Presentación

Señales y garabatos
del habitante

—11 de diciembre de 2021—

Portada del libro «Señales y garabatos del habitante» de Héctor Rojas Herazo

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Héctor Rojas Herazo (Tolú, 1921 – Bogotá, 2002) fue periodista, pintor, poeta, ensayista, novelista y colaborador de la revista «Mito». Publicó las novelas «Respirando el verano» (1962), «En noviembre llega el arzobispo» (1967) y «Celia se pudre» (1985), proyecto narrativo en el que la vida cotidiana de los habitantes de la costa Caribe, la mujer y la casa de la infancia son motivos temáticos constantes. En su obra poética, «Rostro en la soledad» (1952), «Tránsito de Caín» (1953), «Desde la luz preguntan por nosotros» (1956), «Agresión de las formas contra el ángel» (1961) y «Las úlceras de Adán» (1995), se manifiesta una inquietud constante por asuntos como el tiempo, Dios, el cuerpo, la muerte, el amor, a través de un lenguaje singular cargado por igual de simbolismos y de expresiones populares. «Señales y garabatos del habitante», libro de miscelánea literaria y poética, fue publicado originalmente en 1976 por el Instituto Colombiano de Cultura – Colcultura.

Presentación a cargo del
artista plástico David Robledo.

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Ediciones UNAULA

Verso Libre Editores Rocco Editorial

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A Rojas Herazo le interesa, como a pocos poetas de la generación de Mito, el ámbito popular. Su interés y pasión va desde Satchmo hasta Agustín Lara y su segunda y melada resurrección. En todo esto, en cualquier género que explore, entrevera su poética, esa manera aguda y amorosa de ver que es tan suya y profunda. […] En el centenario del nacimiento de Héctor Rojas Herazo, libros como Señales y garabatos del habitante nos vuelven a traer a un poeta vital y anómalo en nuestra poesía. A alguien que sigue de manera muy vivaz preguntando por nosotros desde la saga de sus tres novelas, de sus semblanzas y múltiples reportajes.

Juan Manuel Roca
(2021)

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¿Y las señales y garabatos que en su geografía de formas y elevados contenidos dejaron en Rojas Herazo los otros? Será él mismo, con absoluta y transparente franqueza, quien despeje cualquier duda e incertidumbre acerca de las influencias que coadyuvaron a definir y perfilar su vocación de poeta y narrador: «Solo quien ha sido influido muy a fondo (por uno o por muchos escritores parientes) puede ser un creador. Los otros, los que se dejan influir a medias, serán los escritores mediocres». Desde esa iluminante confesión, no resulta extraño que sea él quien se encargue, con orgullo de aprendiz consagrado y de gratitud por el aprendizaje obtenido, de enumerar con deleite todas las lecturas, los autores, los motivos y las vivencias que ejercieron influencia en su obra.

Cristo García Tapia
(2002)

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Al agrupar las páginas de este libro —que aparecieron antes en El Universal de Cartagena (1948-1950), en el Diario de Colombia (1950-1955) y, de ahí en adelante, en el suplemento literario de El Tiempo, bajo la dirección de Eduardo Mendoza Varela, y el Boletín Bibliográfico y Cultural de la Biblioteca Luis Ángel Arango, bajo la dirección de Jaime Duarte French— es factible percibir una misma presencia, una pareja intensidad: la de quien sabe, en carne propia, que solo perdura lo irrecuperable. Es así como este libro vivo, abierto, copioso en su desorden, posee un rigor y una coherencia distintos, mucho más secretos, mucho más elusivos: los de un alto poeta que como en el sombrero del mago extrae no solo liebres y pañuelos, palomas y espadas, sino toda una geografía mental, todo un paisaje encantado. Un ámbito, que impregna y contagia. Las cartas están dispuestas, sobre la mesa. Con cualquiera de las que usted escoja, lector, habrá de ganar.

