Club de Lectura

Yo leo

El nombre de la rosa

Coordina: Simón Tamayo
—16 de agosto de 2022—

Portada del libro «El nombre de la rosa» de Umberto Eco

* * *

La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.

———

Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit, institución donde actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo. Está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.

Mayores informes:

stamayo@eafit.edu.co

Instagram.com/yoleo__

* * *

Logo «Yo leo»

El nombre de la rosa

Umberto Eco
~ 1980 ~

Firma de Umberto Eco

En una prestigiosa abadía del siglo xiv se lleva a cabo una investigación que pretende encontrar al culpable de una serie de asesinatos desconcertantes. Este es el marco de una novela histórica que da tristeza terminar de leer, pues es memorable. La forma en la que Umberto Eco desarrolla el contexto de los sucesos para describir los hilos del poder, la corrupción y el acceso al conocimiento en el medioevo es superior a muchos otros textos. Además, con el pasar de las páginas se incrementa la tensión por el misterio de la abadía, en la que monjes oscuros y deformes representan la decadencia moral y el fanatismo de la época. Eran los guardianes de las bibliotecas, centros invaluables del saber, al mantenerlas alejadas del resto de la población. Recomiendo muchísimo este relato, porque rara vez uno coincide con un libro que al final te hace dar un suspiro.

Simón Tamayo

* * *

Umberto Eco

Umberto Eco

Umberto Eco (1932-2016) fue un semiólogo, filósofo y escritor italiano. Se doctoró en Filosofía en la Universidad de Turín con la tesis El problema estético en Santo Tomás, y desde 1971 ejerció su labor docente en la Universidad de Bolonia, donde ostentó la cátedra de Semiótica. Fue autor de numerosos ensayos y columnas de opinión, así como de las novelas El nombre de la rosa, El péndulo de Foucault, La isla del día de antes, Baudolino, La misteriosa llama de la reina Loana, El cementerio de Praga y Número cero.

* * *

Próximas lecturas del Grupo de Lectura «Yo leo» - Septiembre - Octubre de 2022

* * *

El nombre de la rosa

~ Primer día ~

TERCIA

Donde Guillermo mantiene una
instructiva conversación con el Abad.

El cillerero era un hombre grueso y de aspecto vulgar pero jovial, canoso pero todavía robusto, pequeño pero ágil. Nos condujo a nuestras celdas en la casa de los peregrinos. Mejor dicho, nos condujo a la celda asignada a mi maestro, y me prometió que para el día siguiente desocuparían otra para mí, pues, aunque novicio, también era yo huésped de la abadía, y, por tanto, debía tratárseme con todos los honores. Aquella noche podía dormir en un nicho largo y ancho, situado en la pared de la celda, donde había dispuesto que colocaran buena paja fresca. Así se hacía a veces, añadió, cuando algún señor deseaba que su criado velara mientras él dormía.

Después los monjes nos trajeron vino, queso, aceitunas y buena uva, y se retiraron para que pudiéramos comer y beber. Lo hicimos con gran deleite. Mi maestro no tenía los hábitos austeros de los benedictinos, y no le gustaba comer en silencio. Por lo demás, siempre hablaba de cosas tan buenas y sabias que era como si un monje leyese la vida de los santos.

Aquel día no pude contenerme y volví a preguntarle sobre la historia del caballo.

—Sin embargo –dije–, cuando leísteis las huellas en la nieve y en las ramas aún no conocíais a Brunello. En cierto modo esas huellas nos hablaban de todos los caballos, o al menos de todos los caballos de aquella especie. ¿No deberíamos decir, entonces, que el libro de la naturaleza nos habla sólo por esencias, como enseñan muchos teólogos insignes?

