Club de Lectura

Yo leo

Basura

Coordina: Simón Tamayo
—17 de noviembre de 2020—

Portada del libro «Basura» de Héctor Abad Faciolince

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La iniciativa «Yo leo» pretende suscitar el amor por la lectura y el deseo de desarrollar competencias de análisis crítico frente a situaciones de la vida real. Este espacio para «compartir lecturas» será una oportunidad para conversar y pensar en el impacto que tienen las ideas de sus autores en la cotidianidad.

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Simón Tamayo es administrador de negocios y magíster en Mercadeo de la Universidad Eafit. Actualmente se desempeña como profesor de Mercadeo en la Universidad de Medellín y está convencido del poder de la lectura como hábito transformador de la ciudad, generador de arte y difusor de ideas. La lectura es la conexión con nuestro pasado, con nuestros valores y nuestra cultura.

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Basura

Héctor Abad Faciolince
~ 2000 ~

En Basura se cuenta la historia de un periodista que se obsesiona con los desechos de su vecino. Día tras día busca entre los desperdicios de su edificio las sobras literarias de un escritor fracasado llamado Davanzati, cuya autoestima está por el piso. Es un texto que te invita a pensar tu cotidianidad alrededor de un tema que pocos tocan, la basura. ¿De quién es la basura? ¿Tiene propiedad? ¿Qué valor tiene? Se nota el fatalismo de Faciolince en este texto, en el que para él es un rastro descartado de la vida, un pedazo elocuente de lo que uno va siendo con el transcurso de los días. Siento que el escritor toca de forma ingeniosa el tema de la soledad, que es común, pero que no deja de ser interesante para leer. Te habla de la crudeza del envejecimiento, de la memoria y el recuerdo que pierden los demás con el tiempo sobre uno como individuo, un tema conflictivo interiormente porque estamos en la búsqueda constante de reconocimiento y aceptación.

Simón Tamayo

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Héctor Abad Faciolince - Foto © Lisbeth Salas

Héctor Abad Faciolince
Foto © Lisbeth Salas

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Próximas lecturas del Grupo de Lectura «Yo leo» - Septiembre - Noviembre de 2020

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Basura

~ Fragmento ~

Esto que empiezo empezó cuando me pasé a vivir por el Parque de Laureles. Hasta ese momento yo no sabía que en el tercer piso de este mismo edificio estaba viviendo Bernardo Davanzati, no sé si lo recuerdan, aquel escritor que a finales de la década del sesenta publicó una novela que no fue muy bien recibida por la crítica, Diario de un impostor, y que años después sacó otro libro que pasó inadvertido, Adiós a la juventud. Lo más probable es que no lo recuerden pues su primera novela, aunque fue publicada por un editor comercial, prácticamente no se vendió, y los saldos que había (y que estaban rematando a mil pesos el ejemplar) quedaron sepultados bajo los escombros de la Feria del Libro cuando se derrumbó el techo del pabellón de exposiciones en el desastre de hace algunos años. En cuanto al Adiós a la juventud tengo que decir que en ninguna de las bibliotecas públicas de Medellín se conserva un solo ejemplar del libro, y que éste, si se encontrara, sería una verdadera curiosidad bibliográfica, si es que pueden ser curiosidades bibliográficas las obras desconocidas de un desconocido. Por lo que he podido averiguar fue el mismo Davanzati quien costeó la edición, limitadísima, pues consistía apenas en unas pocas decenas de copias (ignoro si impresas o fotocopiadas) que el escritor repartió entre sus amigos, y vaya a saber quiénes son sus amigos. Hasta el día de hoy yo no he podido ver nunca un ejemplar del Adiós a la juventud, pero varias personas me aseguran que existe, que alguna vez lo hojearon, y hasta me han dicho que el libro no carece de cierta calidad literaria. En fin.

