Club de Lectura

Yo leo

Demian

Coordina: Simón Tamayo
—16 de junio de 2020—

Portada del libro «Demian» de Hermann Hesse

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La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.

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Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit. Actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo en la Universidad de Medellín y está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.

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Demian

Hermann Hesse
~ 1919 ~

Firma de Hermann Hesse

«Los poetas, cuando escriben novelas, suelen hacer como si fuesen Dios mismo y pudieran abarcar con su mirada toda una historia humana, comprenderla y exponerla como si Dios mismo la relatase, sin velo ninguno, revelando en todo momento su más íntima esencia. Yo no puedo hacerlo así, como tampoco los poetas. Pero mi historia me es más importante y es la historia de un hombre —no la de un hombre inventado, posible o inexistente en cualquier otra forma, sino la de un hombre real, único y vivo—. Hoy se sabe menos que nunca lo que es eso, lo que es un hombre realmente vivo, y se lleva a morir bajo el fuego a millares de hombres, cada uno de los cuales es un ensayo único precioso de la Naturaleza. Si no fuéramos algo más que individuos aislados, si cada uno de nosotros pudiese realmente ser borrado por completo del mundo por una bala de fusil, no tendría ya sentido alguno relatar historias. Pero cada uno de los hombres no es tan sólo él mismo; es también el punto único, particularismo, importante siempre y singular, en el que se cruzan los fenómenos del mundo, sólo una vez de aquel modo y nunca más. Así, la historia de cada hombre es esencial, eterna y divina, y cada hombre, mientras vive en alguna parte y cumple la voluntad de la naturaleza, es algo maravillo y digno de toda atención. En cada uno de los hombres se ha hecho forma el espíritu, en cada uno padece la criatura, en cada uno de ellos es crucificado un redentor».

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Hermann Hesse

Hermann Hesse

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Próximas lecturas del Grupo de Lectura «Yo leo» - Junio 16 - Agosto 18 de 2020

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Demian

~ i ~

Los dos mundos

Por Hermann Hesse

Comienzo mi historia como un acontecimiento de la época en que yo tenía diez años e iba al Instituto de letras de nuestra pequeña ciudad.

Muchas cosas conservan aún su perfume y me conmueven en lo más profundo con pena y dulce nostalgia: callejas oscuras y claras, casas y torres, campanadas de reloj y rostros humanos, habitaciones llenas de acogedor y cálido bienestar, habitaciones llenas de misterio y profundo miedo a los fantasmas. Olores a cálida intimidad, a conejos y a criadas, a remedios caseros y a fruta seca. Dos mundos se confundían allí: de dos polos opuestos surgían el día y la noche.

Un mundo lo constituía la casa paterna; más estrictamente, se reducía a mis padres. Este mundo me resultaba muy familiar: se llamaba padre y madre, amor y severidad, ejemplo y colegio. A este mundo pertenecían un tenue esplendor, claridad y limpieza; en él habitaban las palabras suaves y amables, las manos lavadas, los vestidos limpios y las buenas costumbres. Allí se cantaba el coral por las mañanas y se celebraba la Navidad. En este mundo existían las líneas rectas y los caminos que conducen al futuro, el deber y la culpa, los remordimientos y la confesión, el perdón y los buenos propósitos, el amor y el respeto, la Biblia y la sabiduría. Había que mantenerse dentro de este mundo para que la vida fuera clara, limpia, bella y ordenada.

El otro mundo, sin embargo, comenzaba en medio de nuestra propia casa y era totalmente diferente: olía de otra manera, hablaba de otra manera, prometía y exigía otras cosas. En este segundo mundo existían criadas y aprendices, historias de aparecidos y rumores escandalosos; todo un torrente multicolor de cosas terribles, atrayentes y enigmáticas, como el matadero y la cárcel, borrachos y mujeres chillonas, vacas parturientas y caballos desplomados; historias de robos, asesinatos y suicidios. Todas estas cosas hermosas y terribles, salvajes y crueles, nos rodeaban; en la próxima calleja, en la próxima casa, los guardias y los vagabundos merodeaban, los borrachos pegaban a las mujeres; al anochecer las chicas salían en racimos de las fábricas, las viejas podían embrujarle a uno y ponerle enfermo; los ladrones se escondían en el bosque cercano, los incendiarios caían en manos de los guardias. Por todas partes brotaba y pululaba aquel mundo violento; por todas partes, excepto en nuestras habitaciones, donde estaban mi padre y mi madre. Y estaba bien que así fuera. Era maravilloso que entre nosotros reinara la paz, el orden y la tranquilidad, el sentido del deber y la conciencia limpia, el perdón y el amor; y también era maravilloso que existiera todo lo demás, lo estridente y ruidoso, oscuro y brutal, de lo que se podía huir en un instante, buscando refugio en el regazo de la madre.

