Club de Lectura

Yo leo

El ruido de las
cosas al caer

Coordina: Simón Tamayo
—12 de abril de 2022—

Portada del libro «El ruido de las cosas al caer» de Juan Gabriel Vásquez

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La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.

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Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit. Actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo en dicha institución y en la Universidad de Medellín. Está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.

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El ruido de las
cosas al caer

Juan Gabriel Vásquez
~ 2011 ~

Firma de Juan Gabriel Vásquez

El ruido de las cosas al caer no solo habla sobre la vida fragmentada de la familia de un traficante de drogas colombiano en las décadas de los setenta y ochenta, sino de las personas comunes con las que convivieron en aquellos tiempos. El miedo latente de una generación que creció en medio de la guerra contra las drogas es evidente en esta historia que mezcla lo ficticio de sus personajes con lo real e histórico de su contexto. Pienso que Vásquez explora la memoria como remedio de las tragedias. La aceptación de los hechos, enfrentarnos con un pasado difícil, puede ser una forma de asumir una responsabilidad presente y futura con nuestro país. Sin embargo, el final del libro también es un llamado de atención para no quedarnos demasiado allí y no perder (aún más) el rumbo de lo que ahora tenemos.

Simón Tamayo

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Juan Gabriel Vásquez

Juan Gabriel Vásquez

Juan Gabriel Vásquez Velandia (Bogotá, 1973) es abogado, periodista, columnista, escritor y traductor. Ha publicado, entre otros libros, Persona (1997), Alina suplicante (1999), Los amantes de Todos los Santos (2001), Joseph Conrad: el hombre de ninguna parte (2004), Los informantes (2004), Historia secreta de Costaguana (2007), El arte de la distorsión (2009), El ruido de las cosas al caer (2011), Las reputaciones (2013), La forma de las ruinas (2015), Viajes con un mapa en blanco (2017), Canciones para el incendio (2018) y Volver la vista atrás (2020). Entre muchas otras distinciones que ha recibido por su obra, la novela El ruido de las cosas al caer obtuvo el Premio Alfaguara de Novela y el Premio Literario Internacional IMPAC de Dublín.

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Próximas lecturas del Grupo de Lectura «Yo leo» - Marzo - Mayo de 2022

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El ruido de las cosas al caer

~ Fragmento ~

El primero de los hipopótamos, un macho del color de las perlas negras y tonelada y media de peso, cayó muerto a mediados de 2009. Había escapado dos años atrás del antiguo zoológico de Pablo Escobar en el valle del Magdalena, y en ese tiempo de libertad había destruido cultivos, invadido abrevaderos, atemorizado a los pescadores y llegado a atacar a los sementales de una hacienda ganadera. Los francotiradores que lo alcanzaron le dispararon un tiro a la cabeza y otro al corazón (con balas de calibre .375, pues la piel de un hipopótamo es gruesa); posaron con el cuerpo muerto, la gran mole oscura y rugosa, un meteorito recién caído; y allí, frente a las primeras cámaras y los curiosos, debajo de una ceiba que los protegía del sol violento, explicaron que el peso del animal no iba a permitirles transportarlo entero, y de inmediato comenzaron a descuartizarlo. Yo estaba en mi apartamento de Bogotá, unos doscientos cincuenta kilómetros al sur, cuando vi la imagen por primera vez, impresa a media página en una revista importante. Así supe que las vísceras habían sido enterradas en el mismo lugar en que cayó la bestia, y que la cabeza y las patas, en cambio, fueron a dar a un laboratorio de biología de mi ciudad. Supe también que el hipopótamo no había escapado solo: en el momento de la fuga lo acompañaban su pareja y su cría —o los que, en la versión sentimental de los periódicos menos escrupulosos, eran su pareja y su cría—, cuyo paradero se desconocía ahora y cuya búsqueda tomó de inmediato un sabor de tragedia mediática, la persecución de unas criaturas inocentes por parte de un sistema desalmado. Y uno de esos días, mientras seguía la cacería a través de los periódicos, me descubrí recordando a un hombre que llevaba mucho tiempo sin ser parte de mis pensamientos, a pesar de que en una época nada me interesó tanto como el misterio de su vida.