Juan Gustavo Cobo Borda
(1976)

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Héctor Rojas Herazo - Ilustración © David Robledo

Héctor Rojas Herazo
Ilustración © David Robledo

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Autorretrato

Por Héctor Rojas Herazo

La prueba de fuego para quien pretenda considerarse un escritor es escribir sobre sí mismo. Apenas se inicia el juego —pues se trata de un juego y de los más peligrosos por cierto— se establece una feroz dicotomía en el ánimo de quien escribe. Sabe que tanto él como su imaginario interlocutor están en posesión de los mismos artilugios para eludir o enfrentar uno o varios aspectos del tema. Y, de manos a boca, se da también con esta sorpresa: el mutuo desconocimiento en que viven las partes que integran su yo.

¿Qué es lo primero que veo físicamente? Un cuarentón rollizo —más cerca de los cincuenta que de los cuarenta— de extremidades demasiado finas para el resto de su anatomía, con el ceño cicatrizado por un gesto de preocupación o de duda. Conozco el origen de ese gesto. Se trata de un malestar estomacal que aqueja al buen hombre casi desde niño. Sus vísceras parecen funcionar al garete. Quien le ve su andar de pesista de circo o de luchador que se dirige a un gimnasio no sabe que toda esa fisiología no pasa de ser un mueble. Yo he sorprendido al niño tiritante que vive encerrado en él como si jugara al escondido. Como si esperara que, de un momento a otro, fueran a aplastarle una mano sobre el hombro y a decirle: «¡Basta, se acabó esta tontería de una vez!». Por eso tiene la voz gruesa y afirmativa de los animales que viven atemorizados. Temor a todo: a cortarse cuando se afeita; a engordar más de la cuenta; a tener que dormir alguna noche en una casa sola; al solo hecho de estar vivo; a no ser entendido ni entender a los otros; a ser arrollado por un automóvil, por la espalda, cuando va caminando por una acera. Sabemos también que, para él, un viaje en avión es mucho más catastrófico que un juicio final. También se ha dado a la tarea, a más de coleccionar agüeros, de coleccionar otros temores subsidiarios: a su ignorancia, a una mala jugada de su apetito, a las veleidades cardíacas. En amor, sigue alimentándose a la carta. Este hombre está relleno, como un chorizo sentimental, de patios arruinados llenos de cachivaches podridos, de mugidos de mar, de luces perdidas, de papeles de alcaldía cuya tinta convierte la lluvia en lágrimas moradas. ¿Puede darse algo más desesperadamente sentimental y con menos temor a la cursilería? Pero sigamos. Este hombre ama las tarjetas postales, donde dos palomas sostienen por el pico una cinta color celeste y en las cuales, en letra cursiva y atildada, están escritas las palabras «Te adoro hasta la muerte». Se muere por las cartas en que una tía suya, la única que le queda, su tía Tulia, le recuerda que es un genio y que eso le viene de familia. Los retratos antiguos —donde hay niños gordos y serios con medias listadas y cirios de primera comunión o doncellas de belleza energúmena, que sonríen levemente como si hubieran acabado de tragarse a su novio, o donde hay jóvenes mostachudos con leontinas y zapatos abotonados y con el aire de quienes esperan que su fracción política triunfe en una guerra civil— lo ponen al borde del delirio. Ha llorado, en distintas épocas de su vida, leyendo Las veladas de La Quinta, Aura o las violetas, La cabaña del tío Tom, Los miserables, La guerra y la paz, La muerte de Iván Ilich, Las palmeras salvajes y Cien años de soledad. Le gustan lo mismo las películas de Bergman y Fellini que las películas mexicanas llenas de chulos y cabareteras hembrísimas, y les compra juguetes a sus hijos con la severa prevención de que no los rompan para poder divertirse con ellos cuando se siente triste.