—No exactamente, querido Adso –respondió el maestro–. Sin duda, aquel tipo de impronta me hablaba, si quieres, del caballo como verbum mentis, [1] y me hubiese hablado de él en cualquier sitio donde la encontrara. Pero la impronta en aquel lugar y en aquel momento del día me decía que al menos uno de todos los caballos posibles había pasado por allí. De modo que me encontraba a mitad de camino entre la aprehensión del concepto de caballo y el conocimiento de un caballo individual. Y, de todas maneras, lo que conocía del caballo universal procedía de la huella, que era singular. Podría decir que en aquel momento estaba preso entre la singularidad de la huella y mi ignorancia, que adoptaba la forma bastante diáfana de una idea universal. Si ves algo de lejos, sin comprender de qué se trata, te contentarás con definirlo como un cuerpo extenso. Cuando estés un poco más cerca, lo definirás como un animal, aunque todavía no sepas si se trata de un caballo o de un asno. Si te sigues acercando, podrás decir que es un caballo, aunque aún no sepas si se trata de Brunello o de Favello. Por último, sólo cuando estés a la distancia adecuada verás que es Brunello (o bien, ese caballo y no otro, cualquiera que sea el nombre que quieras darle). Este será el conocimiento pleno, la intuición de lo singular. Así, hace una hora, yo estaba dispuesto a pensar en todos los caballos, pero no por la vastedad de mi intelecto, sino por la estrechez de mi intuición. Y el hambre de mi intelecto sólo pudo saciarse cuando vi al caballo individual que los monjes llevaban por el freno. Sólo entonces supe realmente que mi razonamiento previo me había llevado cerca de la verdad. De modo que las ideas, que antes había utilizado para imaginar un caballo que aún no había visto, eran puros signos, como eran signos de la idea de caballo las huellas sobre la nieve: cuando no poseemos las cosas, usamos signos y signos de signos.

Ya otras veces le había escuchado hablar con mucho escepticismo de las ideas universales y con gran respeto de las cosas individuales, e incluso, más tarde, llegué a pensar que aquella inclinación podía deberse tanto al hecho de que era británico como al de que era franciscano. Pero aquel día no me sentía con fuerzas para afrontar disputas teológicas. De modo que me acurruqué en el espacio que me habían concedido, me envolví en una manta y caí en un sueño profundo.

Cualquiera que entrase hubiera podido confundirme con un bulto. Sin duda, así lo hizo el Abad cuando, hacia la hora tercia, vino a visitar a Guillermo. De esa forma pude escuchar sin ser observado su primera conversación. Y sin malicia, porque presentarme de golpe al visitante hubiese sido más descortés que ocultarme, como hice, con humildad.

Así pues, llegó Abbone. Pidió disculpas por la intrusión, renovó su bienvenida y dijo que debía hablar a Guillermo, en privado, de cosas bastante graves.

Empezó felicitándole por la habilidad con que se había conducido en la historia del caballo, y le preguntó cómo había podido hablar con tanta seguridad de un animal que no había visto jamás. Guillermo le explicó someramente y con cierta indiferencia el razonamiento que había seguido, y el Abad celebró mucho su agudeza. Dijo que no hubiera esperado menos en un hombre de cuya gran sagacidad ya había oído hablar. Le dijo que había recibido una carta del Abad de Farfa, donde éste no sólo mencionaba la misión que el emperador había confiado a Guillermo (de la que ya hablarían en los próximos días), sino también la circunstancia de que mi maestro había sido inquisidor en Inglaterra y en Italia, destacándose en varios procesos por su perspicacia, no reñida con una gran humanidad.

—Ha sido un gran placer –añadió el Abad– enterarme de que en muchos casos habéis considerado que el acusado era inocente. Creo, y nunca tanto como en estos días tristísimos, en la presencia constante del maligno en las cosas humanas –y miró alrededor, con un gesto casi imperceptible, como si el enemigo estuviese entre aquellas paredes–, pero también creo que muchas veces el maligno obra a través de causas segundas. Y sé que puede impulsar a sus víctimas a hacer el mal de manera tal que la culpa recaiga sobre un justo, gozándose de que el justo sea quemado en lugar de su súcubo. A menudo los inquisidores, para demostrar su esmero, arrancan a cualquier precio una confesión al acusado, porque piensan que sólo es buen inquisidor el que concluye el proceso encontrando un chivo expiatorio…

—También un inquisidor puede obrar instigado por el diablo –dijo Guillermo.