Durante las semanas que siguieron, el recuerdo de Ricardo Laverde pasó de ser un asunto casual, una de esas malas pasadas que nos juega la memoria, a convertirse en un fantasma fiel y dedicado, presente siempre, su figura de pie junto a mi cama en las horas de sueño, mirándome desde lejos en las de la vigilia. Los programas de radio de la mañana y los noticieros de la noche, las columnas de opinión que todo el mundo leía y los blogueros que no leía nadie, todos se preguntaban si era necesario matar a los hipopótamos extraviados, si no bastaba con acorralarlos, anestesiarlos, devolverlos al África; en mi apartamento, lejos del debate pero siguiéndolo con una mezcla de fascinación y repugnancia, yo pensaba cada vez con más concentración en Ricardo Laverde, en los días en que nos conocimos, en la brevedad de nuestra relación y la longevidad de sus consecuencias. En la prensa y en las pantallas las autoridades hacían el inventario de las enfermedades que puede propagar un artiodáctilo —y usaban esa palabra, artiodáctilo, nueva para mí—, y en los barrios ricos de Bogotá aparecían camisetas con la leyenda Save the hippos; en mi apartamento, en largas noches de llovizna, o caminando por la calle hacia el centro, yo comenzaba a recordar el día en que murió Ricardo Laverde, e incluso a empecinarme con la precisión de los detalles. Me sorprendió el poco esfuerzo que me costaba evocar esas palabras dichas, esas cosas vistas o escuchadas, esos dolores sufridos y ya superados; me sorprendió también con qué presteza y dedicación nos entregamos al dañino ejercicio de la memoria, que a fin de cuentas nada trae de bueno y sólo sirve para entorpecer nuestro normal funcionamiento, igual a esas bolsas de arena que los atletas se atan alrededor de las pantorrillas para entrenar. Poco a poco me fui dando cuenta, no sin algo de pasmo, de que la muerte de ese hipopótamo daba por terminado un episodio que en mi vida había comenzado tiempo atrás, más o menos como quien vuelve a su casa para cerrar una puerta que se ha quedado abierta por descuido.

Y es así que se ha puesto en marcha este relato. No sé de qué nos sirva recordar, qué beneficios nos trae o qué posibles castigos, ni de qué manera puede cambiar lo vivido cuando lo recordamos, pero recordar bien a Ricardo Laverde se ha convertido para mí en un asunto de urgencia. He leído en alguna parte que un hombre debe contar la historia de su vida a los cuarenta años, y ese plazo perentorio se me viene encima: en el momento en que escribo estas líneas, apenas unas cuantas semanas me separan de ese aniversario ominoso. La historia de su vida. No, yo no contaré mi vida, sino apenas unos cuantos días que ocurrieron hace mucho, y lo haré además con plena conciencia de que esta historia, como se advierte en los cuentos infantiles, ya ha sucedido antes y volverá a suceder.

Que me haya tocado a mí contarla es lo de menos.

El día de su muerte, a comienzos de 1996, Ricardo Laverde había pasado la mañana caminando por las aceras estrechas de La Candelaria, en el centro de Bogotá, entre casas viejas con tejas de barro cocido y placas de mármol que reseñan para nadie momentos históricos, y a eso de la una llegó a los billares de la calle 14, dispuesto a jugar un par de chicos con los clientes habituales. No parecía nervioso ni perturbado cuando empezó a jugar: usó el mismo taco y la misma mesa de siempre, la que había más cerca de la pared del fondo, debajo del televisor encendido pero mudo. Completó tres chicos, aunque no recuerdo cuántos ganó y cuántos perdió, porque esa tarde no jugué con él, sino en la mesa de al lado. Pero recuerdo bien, en cambio, el momento en que Laverde pagó las apuestas, se despidió de los billaristas y se dirigió a la puerta esquinera. Iba pasando entre las primeras mesas, que suelen estar vacías porque el neón hace sombras raras sobre el marfil de las bolas en ese punto del local, cuando trastabilló como si hubiera tropezado con algo. Se dio la vuelta y volvió a donde estábamos nosotros; esperó con paciencia a que yo terminara la serie de seis o siete carambolas que había comenzado, e incluso aplaudió brevemente una a tres bandas; y después, mientras me veía marcar en el tablero los tantos que había conseguido, se me acercó y me preguntó si no sabía dónde le podían prestar un aparato de algún tipo para oír una grabación que acababa de recibir. Muchas veces me he preguntado después qué habría pasado si Ricardo Laverde no se hubiera dirigido a mí, sino a otro de los billaristas. Pero es una pregunta sin sentido, como tantas que nos hacemos sobre el pasado. Laverde tenía buenas razones para preferirme a mí. Nada puede cambiar ese hecho, así como nada cambia lo que sucedió después.

