Presentación

Volver para qué

Crónica sobre el desarraigo

Octubre 7 de 2014

“Volver para qué - Crónica sobre el desarraigo” de Daniel Rivera Marín |

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Daniel Rivera Marín (Aguadas, Caldas, 1986) fue reportero en el periódico El Mundo y ahora trabaja en El Colombiano, donde se ocupa de temas políticos, el conflicto armado y, en ocasiones, de temas culturales. Le fue otorgado el Premio Saldarriaga Concha (2010) y también obtuvo el Premio de Periodismo Semana “El país contado desde las regiones” (2012, 2013) con los reportajes “En Segovia, salen niños de las escuelas a trabajar en las minas”, “En el Guineo, las FARC amenazan la educación” y “La paz que anda en Antioquia” (cinco entregas sobre los retornados en el departamento).

Beca de Creación Literaria
en Periodismo Narrativo 2013

Presentación del autor
por Ana Cristina Restrepo

Fondo Editorial Universidad Eafit

Volver para qué – Crónica sobre el desarraigo relata las experiencias de personas que intentan recuperar su pasado y se estrellan una y otra vez contra la imposibilidad de su propósito, historia recurrente de quienes pretenden regresar a su tierra después de haber sido desplazados por diferentes grupos armados. El viaje del autor y del fotógrafo Julio César Herrera por el Oriente antioqueño en búsqueda de estas historias enmarca estas narraciones, entrecruzadas con los recuerdos de la vida errante de la familia del narrador, en ocasiones por causas similares a las de quienes entrevista. Todo está articulado de manera clara y eficaz gracias a una prosa ágil, un punto de vista personal y una estructura narrativa que al mismo tiempo agrupa las similitudes y resalta las diferencias. Al final de este viaje queda la pregunta que resuena constantemente a lo largo del libro: ¿volver para qué?

Los Editores

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Daniel Rivera Marín

Daniel Rivera Marín

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Volver para qué

Fragmento

Debajo de las camas, en las casas de mi niñez —que fueron tantas, todas de arriendo—, siempre había un nudo de maletas. La más grande contenía al resto. Y era un terror verlas por ahí, sobre todo una de cuero café que mi madre aún conserva, porque así me enteraba de un nuevo viaje. A veces se trataba solo de visitas a familiares: a Manizales, a Armenia, a Pereira, a Belén de Umbría, a Medellín. Otras veces era una despedida definitiva, al menos eso creía. Pasamos de ciudad en ciudad, buscando futuro, buscando empleo, vivos de puro milagro, como tantos.

Los viajes: el tiempo perdido del camino, la luz de la llegada. Las filas en las terminales, el olor del vómito de los niños, el calor, las películas de sangre muy viva en casi todo el trayecto, la comida siempre papas, arroz y pollo, ese olor tan particular de los buses viejos, entre motor caliente y embrague quemado.

Y así, aquí estoy —con Julio César Herrera, el fotógrafo de tantos destinos—, con otra maleta llena, listo para seguir vagando, en la Terminal del Norte de Medellín, este vientre fértil que expulsa viajeros cada segundo y sin reparo. Dicen aquí, en estas oficinas, que al año son veinte millones de peregrinos los que pasan, que entran y salen, algunos con una visión muy definida de ese futuro que viene con el bus, otros no. Por día —esto es la asfixia— son treinta mil hombres, mujeres, niños que reciben el tiquete, que llevan su maleta, que entran a los baños, que se gastan más de doscientos rollos de papel higiénico, que compran la gaseosa, la empanada. La modernidad viene siendo eso, no pertenecer a ningún sitio, ser de todas partes.

Son las 6:30 de la mañana y llegan hombres de todos los tamaños, ojos de sueño, y sus mujeres envueltas en cobijas ecuatorianas de muchos colores, unas cargan a sus niñitos bien sudados de ojos vivaces que no sintieron del todo el viaje de la noche. Mientras tanto, una mujer rubia de mentiras, senos enormes imposibles, pregunta por su tiquete en la taquilla de buses que van para el Oriente antioqueño, pelea y no se entiende muy bien por qué. El bus que nos llevará a San Luis sale a las ocho y por el momento hay que esperar.

Del Oriente de Antioquia, esa zona de dolores, entre 1997 y 2010, salieron 175.454 desplazados por el conflicto armado colombiano, y esta terminal recibió a unos miles. Campesinos que de tanto aguantar se reventaron y dejaron todo atrás. Región salpicada de sangre donde las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) y el Ejército de Liberación Nacional (ELN) tuvieron soberanía hasta la llegada del bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) y las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio (ACMM).

Fue un huracán lo que pasó por el Oriente, por esos veintitrés municipios —Carmen de Viboral, El Retiro, Santuario, Guarne, La Ceja, La Unión, Marinilla, Rionegro, San Vicente, Alejandría, Concepción, El Peñol, Granada, Guatapé, San Carlos, San Rafael, Sonsón, Nariño, Argelia, Abejorral, Cocorná, San Francisco, San Luis—, fue un huracán de silencio que pocos vieron y dejó tantos damnificados que ninguna mano reparadora los alcanzó —no los va a alcanzar.

Hoy —lo pregonan desde las alcaldías, desde el Gobierno nacional—, la región se recupera de a poco; terca, intenta volver a lo que fue. Dicen que, desde 2007, a sus tierras ha regresado el sesenta por ciento de la población.

¿Volver?

¿Volver para qué?