Y lo más extraño era cómo lindaban estos dos mundos, y lo cerca que estaban el uno del otro. Por ejemplo, nuestra criada Lina, cuando por la noche rezaba en el cuarto de estar con la familia y cantaba con su voz clara, sentada junto a la puerta, con las manos bien lavadas sobre el delantal bien planchado, pertenecía enteramente al mundo de mis padres, a nosotros, a lo que era claro y recto. Pero después, en la cocina o en la leñera, cuando me contaba el cuento del hombrecillo sin cabeza o cuando discutía con las vecinas en la carnicería, era otra distinta: pertenecía al otro mundo y estaba rodeada de misterio. Y así sucedía con todo; y más que nada conmigo mismo. Sí, yo pertenecía al mundo claro y recto, era el hijo de mis padres; pero adondequiera que dirigiera la vista y el oído, siempre estaba allí lo otro, y también yo vivía en ese otro mundo aunque me resultara a menudo extraño y siniestro, aunque allí me asaltaran regularmente los remordimientos y el miedo. De vez en cuando prefería vivir en el mundo prohibido, y muchas veces la vuelta a la claridad, aunque fuera muy necesaria y buena, me parecía una vuelta a algo menos hermoso, más aburrido y vacío. A veces sabía yo que mi meta en la vida era llegar a ser como mis padres, tan claro y limpio, superior y ordenado como ellos; pero el camino era largo, y para llegar a la meta había que ir al colegio y estudiar, sufrir pruebas y exámenes; y el camino iba siempre bordeando el otro mundo más oscuro, a veces lo atravesaba y no era del todo imposible quedarse y hundirse en él. Había historias de hijos perdidos a quienes esto había sucedido, y yo las leía con verdadera pasión. El retorno al hogar paterno y al bien era siempre redentor y grandioso, y yo sentía que aquello era lo único bueno y deseable; pero la parte de la historia que se desarrollaba entre los malos y los perdidos siempre resultaba más atractiva y, si se hubiera podido decir o confesar, daba casi pena que el hijo pródigo se arrepintiese y volviera. Pero aquello no se decía y ni siquiera se pensaba; existía solamente como presentimiento y posibilidad, muy dentro de la conciencia. Cuando imaginaba al diablo, podía representármelo muy bien en la calle, disfrazado o al descubierto, en el mercado o en una taberna, pero nunca en nuestra casa.

Mis hermanas pertenecían también al mundo claro. Estaban, así me parecía a mí, más cerca de nuestros padres; eran mejores, más modosas y con menos defectos que yo. Tenían imperfecciones y faltas, pero a mí me parecía que no eran defectos profundos; no les pasaba como a mí, que estaba más cerca del mundo oscuro y sentía, agobiante y doloroso, el contacto con el mal. A las hermanas había que respetarlas y cuidarlas como a los padres; y cuando se había reñido con ellas se consideraba uno, ante la propia conciencia, malo, culpable y obligado a pedir perdón. Porque en las hermanas se ofendía a los padres, a la bondad y a la autoridad. Había misterios que yo podía compartir mejor con el más golfo de la calle que con mis hermanas. En días buenos, cuando todo era radiante y la conciencia estaba tranquila, era delicioso jugar con las hermanas, ser bueno y modoso con ellas y verse a sí mismo con un aura bondadosa y noble. ¡Así debía sentirse uno siendo ángel! Era la suma perfección que conocíamos; y creíamos que debía ser dulce y maravilloso ser ángel, rodeado de melodías suaves y aromas deliciosos como la Navidad y la felicidad. ¡Y qué pocas veces seguíamos aquellos momentos y aquellos días! En los juegos —juegos buenos, inofensivos, permitidos— yo era de una violencia apasionada, que acababa por hartar a mis hermanas y nos llevaba a la riña y al desastre; y cuando me dominaba la ira, me convertía en un ser terrible que hacía y decía cosas cuya maldad sentía profunda y ardientemente mientras las hacía y decía. Luego venían las horas espantosas y negras del arrepentimiento y la contrición, el momento doloroso de pedir perdón hasta que surgía un rayo de luz, una felicidad tranquila y agradecida, sin disensión, que duraba horas o instantes.

Yo iba al Instituto de letras. El hijo del alcalde y el del guardabosques mayor eran compañeros míos de clase y a veces venían a mi casa; eran chicos salvajes pero que pertenecían al mundo bueno y permitido. A pesar de ello, mantenía amistad estrecha con chicos vecinos, alumnos de la escuela de primera enseñanza a quienes generalmente despreciábamos. Con uno de ellos he de empezar mi relato.