—Es posible –admitió el Abad con mucha cautela–, porque los designios del Altísimo son inescrutables, pero no seré yo quien arroje sombras de sospecha sobre tantos hombres beneméritos. Al contrario, hoy recurro a vos en vuestro carácter de tal. En esta abadía ha sucedido algo que requiere la atención y el consejo de un hombre agudo y prudente como vos. Agudo para descubrir y prudente para (llegado el caso) cubrir. En efecto, a menudo es indispensable probar la culpa de hombres a quienes cabría atribuir una gran santidad, pero conviene hacerlo de modo que pueda eliminarse la causa del mal sin que el culpable quede expuesto al desprecio de los demás. Si un pastor falla, hay que separarlo de los otros pastores, pero, ¡ay si las ovejas empezaran a desconfiar de los pastores!

—Comprendo –dijo Guillermo. Yo ya había tenido ocasión de observar que, cuando se expresaba con tanta solicitud y cortesía, muchas veces estaba ocultando, en forma honesta, su desacuerdo o su perplejidad.

—Por eso –prosiguió el Abad–, considero que los casos que involucran el fallo de un pastor pueden confiarse únicamente a hombres como vos, que no sólo saben distinguir entre el bien y el mal, sino también entre lo que es oportuno y lo que no lo es. Me agrada saber que sólo habéis condenado cuando…

—… los acusados eran culpables de actos delictivos, de envenenamientos, de corrupción de niños inocentes y de otras abominaciones que mi boca no se atreve a nombrar…

—… que sólo habéis condenado cuando –prosiguió el Abad sin tomar en cuenta la interrupción– la presencia del demonio era tan evidente para todos que era imposible obrar de otro modo sin que la indulgencia resultase más escandalosa que el propio delito.

—Cuando declaré culpable a alguien –aclaró Guillermo– era porque éste había cometido realmente crímenes tan graves que podía entregarlo al brazo secular sin remordimientos.

El Abad tuvo un momento de duda:

—¿Por qué –preguntó– insistís en hablar de actos delictivos sin pronunciaros sobre su causa diabólica?

—Porque razonar sobre las causas y los efectos es algo bastante difícil, y creo que sólo Dios puede hacer juicios de ese tipo. A nosotros nos cuesta ya tanto establecer una relación entre un efecto tan evidente como un árbol quemado y el rayo que lo ha incendiado, que remontar unas cadenas a veces larguísimas de causas y efectos me parece tan insensato como tratar de construir una torre que llegue hasta el cielo.

—El doctor de Aquino –sugirió el Abad– no ha temido demostrar mediante la fuerza de su sola razón la existencia del Altísimo, remontándose de causa en causa hasta la causa primera, no causada.

—¿Quién soy yo –dijo Guillermo con humildad– para oponerme al doctor de Aquino? Además su prueba de la existencia de Dios cuenta con el apoyo de muchos otros testimonios que refuerzan la validez de sus vías. Dios habla en el interior de nuestra alma, como ya sabía Agustín, y vos, Abbone, habríais cantado alabanzas al Señor y a su presencia evidente aunque Tomás no hubiera… –se detuvo, y añadió–: Supongo.

—¡Oh, sin duda! –se apresuró a confirmar el Abad, y de este modo tan elegante cortó mi maestro una discusión escolástica que, evidentemente, no le agradaba demasiado.

—Volvamos a los procesos –prosiguió mi maestro–. Supongamos que un hombre ha muerto envenenado. Esto es un dato empírico. Dados ciertos signos inequívocos, puedo imaginar que el autor del envenenamiento ha sido otro hombre. Pero, ¿cómo puedo complicar la cadena imaginando que ese acto malvado tiene otra causa, ya no humana sino diabólica? No afirmo que sea imposible, pues también el diablo deja signos de su paso, como vuestro caballo Brunello. Pero, ¿por qué debo buscar esas pruebas? ¿Acaso no basta con que sepa que el culpable es ese hombre y lo entregue al brazo secular? De todos modos, su pena sería la muerte, que Dios lo perdone.

—Sin embargo, en un proceso celebrado en Kilkenny hace tres años, donde algunas personas fueron acusadas de cometer delitos infames, vos no negasteis la intervención diabólica, una vez descubiertos los culpables.

—Pero tampoco lo afirmé en forma clara. De todos modos, es cierto que no lo negué. ¿Quién soy yo para emitir juicios sobre las maquinaciones del maligno? Sobre todo –añadió, y parecía interesado en dejar claro ese punto– cuando los que habían iniciado el proceso, el obispo, los magistrados de la ciudad, el pueblo todo, y quizá incluso los acusados, deseaban realmente descubrir la presencia del demonio. Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia…

—Por tanto –dijo el Abad con tono preocupado–, ¿me estáis diciendo que en muchos procesos el diablo no sólo actúa en el culpable sino quizá también en los jueces?

