalo para ti. Se desabrochó la blusa y un par de tetas gigantescas salieron de donde estaban aprisionadas y se desparramaron frente a mí al mismo tiempo que me cerró contra ella. Su perfume me invadió por todos los poros, mi respiración se cortó entre sus carnes, murmuró palabras que no comprendí, tal vez recordaba a su padre porque me dijo “papacito”, gimió unos momentos y después, cuando se calmó, puso sus manos sobre mis hombros sin quitar sus ojos de los míos, me alejó unos centímetros y dijo, te gustó ¿no es cierto?, lástima que sólo puedas verlas cada cuatro años.

00:47 a. m.

Hurgar es lo que hago. Escarbo entre los bártulos que me tocaron por obligación, por naturaleza o por desgano que no siempre comprendo. He cargado con ellos, he intentado reformarlos y los he soportado durante años, hasta concluir que no puedo deshacer nada que me haya sido atribuido por más o menos genes masculinos o femeninos en mi composición molecular. Es la herencia y punto. Otra cosa sería cambiar mi piel por una más reluciente con la esperanza de un resultado mejor, pero no todo lo que brilla es oro, como sentenció alguna vez Ramplonés. Si lo hiciera, el cambio es de fachada ¿y el interior? ¿y lo vivido? ¿y lo que otros vivieron y dejaron como contribución que siempre queda para el que viene detrás?, seguiría intacto pero cada vez más refundido entre las mamparas que forman las divisiones de la memoria. Por eso en mí termina la sucesión de desechos patrimoniales. No tendré herederos, eso ya se sabe, Julia, mi madre, no tenía dudas al respecto cuando desapareció, lo mismo que Antonio mi padre y Zoila, quien ha tenido un papel de primera línea en mi vida sexual, no digamos sentimental, pues nunca en mis aniversarios, se ha aventurado a ir más allá de la caricia de senos que recibí de la señora Úrsula. Por supuesto, con ella era distinto.

00:52 a. m.

El mosquito me dejó con los ojos abiertos y salió por la ventana o por una rendija de la puerta a buscar otro veintenuevino cualquiera para despertar. Llegó el día esperado, el del arqueo, el de sacar los trapitos al sol, el día que muchos consideran de la mala suerte y las catástrofes. Digo esperado porque es la única ocasión con referencia precisa que tengo para regresar y hurgar, recordar lo llamarían algunos. El resto del tiempo mi mente en blanco no recuerda, no colecciona los hechos, las palabras, la gente o los sucesos. Siempre tengo que esperar hasta este día para hacer la labor. Es comprensible que a veces lo odie, pero hay algo en mí, Ramplonés lo llamó patología de la memoria circunstancial, o sea aquella memoria que no suma ni revierte sus resultados convertidos en recuerdos, imágenes o palabras. Es una opción inactiva que funciona a partir de un hecho preponderante. El único hecho de esta clase era el día de mi nacimiento, el día que recuerdo en detalle desde el momento en que asomé entre los pliegues de la vagina de Julia, mi madre, y vi la cara de la partera. Hizo un gesto que no me pareció una sonrisa aunque desconocía el significado de entreabrir la boca, mostrar los dientes, subir las comisuras de los labios y entrecerrar los ojos. Por eso el día del inventario es como es, porque aquello que desentierre o recuerde vendrá, unas veces con dolor, otras con placer y otras más en formas inesperadas.

Como es el día de mi aniversario, en una época, Julia y Antonio no habían desaparecido aún o era muy reciente su partida, algunos parientes venían para verme y recordar conmigo. En una ocasión Asunto, primo y a la vez cuñado de Julia, mi madre, dijo que en el centro de Europa existe la leyenda del día agregado, ajeno, que resulta de las seis horas de retraso de la tierra en su giro alrededor del sol. Explicó que ese día las mujeres están en libertad de pedir en matrimonio al hombre que desean. Si el varón acepta, aseguran que su relación será fragorosa. Si no acepta, y por el contrario ofrece un beso y un camisón de seda virgen como lo exige la tradición, el dolor de la joven se verá recompensado por la alegría de una vida matrimonial con otro hombre, si la declaración inicial era verdadera, o desdichada si era mentirosa. Y terminó en voz baja, fue Julia quien incitó al primo Antonio a contraer matrimonio un día como éste y él aceptó.

00:55 a. m.

La llegada a mi segundo aniversario, ocho años, definió algunos elementos a los que me acostumbré en adelante, entre ellos el sexo, o mejor, el papel de Zoila en todo esto. Recuerdo que la señora directora me invitó por segunda vez a su oficina para la celebración de mi aniversario, me llevó detrás de su escritorio y allí, en la misma posición de la vez anterior dijo que ya estaba lo suficientemente grande para desabrochar la blusa yo mismo. Lo hice y sus tetas se desparramaron frente a mí. Sentí el abrazo contra sus carnes suaves como cojines de plumas, su perfume antiguo y el murmullo recordando al padre. Esta vez me pidió que besara las rosetas de sus puntas y ya no murmuró, rió hasta soltarme asfixiado por la fuerza de sus brazos. Dentro de cuatro años me tendrás de nuevo, dijo a mi oído mientras se componía la blusa.