Una tarde en que no teníamos clase —andaba yo por los diez años— vagaba con dos chicos de esta vecindad cuando se nos unió un chico mayor, más fuerte y brutal que nosotros, de unos 13 años, alumno de la escuela e hijo de un sastre. Su padre era un bebedor crónico y toda la familia tenía mala fama. Yo conocía bien a Franz Kromer; le tenía miedo y no me gustó que se uniera a nosotros. Tenía ya modales de hombre e imitaba los andares y la manera de hablar de los jóvenes obreros de las fábricas. Bajo su mando descendimos a la orilla del río, junto al puente, y nos ocultamos a los ojos del mundo bajo el primer arco. La estrecha orilla entre la pared arqueada del puente y el agua, que fluía lentamente, estaba cubierta de escombros, cacharros rotos y trastos, ovillos enredados de alambre oxidado y otras basuras. Allí se encontraban de vez en cuando cosas aprovechables; bajo la dirección de Franz Kromer nos pusimos a registrar el terreno para traerle lo que encontrábamos. Franz Kromer se lo guardaba o lo tiraba al agua. Nos llamaba la atención sobre objetos de plomo o zinc, y luego se lo guardaba todo, hasta un viejo peine de concha. Yo me sentía muy cohibido en su compañía; y no porque supiera que mi padre me prohibiría tratarme con él si se enteraba, sino por miedo a Franz mismo. Sin embargo, estaba contento de que me aceptara y me tratara como a los demás. Franz daba las órdenes y nosotros obedecíamos como si aquello fuera una vieja costumbre, aunque en verdad era la primera vez que estaba con él.

Por fin nos sentamos en el suelo. Franz escupía al agua, haciéndose el hombre; escupía por el colmillo y daba siempre en el blanco. Se inició una conversación y los chicos empezaron a fanfarronear de sus hazañas escolares y sus travesuras. Yo me callaba, pero temía llamar la atención con mi silencio y despertar la ira de Kromer. Desde un principio mis dos compañeros se habían apartado de mí y unido a él. Yo era un extraño entre ellos y sentía que mis vestidos y mi manera de comportarme les provocaban. Era imposible que Franz me aceptara a mí, niño bien y alumno del Instituto; los otros dos chicos —yo me daba cuenta— renegarían de mí en el momento decisivo y me dejarían en la estacada.

Por fin, de puro miedo que tenía, empecé también a contar. Me inventé una historia de ladrones y me adjudiqué el papel de héroe principal. Les conté que en un huerto cerca del molino había robado por la noche, con la ayuda de un amigo, un saco de manzanas; pero no de manzanas corrientes sino de reinetas y verdes doncellas de las más finas. Huyendo de los peligros del momento me refugié en aquella historia, ya que inventar y narrar me resultaba fácil. Tiré de todos los registros con tal de no terminar en seguida y quizás enredarme en cosas peores. Uno de nosotros, seguí contando, tenía que hacer de guardia mientras el otro, subido en el árbol, tiraba las manzanas. El saco pesaba tanto que al final tuvimos que abrirlo y dejar allí la mitad del contenido; pero al cabo de media hora volvimos por el resto.

Al terminar mi relato esperé algún aplauso; al fin y al cabo, había entrado en calor dejándome arrastrar por la fantasía. Sin embargo, los dos chicos más pequeños se quedaron callados, a la expectativa, y Franz Kromer, observándome con ojos escrutadores, me preguntó en tono amenazador:

— ¿Eso es verdad?

—Sí —contesté.

—¿De veras?

—Sí, de veras —aseguré, mientras el miedo me ahogaba.

—¿Lo puedes jurar?

Me asusté mucho, pero dije en seguida que sí.

—Entonces di: lo juro por Dios y mi salvación eterna.

Yo repetí:

—Por Dios y mi salvación eterna.

—Bien —dijo, y se apartó de mí.

Yo pensé que con esto me dejaría en paz; y me alegré cuando se levantó, poco después, y propuso regresar. Al llegar al puente dije tímidamente que tenía que irme a casa.

—No correrá tanta prisa —rio Franz—, llevamos el mismo camino.

Franz seguía caminando lentamente y yo no me atreví a escaparme, porque en verdad íbamos hacia mi casa. Cuando llegamos y vi la puerta con su grueso picaporte dorado, la luz del sol sobre las ventanas y las cortinas del cuarto de mi madre, respiré aliviado. La vuelta a casa. ¡Venturoso regreso a casa, a la luz, a la paz!

