Boletín n.º 144
Abril 4 de 2017

Sergio y “Medellín,
a solas contigo”

Sergio Restrepo Jaramillo

Sergio Restrepo Jaramillo

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No sabíamos qué decir sobre la destitución de Sergio Restrepo del Teatro Pablo Tobón, pero un amigo de Confianza nos sugirió compartir con nuestros lectores el texto “Medellín, a solas contigo” de Gonzalo Arango.

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Sergio Restrepo Jaramillo pueden ser muchos, puede ser cualquiera: un primo, un conocido, un amigo de infancia o un amor de vacaciones. Es, incluso, el nombre de un sacerdote jesuita al que la muerte le llegó muy pronto. No es esta la historia de un caballero ilustre con títulos colgados en las paredes y todas las preguntas resueltas. A este Sergio se le dan los juegos de palabras, los acertijos y las rutas inciertas. No es ni será nunca un discípulo de fe ciega, amigo de los dogmatismos y las fórmulas preestablecidas. Prueba de ello es que haya inventado dos términos para describirse: “Yo soy una especie de híbrido entre dinópulo y levantahombrista. […] Soy el que no sabe seguir instrucciones, el que no sabe seguir caminos. Entonces, normalmente, lo que me pasa es que me pierdo. Pero como no me voy a quedar quieto, por algún lado tengo que salir. Y eso es difícil. El levantahombrista es como, ¡ahg!, al que no le importa. Esa mezcla rara, con unas goticas de otra cosa que yo llamo entusiasta —no sé nada, pero me entusiasmo mucho para hacer las cosas— es lo que más o menos yo soy. Trato de rodearme de saliradelantistas, gente que puede hacer las cosas muy bien. Los que hacían la margen en el cuaderno, los que normalmente tenían letra muy bonita, no se equivocaban; sabían para qué eran las tildes y para qué eran las comas. Yo creo que el mérito es de ellos. Son los que hacen las pendejadas en las que yo los meto; son los que me sacan cuando me pierdo porque no sigo el camino. Ellos son los que hacen realmente el camino”.

María Camila López Isaza
(Ver la entrevista completa)

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Medellín, a solas contigo

Por Gonzalo Arango

Un bus me deja a mitad de camino. Por treinta centavos compro quince minutos de paisaje. A la montaña subo a pie, jadeando de calor hasta coronar la cumbre. A la casa donde voy se entra por una avenida de rosas cuyos botones estallaron esta tarde al sol. Todavía, en el perfume del aire, mi carne percibe la cópula de la naturaleza.

La visión de la ciudad es espléndida desde esta altura. Puede pensarse en un paisaje ideal para místicos, pero aquí viven los industriales antioqueños.

Todavía no tomé una copa, y ya estoy ebrio. La voluptuosidad del aire emborracha mis sentidos. Me niego a beber para conservarme lúcido, y gozar este paisaje fascinante tan parecido a la gloria. Para empezar, un jugo de moras.

Marina me enseña el nombre de las matas que crecen en su jardín: gardenias, alelíes, crisantemos y girasoles. ¡Qué derroche de belleza! No falta un color, y todos los aromas están presentes. Escandalosa lujuria de esta tierra donde brota el milagro por el amor de un corazón y unas manos de mujer.

Quisiera vivir en medio de este esplendor de fuerza, sol y poesía. Pero tal vez no. Esta violencia desencadenada terminaría por matarme, es demasiado inhumana. Mi alma también ama la pobreza, la aridez y las piedras. Mi dicha muere en el exceso. Y esta belleza es perfecta. La felicidad tendría aquí su reino, pero también una muerte melancólica. El corazón necesita ausencias para alimentar el deseo.

Nos instalamos en la biblioteca. Tomamos un licor seco, excitante, y estamos felices. Tras los vidrios una terracita sembrada de pinos semeja un balcón sobre un abismo que titila: ¡la ciudad!

Anclada en la oscuridad, chisporrotea con sus neones brillantes. El viento mece los árboles. El cielo centellea apacible. Me siento despojado de espíritu, vacío de ideas, sólo abierto a las embriagueces del cuerpo.

Lenta y cálida invasión de felicidad que nace al mismo tiempo que la noche. Reconciliación de mi ser con el mundo. Esta noche sólo existo para afirmar, para consentir. No tengo dudas sobre nada. Ni siquiera los asesinos pensamientos de muerte. Perfecta plenitud en el mundo y en mi alma: una paz de piedra, dicha sin fondo.

Olor de eucaliptus y rosas en la biblioteca. Me digo: es el buen olor de la sabiduría, esta inocencia que no está escrita más que en el aire, y más alto aún, en las estrellas.

