Presentación

El sol negro de papá

Julio 14 de 2011

“El sol negro de papá” de Reinaldo Spitaletta

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Reinaldo Spitaletta Hoyos (Bello, Antioquia) es comunicador social-periodista de la Universidad de Antioquia y egresado de la maestría de Historia de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Es presidente del Centro de Historia de Bello y docente-investigador de la Universidad Pontificia Bolivariana. Ha publicado más de doce libros, entre los que se cuentan “El último puerto de la tía Verania” (novela), “Oficios y oficiantes” (relatos), “Café del Sur” (con Memo Ánjel), “Reportajes a la literatura colombiana” (con Mario Escobar Velásquez),” Vida puta puta vida” (con Mario Escobar Velásquez), “Domingo, historias para antes del fin del mundo” (con Memo Ánjel), “Vida, muerte y resurrección de Benjamín Camacho” (con Guillermo Sánchez), “Estas 33 cosas” (relatos), “El último día de Gardel y otras muertes” (cuentos) y “El sol negro de papá” (novela). Es columnista del periódico El Espectador y en 2008 fue declarado por el Observatorio de Medios de la Universidad del Rosario como el mejor columnista crítico del país. Director de la revista “Huellas de ciudad” y coproductor del programa “Medellín al derecho y al revés” de Radio Bolivariana. Cronista, conferencista y editor con experiencia de más de 25 años en prensa escrita.

Presentación del autor por
José Guillermo Ánjel (Memo Ánjel)

Fondo Editorial Universidad Eafit

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La muerte es una especie de festividad en El sol negro de papá, que se lee no en la vida del muerto sino a partir de los duelos. Como la muerte es un asunto de vivos, adquiere trascendencia no en la especulación de qué pasará después de morir, sino en el qué pasa cuando la noticia le llega a alguien y este alguien se defiende de ella viviendo.

Un buen logro para la literatura colombiana, que con obras como esta, de Reinaldo Spitaletta, sale de esa resignación macabra a la que tantos escritores parecen condenados.

Memo Ánjel

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Reinaldo Spitaletta

Reinaldo Spitaletta
Foto por Jairo Ruiz Sanabria

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El sol negro de papá

Fragmento

Papá. Llegué a odiarte. Te odié porque no me dejabas ser. ¿Ser qué? Tal vez libre, cuando la libertad, según la entendía, era poder estar en la calle, no estudiar, decirles a otros que no perdieran el tiempo en aulas, que estuvieran conmigo. Les puedo enseñar más que sus profesores. Por ejemplo, cómo robar mangos sin que los mayordomos se enteren. Robar confites en una tienda, con tretas de pícaro: señor, por favor me da un tarro de galletas. El hombre ponía una escalera de tijera, y mientras tomaba la lata, de espaldas al mostrador, uno se empacaba la confitería de aquellos frascos redondos, transparentes, con tapas metálicas, que uno abría con agilidad de carterista, y luego nos íbamos en fuga serena dejando al tipo con las galletas en la mano, y quizá diciendo “qué malpariditos tan cansones, bribones hijos de la gran puta”. Así, de tienda en tienda, terminábamos con los bolsillos oliendo a frambuesa y anís y uva y chocolate.

Te odié porque la vez aquella de hace tanto tiempo cuando en vez de ir a la escuela me marché a las fincas de Potrerito a desalojar los frutales, una piedra que lancé hirió a uno de mis camaradas, la cabeza partida, la sangre a borbotones, y entonces corrí y corrí a esconderme en los cañadulzales, y el pelado, y los otros de mi compañía, se fueron al barrio a armar escándalo. Yo estaba aterrorizado porque sabía que pronto irían a buscarme, como en efecto pasó, los vecinos comandados por vos, padre. No me hallaron. Pero cómo quedarse escondido para siempre. Cómo tener el valor de no volver nunca más a casa. Eso no era conmigo. Y volví a medianoche. Acobardado. Me acobardó la soledad, como en un tango, digo ahora. Estabas esperando en la sala y me dijiste palabras maldicientes en inglés, sé que eran así, de ira, por el tono, y luego en español, “¡bandido!, ¡estoy levantando un bandido!”, te quitaste el cinturón y la emprendiste a correazos, y yo ahí, en silencio, soportando el castigo, y como no me quejaba, ni oponía repulsa, más duro me dabas. Y te odié y te maldije. “Viejo hijueputa”, alcancé a pensar.

Y mis odios crecieron con el tiempo. Bueno, odios es quizá un decir, pero desde esta memoria a veces incierta, sé que no me gustabas, que hubiera preferido otro padre. Eso pensaba. Vaya que es ligero el pensamiento. Y tal vez injusto. Tontinas. Te odié porque después de tantos días de ausencia, aparecías para interrumpir mis planes de jugar al fútbol en la calle, en los días en que el fútbol de calle era una transgresión. Sí. Pero a vos el fútbol te importaba un carajo, vos y tu boxeo, vos y tu béisbol (“viene el lanzamiento del pitcher… ¡Strike, tirándole!”). Y uno en el disfrute de patear pelotas de plástico, de quebrar vidrieras a balonazos, de lamentar los esféricos cuando se entraban a una casa y la señora de la casa los devolvía en añicos. Claro que, más tarde, les sobraban pedradas a puertas y ventanas. La revancha. Y vos llegabas de tus lejanías para hacerme entrar, para no permitir más vagabundería (eran tus palabras), y esa situación para alguien que crece es una agresión. Como la de los policías que, llamados por las vecinas endemoniadas, llegaban en su patrulla para disolver la jugarreta futbolera, para perseguirnos sin poder alcanzarnos jamás, para de pronto decomisar la pelota. Y vos, entonces, me parecías un desgraciado policía.

Fuente:

Spitaletta, Reinaldo. El sol negro de papá. Fondo Editorial Universidad EAFIT, Medellín, 2011.