Abrí rápidamente la puerta, dispuesto a cerrarla detrás de mí, pero Franz Kromer se interpuso y entró conmigo. En el zaguán fresco y oscuro, que recibía sólo un poco de luz del patio, se acercó a mí y, cogiéndome del brazo, dijo:

—Oye, no tengas tanta prisa.

Le miré asustado. Su mano atenazaba mi brazo con una fuerza de hierro. Me pregunté qué se propondría y si quizá me quería pegar. Si yo gritara ahora, pensé, si gritara fuerte, ¿bajaría alguien tan de prisa como para salvarme? Pero no lo hice.

—¿Qué pasa? —pregunté—. ¿Qué quieres?

—Nada especial. Quería preguntarte algo. Los otros no necesitan enterarse.

—¡Ah, bueno! ¿Qué quieres que te diga? Tengo que subir.

—Tú sabes a quién pertenece el huerto junto al molino, ¿verdad? —dijo Franz muy bajo.

—No lo sé. Creo que al molinero.

Franz me había rodeado con el brazo y me atrajo a sí de tal manera que tenía que mirarle a la cara muy de cerca. Sus ojos tenían un brillo maligno, sonreía torvamente y su rostro irradiaba crueldad y poder.

—Oye, pequeño, te diré de quién es el huerto. Hace tiempo que sé lo del robo de las manzanas y que el propietario ha prometido dos marcos al que le diga quién robó la fruta.

—¡Santo Dios! —exclamé—. ¿Pero no irás a decírselo?

Me di cuenta de que no serviría de nada apelar a su sentido del honor. Pertenecía al «otro» mundo; para él la traición no era un crimen. Lo sabía perfectamente. En estas cosas la gente del «otro» mundo no era como nosotros.

—¿No decir nada? —rio Kromer—. Amigo, ¿crees que falsifico monedas y que puedo fabricar dos marcos cuando quiera? Soy bastante pobre, no tengo un padre rico como tú; y si puedo ganarme dos marcos aprovecho la ocasión. Quizá me dé aún más. Me soltó de pronto. Nuestro zaguán no olía ya a paz y a seguridad. El mundo se desmoronó a mi alrededor. Me denunciaría; yo era un delincuente. Se lo dirían a mi padre y quizá vendría hasta la policía a casa. Me amenazaban todos los horrores del caos; todo lo feo y todo lo peligroso se alzaba contra mí. Que en realidad yo no hubiera robado, carecía de importancia. Y además había jurado. ¡Dios mío! ¡Dios mío!

Me brotaron las lágrimas. Se me ocurrió que podría pagarle mi rescate y busqué desesperadamente en mis bolsillos. Ni una manzana, ni una navaja: no tenía nada. Entonces me acordé de mi reloj, un viejo reloj de plata que no funcionaba y que yo llevaba por llevar. Había pertenecido a nuestra abuela. Lo saqué rápidamente.

—Kromer —dije—, escucha, no me denuncies, no estaría bien. Toma, te regalo mi reloj, no tengo otra cosa. Te lo puedes quedar. Es de plata, y la maquinaria es buena; tiene sólo un pequeño fallo, pero se puede arreglar.

Kromer sonrió y tomó el reloj con su manaza. Miré aquella mano y me di cuenta de lo brutal y hostil que me era, de cómo amenazaba mi vida y mi paz.

—Es de plata —dije tímidamente.

—Me importa tres pitos tu plata y tu reloj —dijo con profundo desprecio—. Arréglalo tú.

—¡Pero, Franz! —grité, temblando y temiendo que se fuera—. ¡Espera, toma el reloj! ¡Es de plata, de verdad, y no tengo otra cosa!

Me miró fría y despectivamente.

—Bueno, ya sabes dónde voy a ir. O también se lo puedo decir a la policía. Conozco bien al sargento.

Se volvió para salir y yo le retuve por la manga. Aquello no podía suceder. Hubiera preferido antes morir que tener que soportar todo lo que pasaría si él se iba.

—Franz —imploré ronco de excitación—, ¡no hagas tonterías! Es sólo una broma, ¿no?

—Sí, una broma; pero puede salirte muy cara.

—Dime lo que tengo que hacer, Franz. Haré lo que sea.

Me miró de arriba abajo guiñando los ojos y volvió a reírse.

—¡No seas tonto! —dijo con falsa amabilidad—. Tú sabes tan bien como yo de qué se trata. Puedo ganarme dos marcos, y yo no soy un rico como tú para tirarlos. Tú lo sabes. Eres rico, tienes hasta un reloj. No necesitas más que darme esos dos marcos, y todo irá sobre ruedas.

