Lectura y Conversación

Un lugar para otras voces

Cartas de una antropóloga forense

—2 de febrero de 2023—

Portada del libro «Un lugar para otras voces: cartas de una antropóloga forense» de Helka Alejandra Quevedo

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Helka Alejandra Quevedo Hidalgo (Tunja) es antropóloga de la Universidad Nacional de Colombia, especialista en Resolución de Conflictos y magíster en Derecho. Durante 28 años ejerció como antropóloga forense en la Fiscalía General de la Nación, el Centro Nacional de Memoria Histórica, la Unidad de Búsqueda de Personas Desaparecidas, el Comité Internacional de la Cruz Roja, el Ministerio del Interior y el Ministerio de Justicia. Ha publicado artículos académicos relacionados con diversas áreas de la antropología y fue la relatora y coordinadora de dos informes del Centro Nacional de Memoria Histórica – CNMH: «Textos corporales de la crueldad» (2014) y «Caquetá: una autopsia sobre la desaparición forzada (2018)». En 2018 publicó «Un lugar para otras voces», compendio de doce cartas escritas a personas desaparecidas y a cuerpos sin identificar. Actualmente ejerce como consultora nacional e internacional en temas relacionados con desaparición forzada y antropología forense, y en memoria de las víctimas mantiene una estrecha relación con las comunidades en las que se desempeñó profesionalmente.

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Llegaron los muertos que como forense conocí: los esqueletizados, los descompuestos, los politraumatizados, los quemados, los incinerados, los fragmentados, los ahogados, los decapitados, los degollados, los momificados, los desmembrados, los ultrajados, los torturados, los incompletos y, los más difíciles, los ausentes, los buscados, los imaginados, los no hallados, los que no tienen nombre, los desaparecidos. Con estos muertos, mis sentidos todos, se comprometieron. Y hasta puedo afirmar que los veo en sueños, los oigo en las noches, identifico su olor en diferentes situaciones y lugares, hablo con ellos, están en mi piel, siento su dolor, los buscó en el aire y en las palabras; les escribo cartas.

Y me pregunto: ¿por qué escribo cartas a los muertos? Escribo estas cartas por una necesidad física y emocional. Y esto me fue posible quince años después de haber dejado la práctica forense. También siento que si los pienso, ellos siguen existiendo, no mueren, así sean fríos cadáveres, estén perdidos, descompuestos, o sean blancos huesos. Ya tuvimos un encuentro, la vida y la muerte fueron el escenario. Supe de ellos, los busqué, los tuve en mis manos, y ahora tejo palabras entre ellos y yo.

Helka Alejandra Quevedo

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Helka Alejandra Quevedo Hidalgo

Helka Alejandra Quevedo Hidalgo

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El 36

El 36, me llaman el 36. Nunca en mi corta vida, 20 años apenas, imaginé que se hablaría de mí sin saber quién soy. Tampoco que fuera yo uno más de las miles de personas sin identificar que están enterradas y perdidas en los cementerios de este país. Tampoco pensé que aquella noche de noviembre o diciembre —ya no recuerdo bien— de 2001, cuando me fui con mi amigo a tomar unas cervezas a ese bar de Belén de los Andaquíes, fuera mi última noche. Aún no sé por qué nos llevaron esos hombres armados, por qué nos subieron a un carro, por qué nos insultaron, por qué nos pegaron y maltrataron durante todo el camino. No recuerdo muy bien qué pasó y nunca entenderé el por qué.

Decían que nos llevaban a La Finca, luego supe que hablaban de Puerto Torres. Nunca había estado allí. La carretera era como mala, el carro brincaba mucho y como tenía las manos y los pies amarrados, sentía más dolor en mi cuerpo; además tenía una venda mal puesta en mis ojos y con cada salto del carro, me pegaba con los bordes de los asientos, con el piso y con las botas estilo militar de varios de nuestros captores. Lo que sí recuerdo bien fue cuando ese hombre, de voz gruesa, luego de decir muchas groserías, sacó un cuchillo grande y me lo clavó en mi abdomen, en la parte baja, al lado derecho. Y ahí sí sangré mucho, tanto que cuando me bajaron a empujones del carro, no tenía fuerzas para caminar. A mi amigo lo seguían maltratando pero él no tenía, en ese momento, una herida como la mía y podía caminar. Por eso se lo llevaron lejos de la casa de donde me dejaron a mí y en donde tiempo después las autoridades encontraron mi cuerpo.