—¿Acaso podría afirmar algo semejante? –preguntó Guillermo, y comprendí que había formulado la pregunta de modo que el Abad no pudiese afirmar que sí podía, y aprovechó el silencio de Abbone para desviar el curso de la conversación–. Pero en el fondo se trata de cosas lejanas… He abandonado aquella noble actividad y si lo he hecho así es porque el Señor así ha querido…

—Sin duda –admitió el Abad.

—… Y ahora –prosiguió Guillermo– me ocupo de otras cuestiones delicadas. Y me gustaría ocuparme de la que os aflige, si me la quisierais exponer.

Me pareció que el Abad se alegraba de poder acabar aquella conversación y volver a su problema. Inició pues, escogiendo con mucha prudencia las palabras y recurriendo a largas perífrasis, el relato de un acontecimiento singular que se había producido pocos días atrás, y que había turbado sobremanera a los monjes. Dijo que se lo contaba a Guillermo porque, sabiendo que era un gran conocedor tanto del alma humana como de las maquinaciones del maligno, esperaba que pudiese dedicar una parte de su preciosísimo tiempo al esclarecimiento de tan doloroso enigma. El hecho era que Adelmo da Otranto, monje aún joven pero ya famoso maestro en el arte de la miniatura, que estaba adornando los manuscritos de la biblioteca con imágenes bellísimas, había sido hallado una mañana por un cabrero en el fondo del barranco situado al pie del torreón este del Edificio. Los otros monjes lo habían visto en el coro durante completas, pero no había asistido a maitines, de modo que su caída se había producido, probablemente, durante las horas más oscuras de la noche. Una noche de recia ventisca en la que los copos de nieve, cortantes como cuchillos y casi tan duros como granizo, caían impelidos por un austro de soplo impetuoso. Ablandado por esa nieve que primero se había fundido y después se había congelado formando duras láminas de hielo, el cuerpo había sido descubierto al pie del despeñadero, desgarrado por las rocas contra las que se había golpeado. Pobre y frágil cosa mortal, que Dios se apiadara de él. Como en su caída había rebotado muchas veces, no era fácil decir desde donde exactamente se había precipitado. Aunque, sin duda, debía de haber sido por una de las ventanas de los tres órdenes existentes en los tres lados del torreón que daban al abismo.

—¿Dónde habéis enterrado el pobre cuerpo? –preguntó Guillermo.

—En el cementerio, naturalmente –respondió el Abad–. Quizá lo hayáis observado por vos mismo; se extiende entre el costado septentrional de la iglesia, el Edificio y el huerto.

—Ya veo –dijo Guillermo–, y veo que vuestro problema es el siguiente. Si el infeliz se hubiese, Dios no lo quiera, suicidado (porque no cabía pensar en una caída accidental), al día siguiente hubierais encontrado abierta una de aquellas ventanas, pero las encontrasteis todas cerradas y tampoco hallasteis rastros de agua al pie de ninguna de ellas.

Ya he dicho que el Abad era un hombre muy circunspecto y diplomático, pero en aquella ocasión no pudo contener un gesto de sorpresa, que borró toda huella del decoro que, según Aristóteles, conviene a la persona grave y magnánima:

—¿Quién os lo ha dicho?

—Vos me lo habéis dicho. Si la ventana hubiera estado abierta, en seguida hubieseis pensado que se había arrojado por ella. Por lo que he podido apreciar desde fuera, se trata de grandes ventanas de vidrieras opacas, y ese tipo de ventanas, en edificios de estas dimensiones, no suelen estar situadas a la altura de una persona. Por tanto, si hubiese estado abierta, como hay que descartar la posibilidad de que el infeliz se asomara a ella y perdiese el equilibrio, sólo quedaba la hipótesis del suicidio. En cuyo caso, no lo habríais dejado enterrar en tierra consagrada. Pero, como lo habéis enterrado cristianamente, las ventanas debían de estar cerradas. Y si estaban cerradas, y como ni siquiera en los procesos por brujería me he topado con un muerto impenitente a quien Dios o el diablo hayan permitido remontar el abismo para borrar las huellas de su crimen, es evidente que el supuesto suicida fue empujado, ya por una mano humana, ya por una fuerza diabólica. Y vos os preguntáis quién puede haberlo, no digo empujado hacia el abismo, sino alzado sin querer hasta el alfeizar, y os perturba la idea de que una fuerza maléfica, natural o sobrenatural, ronde en estos momentos por la abadía.