Ahora comprendí la lógica. Pero ¡dos marcos! Para mí era tanto y tan imposible como diez, cien o mil marcos. Yo no disponía de dinero. Tenía una hucha, que estaba en el cuarto de mi madre, en la que había algunas monedas, de las visitas de los tíos y de otras ocasiones parecidas. Aparte de esto, no tenía nada. Por entonces no me daban aún dinero para mis gastos.

—No tengo nada —dije tristemente—. No tengo dinero. Pero te daré todo lo que tengo un libro de indios, y soldados, y una brújula. Ahora te los bajo.

Kromer sólo torció su boca agresiva y peligrosa y escupió en el suelo.

—No digas estupideces —dijo en tono imperativo—. Puedes guardarte todas tus porquerías. ¡Una brújula! Mira, no hagas que me enfade y dame el dinero.

—¡Pero si no tengo! No me dan nada. ¡No tengo la culpa!

—Bueno, tú tráeme mañana los dos marcos. Te espero después del colegio en el mercado. Asunto terminado. Si no me traes el dinero, ¡prepárate!

—¿Pero de dónde voy a sacarlo? ¡Por Dios, si no lo tengo!

—En tu casa hay dinero de sobra. Arréglatelas como puedas; así que mañana después del colegio. Y te aseguro que si no me lo traes…

Me lanzó una mirada terrible, escupió otra vez y desapareció como una sombra.

No podía subir a casa. Mi vida estaba destrozada. Pensé escaparme para no volver más o tirarme al río; pero no eran ideas claras. Me senté a oscuras en el último peldaño de la escalera, me hice un ovillo y me entregué a mi desgracia. Allí me encontró llorando Lina, cuando bajó a coger leña con una cesta.

Le pedí que no dijera nada y subí. En el perchero, junto a la puerta de cristal, colgaban el sombrero de mi padre y la sombrilla de mi madre; el hogar y la ternura me salían al encuentro en aquellos objetos, y mi corazón les saludó agradecido y suplicante, como el hijo pródigo a las viejas estancias de la casa paterna. Pero todo aquello ya no me pertenecía; era el mundo claro de los padres y yo me había hundido profunda y culpablemente en el torrente desconocido. Me había enredado en la aventura y el pecado, me amenazaba el enemigo, y me esperaban peligros, miedo y vergüenza. El sombrero y la sombrilla, el viejo suelo de ladrillo, el gran cuadro sobre el armario del pasillo, y desde el cuarto de estar la voz de mis hermanas mayores: todo aquello me resultaba más querido, más delicado y valioso que nunca, pero ya no era un consuelo y un bien seguro, sino un vivo reproche. Esto ya no era mío; yo no podía participar más de su alegría y tranquilidad. Llevaba en las botas barro que no podía limpiar en el felpudo, y traía conmigo sombras de las que el mundo del hogar nada sabía. Cuantos secretos y temores había yo tenido, habían sido un juego y una broma comparado con lo que traía hoy a estas habitaciones. El destino me perseguía; hacia mí se tendían unas manos de las que mi madre no podía protegerme y de las que nada debía saber. Que mi delito fuera hurto o mentira —¿no había jurado por Dios y mi salvación?— importaba poco. Mi pecado no era esto o aquello; mi pecado era haber dado la mano al diablo. ¿Por qué había ido con ellos? ¿Por qué había obedecido a Kromer en vez de a mi padre? ¿Por qué había inventado la historia del robo? ¿Por qué me había vanagloriado de un delito como si se tratara de una hazaña? Ahora el diablo me tenía agarrado por la mano; ahora el enemigo me perseguía.

Por un momento no sentí miedo por el día siguiente sino la terrible certidumbre de que mi camino iba cuesta abajo, hacia las tinieblas. Sentía claramente que a mi delito seguirían forzosamente otros, que mi presencia ante mis hermanas, mi saludo y mis besos a mis padres eran mentira porque yo llevaba en mí un destino y un secreto que escondía ante ellos.

Durante un instante tuve un destello de confianza y esperanza al ver el sombrero de mi padre. Podía decirle todo y aceptar su sentencia y su castigo; podía hacerle mi confidente y mi salvador. Esto sólo significaría una penitencia, como lo había hecho muchas veces, una hora difícil y amarga, un pedir perdón arrepentido y contrito.

¡Qué dulce me parecía aquello! ¡Cómo deseaba hacerlo! Pero era imposible. Sabía que no lo haría. Sabía que ahora guardaba un secreto, una culpa que tenía que llevar yo solo. Quizá me encontraba ahora en un momento crucial; quizás iba a pertenecer desde ahora al mundo de los malos, a compartir secretos con los malvados, a depender de ellos, a obedecerles y a convertirme en uno de ellos. Había jugado a ser hombre y héroe y ahora tenía que soportar las consecuencias.