Quedé tendido a la entrada de una casa recién abandonada por los suyos, quienes por salvar sus vidas se desplazaron y huyeron de esos grupos armados que un día tocaron a su puerta. Casa, ahora, invadida por muchos hombres, radios, armas y gritos en donde un nuevo jefe usurpador la ocupaba; el jefe de los Urbanos. En la organización y en el lenguaje de las autodefensas, los Urbanos son miembros del grupo que decidía a quién retener, bajo su criterio seleccionaban a los sospechosos de ser guerrilleros o a quienes no pagaban las extorsiones o cuotas exigidas. Los Urbanos iban por pueblos y veredas reteniendo personas, eran muchos, «cargaban y descargaban» en Puerto Torres para que los comandantes decidieran qué hacer con «la carga», con las personas. El líder era un hombre joven, moreno, alto y con acento paisa que siempre tenía varias armas en su cuerpo; un cuchillo, una pistola y una especie de ametralladora. Hablaba muy duro y le dijo al hombre que me llevó hasta allí, que me dejara, que yo le serviría para varias cosas.

Pasaron tres eternos días, me dejaron tirado en la esquina de un salón grande de esa casa. A veces me daban comida, por lo que tenía la esperanza de sobrevivir. Pero con el paso de las horas me preguntaba si sería que mis captores esperaban que confesara o dijera algo que ellos querían oír. Pero no, estaba condenado desde el principio: los que llevan a Puerto Torres, no tienen retorno. Alguien decidió que debía morir. Recuerdo que era un domingo en la noche y para hacer el trabajo, es decir para matarme, encomendaron la tarea a un muchacho «nuevo», recién llegado a la Escuela. El pobre temblaba, sudaba, estaba muy nervioso y no era capaz, por lo que clavó, muchas veces en mi cuerpo, ese cuchillo mediano y con la punta encorvada, llamado por ellos, patecabra. Me convertí, así, en su objeto de práctica de iniciación, fuimos sometidos los dos a tortura: yo como víctima y él sellando con sangre su participación en el horror.

Rodé herido por la colina pequeña que da al río, diagonal a la casa. Ya no tenía conciencia del dolor, veía borroso, el barro se mezclaba con mi sangre y cubría todo mi cuerpo. Fue entonces cuando los más experimentados me arrastraron agonizante hasta el solar de la vivienda. A la entrada de la casa estaba una mujer del grupo armado y al verme pasar dijo: «Ay, ese muchacho gime y hace ruidos como un toro herido». Luego, el hombre con acento paisa, le ordenó a otro que de una, que me mochara la cabeza, que mi cuerpo serviría para tapar una «trinchera» que tenía en ese patio.

Y así fue, había un gran hueco cerca a una palma y allí me arrodillaron, aún tenía mis manos atadas con una cuerda, sentía mucho dolor y de repente todo fue oscuridad, sentí un calor insoportable en el cuello y lo último que oí fue «listo papá, ahí tiene el bulto pa´tapar el hueco». No supe más.

Seis meses pasaron aproximadamente —en el tiempo de los vivos— y de pronto había mucho movimiento en Puerto Torres, un caserío tranquilo, donde antes de la guerra, seguramente, el tiempo apenas pasaba. Pero pasaron los ejércitos, pasó el silencio y llegaron los camiones: gente con uniformes verdes, con armas; y otros, pocos, con guantes y batas blancas como pijamas con una cremallera de pies a cabeza. Pasaron tal vez dos helicópteros y de repente abrieron el hueco en donde estaba mi cuerpo. Examinaron mis dientes, recogieron mis piernas, mis brazos, mi tronco y mi cabeza. También se fijaron mucho en mi ropa, en que apenas me quedaban las medias y mis calzoncillos grises. Luego, todas mis partes fueron a unas bolsas negras de plástico y en una hoja blanca, con cinta, escribieron el número 36. Mi nuevo nombre.

Mi cuerpo ahora estaba en el helicóptero, allí iban soldados y forenses. Me bajaron y me llevaron al cementerio de Florencia y de nuevo dejaron mi cuerpo en otro hueco, le echaron tierra y aquí sigo, esperando volver a ver la luz. Esperando a que alguien descubra quién soy, cuál es mi nombre y mi historia. Lo poco que sé, lo poco que deseo, ya muerto, es que mis huesos se los entreguen a mi familia y que ellos me entierren en un lugar solo para mí, y que nunca más me vuelvan a sacar de allí. También quisiera que mi tumba tuviera mi nombre, así tal vez mi espíritu por fin pueda volar.

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Querido 36

Quisiera tenerte frente a mí, no sé si en este —mi mundo actual— o en el tuyo. Esta noche escucho a Mozart y me tomo un ron. Sobre mis pies está mi gato Tao, se acicala, duerme, pasa justo por el pequeño espacio que hay entre el computador y yo. Ronronea, bebe su agua y me mira. Yo le digo que se quede quieto, que quiero contarte una historia, una historia de cuando nos conocimos. Tao se enrosca, cubre su cara con sus manos peludas, se olvida del mundo y se sumerge en un sueño profundo y finalmente logro escribirte.