Lo había conocido a finales del año anterior, un par de semanas antes de Navidad. Yo estaba a punto de cumplir veintiséis años, había recibido mi diploma de abogado dos años atrás y, aunque sabía muy poco del mundo real, el mundo teórico de los estudios jurídicos no guardaba ningún secreto para mí. Después de graduarme con honores —una tesis sobre la locura como eximente de responsabilidad penal en Hamlet: todavía hoy me pregunto cómo logré que la aceptaran, ya no digamos que la distinguieran—, me había convertido en el titular más joven de la historia de mi cátedra, o eso me habían dicho mis mayores al momento de proponérmela, y estaba convencido de que ser profesor de Introducción al Derecho, enseñar los fundamentos de la carrera a generaciones de niños asustados que acaban de salir del colegio, era el único horizonte posible de mi vida. Allí, de pie sobre una tarima de madera, frente a filas y filas de muchachitos imberbes y desorientados y niñas impresionables de ojos constantemente abiertos, recibí mis primeras lecciones sobre la naturaleza del poder. De esos estudiantes primerizos me separaban apenas unos ocho años, pero entre nosotros se abría el doble abismo de la autoridad y del conocimiento, cosas que yo tenía y de las que ellos, recién llegados a la vida, carecían por completo. Me admiraban, me temían un poco, y me di cuenta de que uno podía acostumbrarse a ese temor y esa admiración, de que eran como una droga. A mis alumnos les hablaba de los espeleólogos que se quedan atrapados en una cueva y al cabo de varios días comienzan a comerse entre sí para sobrevivir: ¿les asiste o no el Derecho? Les hablaba del viejo Shylock, de la libra de carne que le quería quitar a alguien, de la astuta Portia que se las arregló para impedirlo con un tecnicismo de leguleyo: me divertía viéndolos manotear y vociferar y perderse en argumentos ridículos en su intento por encontrar, en la maraña de la anécdota, las ideas de Ley y de Justicia. Luego de esas discusiones académicas llegaba a los billares de la calle 14, lugares llenos de humo y de techos bajos donde ocurría la otra vida, la vida sin doctrinas ni jurisprudencias. Allí, entre apuestas de poco dinero y tragos de café con brandy, se terminaba mi día, a veces en compañía de uno o dos colegas, a veces con alumnas que luego de unos cuantos tragos podían acabar en mi cama. Yo vivía cerca, en un décimo piso donde el aire siempre estaba frío, donde la vista hacia la ciudad erizada de ladrillo y cemento siempre era buena, donde mi cama siempre estaba abierta para discutir en ella la concepción que tenía Cesare Beccaria de las penas, o bien un capítulo difícil de Bodenheimer, o incluso un simple cambio de nota por la vía más expedita. La vida, en esas épocas que ahora me parecen pertenecer a otro, estaba llena de posibilidades. También las posibilidades, constaté después, pertenecían a otro: se fueron extinguiendo imperceptiblemente, como la marea que se retira, hasta dejarme con lo que ahora soy.