Me gustó que, al entrar, mi padre se fijara en mis zapatos mojados. Aquello distraería su atención; así no se daría cuenta de lo peor y yo podía cargar con una reprimenda que en secreto trasladaba a la otra culpa. Al mismo tiempo surgió en mí un extraño y nuevo sentimiento lleno de espinas. ¡Me sentía superior a mi padre! Sentí durante un momento cierto desprecio por su ignorancia; su reprensión por las botas mojadas me parecía mezquina. «¡Si tú supieras!», pensaba yo como un criminal al que interrogan por un panecillo robado, mientras él tiene asesinatos sobre su conciencia. Era un sentimiento feo y repulsivo pero muy fuerte y con un profundo encanto y que me encadenaba con fuerza a mi secreto y a mi culpa. Quizá, pensaba yo, Kromer ha ido ya a la policía y me ha denunciado; los nubarrones empiezan a amontonarse sobre mi cabeza y aquí me tratan como a un chiquillo.

De toda esta vivencia, de cuanto va relatado hasta aquí, constituyó este momento lo más importante y perdurable. Fue el primer resquebrajamiento de la divinidad del padre, el primer golpe a los pilares sobre los que había descansado mi niñez y que todo hombre tiene que destruir para poder ser él mismo. Estos acontecimientos, que nadie ve, forman la línea interior y esencial de nuestro destino. El desgarrón cicatriza y se olvida, pero en el interior del ser continúa existiendo y sangrando. A mí mismo me dio en seguida miedo del nuevo sentimiento, y me hubiera tirado al suelo para besar a mi padre los pies y pedirle perdón. Pero no se puede pedir perdón por algo esencial; y eso lo siente y sabe un niño tan profundamente como un sabio.

Tenía necesidad de pensar sobre este asunto y trazar caminos para el día siguiente; pero no pude hacerlo. Me pasé toda la tarde intentando acostumbrarme al ambiente transformado que reinaba en nuestro cuarto de estar. El reloj y la mesa, la Biblia y el espejo, la librería y los cuadros se despedían de mí; con el corazón helado, me veía obligado a contemplar cómo mi mundo y mi vida feliz y buena se transformaban en pasado y se desligaban de mí. Me veía sujeto por nuevas y absorbentes raíces al mundo extraño y tenebroso. Descubrí el gusto de la muerte; y la muerte sabe amarga porque es nacimiento, porque es miedo e incertidumbre ante una aterradora renovación.

Por fin, llegó la hora de acostarme. Pero antes, como último purgatorio, tuve que aguantar las oraciones de la noche, en las que se cantó una de mis oraciones preferidas. Yo no canté; cada tono era como hiel y veneno para mí. Tampoco recé con ellos; y cuando mi padre pronunció la acción de gracias y terminó con las palabras: «Tu espíritu esté con nosotros», un impulso me apartó de su comunidad. La gracia de Dios estaba con todos ellos pero no conmigo. Me fui a mi cuarto aterido y profundamente cansado.

En la cama, después de un rato, cuando el calor y la seguridad me envolvían cariñosamente, mi corazón volvió otra vez a la angustia, revoloteando temeroso en torno a lo que había pasado. Mi madre acababa de darme las buenas noches, como siempre; sus pasos aún resonaban en la habitación y el resplandor de su vela aún refulgía en la puerta entreabierta. «Ahora —pensé—, ahora vendrá otra vez. Se ha dado cuenta de todo. Me dará un beso, me preguntará con bondad y comprensión y entonces podré llorar. Se me derretirá el hielo que tengo en la garganta, la abrazaré y se lo diré todo. Entonces, todo volverá a la normalidad. ¡Será la salvación!». Cuando la rendija de la puerta volvió a quedar a oscuras, estuve un rato escuchando, convencido de que tenía que suceder así por fuerza.

Luego volví a mis penas y me enfrenté con mi enemigo. Le veía claramente. Tenía guiñado un ojo, su boca reía brutalmente y, mientras yo le miraba, seguro de que no podía escapar, él crecía y se hacía cada vez más horrible y sus ojos malvados lanzaban destellos diabólicos. Estuvo junto a mí hasta que me dormí; y entonces no soñé con él ni con las cosas de aquel día sino que mis padres, mis hermanas y yo íbamos en una barca y nos rodeaba la paz y la luz de un día de vacaciones. En medio de la noche me desperté, con el sabor de la felicidad aún en la boca; todavía veía brillar los trajes blancos de mis hermanas bajo el sol. Pero me precipité desde aquel paraíso a la realidad y de nuevo me encontré, cara a cara, con el enemigo de los ojos malvados.

