Presentación

Uroboros

Historia futura del mundo
Agosto 26 de 2010

“Uroboros - Historia futura del mundo” de Luis Eduardo Uribe

* * *

Luis Eduardo Uribe L. (Envigado, 1965) es contador público de la Universidad de Medellín y ha ejercido su profesión durante veinte años. Su primer libro, producto de una pasión que despertó en medio de las vicisitudes como profesional independiente, es una reflexión sobre el comportamiento humano y la pérdida de los valores. “Detrás de la ficción —dice— se esconde una preocupación de tipo político, espiritual, sobre lo que está pasando en el mundo”.

* * *

El mundo conocido hasta los albores del siglo XXI cambió dramáticamente. La temida y pronosticada guerra nuclear desató el infierno en la Tierra en 2034, y con ella el Hemisferio Norte dejó de ser habitable. El mapa político cambió. Una nueva generación nació en las sobrevivientes Suramérica y África. Una humanidad que en cincuenta años alcanzó los avances soñados y visionados por sus antecesores de la preguerra.

En 2084, dos misiones, una por el macrocosmos y otra por el microcosmos del ADN, salen en busca del origen de la vida. Están dispuestos a descubrir el gran secreto. A su regreso, veinte años después, Armand Gedeón es el nuevo y carismático líder del mundo.

* * *

Capítulo I

La guerra del siglo XXI,
fin de una civilización

Según los cálculos actuales, corre el año 1000 de nuestra civilización. Las ruinas antiguas, diseminadas por el mundo, son prueba indiscutible de la existencia de civilizaciones pasadas. Hasta la fecha, sólo sabíamos lo que la tradición oral y los escritos de nuestros antepasados nos habían legado. Pero ahora tengo en mi poder el documento que confirma la existencia de civilizaciones antiguas. Se trata de un compendio que recoge los hechos acaecidos varias centurias atrás y escrito en un lenguaje desconocido para nuestra civilización. Lamentablemente, al documento le hacen faltan algunas hojas y no hay constancia del autor, aspecto que dificulta su comprensión y confirmación. Puedo adelantar, como dato importante, que, según la información del documento, estamos en el año 3432 de la era “cristiana”, como se denominaba el tiempo antes de nuestra civilización, y que hace referencia a la primera venida de Dios, encarnado en su hijo, Jesús. Acorde con la información histórica que poseemos, nuestra era, la Era de la paz, se inició hace mil años, con la llegada del Creador. Hoy, con base en el testimonio escrito que tengo en mis manos, puedo asegurar que el tiempo de mi civilización empezó con la segunda venida de Jesús. Creo que los acontecimientos desatados actualmente tienen una siniestra relación con lo narrado en el documento, asunto que se entenderá más adelante. Siento que debo dejar constancia no sólo de los hechos contemporáneos y los que amenazan llegar, sino también del archivo histórico que ha llegado a mis manos. Para traducir correcta y completamente la información pasé días y noches enteras, a veces sin dormir, estudiando y descifrando los símbolos de la extraña lengua en que está escrito el expediente. Debo advertir que el documento llegó a mí de manera anónima; me resultó imposible hallar al remitente. Sin embargo, es evidente que muchos de los acontecimientos narrados coinciden con nuestra tradición histórica. ¿Por qué me llegó este dossier? Todos aquellos que tengan la suficiente paciencia de leer este escrito lo entenderán más adelante.

Confieso que me confunde sobre manera el contenido del documento. Éste describe hechos extraños, y revela datos de un conocimiento avanzado y diferente al nuestro. La relación de lo narrado abarca alrededor de unos trescientos a cuatrocientos años de sucesos; con seguridad que quien los escribió contó con fuentes verbales y escritas bastante confiables y completas, que le permitieron abarcar un lapso de tiempo tan amplio. Hay, además, un mapa anexo de la Tierra que refleja la existencia pasada, quizá unos catorce siglos atrás, de algo más de doscientas naciones. Era el llamado “mapa geopolítico del siglo XX”, según la descripción hecha en el documento. Calculo que el dossier fue escrito hace unos setecientos años o más, tal vez antes de nuestra era, asunto éste que lo hace aún más difícil de comprender. Presenta especial dificultad entender la narración de los hechos acontecidos en los albores del siglo XXI de la contabilización de los tiempos cristianos, denunciados en el mismo expediente.

