Presentación

Señales de paso

—Noviembre 26 de 2019—

Portada del libro de cuentos «Señales de paso» de Rodrigo Pérez Gil

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Rodrigo Pérez Gil (Frontino, Antioquia, 1947) es ingeniero administrativo, matemático y docente de la Universidad Nacional de Colombia. En 1984 viajó a México y allí escribió su primera novela, «Redada», publicada en 1990 en Medellín. En la década del noventa escribió reseñas y ensayos para el Boletín Cultural y Bibliográfico del Banco de la República sobre temas literarios y de historia política de Colombia. «Señales de paso» es el fruto de diez años de trabajo, de rodeos y fracasos.

Presentación del autor y su
obra por Juan Diego González.

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Editorial Eafit

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Hay un hombre que se mueve, inaprensible, por estos relatos, mirándolo todo con pasmo y provisto de un aliento vivo por ensayar otros montajes de la realidad. La calle, muchas veces tomada como excusa para un sesgo miserabilista, en este libro, es interpelada con el rigor de la inteligencia y de la belleza. Un lenguaje que acompaña y no juzga, transfigura el infierno en carnaval de personajes que desarrugan el rostro ceñudo de la historia.

Jorge Iván Agudelo

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Foto de Rodrigo Pérez Gil

Rodrigo Pérez Gil

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Señales de paso

—Prólogo—

Por Rodrigo Pérez Gil

¿Cómo ponerle sintaxis a un grito con la mera imaginación de la incapacidad de uno para conformarse, getting no satisfaction? Tal el clamor, aguijón o pulsión original al escribir estos cuentos, movido por la punzante urgencia de replicar, con cantidades infinitamente inferiores, a los embates de los que somos presa, sensibles y con los pies de barro, en un medio activo y rico en variadas fuerzas que van contra la vida, que constriñen y obligan con cargas inútiles desde tiempos inmemoriales y mediante técnicas y estrategias cada vez más sofisticadas. Se nota aquí un empeño —por vías sinuosas y sin trabas en la lengua, ceñida, lidiando con las porfiadas resistencias del material— en comprender los hechos, para descargarlos de su gravedad, desmenuzando, en una travesía por distintos lugares de nuestras cordilleras, una experiencia, un afecto, y el lector, si vence también él las resistencias del material, de cierta manera se contagia con estas vivencias y se impregna de la pasión del narrador que nos hace compartir estos sentires, estas percepciones, tal como ocurre con el cuento del toro rojo y el devenir animal del hombre, o sea, esta participación con el animal que sufre y que de alguna manera, al sufrir, se humaniza y suscita en nosotros, no la compasión sino el afecto. Cosas, animales, plantas, meteoros —rayo, cometa, llovizna, rocío, arco iris—, de repente están dotados de un mana, de un espíritu, como creen los indios achuar amazónicos, son interlocutores nuestros o son nuestros hermanos, emiten signos, que recibimos si tenemos abiertos los ojos del espíritu, y reciben signos de nosotros.

Una señal de paso que inscriben, que emiten estos cuentos narrados todos, salvo uno, en primera persona, es el hecho de que la gracia, insidiosa, retorcida, inesperada, no cae del cielo como el matrimonio y la mortaja, ni brota de la tierra como la ortiga y la mora, sino que obra en la superficie o suelo de la grieta y de la desgracia misma, si asumidas y acogidas sin reserva. La desgracia no es la de un sujeto privado, puesto que el yo que narra aquí está privado de yo, habla desde un yo colectivo, que encarna en personajes de ficción como el Pedro Páramo de Juan Rulfo o el Bogotá del cuento de H. G. Wells, «El país de los ciegos», o bien reales, de la historia antigua, como Lope de Aguirre o el indio betoye Cagiali, y si estos personajes están ahí es porque ponen de presente, en cada caso, algo que nos concierne, ahora y aquí, a todos los nativos de un país rico y hermoso consagrado por sus amos a la memoria de un déspota, codicioso, truhan, esclavista y racista, Colón, en cuyo nombre se nombró al país, Colombia, y cuya marca sufrimos hoy día todos, grandes y chicos, blancos, negros, indios y mestizos según su consigna, «Primero cañones, después mantequilla». Si el yo es colectivo, lo privado es público, y lo que le ocurre a este sujeto, en acción, pasión o pensamiento, nos puede suceder, eventualmente, a cada uno, en la imaginación de cada uno, al menos, y si el sujeto que narra se divierte con las peripecias que cuenta, a menudo nada agradables, el lector se divertirá con mayor razón, al advertir que no es él quien sufre estas desgracias, ni siquiera el autor, sino que son cosas, serias y risibles, grotescas e irrisorias del narrador, como el «Gatuperio» en el último cuento, una legítima andanada contra los sedentarios cultivadores de la metáfora y de la burocracia a la par. Al ser escritos con la mera imaginación de quien es incapaz de conformarse, en estos cuentos ocurren metamorfosis, especies de muerte y renacimiento, y no metáforas, y segregan humor y política de principio a fin, ¡cómo no!, si quienquiera que viva es impactado por bandazos de fuerzas o vibraciones que emana el inconsciente colectivo, y puesto que los afectos son flechas, usamos las palabras como flechas a ser lanzadas contra las pérfidas fortificaciones donde medran miedo, superstición, codicia, ceguera voluntaria, anhelo de fama, endurecimiento del corazón y sed de sangre, obediencia y sumisión, opinión y ánimo de imponer. El autor se ríe de sí mismo, se ríe del narrador que se ríe con los personajes que encarna y con el personaje que encarna Tongolele en el único cuento narrado en tercera persona, donde asistimos al devenir-mujer de un hombre, que es cosa molecular ante todo, este asunto de fabricarse una mujer molecular en sí, una molécula femenina dura, obstinada, indómita y tierna.

Fuente:

Pérez Gil, Rodrigo. Señales de paso. Editorial Eafit, colección Letra x Letra, Medellín, 2018, pp: 11 – 13.