Por la mañana, cuando mi madre entró presurosa diciendo que era tarde y preguntándome por qué estaba aún en la cama, tenía yo muy mala cara. Al preguntarme si me pasaba algo, vomité.

Parecía que con aquello ganaba algo. Me gustaba estar un poco enfermo y pasarme una mañana entera en la cama, tomando manzanilla y escuchando cómo mi madre arreglaba el cuarto de al lado y Lina recibía al carnicero en el pasillo. Una mañana sin colegio era algo maravilloso y legendario. El sol jugueteaba en la habitación, pero no era el mismo sol contra el que se bajaban las cortinas verdes en el colegio. Sin embargo, todo aquello no tenía hoy el sabor de otras veces y me sonaba a falso.

¡Ojalá me hubiera muerto! Pero sólo me sentía un poco mal, como muchas veces me había sentido, y con eso no se arreglaba nada. Sí; me salvaba del colegio, pero no me salvaba de Kromer, que me esperaría a las once en el mercado. El cariño de mi madre no me consolaba; me molestaba y me dolía. Me hice el dormido y me puse a pensar. No había salida: a las once tenía que estar en el mercado. A las diez me levanté y dije que estaba mejor. Me contestaron, como siempre en estos casos, que me volviera a la cama y que si no tendría que ir al colegio por la tarde. Dije que iría de buena gana al colegio. Ya tenía trazado un plan.

Sin dinero no podía presentarme a Kromer. Tenía que hacerme con la hucha, que al fin y al cabo me pertenecía. No contenía dinero suficiente, eso ya lo sabía; pero algo era, y un presentimiento me decía que mejor era eso que nada y que así Kromer se apaciguaría.

Tuve una sensación malísima al entrar en calcetines en el cuarto de mi madre para sacar la hucha de su escritorio. Pero no era una sensación tan insoportable como la de ayer. Los latidos del corazón casi me ahogaban, y no me fue mejor cuando descubrí en el zaguán que la hucha estaba cerrada. Era fácil abrirla: sólo había que romper una fina rejilla de hojalata; pero me dolió hacerlo porque con ese acto había cometido realmente un robo. Hasta ahora sólo había goloseado terrones de azúcar y fruta. Esto, sin embargo, era robar, aunque fuera mi dinero. Me di cuenta de que había dado un paso más hacia Kromer y su mundo, de que iba poco a poco cuesta abajo, pero me obstiné en ello. ¡Al diablo todo! Ahora no podía volverme atrás. Conté el dinero con miedo. En la hucha hacía mucho ruido, pero ahora en la mano era una miseria: 65 céntimos. Escondí la hucha bajo la escalera y con el dinero en la mano salí de la casa, con una sensación totalmente nueva… Arriba alguien me llamaba, o eso me pareció; eché a andar de prisa.

Aún tenía mucho tiempo por delante y fui dando rodeos por las callejas de una ciudad transformada, bajo nubes nunca vistas, ante edificios que me observaban y entre personas que sospechaban de mí. En el camino me acordé de que un compañero mío había encontrado un día un táler en el mercado de ganado. De buena gana hubiera rezado para que Dios hiciera un milagro y me permitiera un descubrimiento así. Pero yo no tenía derecho a rezar. Además, eso no hubiera arreglado la hucha rota.

Franz Kromer me vio venir de lejos, pero se acercó lentamente y como si no me viera. Cuando llegó a mí me hizo un gesto para que le siguiera, bajó por la Strohgasse, cruzó el puente y siguió caminando hasta que se detuvo cerca de un edificio en construcción, ya en las afueras. Nadie estaba trabajando en la obra; los muros se levantaban desnudos, sin ventanas ni puertas. Kromer echó un vistazo a su alrededor y entró por una puerta. Yo le seguí. Se paró detrás de un muro, me llamó y tendió la mano.

—¿Qué, lo traes? —preguntó fríamente.

Saqué el puño del bolsillo y dejé caer mi dinero en la palma de su mano. Antes de que hubiera caído la última moneda, ya lo había contado.

—Son sesenta y cinco céntimos —dijo, y me miró.

—Sí —contesté tímidamente—. Es todo lo que tengo; no es bastante, ya lo sé. Pero es todo. No tengo más.

—Te creía más listo —me replicó casi con bondad—. Entre hombres de honor tiene que haber orden. No quiero aceptar nada de ti que no sea justo, tú lo sabes. ¡Toma tus perras! El otro, ya sabes quién, no intentará regatear conmigo. Ése paga.