—Así es… –dijo el Abad, y no estaba claro si con ello confirmaba las palabras de Guillermo o descubría la justeza del razonamiento que este último acababa de exponer con tanta perfección–. Pero, ¿cómo sabéis que no había agua al pie de ninguna ventana?

—Porque me habéis dicho que soplaba el austro, y el agua no podía caer contra unas ventanas que dan a oriente.

—Lo que me habían dicho de vuestras virtudes no era suficiente –dijo el Abad–. Tenéis razón, no había agua, y ahora sé por qué. Las cosas sucedieron como vos decís. Comprended ahora mi angustia. Ya habría sido grave que uno de mis monjes se hubiera manchado con el abominable pecado del suicidio. Pero tengo razones para pensar que otro se ha manchado con un pecado no menos terrible. Y si sólo fuera eso…

—Ante todo, ¿por qué uno de los monjes? En la abadía hay muchas otras personas, mozos de cuadra, cabreros, servidores…

—Sí, la abadía es pequeña pero rica –admitió con cierto orgullo el Abad–. Ciento cincuenta servidores para sesenta monjes. Sin embargo, todo sucedió en el Edificio. Quizá ya sepáis que, si bien la planta baja alberga las cocinas y el refectorio, los dos pisos superiores están reservados al scriptorium y a la biblioteca. Después de la cena, el Edificio se cierra y una regla muy estricta prohíbe la entrada de toda persona –y en seguida, adivinando la pregunta de Guillermo, añadió, aunque, como podía advertirse, de mal grado–, incluidos los monjes, claro, pero…

—¿Pero?

—Pero descarto totalmente, sí, totalmente, que un servidor haya tenido el valor de penetrar allí durante la noche. –Por sus ojos pasó una especie de sonrisa desafiante, rápida como el relámpago o como una estrella fugaz–. Digamos que les daría miedo, porque, ya sabéis…, a veces las órdenes que se imparten a los simples llevan el refuerzo de alguna amenaza, por ejemplo, el presagio de que algo terrible, y de origen sobrenatural, castigaría cualquier desobediencia. Un monje, en cambio…

—Comprendo.

—Además un monje podría tener otras razones para aventurarse en un sitio prohibido, quiero decir razones… ¿cómo diría?, razonables, si bien contrarias a la regla…

Guillermo advirtió la turbación del Abad, e hizo una pregunta con el propósito, quizá, de desviarse del tema, pero el efecto fue una turbación no menos intensa.

—Cuando hablasteis de un posible homicidio, dijisteis «y si sólo fuera eso». ¿En qué estabais pensando?

—¿Dije eso? Bueno, no se mata sin alguna razón, aunque ésta sea perversa. Me estremece pensar en la perversidad de las razones que pueden haber impulsado a un monje a matar a un compañero. Eso quería decir.

—¿Nada más?

—Nada más que pueda deciros.

—¿Queréis decir que no hay nada más que vos estéis autorizado a decirme?

—Por favor, fray Guillermo, hermano Guillermo –y el Abad recalcó tanto lo de fray como lo de hermano.

Guillermo se cubrió de rubor y comentó:

Eris sacerdos in aeternum. [2]

—Gracias –dijo el Abad.

¡Oh, Dios mío, qué misterio terrible rozaron entonces mis imprudentes superiores, movido uno por la angustia y el otro por la curiosidad! Porque, como novicio que se iniciaba en los misterios del santo sacerdocio de Dios, también yo, humilde muchacho, comprendí que el Abad sabía algo, pero que se trataba de un secreto de confesión. Alguien debía de haberle mencionado algún detalle pecaminoso que podía estar en relación con el trágico fin de Adelmo. Quizá por eso pedía a Guillermo que descubriera un secreto que por su parte ya creía conocer, pero que no podía comunicar a nadie, con la esperanza de que mi maestro esclareciese con las fuerzas del intelecto lo que él debía rodear de sombra movido por la sublime fuerza de la caridad.