Desde entonces, y han pasado más de veinte años, Davanzati no ha vuelto a publicar nunca nada, ni siquiera esos breves comentarios de libros que aparecían en el Magazín Literario de El Espectador y que son, en el fondo, las piezas por las que a veces se le recuerda (si es que alguien lo recuerda) y las que me lo trajeron a la memoria cuando vi su nombre y apellido en un sobre de la caja de ahorros que hallé tirado un día a la entrada del edificio. Ese nombre fue como un latigazo en mi memoria; ¡conque mi taciturno vecino de arriba era Davanzati! Yo ya me había fijado en él, es más, me había detenido a mirarlo con curiosidad muchas veces. Era un tipo más bien bajo de estatura, algo encorvado, muy discreto, pero con un chispazo de halcón en los ojos azules, como si pretendiera compensar la brevedad de su cuerpo con un tris de arrogancia en la mirada. A primera vista era un anciano común y corriente; sin embargo, al mismo tiempo, uno intuía en él algún secreto. Y nada como que alguien quiera guardar un secreto para que uno, de inmediato, quiera a su vez averiguarlo. De andar lento (pero luego me di cuenta de que este paso sosegado lo empleaba para disimular una leve cojera), parecía estar más cerca de los setenta que de los sesenta, de pelo abundante y canoso, de unas canas más blancas que el papel, con unas manos sin manchas y unos brazos casi atléticos, mucho más juveniles que el resto de su aspecto. No parecía tener amigos ni parientes que lo visitaran, no tenía muchacha del servicio, ni siquiera por horas, y daba la impresión de ser un perfecto solitario. No vivía con nadie, no recibía a nadie —o por lo menos nunca (hasta el final, cuando algo distinto pasó) me di cuenta de que recibiera a nadie— y sus salidas diarias (tengo que confesar que varias veces lo seguí) eran más un hábito higiénico que social, ya que las caminatas no lo llevaban a ningún sitio concurrido, café cantina bar kiosco comedero o templo que fuera, sino que simplemente vagaba por el barrio, variando de día en día las calles, dando rodeos sin un destino definido. Esta falta de meta era compensada por la rigidez del horario y de la duración de sus paseos, todos los días noventa minutos, de ocho a nueve y media de la mañana. Tampoco asistía a las reuniones del condominio, pero pagaba puntualmente las cuotas de administración («en efectivo», me dijo un día la encargada), y debía de tener alguna pensión o alguna renta pues no se le veían indicios de pobreza. Por el contrario, había algo en su atuendo, en su actitud y en la seguridad de su mirada que dejaba entrever esos pequeños y casi indefinibles signos de la prosperidad.

Muchas veces me crucé con él en las escaleras (y no por casualidad: yo propiciaba estos azares), pero nuestro intercambio de palabras nunca fue más allá de unos buenos días o unas buenas tardes. Cuando nos cruzábamos estuve a punto de hablarle muchas veces, las palabras ya asomándoseme en la punta de la lengua, de comentarle algo sobre el tiempo, sobre los muertos o sobre los atracos para intentar entablar algún diálogo con él, pero su mirada, verdeazul y esquiva, saltarina, altanera, y su hosca seriedad, no invitaban a interrumpir la ensimismada marcha de sus pensamientos ni el claudicante avance de sus pasos.

Desde la calle, desde la ventana, desde la mirilla mágica de mi puerta yo lo veía pasar hacia sus largos paseos cotidianos, con las manos vacías casi siempre, tanto si iba de salida como si estaba entrando, salvo las raras ocasiones en que llevaba entre los dedos un sobre bancario (de una caja de ahorros local, como ya he dicho, y otro, menos frecuente pero más inquietante, de una sociedad bancaria suiza). Dos veces a la semana —los lunes y los jueves— colgaba de su mano, eso sí, una bolsa de supermercado, con algo de comida adentro, según las formas que se podían percibir modeladas en el plástico. Con el tiempo llegué a saber que sus gustos culinarios (y este era otro indicio de que no carecía de recursos) eran parcos pero refinados, y levemente alcohólicos: botellas de vino español, siempre el mismo, de Rioja, café en grano, sin moler, aceite de oliva italiano, extra virgen, botellas de ron, de brandy o aguardiente, plátanos, papas, berenjenas, acelgas, tomates, arroz, pastas, queso, naranjas, y poco más.