Se pensará que lo que decía de la soberanía de las guerrillas es un exceso, y no. Una prueba, para la muestra: el 9 de agosto de 1999 el periódico El Colombiano, de Medellín, publicó una noticia que tituló “Policía salió de seis poblaciones de Antioquia”. Allí se dijo: “Para cumplir con una medida de seguridad impartida por la Dirección Nacional de la Policía con el fin de evitar ataques de la guerrilla, desde el pasado sábado se inició el retiro de los uniformados adscritos a seis comandos de la institución en Antioquia”. Entre esos seis municipios estaba San Carlos, donde desde el mismo 7 de agosto —sábado, después de que salió la fuerza pública— los guerrilleros comenzaron a patrullar por el pueblo, reunieron a los ciudadanos en el parque central y les dijeron que de ahora en adelante la guerrilla iba a estar a cargo de todo; serían la justicia, la seguridad, todo. Para excedernos —y no—, el Estado. Eso a solo tres horas de Medellín. El abandono tan cercano, tan insospechado.

Esto, las medidas desesperadas del Gobierno por bajarle fuego y sangre a una guerra que cada vez cobraba más vidas, dejó a la población indefensa en medio del horror. Entonces a los pueblos llegaron las guerrillas y los paramilitares a reclutar menores, a violar señoritas, a intimidar ancianos, y el éxodo empezó; en junio de 2014 un informe de las Naciones Unidas reveló que en Colombia hubo —hay— más de cinco millones de desplazados, el segundo país en el ranking mundial luego de Siria. Muchas de esas cinco millones de personas no han parado, han seguido el camino, buscan lo que otros les quitaron: la casa, la tierra, los hijos, los padres, el sosiego, el futuro —el futuro—: la vida.

Eso busco, las historias de los que regresaron. De los olvidados del mundo. De los que de tanto caminar no tuvieron otro rumbo que el pasado, reconstruirlo antes de que se hundiera, definitivo, en la muerte.

Colombia —pienso ahora, mientras espero que sean las ocho para salir de aquí— se ha divido en dos realidades: por un lado están los que han visto la guerra desde las pantallas, desde los periódicos, desde el sillón, los que nunca entendieron —entendimos— por qué todo se desmorona, y entonces los que pudieron huyeron a España, a Miami, a México, a cualquier parte lejos de la barbarie; y están también los que nunca vieron, los que no se dieron cuenta. Y en la otra orilla, los que tuvieron que dejarlo todo. En silencio llegaron a los semáforos de Bogotá, de Medellín, de Cali, de Barranquilla y, ahogados en el pavimento duro de la ciudad, intentaron sobrevivir. Papá, mamá y un par de niños pidiendo dinero, aguantando el dedo acusador: guerrilleros, ladrones, terroristas, mantenidos, descarados, mentirosos, culpables, milicianos, desplazados… desplazados… desplazados… Qué palabra extraña. ¿De dónde apareció? Entre 1998 y 2006, parados en un semáforo, un cartelito de letra irregular que pedía misericordia: “Somos desplazados de San Carlos —el nombre del pueblo variaba—, ayuda, por favor”. Y luego, por la noche, la vida en una pocilga. La finca, el café, las papas, el plátano, la aguapanela, todo atrás por esto, por huir del terror.

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La estrategia de las guerrillas en el Oriente antioqueño fue actuar como un puño cerrado. Formaron un solo bloque entre los frentes noveno, el 47, el Jacobo Arenas de las FARC, y el Carlos Alirio Buitrago del ELN; contaban con cerca de tres mil hombres. La fuerza subversiva era tan descomunal que en Nariño, uno de los municipios más alejados del Oriente, las FARC se tomaron el pueblo después de un combate de horas e hicieron parada militar en el parque, donde cantaron su himno y el de Colombia, todo eso al comando de Elda Neyis Mosquera, conocida en la guerra con el alias de Karina, una mujer del Urabá antioqueño que entró a la guerrilla a los dieciséis años y que en mayo de 2008 se desmovilizó después de comandar el frente 47. Por esa época, las autoridades anunciaron que el frente Carlos Alirio Buitrago era el grupo que más secuestraba en todo el país, así que la vía Medellín-Bogotá, por cuenta de los retenes que se llamaron comunmente pescas milagrosas, se cerró todas las noches durante dos años. El atractivo del Oriente para los grupos armados consistía en que desde esa región había comunicación directa con cuatro departamentos: Caldas, Boyacá, Cundinamarca y Santander. Además de los cultivos ilícitos que sembraban en las zonas boscosas.

Con el asedio de las guerrillas, con las extorsiones a los empresarios, a los ganaderos que tenían que pagar la mensualidad para que no les mataran las reses o no les secuestraran a sus hijos, los paramilitares entraron en el juego de la guerra. En el Oriente tuvieron incursión las Autodefensas Campesinas del Magdalena Medio comandadas por un exjornalero que se volvió experto en descuartizamientos, Ramón Isaza; el Bloque Metro de las Autodefensas Unidas de Colombia, lideradas por el exmilitar Rodrigo García conocido como Doblecero, y el bloque Cacique Nutibara liderado por el exsicario Diego Fernando Murillo, alias Don Berna.

Las tácticas para entrar en la región fueron pavorosas. La llegada de los paramilitares al Oriente antioqueño quedó señalada con la masacre cometida en la vereda La Holanda, de San Carlos, donde fueron asesinadas trece personas. Así entraron. Alguna vez una mujer me contó, aún horrorizada, después de diez años, cómo vio que a su comadre los paramilitares la empalaban y le quitaban la piel de la cara mientras se desmadejaba del dolor; después la degollaron. Las tácticas del terror además de pavorosas eran estúpidas: anunciaban con panfletos, para que la guerrilla se enterara, que si dinamitaban una torre de energía matarían a diez campesinos. Y la paradoja: nadie se enteró, las autoridades nunca escucharon; solo lo hicieron años después, cuando el daño era hondo.

Fuente:

Rivera Marín, Daniel. Volver para qué – Crónica sobre el desarraigo. Fondo Editorial Eafit, Medellín, 2014.