—Bueno –dijo entonces Guillermo–, ¿podré hacer preguntas a los monjes?

—Podréis.

—¿Podré moverme libremente por la abadía?

—Os autorizo a hacerlo.

—¿Me encomendaréis coram monachis [3] esta misión?

—Esta misma noche.

—Sin embargo, empezaré hoy, antes de que los monjes sepan que me habéis confiado esta investigación. Además, una de las razones de peso que yo tenía para venir aquí era el gran deseo de conocer vuestra biblioteca, famosa en todas las abadías de la cristiandad.

El Abad casi dio un respingo y su rostro se puso repentinamente tenso.

—He dicho que podréis moveros por toda la abadía. Aunque, sin duda, no por el último piso del Edificio, la biblioteca.

—¿Por qué?

—Debería habéroslo explicado antes. Creí que ya lo sabíais. Vos sabéis que nuestra biblioteca no es igual a las otras…

—Sé que posee más libros que cualquier otra biblioteca cristiana. Sé que, comparados con los vuestros, los armaria de Bobbio o de Pomposa, de Cluny o de Fleury parecen la habitación de un niño que estuviera iniciándose en el manejo del ábaco. Sé que los seis mil códices de los que se enorgullecía Novalesa hace más de cien años son pocos comparados con los vuestros, y que, quizá, muchos de ellos se encuentran ahora aquí. Sé que vuestra abadía es la única luz que la cristiandad puede oponer a las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, a los diez mil códices del visir Ibn al-Alkami, y que el número de vuestras biblias iguala a los dos mil cuatrocientos coranes de que se enorgullece El Cairo, y que la realidad de vuestros armaria es una luminosa evidencia contra la arrogante leyenda de los infieles que hace años afirmaban (ellos, que tanta intimidad tienen con el príncipe de la mentira) que la biblioteca de Trípoli contenía seis millones de volúmenes y albergaba ochenta mil comentadores y doscientos escribientes.

—Así es, alabado sea el cielo.

—Sé que muchos de los monjes que aquí viven proceden de abadías situadas en diferentes partes del mundo. Unos vienen por poco tiempo, el que necesitan para copiar manuscritos que sólo se encuentran en vuestra biblioteca, y regresan a sus lugares de origen llevando consigo esas copias, no sin haberos traído a cambio algún otro manuscrito raro para que lo copiéis y lo añadáis a vuestro tesoro. Otros permanecen muchísimo tiempo, a veces hasta su muerte, porque sólo aquí pueden encontrar las obras capaces de iluminar sus estudios. Así pues, entre vosotros hay germanos, dacios, hispanos, franceses y griegos. Sé que, hace muchísimos años, el emperador Federico os pidió que le compilarais un libro sobre las profecías de Merlín, y que luego lo tradujerais al árabe, para regalárselo al sultán de Egipto. Sé, por último, que, en estos tiempos tristísimos, una abadía gloriosa como Murbach no tiene ni un solo escribiente, que en San Gall han quedado pocos monjes que sepan escribir, que ahora es en las ciudades donde surgen corporaciones y gremios formados por seglares que trabajan para las universidades, y que sólo vuestra abadía reaviva día a día, ¿qué digo?, enaltece sin cesar las glorias de vuestra orden…