Por la naturaleza y extensión del dossier, y por los acontecimientos actuales, considero prudente dividir en tres partes la historia en cuestión, que no es otra historia que la de la humanidad inmediatamente anterior, y parte de la nuestra. La primera parte, que al igual que la segunda corresponden al expediente histórico, describe los acontecimientos ocurridos desde principios del siglo XXI de la era cristiana hasta el año 2104; alrededor de cien años. La segunda parte, abarca desde aproximadamente el año 2104 hasta el inicio de nuestra era, hace mil años, correspondiente al año 2432 de la era cristiana. Por último, en la tercera parte, dejo consignado los sucesos que dieron origen a mi civilización, según los registros históricos que poseo, y los hechos acaecidos desde hace unos veinte años, año 980, hasta la fecha. Espero, además, dejar constancia de los acontecimientos que Dios me permita conocer a partir de hoy, y que presiento serán sucesos lamentables para mi generación. Sin más preámbulo, doy comienzo al primer libro consignado en el citado documento:

Cuando en el año 2084 los viajeros de las misiones ADONAY y DARWIN arribaron al destino propuesto, fue la materialización de un sueño milenario del hombre: conocer el origen, el principio, de la vida. Llegar al increíble lugar fue una utopía, “digna sólo de mentes no científicas”, dirían los hombres de ciencia. Para los científicos que viajaban en las dos misiones, el hallazgo no era lo que esperaban. Sopesar las sobrecogedoras consecuencias de lo encontrado resultaba inimaginable para aquellos hombres y mujeres. El peso de la reputación de hombre de ciencia cargado por el doctor Roberto Castillo, líder de la nave DARWIN, y algunos de sus colegas científicos, se impuso, en principio, a sus sentidos y a la experiencia vivida durante aquel misterioso viaje; era una realidad que contradecía las estructuras de pensamiento netamente científicas de aquellos viajeros. Igual contrariedad atacó a las mentes de los tripulantes de la nave ADONAY, encabezadas por el doctor Senaya, tal como se verá más adelante. Para el doctor Castillo, y algunos de sus compañeros de misión, lo visto y escuchado no podía existir, no era lo que esperaban encontrar. Viejas historias que siempre creyeron “metáforas de ilusos y crédulos religiosos”, se volvieron realidad ante sus asombrados ojos. Desde antes de terminar la secundaria, el doctor Roberto Castillo decidió que cualquier ser, lugar o evento no existía si no era demostrable por el método científico y explicado por el conocimiento adquirido por la mente humana, valiéndose de las matemáticas, la física, la química o cualquiera otra materia sustentada por ecuaciones o métodos verificables. “Si no hay pruebas, no existe”. ¿Hasta cuándo duraría este pensamiento después de lo sucedido? Eso, estaba por descubrirse.

Para comprender lo sucedido durante las misiones del año 2084, debemos retroceder en el tiempo y narrar los sucesos que antecedieron a los viajes de las naves DARWIN y ADONAY; sucesos que desembocaron en un renovado conocimiento científico y un nuevo espectro geopolítico y social a nivel mundial. Había surgido una nueva civilización sin fronteras después de la destrucción. El año 2034 marcó el final de la que fue la más larga, cruenta y destructiva guerra que había conocido la humanidad. Después de la catastrófica autodestrucción que trajo la guerra, las investigaciones y desarrollos sobre el genoma humano, la ingeniería genética, la inteligencia artificial y el macrocosmos sufrieron un receso obligado. Nadie estaba en condiciones de otra cosa que sobrevivir. Las más de doscientas naciones del mapa geopolítico conocidas hasta el 2034 desaparecieron de la faz de la Tierra, unas por las batallas químicas y nucleares, y otras, las que sobrevivieron a la guerra, por un cambio espontáneo que acabó con las fronteras y las divisiones; los países desaparecieron y sus localizaciones geográficas pasaron a reconocerse como zonas o regiones, según los antiguos nombres de cada país. El mapa geopolítico dejó de ser el de los últimos setenta años del siglo XX. Sobrevivieron a la hecatombe dos comunidades que se denominaron a sí mismas: Comunidad Suramericana y Comunidad Africana.

