Club de Lectura

Yo leo

El último encuentro

Coordina: Simón Tamayo
—17 de agosto de 2021—

Portada del libro «El último encuentro» de Sándor Márai

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La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.

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Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit. Actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo en la Universidad de Medellín y está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.

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El último encuentro

Sándor Márai
~ 1942 ~

Firma de Sándor Márai

Dos grandes amigos se vuelven a ver después de muchísimos años. En el último encuentro le pondrán fin a su historia al hablar sobre su separación, conocer la verdad y entender por qué una amistad con un lazo tan fuerte terminó en un intento de asesinato. Es un libro que en cada página va subiendo la intensidad de una reunión que más bien parece un duelo —sin armas, pero mucho más cruel—, y en donde Márai reflexiona sobre el valor de la amistad y cómo las grandes pasiones le dan sentido a la vida.

Simón Tamayo

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Sándor Márai

Sándor Márai

Sándor Károly Henrik Grosschmid de Mára (1900-1989), conocido como Sándor Márai, nació en Košice (hoy en Eslovaquia), una pequeña localidad del antiguo Reino de Hungría, en el entonces poderoso Imperio Austrohúngaro. Aunque se destacó especialmente por su obra narrativa, también escribió poesía, teatro y ensayo, además de múltiples colaboraciones periodísticas, entre las que se encuentran algunas de las primeras reseñas sobre las obras de Franz Kafka. En sus novelas, escritas originariamente en húngaro y cuidadosamente desarrolladas, Márai analiza la decadencia de la burguesía de su país durante la primera mitad del siglo xx en títulos como Divorcio en Buda, El último encuentro o La herencia de Eszter. Así mismo, escribió libros de memorias que retratan las dificultades de Hungría durante la Primera Guerra Mundial (Confesiones de un burgués), la posterior invasión del ejército nazi y luego la del ejército soviético tras la Segunda Guerra Mundial (¡Tierra, tierra!).

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Próximas lecturas del Grupo de Lectura «Yo leo» - Agosto - Septiembre de 2021

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El último encuentro

~ Capítulo 1 ~

El general se entretuvo casi toda la mañana en la bodega del lagar. Había salido al viñedo de madrugada, junto con el vinatero, para ver qué se podía hacer con dos barriles de vino que habían empezado a fermentar. Eran las once pasadas cuando terminaron de embotellar el vino; entonces regresó a la casa. Bajo las columnas del porche de piedras húmedas que olían a moho le esperaba el montero, para entregar a su señor una carta que acababa de llegar.

—¿Qué quieres? —le preguntó, y se detuvo con fastidio. Se echó atrás el sombrero de paja de ala ancha que le cubría la frente y le oscurecía totalmente la cara rojiza. Hacía años que no leía ni abría ninguna carta. El correo lo abría, examinaba y seleccionaba uno de sus sirvientes de confianza, en la oficina del administrador.

—Un recadero acaba de traerla —dijo el montero, que se mantenía en posición de firme en el porche.

Reconoció la letra, cogió la carta y la guardó en el bolsillo. Entró en el frescor del vestíbulo y entregó al montero su sombrero y su bastón, sin musitar palabra. Sacó las gafas del bolsillo donde guardaba también los puros, se acercó a la ventana y se puso a leer la carta en la sombra rasgada apenas por algunos rayos que penetraban por las rendijas de las persianas medio echadas.

—Espera —dijo por encima del hombro al montero, que se disponía a retirarse con el sombrero y el bastón.

Arrugó la carta y se la guardó en el bolsillo.

—Que Kálmán prepare el coche para las seis. El landó, que va a llover. Que se ponga la librea de gala. Tú también —añadió con énfasis, como si estuviera enfadado por algo—. Que todo esté limpio y reluciente. Que empiecen ahora mismo a limpiar el coche y el aparejo. Te vistes de gala, ¿entendido? Y te sientas al lado de Kálmán, en el pescante.

—Entendido, excelencia —respondió el montero, mirando a su amo fijamente a los ojos—. A las seis en punto.

—A las seis y media os vais —dijo, moviendo a continuación los labios en silencio, como si estuviera contando—. Os presentáis en el Hotel del Águila Blanca. Sólo tienes que decir que te he enviado yo y que ya está dispuesto el coche del capitán. Repítelo. El montero repitió las instrucciones. Entonces el general levantó una mano y miró al techo, como si quisiera añadir algo más. No dijo nada y subió al primer piso. El montero, firme, lo observó con ojos vidriosos, lo siguió con la mirada y esperó a que la cuadrada figura de anchas espaldas desapareciera por el recodo de la escalera de piedra del primer piso.