Por esos días mi ciudad comenzaba a desprenderse de los años más violentos de su historia reciente. No hablo de la violencia de cuchilladas baratas y tiros perdidos, de cuentas que se saldan entre traficantes de poca monta, sino la que trasciende los pequeños resentimientos y las pequeñas venganzas de la gente pequeña, la violencia cuyos actores son colectivos y se escriben con mayúscula: el Estado, el Cartel, el Ejército, el Frente. Los bogotanos nos habíamos acostumbrado a ella, en parte porque sus imágenes nos llegaban con portentosa regularidad desde los noticieros y los periódicos; ese día, las imágenes del más reciente atentado habían empezado a entrar, en forma de boletín de última hora, por la pantalla del televisor. Primero vimos al periodista que presentaba la noticia desde la puerta de la clínica del Country, después vimos una imagen del Mercedes acribillado —a través de la ventana destrozada se veía el asiento trasero, los restos de cristales, los brochazos de sangre seca—, y al final, cuando ya los movimientos habían cesado en todas las mesas y se había hecho el silencio y alguien había pedido a gritos que le subieran el volumen al aparato, vimos, encima de las fechas de su nacimiento y de su muerte todavía fresca, la cara en blanco y negro de la víctima. Era el político conservador Álvaro Gómez, hijo de uno de los presidentes más controvertidos del siglo y él mismo candidato a la presidencia más de una vez. Nadie preguntó por qué lo habrían matado, ni quién, porque esas preguntas habían dejado de tener sentido en mi ciudad, o se hacían de manera retórica, sin esperar respuesta, como única manera de reaccionar ante la nueva cachetada. No lo pensé en ese momento, pero esos crímenes (magnicidios, los llamaba la prensa: yo aprendí muy pronto el significado de la palabrita) habían vertebrado mi vida o la puntuaban como las visitas impredecibles de un pariente lejano. Yo tenía catorce años esa tarde de 1984 en que Pablo Escobar mató o mandó matar a su perseguidor más ilustre, el ministro de Justicia Rodrigo Lara Bonilla (dos sicarios en moto, una curva de la calle 127). Tenía dieciséis cuando Escobar mató o mandó matar a Guillermo Cano, director de El Espectador (a pocos metros de las instalaciones del periódico, el asesino le metió ocho tiros en el pecho). Tenía diecinueve y ya era un adulto, aunque no había votado todavía, cuando murió Luis Carlos Galán, candidato a la presidencia del país, cuyo asesinato fue distinto o es distinto en nuestro imaginario porque se vio en televisión: la manifestación que vitoreaba a Galán, luego las ráfagas de metralleta, luego el cuerpo desplomándose sobre la tarima de madera, cayendo sin ruido o su ruido oculto por el bullicio del tumulto y por los primeros gritos. Y poco después fue lo del avión de Avianca, un Boeing 727-21 que Escobar hizo estallar en el aire —en algún lugar del aire que hay entre Bogotá y Cali— para matar a un político que ni siquiera estaba en él.

De manera que todos los billaristas lamentamos el crimen con la resignación que ya era una suerte de idiosincrasia nacional, el legado que nos dejaba nuestro tiempo, y luego volvimos a nuestros chicos respectivos. Todos, digo, menos uno cuya atención se había quedado fija en la pantalla, donde las imágenes habían pasado a la siguiente noticia y ahora presentaban una escena de abandono: una plaza de toros invadida por la maleza hasta las banderas (o el espacio donde las banderas hubieran existido), un cobertizo donde se oxidaban varios carros antiguos, un gigantesco tiranosaurio cuyo cuerpo se caía a pedazos y revelaba una compleja estructura metálica, triste y desnuda como un viejo maniquí de mujer. Era la Hacienda Nápoles, el territorio mitológico de Pablo Escobar, que en otros años había sido el cuartel general de su imperio y había quedado abandonada a su suerte desde la muerte del capo en 1993. La noticia hablaba de ese abandono: de las propiedades incautadas a los narcos, de los millones de dólares desperdiciados por las autoridades que no sabían cómo disponer de esas propiedades, de todo lo que hubiera podido hacerse y no se había hecho con aquellos patrimonios de fábula. Y fue entonces cuando uno de los jugadores de la mesa más cercana al televisor, que hasta el momento no se había hecho notar de ninguna otra manera, habló como si hablara para sí mismo, pero lo hizo en voz alta y espontánea, como los que, a fuerza de vivir en soledad, han olvidado la posibilidad misma de ser oídos.

«A ver qué van a hacer con los animales», dijo. «Los pobres se están muriendo de hambre y a nadie le importa».

Alguien preguntó a qué animales se refería. El hombre sólo dijo: «Qué culpa tienen ellos de nada».