Monasterium sine libris –citó inspirado el Abad– est sicut civitas sine opibus, castrum sine numeris, coquina sine suppellctili, mensa sine cibis, hortus sine herbis, pratum sine floribus, arbor sine foliis[4] Y nuestra orden, que creció obedeciendo al doble mandato del trabajo y la oración, fue luz para todo el mundo conocido, reserva de saber, salvación de una antigua doctrina expuesta al riesgo de desaparecer en incendios, saqueos y terremotos, fragua de nuevos escritos y fomento de los antiguos… Oh, bien sabéis que vivimos tiempos muy oscuros, y vergüenza me da deciros que hace no muchos años el concilio de Vienne tuvo que recordar que todo monje está obligado a ordenarse… Cuántas de nuestras abadías, que hace doscientos años eran centros resplandecientes de grandeza y santidad, son ahora refugio de holgazanes. La orden aún es poderosa, pero hasta nuestros lugares sagrados llega el hedor de las ciudades, el pueblo de Dios se inclina ahora hacia el comercio y las guerras entre facciones, allá, en los grandes centros poblados, donde el espíritu de santidad no encuentra albergue, donde ya no sólo se habla (¿qué más podría exigirse de los legos?) sino también se escribe en lengua vulgar, ¡y ojalá ninguno de esos libros cruce jamás nuestra muralla, porque fatalmente se convierten en pábulo de la herejía! Por los pecados de los hombres, el mundo pende al borde del abismo, un abismo que invoca al abismo que ya se abre en su interior. Y mañana, como sostenía Honorio, los cuerpos de los hombres serán más pequeños que los nuestros, así como los nuestros ya son más pequeños que los de los antiguos. Mundus senescit. [5] Pues bien, si alguna misión ha confiado Dios a nuestra orden, es la de oponerse a esa carrera hacia el abismo, conservando, repitiendo y defendiendo el tesoro de sabiduría que nuestros padres nos han confiado. La divina providencia ha dispuesto que el gobierno universal, que al comienzo del mundo estaba en oriente, se desplace, a medida que el tiempo se aproxima, hacia occidente, para avisarnos de que se acerca el fin del mundo, porque el curso de los acontecimientos ya ha llegado al límite del universo. Pero hasta que no advenga definitivamente el milenio, hasta que no triunfe, si bien por poco tiempo, la bestia inmunda, el Anticristo, nuestro deber es custodiar el tesoro del mundo cristiano, y la palabra misma de Dios, tal como la comunicó a los profetas y a los apóstoles, tal como la repitieron los padres sin cambiar ni un solo verbo, tal como intentaron glosarla las escuelas, aunque en las propias escuelas anide hoy la serpiente del orgullo, de la envidia y de la estulticia. En este ocaso somos aún antorchas, luz que sobresale en el horizonte. Y, mientras esta muralla resista, seremos custodios de la Palabra divina.

—Así sea –dijo Guillermo con tono devoto–. Pero, ¿qué tiene que ver eso con la prohibición de visitar la biblioteca?

—Mirad, fray Guillermo –dijo el Abad–, para poder realizar la inmensa y santa obra que atesoran aquellos muros –y señaló hacia la mole del Edificio, que en parte se divisaba por la ventana de la celda, más alta incluso que la iglesia abacial–, hombres devotos han trabajado durante siglos, observando unas reglas de hierro. La biblioteca se construyó según un plano que ha permanecido oculto durante siglos, y que ninguno de los monjes está llamado a conocer. Sólo posee ese secreto el bibliotecario, que lo ha recibido del bibliotecario anterior, y que, a su vez, lo transmitirá a su ayudante, con suficiente antelación como para que la muerte no lo sorprenda y la comunidad no se vea privada de ese saber. Y los labios de ambos están sellados por el juramento de no divulgarlo. Sólo el bibliotecario, además de saber, está autorizado a moverse por el laberinto de los libros, sólo él sabe dónde encontrarlos y dónde guardarlos, sólo él es responsable de su conservación. Los otros monjes trabajan en el scriptorium y pueden conocer la lista de los volúmenes que contiene la biblioteca. Pero una lista de títulos no suele decir demasiado: sólo el bibliotecario sabe, por la colocación del volumen, por su grado de inaccesibilidad, qué tipo de secretos, de verdades o de mentiras encierra cada libro. Sólo él decide cómo, cuándo, y si conviene, suministrarlo al monje que lo solicita, a veces no sin antes haber consultado conmigo. Porque no todas las verdades son para todos los oídos, ni todas las mentiras pueden ser reconocidas como tales por cualquier alma piadosa, y, por último, los monjes están en el scriptorium para realizar una tarea determinada, que requiere la lectura de ciertos libros y no de otros, y no para satisfacer la necia curiosidad que puedan sentir, ya sea por flaqueza de sus mentes, por soberbia o por sugestión diabólica.