La estirpe de nuevos científicos surgida tanto en Suramérica como en África, cuarenta años después del devastador conflicto, lograría, en sólo diez años, alcanzar los avances científicos y tecnológicos que no pudieron tener las generaciones del final del siglo XX y principios del XXI. El excepcional banco de información histórica y científica, formado tras muchos años de investigaciones a nivel mundial, sólo pudo conservarse en los antiguos países del llamado “tercer mundo”, localizados en Suramérica y África. La tarea de recuperar información en las zonas devastadas del Hemisferio Norte resultaría ardua para los escuadrones a cargo de los científicos de las misiones ADONAY y DARWIN.

La guerra se desarrolló así. Las denominadas “grandes potencias” del capitalismo, dominadoras del mundo por décadas, sucumbieron a sus propios errores, avances y ambiciones en sólo diez años. Literalmente desaparecieron del mapa con todo y sus habitantes. La escalada de terror se había desatado en tierra estadounidense desde septiembre 11 de 2001; más de tres mil personas murieron con la caída de las torres gemelas de Nueva York. Después vendrían otros ataques menos escandalosos, invasiones y descalabros financieros que sirvieron para que el sistema capitalista, encabezado por los Estados Unidos de Norteamérica, demostrara que estaba hecho para proteger y salvar a los poderosos especuladores del sistema financiero, los operadores de las bolsas de valores y los grandes capitalistas del imperio, pues el gobierno gringo entregó a esos titiriteros de la economía escandalosas sumas en dólares para paliar sus “pérdidas”; dineros salidos de los impuestos y los saqueos a otros países mediante artilugios económicos, financieros y políticos. “Capitalismo salvaje”, fue llamado ese proceso. Era evidente que el sistema era un globo que inflaban y desinflaban a su amaño los poderosos del mundo. Pero sería a partir de 2024 que se desataría el infierno en la Tierra; un infierno donde el único ausente era el demonio, pues los hombres usurparon su puesto para hacer la guerra. El súper-poderoso Estados Unidos de Norteamérica fue el primero en caer estrepitosamente, destrozado por dos fuerzas avasalladoras y letales que se imbricaron en mortal azar: de una parte, las acciones belicosas de sus enemigos orientales planeadas por lustros, y de otro lado implacables actos de la naturaleza que se ensañaron con el imperio del siglo XX. La portentosa tierra del Tío Sam murió impotente ante las arremetidas de terremotos intensos y huracanes feroces, que, aprovechados fortuita y astutamente por sus numerosos enemigos: China, Irán, Irak, Corea del Norte, y otros más, sirvieron de arnés natural al odio entre hombres, que firmes escalaban a la cima del horror bélico. El rencor y la venganza desplegados por los enemigos del gran imperio económico y militar fueron tan brutales y despiadados, que arrasaron con todo vestigio de esa sociedad capitalista. Para las hordas asesinas no parecía ser suficiente derrotar al gigante de Norteamérica. Su sed de muerte y destrucción era tal, que, enceguecidos por el odio, corrían como estampida salvaje derribando todo cuanto encontraban en su escalofriante paso, y matando todo ser vivo que hallaban en su mortal arremetida; se ensañaban con increíble brutalidad en los niños y los animales domésticos. No hubo botín de guerra. El rey de la civilización de la era tecnológica e informática ardió por meses con los despiadados enemigos abordo; ellos, en su desenfrenado camino, no protegieron medio o nave alguna para salir del asolado territorio. Muchos historiadores, que años después documentaron las causas y consecuencias do la pavorosa guerra, concluyeron que los deseos y las intenciones de los bárbaros enemigos del norteño país americano estaban lejos de atacar, destruir y huir. Se trataba de devastar, exterminar y morir, al más despiadado estilo impuesto por ellos en los años anteriores a la guerra.