Éstas fueron las primeras palabras que le oí decir a Ricardo Laverde. No dijo nada más: no dijo, por ejemplo, a qué animales se refería, ni cómo sabía que se estaban muriendo de hambre. Pero nadie se lo preguntó, porque todos allí teníamos edad suficiente para haber conocido los mejores años de la Hacienda Nápoles. El zoológico era un lugar de leyenda que, bajo el aspecto de la mera excentricidad de un narco millonario, prometía a los visitantes un espectáculo que no pertenecía a estas latitudes. Yo lo había visitado a los doce años, durante las vacaciones de diciembre; lo había visitado, por supuesto, a escondidas de mis padres: la sola idea de que su hijo pusiera un pie en la propiedad de un reconocido mafioso les hubiera parecido escandalosa, ya no digamos la perspectiva de divertirse haciéndolo. Pero yo no podía dejar de ver lo que estaba en boca de todos. Acepté la invitación que me hacían los padres de un amigo; un fin de semana madrugamos para recorrer las seis horas de carretera que había entre Bogotá y Puerto Triunfo; y una vez en la hacienda, tras pasar por debajo del portón de piedra (el nombre de la propiedad se leía en gruesas letras azules), dejamos que se nos fuera la tarde entre tigres de Bengala y guacamayas de la Amazonía, caballos pigmeos y mariposas del tamaño de una mano y hasta un par de rinocerontes indios que, según nos explicó un muchacho de acento paisa y chaleco camuflado, acababan de llegar por esos días. Y luego estaban los hipopótamos, por supuesto, ninguno de los cuales había huido todavía en esos tiempos de gloria. Así que yo sabía bien a qué animales se refería aquel hombre; no sabía, en cambio, que esas pocas palabras me lo traerían a la memoria casi catorce años más tarde. Pero todo eso lo he pensado después, como es evidente: aquel día, en los billares, Ricardo Laverde fue sólo uno más de tantos que en mi país habían seguido con pasmo el auge y caída de uno de los colombianos más notorios de todos los tiempos, y no le presté demasiada atención.

Lo que recuerdo de ese día, eso sí, es que no me pareció intimidante: era tan delgado que su estatura engañaba, y había que verlo de pie junto a un taco de billar para percatarse de que apenas si llegaba al metro setenta; su escaso pelo del color de los ratones y su piel reseca y sus uñas largas y siempre sucias daban una imagen de enfermedad o dejadez, la dejadez de un terreno baldío. Acababa de cumplir los cuarenta y ocho, pero parecía mucho más viejo. Hablaba con esfuerzo, como si le faltara el aire; su pulso era tan flojo que la punta azul de su taco temblaba siempre frente a la bola, y era casi milagroso que no se descachara más a menudo. Todo en él parecía cansado. Una tarde, después de que Laverde se hubiera ido, alguno de sus compañeros de juego (un hombre de su misma edad pero que se movía mejor, que respiraba mejor, que sin duda está vivo todavía y quizás incluso esté leyendo estas memorias) me reveló la razón sin que yo le hubiera preguntado nada.

«Es por la cárcel», me dijo, enseñándome al hablar un destello breve de diente de oro. «La cárcel cansa a la gente».

«¿Estuvo preso?».

«Acaba de salir. Estuvo como veinte años, eso es lo que dicen».

«¿Y qué hizo?».

«Ah, eso sí no sé», dijo aquel hombre. «Pero algo habrá hecho, ¿no? A nadie le clavan tanto tiempo por nada».

Le creí, por supuesto, porque nada me permitía pensar que había una verdad alterna, porque no había ninguna razón en ese momento para cuestionar la primera versión inocente y desprevenida que alguien me diera de la vida de Ricardo Laverde. Pensé que nunca había conocido a un exconvicto —la expresión exconvicto, notará cualquiera, es la mejor prueba de ello—, y mi interés por Laverde creció, o creció mi curiosidad. Una larga condena impresiona siempre a un joven como lo era yo entonces. Calculé que yo apenas caminaba cuando Laverde entró a la cárcel, y nadie puede ser invulnerable a la idea de haber crecido y haberse educado y haber descubierto el sexo y tal vez la muerte (la de una mascota y luego la de un abuelo, por ejemplo), y haber tenido amantes y sufrido rupturas dolorosas y conocido el poder de decidir, la satisfacción o el arrepentimiento por las decisiones, el poder de hacer daño y la satisfacción o la culpa por hacerlo, y todo mientras que un hombre vive esa vida sin descubrimientos ni aprendizajes que es una condena de semejante magnitud. Una vida no vivida, una vida que se le escurre a uno entre los dedos, una vida propia y sufrida por uno pero al mismo tiempo de propiedad ajena, propiedad de los que no la sufren.