Una mañana, y esto para mí fue como una campana de alarma, lo vi entrar también con una resma de papel bajo el brazo. Fue esta resma de papel lo que me puso sobre aviso. Era una resma gruesa, gorda como un ladrillo, y nadie que no escriba mucho compra el papel por tacos de quinientas hojas. Al pasar frente a mi puerta la apretaba casi con cariño entre el pecho y el brazo. Como el hecho me intrigó y el personaje me gustaba (nada mejor que un vecino taciturno), y como también recordaba algunas de sus condescendientes reseñas en el Magazín (pocas cosas tan amables y escasas como un crítico benévolo), fue en ese momento cuando resolví emprender mis pesquisas bibliográficas sobre Davanzati. Pocos días después descubrí y leí su primer libro y me enteré también de la existencia del segundo, que hasta ahora no he podido conseguir ni mucho menos leer, y si alguien sabe algo le agradezco. Supe también que desde entonces, desde este segundo libro que casi nadie conocía, Davanzati no había vuelto a publicar nunca nada.

El Diario de un impostor, aunque fue una novela francamente maltratada por la crítica, no me parece un mal libro. Peca, quizá, de un marcado experimentalismo (de ese que estaba tan en boga por los años sesenta), pero si uno despeja sus malabarismos en los saltos temporales, la inútil complejidad de la sintaxis, la casi total ausencia de puntuación y la excesiva obsesión por las alusiones literarias, el libro se salva. Tiene su protagonista, Martín Moran, cierta cálida comprensión humana, fruto de una autointrospección casi maniática que hace de él, más que un impostor, un atormentado de su propia autenticidad y una víctima de su perenne remordimiento frente a los hechos del mundo, casi como si estos, de algún modo secreto, dependieran indefectiblemente de sus supuestas culpas. El libro está lleno de agudas observaciones cotidianas, todas teñidas con los variados colores de la vida. No me parece necesario, en todo caso, citar apartes de esta novela ni profundizar más en ella. Tanto en la biblioteca de la universidad como en la Piloto, los interesados podrán hallarla y leerla; más aún, creo que alguna editorial debería correr el riesgo de volverla a imprimir, y ahí les dejo la inquietud.

Desde que leí su novela y sobre todo desde aquella mañana en que lo vi subir las escaleras con la resma de papel bajo el brazo, yo sentía que compartía un secreto con mi vecino de arriba o, para ser más preciso, que me había robado un secreto de mi vecino. Contra todas las expectativas (si es que las había, porque en realidad este hombre había sido olvidado por casi todo el mundo), y contra toda evidencia, Bernardo Davanzati seguía escribiendo. En silencio y sin publicar, pero escribiendo. O bueno, al menos esto era lo que yo intuía, pues sólo había visto la resma de papel apretada entre el pecho y el brazo, y aunque la cosa no demostraba que el tipo siguiera escribiendo (las hojas que le vi subir estaban en blanco, por supuesto), poco tiempo después tuve la confirmación cabal de esta corazonada. Resulta que un día —estaba yo terminando un artículo para la revista donde trabajo— me di cuenta de que había tirado por error a la basura un periódico viejo del que todavía necesitaba sacar un dato, tal vez una cita exacta o una cifra precisa, ya no sé, y como sabía que había tirado ese periódico por el shut ese mismo día, bajé hasta el sótano del edificio y fui al sitio donde están las canecas de la basura, justo debajo de la salida del tubo que, hacia arriba, tiene una puertecita metálica en cada uno de los pisos. No tuve que escarbar mucho para dar con el periódico, pero al apartar las cascaras de banano, los sobrados de arroz, los mordiscos de arepa, las cortezas de queso y las latas abiertas de conservas, encontré otra cosa que me interesó mucho más que el periódico: varias hojas de papel blanco tipo bond, arrugadas, escritas a mano por los dos lados.