En el fragor de la guerra, México debió resignarse a perder el norte de su territorio, mientras Canadá y Alaska perecían sin remedio por las bombas aniquiladoras lanzadas por la coalición chino-árabe. Las fronteras mexicanas fueron inundadas por olas de desesperados hijos del coloso americano, que asombrados y aterrados ante aquello que consideraban imposible, buscaron refugio en su vecino del sur. Muchas de las fuerzas militares americanas se desplegaron hacia el país de la Virgen de Guadalupe, creyendo que lograrían escapar de su juicio. Ni autoridades ni nativos mexicanos pudieron hacer algo para impedir el tsunami de soldados desertores y víctimas aterradas; sólo el muro, construido años atrás por los mismos estadounidenses para detener a los inmigrantes ilegales y el tráfico de drogas venidos del sur, detuvo el paso de millones que perecieron pisoteados y aplastados por la estampida de máquinas de guerra, soldados aturdidos por la devastación y millones de refugiados que corrían desde el septentrión. Los descendientes de los aztecas terminaron arrastrados por el incontenible aquilón cargado de destrucción y miedo, y que sólo se detuvo después del cataclísmico arrasamiento sufrido por la colosal metrópoli mexicana que oficiaba como capital de los manitos. Nadie supo en realidad por qué la avalancha humana venida del norte paró justo allí. Se cree que el rápido despliegue de algunas fuerzas militares de los estadounidenses hacia México era una estrategia urdida por ellos para engañar a los invasores, con el objetivo de rearmar a las tropas para atacar por otros flancos. Quizá los refugiados creyeron que su ejército recuperaría su país y por eso se detuvieron en México. Sin embargo, esta estrategia terminó por beneficiar los planes de la letal fuerza invasora, pues los chinos, poderosa nación de la coalición que destruyó a Estados unidos, habían ubicado solapadamente, desde el siglo XXI, en Suramérica y Centroamérica parte de sus unidades de ataque. Usaron una antiquísima estrategia de lenta infiltración del siglo X, cuando los antepasados chinos de las estepas invadieron desde el norte para tomar el poder in situ. El objetivo era tener un ejército de infiltrados cerca del coloso capitalista para dar apoyo a las fuerzas aerotransportadas y marítimas que llegarían para desatar el infierno en tierra gringa. Y a fe que lo consiguieron. Ellos llegaron con inusitada rapidez desde el sur y atacaron las fuerzas estadounidenses acantonadas en México. Estos infiltrados habían llegado a países como Colombia, Ecuador, Costa Rica y Venezuela en calidad de ilegales, buscando, en apariencia, oportunidades de trabajo y una nueva vida. Algunos fueron descubiertos por las autoridades y deportados a China. No obstante, después de varios intentos, los soterrados invasores lograron ingresar y camuflarse en la vida cotidiana de varios países latinoamericanos. Por supuesto que no todos los inmigrantes chinos pertenecían a estos ejércitos. Hoy se sabe, según cálculos de los historiadores, que aproximadamente la mitad de esos inmigrantes pertenecían a diversos grupos terroristas, surgidos a finales del siglo XX en algunos países, y que se aliaron para cumplir con el único y común objetivo de destruir a los Estados Unidos de América. En el mortal ataque en tierra mexicana murieron centenares de miles de refugiados norteamericanos y nativos mexicanos. Los sobrevivientes huyeron hacia el sur; muchos morirían de hambre en el intento.

La denominada Unión Europea, convencida de que la derrota del gigante del nuevo mundo traería de regreso a Europa la hegemonía mundial, terminó invadida y asolada por la temible coalición chino-árabe, surgida soterradamente al margen de la macabra alianza de los grupos terroristas en contra del país del Tío Sam. La destrucción en Europa fue tanta o más devastadora que la ocurrida en la opulenta unión americana. Los bandos en conflicto se olvidaron de Latinoamérica; en realidad eso no era nada nuevo; sin embargo, esta vez esa acostumbrada indiferencia representó, tal vez, la mano poderosa y salvadora de Dios para evitar su destrucción. Rusia, cuyos políticos maliciosamente suelen no pertenecer ni a Dios ni al diablo, fue depreciada por chinos y árabes. Los rusos, torpemente, creyeron fortalecerse en su neutralidad. Y tal como sentencia la Biblia, Apocalipsis 3, 16: “Por tu tibieza, por no ser ni frío ni caliente, te vomitaré de mi boca”, así Rusia sucumbió a la embestida de ambas fuerzas en combate.

