Boletín n.º 132
Noviembre 17 de 2015

María Helena
Uribe de Estrada

(1928 – 2015)

Fernando González y María Helena Uribe de Estrada (1963). Foto por Leonel Estrada.

Fernando González y María Helena Uribe de Estrada. Fotografía por Leonel Estrada (1963).

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La Corporación Otraparte lamenta profundamente la muerte de la escritora María Helena Uribe de Estrada, autora de “Fernando González: El viajero que iba viendo más y más”. En su homenaje reproducimos diversos textos y fotografías relacionados con su cercanía a Otraparte y al maestro Fernando González.

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Como María Helena vive con su marido, que ejerce la ortodoncia, pues con él, inducida por su “daimón” y por el “daimón” de Leonel Estrada, vivió la unicidad de todo pie: no hay dos pies “iguales”. Y la individuación es mucha en los pies, porque ellos llevan y traen nuestros cuerpos físico, pasional y mental. Sólo a una “gradación social” de valores puede ocurrírsele que la mano es superior al pie. Y ante estas poderosas inteligencias femeninas que han aparecido hace poco en Antioquia, en contraste con la pequeñez, cicatería y suciedad de los hombres, es curioso que “el pie” haya sido vivido en su gloria o participación de divinidad.

[…]

Bien, ¡María Helena! Mereces, por tu atrevimiento de Prometeo, llegar a ser la “absoluta” desnudez de la vivencia que se te apareció en las primeras páginas: aquella que se te aparecía como ella quisiese; la reina de lo fenoménico.

El Hermafrodita que fuimos antes del tiempo y la perturbadora aparición del yo, tú y él, lo sentí yo en Génova (1930) al ver danzar a una muchacha rusa: salí llorando por no ser ella, la mujer.

Fernando González

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Lo que no vi
hace treinta años

Por María Helena Uribe de Estrada

¿Cómo seguir pensando en Fernando González, el hombre de tan amplia tesitura literaria, pasional, espiritual? ¿Cómo explicar qué veo en él, sin insistir en lo escrito hace más de diez, veinte, treinta años? Difícil intento.

Busco a Fernando desde mi presente, que es ya otro de cuando él murió. Ni la quebrada Ayurá —Circe— ni la carretera a Envigado, ni su Pisquín, ni sus hijos, ni él, ni nosotros, somos los mismos.

Dejé de pensar en quien consideré amigo, maestro, padre a veces, porque tuve que seguir caminando. Ser fiel a Fernando González era olvidar sus libros, aunque no su recuerdo.

Muchos de los estudios que se han hecho de él los fui guardando en mi archivo, sin detallar. Hace pocos días los abrí. En ellos encontré una constante: casi nadie considera la posibilidad de estudiarlo, aprehenderlo, definirlo. Se le acercan con terror de perturbar su imagen, o de trastornar la propia, como si quisieran dejarlo detenido dentro de su tiempo.

Resulta extraño: los escritos sobre él no nos lo acercan más; al contrario. Hay, en todos, un cierto respetuoso o agresivo deseo de posesión. Cada uno habla de su amigo, su maestro, su enemigo o su autor. No quieren verlo alterado. Y tienen razón, en parte. Leerlo, es seguir siendo un “sí mismo”, un “yo” incitado, regañado, deslumbrado entre sus contradicciones, tendencias, alegrías y contrariedades.

Para resolver la unicidad de Fernando, podríamos repetir sus palabras acerca de Ricardo Rendón: “No se puede decir que el secreto está en tal rasgo o línea. Está en todo y se ignora en qué consiste”.

Fernando es vitalidad; respiración meditativa. Lo suyo sucede instante a instante, riendo, llorando, discurriendo. Así podemos recordarlo, re-vivirlo, para aligerar la apatía o la rutina. Si lo congelamos, se nos muere. Es un almario; un punto de referencia en el diario transcurrir. Maestro de gallardía, de autenticidad, de búsqueda; o báculo.

A veces me sorprendo, repitiendo: ¡Como decía Fernando………………………!

Ojear, hojear, leer sus libros, es liberar nuevos chorros de agua fresca y cristalina, con terrones de existencia que nos golpean cada vez en forma diferente porque vamos cambiando. Sus palabras impresas evolucionan ante el devenir mental, intelectual, espiritual del interlocutor.

No es puerto de llegada: es un viajero que nos abre su cuaderno de bitácora, desde donde señala su Norte, el que va vislumbrando por etapas; el que persigue desde siempre, y hasta siempre:

1934 — Busco a Dios, como mi mamá buscaba las agujas, en Envigado… y todos los seres, los pescadores, los ojos de las muchachas, las piedras y mi gatica “Salomé” me están diciendo ya que por aquí humea; pero si encuentro, si es verdad, quiero que sea para todos nosotros… Hay también una estrella, también para mí apareció una estrella que me lleva para no sé qué pesebre en donde no sé qué niño está naciendo a cada momento: ¡Un niño que nunca ha nacido un niño así! (Cartas a Estanislao).

Lo conocí en mitad del camino de mi vida, cuando iba por mi propia selva. Decir, entonces, ¡qué dura cosa, esa selva oscura!, es un lugar común. Pero no es común el Virgilio de Envigado, porque este guía peculiar tiene muchas caras, muchos nombres, muchas moradas dentro de su espíritu, que irradian, entusiasman y contagian a cualquier edad, en cualquier sitio, en cualquier fecha.

Febrero de 1994

Fuente:

Fernando González: El viajero que iba viendo más y más. Medellín, Editorial Molino de Papel, 1999.

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Fernando González por Leonel Estrada

Busto en bronce de Fernando
González por Leonel Estrada.