Desde luego que yo no conocía la letra de Davanzati, pero quién más podía ser el dueño de esa escritura clara, con ortografía impecable, sin un solo tachón, sin arrepentimientos, nerviosa y rápida pero no titubeante, salpicada de gotas como de vino tinto o de café. ¿Las señoritas Montoyas? Imposible en un par de camanduleras. ¿El doctor Molina? Era un famoso cardiólogo que usaba el miniapartamento del último piso sólo como pied-á-terre ogarçonniére, como indicaban los alborotos y vallenatos de los sábados, los alaridos de éxtasis, las risas, y al fin el vocerío estridente de las rubias despelucadas que bajaban las escaleras muy orondas en sus zapatos blancos, taconeando sin piedad mientras se despedían del doctor con esa voz espesa de tabaco, perico, alcohol y madrugada. Quedaban dos sospechosos, Davanzati o yo, pero la letra no era mía. Así que subí con los papeles arrugados doblados en la mano, con el corazón queriéndoseme salir de las costillas, como cuando miramos por el ojo de una cerradura con el presentimiento de que en el otro lado… Y en efecto, cuando desarrugué y pude leer los papeles, se hizo evidente que éstos eran de Davanzati. ¿De quién es la basura? ¿Tiene dueño la basura? ¿Tirar algo no es lo mismo que regalarlo? Me hacía estas preguntas para justificarme. En realidad yo sé perfectamente que cuando un escritor se desprende de algún papel no lo hace para que alguien lo rescate y lo lea, sino todo lo contrario, para que nadie jamás llegue a leerlo. Lo mío era una intromisión, sin duda, pero la curiosidad era mucho más fuerte que yo, las ganas de saber mucho más hondas que las de respetar la intimidad. Conservo esas primeras hojas sacadas furtivamente de la basura del edificio (y conservo otras, muchísimas otras hojas sacadas en los meses sucesivos), y desde que las hojas cesaron no he hecho otra cosa que preguntarme lo que haría con esa pesca diaria en el basurero que fue mi mayor obsesión, mi mejor pasatiempo, mi más secreto secreto, durante casi un año. No sé si hice bien o mal en volver todos los días, desde esa tarde en adelante, a hurgar en los cubos del edificio, no sé tampoco si hice bien en guardar los papeles con orden, apilados poco a poco en un cajón vacío de mi escritorio. No podía evitarlo, en todo caso, era más fuerte que yo, aunque no sé bien por qué era más fuerte que yo: curiosidad, impertinencia, intromisión, psicología de escarbador de basura, de comedor de sobrados, váyase a saber. Tal vez en un principio llegué a pensar que de ese robo de desechos yo podía sacar alguna ventaja, que a lo mejor allí hallaría alguna clave, algo útil para mi vida o inclusive una pequeña vena, un aluvión de alivio o una mina de ideas para mi propia esterilidad. Sea como sea, ese primer día, después de desarrugar los papeles pude leer lo que quiero empezar a compartir con ustedes, con ustedes que serán los únicos que puedan decidir si hice bien o no en convertirme en el basurero de Davanzati, en el mendigo que hurga la basura en busca de algún desperdicio no del todo podrido y capaz todavía de quitarle su hambre:

Las palabras de un muerto adquieren un peso que nunca tiene lo que dicen los vivos. En primer lugar, ya no las juzga ni la amistad ni la envidia, lo cual las aleja de esos vicios nefastos y opuestos que tiene la lectura: el dulce elogio, el agravio acrimonioso. Las palabras de un muerto son lo que son, finalmente, y cuanto más tiempo muerto lleve el muerto, mejor. No basta el anonimato, mucho menos bastan los seudónimos (esa forma mal disfrazada de coquetería) para esquivar la peste de los juicios y de los prejuicios críticos; al contrario, el anónimo y el seudónimo inspiran aún más cautelas pues los lectores piensan que tras ellos puede estar escondido el amigo o el enemigo y entonces el cuidado llega hasta la exasperación del silencio o de las frases sin sentido, inconclusas, circunlocutorias, incluso al milagro retórico de escribir varias páginas completas que no signifiquen nada. Tal vez las únicas voces que somos capaces de escuchar realmente sean las voces de los muertos. El problema es que nadie puede escribir después de muerto; de ahí que la solución sea vivir como si se estuviera muerto y seguir escribiendo, pero nunca publicar nada. Más aún: sin siquiera tener la menor intención de publicar nada.

Fuente:

Abad Faciolince, Héctor. Basura. Penguin Random House, Debolsillo, 2017.