La humanidad, arrogante y orgullosa de su conocimiento y avance científico, no aprende que moralmente ninguna guerra ofrece ganadores; vencidos y vencedores son igualmente perdedores, y, en esta contienda, tal axioma fue más allá de lo moral. Las distintas coaliciones y uniones sucumbieron y cayeron presas de la más inhumana de todas las guerras conocidas. En principio, la coalición chino-árabe dominó la cruenta conflagración bélica; pero después terminaron enfrentándose ambos ejércitos. La batalla final formó tres poderosos bandos después de la destrucción de los Estados Unidos de América: Europa, China y los árabes, donde todos eran enemigos de todos. Finalizada la guerra, más por sustracción de materia que por rendiciones o acuerdos, los historiadores y analistas de la posguerra concluirían que la unión de dos milenarias culturas tan radicales y opuestas como la china y la árabe, jamás alcanzaría éxito.

América no sería la única que padecería los rigores del conflicto. África vería morir el norte de su territorio. La cercanía a Europa y la participación de países como Egipto, Libia y Marruecos en la contienda, comprometieron algunas regiones y países que por ese entonces vivían en la más extrema pobreza, obligando a un penoso desplazamiento hacia el sur del continente africano. La división geográfica de inicios del siglo XXI desapareció, dando origen a una configuración social y política espontánea, de iguales características a la de Suramérica. Si América del Sur vio llegar cerca de tres millones de refugiados norteños, África vio arribar otro tanto de asilados europeos y asiáticos.

Oceanía, principalmente Australia, sufrió a medias. Los grandes centros urbanos fueron devastados por el comando chino del sur. Desatada la agobiante huida hacia las zonas selváticas, por parte de la diezmada población australiana, los invasores se limitaron a instalar estrictos centros de control en puntos estratégicos de la zona. El objetivo era evitar la salida de nativos y la entrada de suministros y alimentos. De esta forma se sentaron con cínica crueldad a esperar a que la gente muriera de hambre. Las esperanzas para estas personas eran nulas. Sus amigos y aliados, Estados Unidos de América y Europa, sufrían su propia desgracia, ni siquiera Suramérica y África pudieron ayudar; resultaba imposible desplazarse. La invasión a Australia empezó desde el norte. La coalición chino-árabe encontró numerosos aliados. Asia entera, excepto Rusia, Japón e India, se unieron a ellos. Los ejércitos bajaron desde China, luego de tomarse, con algo de resistencia, a Japón, cometido que alcanzaron con la ayuda de la anterior Corea del Norte, país que pocos meses atrás ya había invadido a su hermana del Sur. El resto fue sencillo. Naciones como Tailandia, Indonesia, Pakistán y otras más tomaron partido con la coalición invasora. India fue aniquilada sin piedad. Desde su histórico enemigo pakistaní fueron lanzadas las bombas que asolaron a los hindúes. La miseria y el hambre acabaron por derrotar esta nación. Los millones que sobrevivieron al ataque fueron alimento de bestias al caer vencidos por la hambruna. El hedor por la mortandad se extendió como nube macabra por toda el Asia, como una cicatriz de maldad humana.

Terminadas las aniquiladoras y profetizadas contiendas, la humanidad sobreviviente contempló, desde el lejano y olvidado Hemisferio Sur, la desaparición de la civilización del Hemisferio Norte. Idiomas como el inglés, el francés, el italiano, el alemán, el chino, el árabe y muchos más, desaparecieron por el soplo de la insaciable muerte que exterminó a sus hablantes por causa de la mortífera guerra, la hambruna y las epidemias desatadas después de la batalla. Los pocos sobrevivientes a la hecatombe debieron adaptarse a las nuevas lenguas dominantes; ellos vieron ahogar su cultura y su lengua en los océanos de la guerra y el olvido; sus milenarios idiomas sólo perduraron por un tiempo en la intimidad de las familias de los sobrevivientes. En Sudamérica prevalecieron el español y el portugués. En África, en principio, la diversidad de dialectos e idiomas dificultaron su comunicación. Sin embargo, una espontánea ola unificadora, impropia de este continente, los condujo a una sola lengua autóctona: el swahili.