El general entró en su habitación, se lavó las manos y se acercó al pupitre alto y estrecho, cubierto de paño verde, salpicado de manchas de tinta, donde había portaplumas, tinteros y cuadernos con tapas de hule a cuadros, como los que utilizan los colegiales para hacer los deberes, todos guardados con un orden milimétrico. En el centro del pupitre había una lámpara de pantalla verde y la encendió porque la habitación estaba a oscuras. Detrás de las persianas echadas, el verano quemaba el jardín lleno de plantas secas y de hojas arrugadas, como un pirómano colérico que incendiara toda la vegetación antes de desaparecer. El general sacó la carta del bolsillo, alisó el papel con gran cuidado y, con las gafas caladas, volvió a leer las frases cortas y rectas, escritas con letra fina, a la luz resplandeciente de la lámpara. Juntó las manos por detrás mientras leía.

En una pared había un almanaque de números enormes. Catorce de agosto. El general echó la cabeza hacia atrás, para contar. Catorce de agosto. Dos de julio. Contaba el tiempo transcurrido entre una fecha remota y aquel día.

Cuarenta y un años, dijo en voz alta. Hacía rato que hablaba en voz alta, aunque estaba solo en la habitación. Cuarenta años, repitió después, un tanto confundido. Como un colegial que se enreda por lo difícil de los deberes, se puso colorado, echó la cabeza atrás y cerró los ojos humedecidos. Por encima de la chaqueta amarilla como el maíz tenía el cuello hinchado y rojo. Dos de julio de mil ochocientos noventa y nueve, la fecha de aquella cacería, musitó. Luego guardó silencio. Apoyó los codos en el pupitre, con preocupación, como si fuera un colegial aplicado, volvió a mirar el texto de la carta, aquellas pocas líneas. Cuarenta y uno, dijo al final, con la voz ronca. Y cuarenta y tres días.

Eso era.

A continuación, como si ya se hubiese calmado, dio unos pasos por la habitación. En el centro había una columna que sustentaba el techo abovedado. Antaño había habido allí dos habitaciones: un dormitorio y un vestidor. Hacía muchísimos años —ya sólo contaba las décadas, no le gustaban los números exactos, como si todas las fechas le recordaran algo que prefiriese olvidar— había mandado derribar el muro que separaba las dos estancias. Sólo se dejó intacta la columna que soportaba las bóvedas del centro. La casa la había construido doscientos años atrás un proveedor militar que abastecía de avena a la caballería del ejército austriaco y que más tarde se hizo con el título de duque. Fue entonces cuando mandó construir la mansión. El general había nacido en la casa, en aquella habitación. La más oscura de las dos habitaciones, cuyas ventanas daban al jardín, al huerto y a los edificios de la hacienda, era por entonces la de su madre, y la más luminosa y alegre servía de vestidor. Hacía ya décadas, al cambiarse él a esta ala del edificio, había mandado derribar el tabique medianero y había convertido las dos habitaciones en una sola, más grande, dominada por las sombras. Había diecisiete pasos desde la puerta hasta la cama. Dieciocho desde la pared del jardín hasta el balcón. Los había contado muchas veces, y lo sabía con certeza y precisión.

Vivía en aquella habitación, adaptado a las dimensiones de las enfermedades que le acechaban. Le quedaba como hecha a medida. Pasaban años y años sin que se desplazara a la otra parte del edificio, ocupada por salones multicolores, verdes, azules y rojos, con arañas doradas en el techo. Allí las ventanas daban al parque, a los castaños que asomaban tras los cristales de ventanas y puertas, ascendiendo en semicírculo, orgullosos, ante los balcones de piedra del ala sur de la mansión, elevando en primavera sus flores rosadas y sus hojas verde oscuro. Unos angelitos regordetes de piedra sostenían los pasamanos de los balcones. El general se pasaba las mañanas en el lagar o en el bosque, se acercaba a diario al arroyo lleno de truchas, incluso en las mañanas lluviosas y frías del invierno. Luego, al volver a la casa, subía desde el porche a su dormitorio, donde le servían la comida.

—Así que ha regresado —dijo en voz alta—. Después de cuarenta y un años. Y cuarenta y tres días.

Se tambaleó de repente, como si se hubiese agotado al pronunciar tales palabras, como si hubiera comprendido de pronto lo mucho que eran cuarenta y un años y cuarenta y tres días. Se sentó en una de las sillas tapizadas en cuero, un tanto destartaladas. En la mesilla había una campanilla de plata al alcance de la mano: la agitó.

—Que suba Nini —le dijo al criado. Luego añadió cortésmente—: Que haga el favor.

No se movió, se quedó sentado, con la campanilla de plata en la mano, hasta que llegó Nini.

Fuente:

Academia.edu