Y casi sin darme cuenta nos fuimos acercando. Ocurrió primero casualmente: yo aplaudía una de sus carambolas, por ejemplo —al hombre se le daban bien las bandas previas—, y luego lo invitaba a jugar en mi mesa o pedía permiso para jugar en la suya. Él me aceptó a regañadientes, como recibe un iniciado a un aprendiz, a pesar de que mi juego era superior y junto a mí Laverde pudo, por fin, dejar de perder. Pero entonces descubrí que perder no le importaba demasiado: el dinero que ponía sobre el paño color esmeralda al final de los chicos, esos dos o tres billetes oscuros y arrugados, formaba parte de sus gastos rutinarios, un pasivo previamente aceptado de su economía. El billar no era para él un pasatiempo, ni siquiera una competencia, sino la única forma que Laverde tenía en ese momento de estar en sociedad: el ruido de las bolas al chocar, de las cuentas de madera en los cables, de las tizas azules al frotarse sobre las puntas de cuero viejo, todo eso constituía su vida pública. Fuera de esos corredores, sin un taco de billar en la mano, Laverde era incapaz de tener una conversación corriente, ya no digamos una relación. «A veces creo», me dijo la única vez que hablamos con alguna seriedad, «que nunca he mirado a nadie a los ojos». Era una exageración, por supuesto, pero no estoy seguro de que el hombre exagerara a propósito. Después de todo, no me estaba mirando a los ojos cuando me dijo esas palabras.

Ahora que tantos años han pasado, ahora que recuerdo desde la comprensión que entonces no tenía, pienso en esa conversación y me parece inverosímil que su importancia no me haya saltado a la cara. (Y me digo al mismo tiempo que somos pésimos jueces del momento presente, tal vez porque el presente no existe en realidad: todo es recuerdo, esta frase que acabo de escribir ya es recuerdo, es recuerdo esta palabra que usted, lector, acaba de leer). El año estaba terminando; era época de exámenes y las clases se habían suspendido; la rutina de los billares se había instalado en mis días, y de alguna manera les daba forma y propósito. «Ah», me decía Ricardo Laverde cada vez que me veía llegar. «Me coge de milagro, Yammara, ya me iba a ir». Algo en nuestros encuentros estaba cambiando: lo supe la tarde en que Laverde no se despidió de mí como hacía siempre, desde el otro lado de la mesa, llevándose una mano a la frente igual que un soldado y dejándome con el taco en la mano, sino que me esperó, me vio pagar las bebidas de ambos —cuatro cafés con brandy y una cocacola al final— y salió del local caminando a mi lado. Caminó junto a mí hasta la esquina de la plazoleta del Rosario, entre olores de tubos de escape y arepas fritas y alcantarillas abiertas; entonces, allí donde una rampa desciende hasta la boca oscura de un parqueadero subterráneo, me dio una palmada en el hombro, un frágil golpecito con su mano frágil, más parecido a una caricia que a una despedida, y me dijo:

«Bueno, mañana nos vemos. Tengo que hacer una diligencia».

Lo vi sortear los corrillos de esmeralderos y meterse por el callejón peatonal que lleva a la carrera Séptima, luego doblar la esquina, y entonces ya no lo vi más. Las calles comenzaban a adornarse con luces navideñas: guirnaldas nórdicas y bastones de dulce, palabras en inglés, siluetas de copos de nieve en esta ciudad donde nunca ha nevado y donde diciembre, en particular, es la época de más sol. Pero de día las luces apagadas no adornaban: obstruían la mirada, ensuciaban, contaminaban. Los cables, suspendidos por encima de nuestras cabezas, cruzando la calzada de un lado al otro, eran como puentes colgantes, y en la plaza de Bolívar se encaramaban como plantas trepadoras a los postes, a las columnas jónicas del capitolio, a las paredes de la catedral. Las palomas, eso sí, tenían más cables donde descansar, y los vendedores de maíz no daban abasto para atender a los turistas, ni daban abasto los fotógrafos callejeros: hombres viejos de ruana y sombrero de fieltro que capturaban a sus clientes como se arría una vaca y luego, al momento de la foto, se cubrían con una manta negra, no porque se lo exigiera su aparato, sino porque eso era lo que los clientes esperaban. También estos fotógrafos eran sobrevivientes de otros tiempos, cuando no todo el mundo podía producir su propio retrato y la idea de comprar en la calle una foto que le han tomado a uno (muchas veces sin que uno se dé cuenta) no era completamente absurda. Todo bogotano de una cierta edad tiene una foto de calle, la mayoría tomadas en la Séptima, antigua calle Real del Comercio, reina de todas las calles bogotanas; mi generación creció mirando esas fotos en los álbumes familiares, esos hombres de traje de tres piezas, esas mujeres de guantes y paraguas, gente de otra época en que Bogotá era más fría y más lluviosa y más doméstica, pero no menos ardua. Yo tengo entre mis papeles la foto que mi abuelo compró en los cincuenta y la que mi padre compró unos quince años después. No tengo, en cambio, la que Ricardo Laverde compró esa tarde, aunque la imagen persiste con tanta claridad en mi memoria que podría dibujarla con todas sus líneas si tuviera algún talento para el dibujo. Pero no lo tengo. Ése es uno de los talentos que no tengo.