Durante muchos años, con mentalidad infantil tuve al maestro como descreído y antirreligioso. Tan distinto del que luego conocí. Ese hombre amable y generoso, el de la voz dulce y varonil, el de los ojos vivos y mirada casta. Su palabra edificaba, pero fue aún más de ejemplo y de obras.

Leonel Estrada

En los últimos años de su vida visitamos varias veces a Fernando González. Ir a su casa era entrar en refugio donde se perdía la sensación de tiempo, de espacio, de gravitación. Era vivir el pensamiento puro, el amor puro, la esperanza pura. Salíamos reconfortados, seres nuevos, llenos de espíritu y de naturaleza.

María Helena Uribe de Estrada

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María Helena Uribe

La palabra
afanosa y silenciada

Por Augusto Escobar Mesa

María Helena Uribe figura entre las escritoras más interesantes de la literatura colombiana de las últimas décadas del siglo XX, a pesar de que su obra de ficción se compone de sólo dos obras, un libro de cuentos y una novela, pero esto es suficiente para alcanzar el reconocimiento que merece dado el alcance estético de su obra, sobre todo con su novela Reptil en el tiempo que revela, además, novedad formal, carácter intimista y reflexivo, mucha autorreferencialidad. También, y de manera singular aborda el tema de la culpa social y moral, de la muerte, de la contingencia humana, de la caída original con una profundidad y trascendencia y una postura crítica como pocas escritoras han logrado hacerlo.

María Helena Uribe nace en Medellín en 1928. Realiza sus estudios primarios en el colegio Sagrado Corazón de Medellín y los continúa en Bruselas entre 1937 y 1939. Ella y su familia regresan de Bruselas a Colombia debido al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Finaliza sus estudios secundarios en el colegio del Sagrado Corazón de Medellín. Luego, estudia inglés y algunas artes en el Marymount College de Tarrytown, cerca de Nueva York, entre 1946 y 1947. En Medellín alterna su formación de manera personal con el estudio de idiomas, artes plásticas, música y deportes. Se casa en 1950 con el odontólogo, escritor, curador y crítico de arte Leonel Estrada. Es madre y abuela de cinco hijos y diecisiete nietos.

Es autora del libro de cuentos Polvo y ceniza (1963), la novela Reptil en el tiempo (1986) y dos libros de ensayos sobre la obra del filósofo, ensayista y novelista Fernando González (1969): Fernando González y el Padre Elías (1969) y Fernando González: El viajero que iba viendo más y más (1999). También escribió guiones para televisión. Ha publicado, además, numerosos ensayos y artículos periodísticos para revistas y periódicos nacionales, ha sido asesora de revistas sobre el tema salud y familia, y jurado de concursos de cuento y novela. Desde muy joven se dedicó a la lectura que acompañaba con la escritura, la ejecución de la guitarra y el acordeón. Luego se interesó por la pintura de la que hizo un buen número de obras al óleo cuyos temas prioritarios fueron bodegones, flores y figuras femeninas. A los quince años comienza un diario que se convierte en necesidad y montones de páginas que forman volúmenes con nombres como Cuando nació el amor, Derrumbes de un sueño, Soñando con mi ideal, Rasgos del amor. Esas son “sus cosas, sus recuerdos” —como diría la protagonista de su cuento “La buhardilla” del libro Polvo y ceniza—: pensamientos que abarcan una vida entera, porque “las palabras ocupan mucho campo y hay que escribirlas poco a poco, leerlas lentamente” (1963:136). Escribió también poesía, pero nunca sintió la armonía, la fuerza y desenvoltura que le procuraba la prosa en la que podía desnudar su espíritu, presentar “el alma objetivada” y mostrarse como “siquiatra absorbente”, al penetrar en el mundo intrasubjetivo de sus personajes. Vive el presente con intensidad en torno a los suyos, sus lecturas y su música.

En sus lecturas, Uribe reconoce, entre otros y en distintos momentos, la presencia de autores como Zola, Stendhal, Flaubert, Mark Twain, Paul Bourget, León Bloy, Albert Camus, Simone de Beauvoir, Alain Fourier, Julio Cortázar, Rómulo Gallegos, Fernando González, buena parte de la literatura francesa de los años cuarenta a los sesenta del siglo XX (la nueva novela francesa) y la literatura mística española. Dos obras de escritores colombianos que tuvieron una especial significación en un momento de sus lecturas fueron La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera y Tiempo de sequía (1957) de Manuel Mejía Vallejo. Con éste último escritor mantuvo una estrecha comunicación y fue uno de los más cercanos y exigentes lectores y motivadores de la publicación de su obra.

¿Pero qué es lo que encontramos en la literatura de Uribe que la crítica es unánime para reconocer en ella una de las voces más singulares de la literatura femenina colombiana de la segunda mitad del siglo XX? Su obra de ficción es poca pero densa, intimista, reflexiva, profundamente autocrítica. Ella revela el cuestionamiento existencial de mujeres problematizadas, agonistas, profundamente culpabilizadas que buscan redimirse con lo único posible, la escritura. Ante un estado de abismo permanente, de desfondamiento del ser, la palabra es el único asidero, el resorte último que libera de la muerte (atomización de la existencia) y restituye la unidad perdida. Es la afirmación de un yo en su identidad peculiar femenina, crítica. Polvo y ceniza al igual que la novela Reptil en el tiempo son dos libros de las edades de la vida y del tiempo en los que la escritura y la muerte adquieren exactas y casi tangibles dimensiones; son también los libros de las grietas surgidas en el tiempo, en la noche, en la aridez, en la maternidad, en sí misma, en el amor y las que dejan los libros. Grietas por donde se escapa la angustia sin remisión de vidas en busca de respuestas a preguntas que cada vez sugieren otras y, así, sin límite en el horizonte.

Fuente:

Colombiaaprende.edu.co