Mis padres habían olvidado la fecha, en realidad nunca la recordaron y cuando a veces lo hacían, nos encontrábamos en años no divisibles por cuatro, cuarenta o cuatrocientos. En cambio Zoila sí recordó la fecha y quiso saber cómo había sido el día en la escuela. Le conté con naturalidad, como si el obsequio de la directora Úrsula fuera el presente al que estaba destinado de por vida. Me pidió que le mostrara cómo hacía ella y lo hice, abrí su blusa y sus tetas no se desparramaron, se quedaron quietas donde estaban con sus puntas pequeñitas y paradas como cabezas de fósforos. Le pedí que me abrazara contra su pecho, Zoila no murmuró ni gimió, ni sonrió. Le pedí que dijera “papacito” porque la señora Úrsula recordaba así a su padre y mientras besaba las puntas como fósforos de sus tetas diminutas, entró mi madre a la habitación y dio un grito tan fuerte que todavía lo escucho pegado a mis oídos, a las teticas de Zoila y a los objetos de la casa.

Fue la primera y última vez que Antonio, mi padre, no estuvo de acuerdo con Julia, mi madre. A partir de ese día Julia comenzó a mencionar las hormonas de Zoila, dijo algo sobre espermatozoides que no entendí y exigió que nunca cerráramos la puerta, incluso ordenó quitarla hasta el día que Ramplonés, camino a su visita de médico en la habitación de Julia, pasó frente al cuarto sin puerta y encontró a Zoila a medio vestir. Ese mismo día dijo a mi madre mientras la auscultaba con mano temblorosa y ojos saltones, esa niña está como el dinero cuando no es de uno.

00:59 a. m.

La única persona de esta casa que en apariencia no tiene parentesco con nadie es Zoila. Pero no me atrevo a asegurarlo. Era lo que decían quienes han frecuentado a mis familiares desde antes. Cuando se tocaba el tema en la intimidad, en la mesa del comedor por ejemplo, un silencio de complicidad y una mirada entre mis padres, que no delataba expresamente quién era el progenitor, pero circulaba cargada con la inquina que debía convertir a uno de ellos en culpable del asunto. ¿Cuál? ¿Quién? Nunca se supo, por lo menos nunca lo supe yo. Zoila tampoco. Alguna vez mientras jugábamos al enfermo y la enfermera, ella quiso examinar mis partes íntimas y solucionó mi vergüenza diciendo que si fuéramos hermanos me debería dar pena, pero que ella y yo no éramos nada, que podríamos ser marido y mujer como Julia, mi madre y Antonio, mi padre, y tener hijos y todo eso. Esta misma historia la repitió cada vez que la ocasión obligaba, ya fuera porque estábamos en medio de un juego y ella debía reconfortarme o porque teníamos visita, a veces venía Jacintico, el niño de Aníbal un primo de Julia y Antonio a la vez. Unidos en nuestro matrimonio de juego nos sentíamos más fuertes.

Zoila repitió siempre lo mismo. Imagino que Julia la escuchó alguna vez y por eso insistió en separar nuestras habitaciones y mandarla al lugar más alejado de la casa. Aunque no abrí la boca cuando la vi salir con su ropa, ahora puedo decir que no me gustó la actitud de Julia, mi madre, cuando le pidió que empacara y fuera a su pieza, señalando con la mano extendida hasta la punta del dedo índice en dirección a las escaleras que llevan al primer piso. Es como si yo hubiera pedido a Antonio, mi padre, que se fuera a vivir al sofá de la sala, como varias veces lo hizo, porque una vez los encontré acariciándose desnudos en su habitación, Julia arrodillada con las nalgas levantadas y los ojos cerrados y mi padre detrás con su estómago contra el trasero de ella.

Pero aún así, a pesar de la prohibición y con mayor facilidad después de que mis padres se fueron, Zoila y yo seguimos el juego del marido y la mujer, incluso el día del arqueo, como lo llamamos desde cuando nos dimos cuenta de que estábamos solos y podíamos acomodarnos en cualquier lugar de la casa para descargar lo que cargamos desde la última vez, nos gustara o no, porque es el único día que estamos preparados para hacerlo. El resto del tiempo nos vemos en las horas necesarias o de comidas, que ella cocina cada vez menos, o en momentos imprevistos pero eso sucede poco y cuando sucede sólo nos miramos porque no tenemos de qué hablar o por lo menos yo tengo poco o nada para decir y creo que ella piensa que no hablo porque estoy recogiendo asuntos para el día del arqueo.

Hoy vendrá a las seis en punto y me despertará con cariño. Como siempre, vestirá una blusa blanca de seis botones, me pedirá que los abra y me apretará contra sus tetas que han crecido pero no tanto como las de la directora Úrsula, murmurará algo, me he dado cuenta de que cada vez son mayores sus gemidos y después, cuando haya terminado de recibir mi regalo, traerá el desayuno a la cama, con el mismo cariño y con huevo en círculo. Es mi cumpleaños y lo merezco. Más tarde, según el estado del tiempo, nos acomodaremos en el salón o en el balcón del segundo piso y allí pasaremos el día. Al principio, o sea, al poco tiempo de la desaparición de los padres, mirábamos con insistencia hacia la esquina más lejana pero nunca regresaron. Hace dos celebraciones, a la hora del almuerzo, Zoila anunció en un tono parecido al que utilizaba Julia, mi madre, cuando quería algo de Antonio, mi padre, Jacinta llegó y se va a quedar con nosotros. Después de ella, por indicios que se repitieron cada vez con mayor insistencia, me di cuenta de que vinieron más gentes.

Fuente:

Álvarez Lara, Saúl. ¡Otra vez!, Hombre Nuevo Editores, Secretaría de Cultura Ciudadana de Medellín, 2007, p.p. 11 – 21.