—De modo que en la biblioteca también hay libros que contienen mentiras…

—Los monstruos existen porque forman parte del plan divino, y hasta en las horribles facciones de los monstruos se revela el poder del Creador. Del mismo modo, el plan divino contempla la existencia de los libros de los magos, las cábalas de los judíos, las fábulas de los poetas paganos y las mentiras de los infieles. Quienes, durante siglos, han querido y sostenido esta abadía estaban firme y santamente persuadidos de que incluso en los libros que contienen mentiras el lector sagaz puede percibir un pálido resplandor de la sabiduría divina. Por eso, también hay esa clase de obras en la biblioteca. Pero, como comprenderéis, precisamente por eso cualquiera no puede penetrar en ella. Además –añadió el Abad casi excusándose por la debilidad de este último argumento–, el libro es una criatura frágil, se desgasta con el tiempo, teme a los roedores, resiste mal la intemperie y sufre cuando cae en manos inexpertas. Si a lo largo de los siglos cualquiera hubiese podido tocar libremente nuestros códices, la mayoría de éstos ya no existirían. Por tanto, el bibliotecario los defiende no sólo de los hombres sino también de la naturaleza, y consagra su vida a esa guerra contra las fuerzas del olvido, que es enemigo de la verdad.

—De modo que, salvo dos personas, nadie entra en el último piso del Edificio…

El Abad sonrió:

—Nadie debe hacerlo. Nadie puede hacerlo. Y, aunque alguien quisiera hacerlo, no lo conseguiría. La biblioteca se defiende sola, insondable como la verdad que en ella habita, engañosa como la mentira que custodia. Laberinto espiritual, y también laberinto terrenal. Si lograseis entrar, podríais no hallar la salida. Aclarado esto, desearía que respetaseis las reglas de la abadía.

—Sin embargo, no habéis excluido la posibilidad de que Adelmo se haya precipitado desde una de las ventanas de la biblioteca. ¿Cómo puedo razonar sobre su muerte sin ver el lugar en que pudo haber empezado la historia de su muerte?

—Fray Guillermo –dijo el Abad con tono conciliador–, un hombre que ha descrito a mi caballo Brunello sin verlo, y la muerte de Adelmo sin saber casi nada, no tendrá dificultades en razonar sobre lugares a los que no tiene acceso.

Guillermo hizo una reverencia:

—Sois sabio, aunque os mostréis severo. Se hará como queráis.

—Si fuera sabio, sería porque sé mostrarme severo –respondió el Abad.

—Una última cosa –preguntó Guillermo–. ¿Ubertino?

—Está aquí. Os espera. Lo encontraréis en la iglesia.

—¿Cuándo?

—Siempre –sonrió el Abad–. Sabed que, aunque sea muy docto, no siente gran aprecio por la biblioteca. Considera que es una tentación del siglo… Pasa la mayoría de su tiempo rezando y meditando en la iglesia.

—¿Está muy viejo? –preguntó Guillermo vacilando.

—¿Cuánto hace que no lo veis?

—Hace muchos años.

—Está cansado. Se interesa muy poco por las cosas de este mundo. Tiene sesenta y ocho años. Pero creo que aún conserva el entusiasmo de su juventud.

—Iré a verlo en seguida. Gracias.

El Abad le preguntó si no quería unirse a la comunidad para la comida, después de sexta. Guillermo dijo que acababa de comer, y muy a su gusto, y que prefería ver enseguida a Ubertino. El Abad se despidió.

Estaba saliendo de la celda cuando, desde el patio, se elevó un grito desgarrador, como de una persona herida de muerte, al que siguieron otros lamentos no menos atroces.

—¿Qué pasa? –preguntó Guillermo sobresaltado.

—Nada –respondió sonriendo el Abad–. Es época de matanza. Trabajo para los porquerizos. No es éste el tipo de sangre que debe preocuparos.

Salió, y no hizo honor a su fama de persona sagaz. Porque a la mañana siguiente… Pero, refrena tu impaciencia, insolente lengua mía. Porque el día del que estoy hablando, y antes de que fuera de noche, sucedieron aún muchas cosas que convendrá mencionar.

Notas:

[1] «Palabra o expresión de la mente».
[2] «Serás sacerdote para siempre» [Salmo 110,4].
[3] «En presencia de los monjes».
[4] «Un monasterio sin libros es como una ciudad sin recursos, un castillo sin dotación, una cocina sin ajuar, una mesa sin alimentos, un jardín sin plantas, un prado sin flores, un árbol sin hojas».
[5] «El mundo envejece».