Quisiera saber tu nombre, he buscado a tu familia pero no la encuentro, he sembrado un árbol en tu memoria, he escrito una carta de tu muerte, he vuelto a buscar tu cuerpo tres veces en el cementerio donde hace quince años te dejé, luego de haberte sacado del patio de una casa en Puerto Torres. También hablé y le pregunté por ti, por tu historia, por tus últimos momentos al hombre que te quitó la vida. Le he hecho seguimiento a alias El Zorro, fue él quien te sacó del bar cuando estabas con tu amigo en Belén de los Andaquíes. Pienso que El Zorro tiene un juego con la justicia, tal vez parecido al que tenemos tú y yo, pues se buscan, se encuentran y luego se pierden. A alias El Zorro lo buscan, lo capturan, lo dejan libre, lo capturan de nuevo, se escapa, huye y de nuevo lo detienen, se vencen los términos, no hay suficientes pruebas, lo nombran los demás perpetradores, ponen carteles de se busca, lo encuentran y de nuevo huye.

A ti te retienen, te maltratan, te torturan, te quitan la vida, destruyen tu cuerpo, te ocultan, te desaparecen. Luego, te encuentro, te observo, te estudio, te dejo en otra morada; bueno, sí, en otro hueco, bajo tierra, esta vez en un cementerio oficial. Me llevo tu historia de muerte, un fragmento de video de cuando te dejé allí, en ese lugar «seguro». Y años después vuelvo a buscarte, pero han pasado muchas cosas que seguirán apartándome de ti; en este tiempo, cerca de donde está tu cuerpo, han enterrado los cuerpos de muchos niños, todos con nombre. Es como si ahora estuvieras en medio de un jardín infantil.

Según me dicen los del cementerio, en el lugar en donde posiblemente estás no hay más cuerpos sin nombre. Intentamos buscarte y no apareces, por ninguna parte. Esta vez, ya no tengo el rol de antropóloga forense de la Fiscalía, por lo que no debo ni puedo entrar a la escena. Tampoco tengo una pala ni un palustre para hurgar la tierra y buscar esa bolsa negra de plástico con un rótulo que te identifica con tu nuevo nombre, Número 36; ya no puedo, con mis manos, rescatarte del olvido.

Dejé de buscar a mis muertos en la tierra y decidí buscarlos con las palabras, muy dentro de mí. Por eso, ahora solo tengo un papel en blanco, mi memoria y este anhelo de reencontrarte; ya no redacto informes forenses en jerga fría como las losas de los cementerios; ahora, intento escribir la historia de tu muerte y las de otros colombianos que han perdido su vida en esta guerra absurda. A veces se me van las horas imaginando sus vidas, sus sueños y lo qué harían ahora si estuvieran vivos.

Estoy un poco cansada, pero pronto te seguiré contando en qué va esta búsqueda, pues imagino constantemente cómo eras, qué hacías, cómo será tu familia y qué hacías ese último día antes de que esos hombres armados te llevaran por esos caminos entre Belén y Puerto Torres. Antes de irme a dormir te cuento que, cada vez que recorro el trayecto entre Belén y Puerto Torres, veo el paisaje, los cultivos de caucho y de palma africana y me pregunto qué nos dirían estos testigos mudos, lo que vieron pasar ante sí, lo que oyeron y lo que callan. Además, me pregunto si llegará el día en que pueda recorrer esos kilómetros de carretera destapada, sin imaginar el sufrimiento y tortura de quienes iban, en contra de su voluntad, en aquel carro llamado por algunos «La última lágrima».

Tao acaba de despertarse, ha oído un ruido. ¿Sabías que los gatos escuchan ultrasonidos? Pues sí, escuchan de manera nítida el chillido de un ratón a varios metros de distancia. Ahora mira fijamente algo, algo que yo no veo. Tiene sus orejas firmes y sus largos bigotes en alerta. Por un momento pensé, ¿serás tú? Pero prefiero pensar que un gato vecino está cerca de la ventana y tú estás tranquilo en tu mundo.

Fuente:

Quevedo Hidalgo, Helka Alejandra. Un lugar para otras voces: cartas de una antropóloga forense. Bogotá, 2018, pp. 17-26. Libro disponible aquí en formato pdf.

Otras fuentes:

  • «Cuerpo 36» (YouTube.com).
  • «¿Dónde está el cuerpo 36?» (Elespectador.com).
  • «Se busca a la familia del cuerpo 36, un hombre desaparecido en Caquetá» (Elespectador.com).
  • «El bosque de los desaparecidos en la Reserva Van der Hammen» (Elespectador.com).
  • «Cartas para los desaparecidos de una antropóloga forense» (pódcast) (Elespectador.com).
  • «El misterio del cuerpo 36 en la escuela de la muerte» (YouTube El Espectador: Parte 1 y Parte 2).
  • «Sembramos en su honor» (YouTube).