Este hombre ha exprimido, en algunos renglones que pretenden ser poéticos, su inocente orfandad. Y es de los pocos que están sinceramente convencidos de que ese fantasma que se llama Dios deambula y ulula en el interior de cada alma. También está convencido de que algún día el tal fantasma —en la forma menos esperada, pues aquello se realizará con métodos totalmente imprevisibles— será capturado para que responda, en un tribunal compuesto de damnificados, por todos los crímenes que el miedo ha cometido en su nombre. Una especie de valle de Josafat al revés. Ha escrito dos alaridos confesionales en forma de novelas y ha querido fijar, en cerca de dos centenares de cuadros, los símbolos de su terror, de sus pesadillas y de su asombro por los rostros, los animales, los entes sobrenaturales y las cosas. La amistad la entiende como un terrible (y siempre fracasado) ejercicio de encontrar un nosotros en un otro insaciable. Todo esto lo convierte (me refiero, sobre todo, a sus ensueños, a sus pálpitos) en un ser implacable, duro y peligroso porque es débil. Sus doscientas y tantas libras de peso le han servido, únicamente, para comprobar que las dietas son un aspecto más de la literatura fantástica, que los sastres están en su perfecto derecho al cobrarle a unos ciudadanos más que a otros y que estamos fabricados en una materia demasiado frágil, indefensa y barroca. Una carretada de tripas que empujamos como podemos. Pero es tan redomadamente majadero, que vive en un suspenso aniquilador por la sola posibilidad de que lo releven en la misión de empujar esa carreta.

Este hombre vive profundamente convencido de que todo malestar fisiológico en un habitante del trópico corre el peligro —con los días y si la víctima le mete lecturas y voluntad al asunto— de convertirse en un sistema filosófico. Por eso desconfía de los hombres pálidos, de los boyacenses graduados en Alemania y de las longanizas forradas en plástico. Todo eso en conjunto, y por enlaces demasiado misteriosos para desvelarlos en una cláusula, amenaza, según él, destruirnos como pueblo que ha resistido victoriosamente el paludismo, las enfermedades venéreas y los discursos electorales, y fomentar en nuestros bachilleres la idolatría por las enfermedades mentales. Amenaza, en suma, con el nacimiento de una metafísica subdesarrollada. La carencia de humor en los colombianos se la explica fácilmente, entre muchas otras razones, porque se dedican más a leer los editoriales de los periódicos que sus tiras cómicas.

Fuente:

Rojas Herazo, Héctor. Señales y garabatos del habitante. Verso Libre, Rocco Editorial, Corporación Otraparte, tercera edición, Medellín, 2021, pp. 25-27.

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Héctor Rojas Herazo es, a simple vista, un campeón de lucha libre; un talador de bosques; un rufián; un levantador de pesas; un bulldozer que camina; un marino mercante; un arenero de Tolú; un Prometeo desencadenado; un profeta del trópico; qué sé yo…, un hombre de duros oficios.

Pero si usted va al fondo, descubrirá que su piel esconde el alma de un poeta puro. Ni siquiera la esconde, la transparenta, la palpita.

Si usted me pide una definición de Rojas Herazo, le diré simplemente que es un hombre solo y grande parado sobre el planeta, glorificando el misterio.

Más aún: si esa definición se extendiera al arte, diría de él que es un fornicador de formas, un violador de lo absoluto.

Pues él es, estéticamente, todo en la unidad: muchos horizontes en una sola mirada; un concierto de silencios en sol.

Por su tamaño, su embriaguez, sus apetitos, su furia de vivir, solo veo uno comparable en la literatura, que como animal trágico y gozoso podría ser su rival: Ernest Hemingway, el atorrante, el novelero de la aventura, el genial bebedor de whisky, a quien tanto amaba.

Héctor Rojas es, como artista, una orquesta, un palacio de bellas artes: poeta, pintor, novelista, conversador. Esta diversidad de formas de comunicación no tiene nada de antagónico, no se oponen entre sí: lo suman. Son complementos de una búsqueda total. Porque si Héctor no pintara, las palabras terminarían por enloquecerlo; y si no escribiera, la luz lo cegaría.

Gonzalo Arango