—¡Pero no tengo más! Son todos mis ahorros.

—Eso es cosa tuya. Pero vamos, no quiero hacerte daño. Me debes aún un marco y treinta y cinco céntimos. ¿Cuándo me los vas a dar?

—Los tendrás, Kromer. ¡Seguro! Aún no sé cuándo, pero quizá tenga pronto dinero, mañana o pasado. Comprenderás que no puedo decírselo a mi padre.

—A mí eso no me importa. Pero ya sabes que no quiero hacerte daño. Yo podía tener ese dinero antes del mediodía, y ya sabes que soy pobre. Tú tienes trajes bonitos y te dan mejor comida que a mí. Pero no voy a decir nada. Esperaré un poco. Pasado mañana te llamaré por la tarde, y me lo traes. ¿Conoces bien mi silbido? Me silbó una señal que ya había oído muchas veces.

—Sí —dije—, ya sé.

Se marchó como si yo no tuviera nada que ver con él. Aquello había sido un negocio y nada más.

Hoy todavía me asustaría el silbido de Kromer si lo oyera inesperadamente. Desde aquel día lo tuve que escuchar muchas veces; me daba la impresión de oírlo constantemente, sin cesar. No había lugar, juego, trabajo o pensamiento adonde no llegara ese silbido que me esclavizaba y que era mi destino. A menudo bajaba yo en las tardes suaves y multicolores de otoño a nuestro pequeño jardín, que tanto me gustaba, y un extraño impulso me llevaba a los juegos infantiles de épocas pasadas; jugaba a ser un niño más pequeño de lo que yo era y que aún era bueno, libre, inocente y protegido. En medio de los juegos sonaba desde cualquier parte el silbido de Kromer, siempre esperado pero siempre terriblemente inquietante e inoportuno, rompiendo la paz, destruyendo mis pensamientos. Entonces tenía que salir y seguir a mi verdugo a sitios apartados y feos, justificarme ante él y escuchar sus amenazadoras peticiones de dinero. Todo esto duraría unas semanas, pero a mí me pareció que fueron años, una eternidad. Raras veces conseguía dinero: de vez en cuando, alguna perra que robaba en la cocina, cuando Lina dejaba allí la bolsa de la compra. Kromer siempre me reñía y me hundía en su desprecio, diciendo que yo quería engañarle y estafarle, que era yo quien le robaba lo suyo y le hacía desgraciado. Nunca, en toda mi vida, he sentido la desdicha tan cerca del corazón; nunca he sentido mayor desesperanza ni mayor dependencia.

Había llenado la hucha de fichas de jugar y la había vuelto a dejar en su Sitio. Nadie preguntó por ella. Pero también aquello podía venírseme encima cualquier día. Más que al silbido brutal de Kromer temía yo a mi madre cuando se acercaba a mi suavemente: ¿vendría acaso a preguntarme por la hucha?

Como muchas veces me presentaba ante mi verdugo sin dinero, éste empezó a atormentarme y a utilizarme de otra manera. Me hacía trabajar para él. Me obligaba a hacer en su lugar los recados que le encargaba su padre, o me mandaba a hacer algo difícil como saltar diez minutos a la pata coja o colgar a un transeúnte un monigote en la espalda. Estos suplicios se prolongaban muchas noches en los sueños y yo me despertaba empapado de sudor.

Durante un tiempo caí enfermo. Durante el día vomitaba a menudo y tenía frío; por la noche, sin embargo, tenía fiebre y sudores. Mi madre se daba cuenta de que algo no iba bien y me demostraba un cariño tan grande que me martirizaba, ya que no podía corresponderle con franqueza.

Una vez mi madre me trajo un trocito de chocolate a la cama. Aquello era un recuerdo de años pasados, cuando solía recibir estas pequeñas sorpresas si había sido bueno. Me dolió tanto el recuerdo que sólo pude mover la cabeza. Ella me preguntó qué me pasaba y me acarició el pelo. Sólo pude responder: «Nada, nada. No quiero que me des nada». Dejó el chocolate en la mesilla y salió de la habitación. Cuando al día siguiente me quiso interrogar sobre lo sucedido, hice como si no me acordara de ello. Un día trajo al médico, que me hizo un reconocimiento y me recetó abluciones frías por la mañana.

Mi estado durante aquel tiempo era una especie de desquiciamiento. En medio de la paz ordenada de nuestra casa yo vivía atemorizado y torturado como un fantasma; no participaba en la vida de los demás y raras veces me olvidaba de mí mismo. Con mi padre, que muchas veces me interrogaba irritado, me mostraba frío y hermético.

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