El nuevo comienzo, en el renaciente mundo, resultaba esperanzador; pero el engaño se vistió de indiferencia y se camufló entre la ilusión de los mortales para preparar su próximo y letal paso. Ya no había saqueadores vestidos de conquistadores, tampoco inútiles y ociosos reyes y virreyes, y mucho menos emperadores vestidos de presidentes. En silencio, sin dictadores escandalosos disfrazados de demócratas, sin facciosos monárquicos y oligarcas eternizados en su contradicción revolucionaria cargada de ansias de poder, sin títeres de imperios ominosos y sin pseudos-líderes que esconden su miseria humana con altanerías y bravuconadas, las gentes de Suramérica acogieron los refugiados de los desaparecidos países del Hemisferio Norte, que moría perdido en el humo envolvente de la codicia y el odio desbordado de bestias humanas, y sellaron, sin pactos, la necesaria y natural unión. La amalgama de razas y culturas disímiles nació, primeramente, del instinto de conservación; luego, poco a poco, de un innato y común origen y destino, borrando de la memoria humana los siglos de ominosas y macabras confrontaciones brotadas de la insensata vanidad de unos pocos líderes que tendieron tapetes rojos con sangre de jóvenes para satisfacer su megalomanía. No hubo constitución política al amaño y tamaño de nadie, tampoco taimados pactos cargados de cláusulas ventajosas entre gigantes y enanos; sólo hubo, en principio, sincera hermandad y solidaridad. El mapa geopolítico cambió. Las fronteras fueron borradas y las naciones dejaron de ser lo que eran. Atrás quedaron los países formados después de las acciones libertadoras de Simón Bolívar, José de San Martín y demás próceres de la independencia. Comenzó una sola gran comunidad. Diez años después se establecieron necesarias normas de convivencia para la naciente sociedad civil, que, sin duda, podría sucumbir, como cualquier sociedad de hombres y mujeres, a las amenazas de la sociedad natural, regida por la ley del más fuerte; nadie deseaba correr ese riesgo asolador. Aunque la humanidad superviviente aún no superaba la resaca moral y material dejada por la escalofriante destrucción, era de esperarse que, en un futuro no muy lejano, las pasiones humanas resurgirían, irremediablemente, marchando al monótono y acompasado paso de tic-tac del incansable cronos, caminante que marca los imparables años humanos, desatando la anarquía de aquellos que quieren comodidad y riqueza sin esfuerzo, y soportando de paso los gravosos embates de los insaciables adoradores del poder.

La nueva generación creció los primeros años al amparo de una diferente y desinteresada educación. Las filiaciones y acciones individuales y sociales nacían e interactuaban sin ser concebidas o predeterminadas por titiriteros hipócritas y ambiciosos. El orden mundial surgía espontáneo y mágico. No había planes, programas, foros o discusiones acerca de qué era lo mejor para los demás. A Dios gracias no había expertos. La novel humanidad se desarrolló y creció sin condicionamientos dictados por eruditos que creían saberlo todo. Sincera humildad brotó de este renovado árbol de humanidad. Sus renuevos se abonaron con los horrores de la guerra, y, contrariamente a lo que los eruditos de la antigua civilización dictarían, los frutos fueron carnosos en inteligencia e incalculable conocimiento. Además, esa amalgama de culturas y razas venidas de todas partes del destrozado mundo trajeron consigo creencias y descreencias. Los dogmas y la fe se cultivaron y respetaron individual y colectivamente, sin imposiciones y juzgamiento. La nueva civilización avanzó sin prejuicios o discriminaciones.

Fuente:

Uribe L., Luis Eduardo. Uroboros – Historia futura del mundo. Edición personal, Medellín, marzo de 2010, p.p.: 7 – 19.