Así que ésta era la diligencia que Laverde tenía que hacer. Después de dejarme caminó hasta la plaza de Bolívar y se hizo tomar uno de esos retratos deliberadamente anacrónicos, y al día siguiente llegó a los billares con el resultado en la mano: un papel de tonos sepia, firmado por el fotógrafo, en el cual aparecía un hombre menos triste o taciturno que de costumbre, un hombre del cual hubiera podido decirse, si la evidencia de los últimos meses no convirtiera la apreciación en una osadía, que se sentía contento. La mesa todavía estaba cubierta por el forro de plástico negro, y sobre el forro Laverde puso la imagen, su propia imagen, y la miró fascinado: aparecía bien peinado, sin una arruga en el vestido, con la mano derecha extendida y dos palomas picoteando en su palma; más atrás se adivinaba la mirada de una pareja de curiosos, ambos con morral y sandalias, y al fondo, muy al fondo, al lado de un carrito de maíz agrandado por la perspectiva, el Palacio de Justicia.

«Está muy bien», le dije. «¿Se la sacó ayer?».

«Sí, ayer mismo», dijo él, y sin más me explicó: «Es que viene mi esposa».

No me dijo la foto es un regalo. No aclaró por qué ese regalo tan curioso interesaría a su esposa. No se refirió a sus años en la cárcel, aunque para mí era evidente que esa circunstancia planeaba sobre toda la situación, un buitre sobre un perro moribundo. Ricardo Laverde, en todo caso, actuaba como si nadie en el billar supiera de su pasado; sentí en el instante que esa ficción conservaba para nosotros un delicado equilibrio, y preferí mantenerla.

«¿Cómo así que viene?», pregunté. «¿Viene de dónde?».

«Ella es de Estados Unidos, la familia vive allá. Mi esposa está, bueno, digamos que está de visita». Y luego: «¿Está bien la foto? ¿Le parece buena?».

«Me parece muy buena», le dije con algo de involuntaria condescendencia.

«Sale muy elegante, Ricardo».

«Muy elegante», dijo él.

«Así que está casado con una gringa», dije.

«Imagínese».

«¿Y viene para Navidad?».

«Pues ojalá», dijo Laverde. «Ojalá que sí».

«¿Por qué ojalá, no es seguro?».

«Bueno, tengo que convencerla primero. Es cuento largo, no me pida que le explique».

Laverde quitó el forro negro de la mesa, no de un tirón, como hacían otros billaristas, sino doblándolo por partes, con meticulosidad, casi con afecto, como se dobla una bandera en un funeral de Estado. Se agachó sobre la mesa, volvió a erguirse, buscó el mejor ángulo, pero después de todo el ceremonial acabó tacando con la bola equivocada. «Mierda», dijo. «Perdón». Se acercó al tablero, preguntó cuántas carambolas había hecho, las marcó con la punta del taco (y rozó sin quererlo la pared blanca, dejando un lunar azul y oblongo junto a otros lunares azules acumulados a través del tiempo). «Perdón», volvió a decir. Su cabeza, de repente, estaba en otra parte: sus movimientos, su mirada fija en las bolas de marfil que lentamente asumían sus nuevas posiciones sobre el paño, eran los de alguien que se ha ido, una especie de fantasma. Empecé a considerar la posibilidad de que Laverde y su esposa estuvieran divorciados, y entonces me llegó, como una epifanía, otra posibilidad más dura y por eso más interesante: su esposa no sabía que Laverde había salido de la cárcel. En un breve segundo, entre carambola y carambola, imaginé a un hombre que sale de una cárcel bogotana —la escena en mi imaginación tenía lugar en la Distrital, la última que había conocido como estudiante de Criminología— y que mantiene su salida en secreto para sorprender a alguien, una especie de Wakefield al revés, interesado en ver en la cara de su único familiar la expresión de amor sorprendido que todos hemos querido ver, o incluso hemos provocado con elaborados ardides, alguna vez en la vida.

Fuente:

Vásquez, Juan Gabriel. El ruido de las cosas al caer. Alfaguara, Bogotá, 2011.