Cuando a media noche salgo en la terracita veo la ciudad iluminada, feliz bajo la fresca noche de verano.

¡Oh, mi amada Medellín, ciudad que amo, en la que he sufrido, en la que tanto muero! Mi pensamiento se hizo trágico entre tus altas montañas, en la penumbra casta de tus parques, en tu loco afán de dinero. Pero amo tus cielos claros y azules como ojos de gringa.

De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde sólo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de tus paredes.

Bajo estos cielos divinos me obligaste a vivir en el infierno de la desilusión. Pero no podía abandonarte a los mercaderes que ofician en templos de vidrio a dioses sin espíritu.

Te confieso que no me gustaba tu filosofía de la acción, y elegí para mí la poesía. Éste era el precio de mi orgullo y de mi desprendimiento.

Tus mañanas son las más bellas que han amanecido en ciudad alguna. Pero me negaba a perder su contemplación por tus oficinas burocráticas. No, Medellín: prefería esperar tus mañanas en un bar, o en un parque solitario para que te vomitaras plena de libertad y radiante de sol sobre mi corazón borracho.

Por eso me decías “vago”, porque nunca fui avaro con tu belleza. En cambio tú nunca fuiste generosa con mi locura. Yo te daba mucho amor y te adoraba. Pero de tanto amarte casi me destruyes.

Hui de tu belleza y de tus glorias para conquistar las mías, en vista de que no parecías orgullosa de mis alabanzas, y me despreciabas como a un bastardo porque no hacía lo de todos: rezar el rosario, casarme, trabajar como un negro y después morir.

De noche te era fiel, era tu testigo desvelado para que tu belleza no fuera inútil: te aseguraba un reino en mi conciencia y una dicha en mi corazón exaltado. Pero nunca comprendiste la humilde gloria de tener un poeta errando por el corazón desierto de tus noches considerándote mi hogar, mi amante, y mi única patria.

Eres utilitaria en cambio, y preferías acostarte con gerentes y mercaderes. También eres tiránica, pues te place la servidumbre, dominar soberana en el reposo de los vencidos y los muertos.

Sola y pura con tu gloria inhumana. Avara con tu majestuosa belleza. No te das porque a todos has matado, Medellín asesina, Medellín de corazón de oro y de pan amargo.

¿Por qué te empeñas en matar el Espíritu? Yo sé: porque el Espíritu tiene sus glorias que te rivalizan en poder.

No todo es Hacer, Medellín. También No-Hacer es creador, pues no sólo de hacer vive el hombre. Dijo Lawrence: “Prefiero la falta de pan a la falta de vida”. Pero tu fanatismo laborioso no te da tiempo para asimilar otras filosofías de la vida. No has tenido tiempo de aprender a vivir, sólo sabes trabajar y morir. Te digo por esto que casi no sabes nada, mi querida. Ni siquiera eres consciente de tus maravillas. Te enloquece el Poder sin la Gloria. A veces le coqueteas al Espíritu, pero pesas demasiado con tu materialismo para permitirte una grandeza que no es elevada, que no es del alma.

No tienes corazón ni ojos para estas gardenias que me rodean, estos lotos en su laguna, ni para esta carga embriagadora de perfumes, y esta dicha carnal que me llega del silencio. Eres de una inocencia perversa porque asesinas el alma de las flores; porque arruinas el cielo con tus vomitadoras chimeneas; porque robas al sueño su silencio con tus ronquidos de producción en serie.

Hay otras mercancías que no produces: los alimentos del alma. Ni siquiera tienes una fabriquita para alimentos del alma. Tus politécnicos y universidades sólo vomitan burócratas, peones, jefes de personal y millares de contadores para tu potente máquina económica, tus cerebros electrónicos y tu Bolsa Negra.

¡Castrados de espíritu! Y yo sé que no son brutos. Al contrario, son idealistas y mesiánicos, herederos de conquistadores. Pero tú eres horriblemente frustradora.

Eres incapaz de producir un líder espiritual, ni siquiera un mártir. Porque antes de que el Iluminado diga su mensaje de salvación, ya tú le has ofrecido un puestecito en el Banco Comercial Antioqueño, y lo conquistas para heredero de tus tradiciones, socio de la Venerable Congregación de los Fabulosos Ingresos Per Cápita, y Caballero del Santo Sepulcro.

Así coaccionas el espíritu de creación, la libertad y la rebelión. Eres endemoniadamente astuta para conservar la vigencia de tus estúpidas tradiciones. No admites cambios en tu poderosa alma encementada. Sólo te apasiona la pasión del dinero y aforar bultos de cosas para colmar con tus mercancías los supermercados.

Esto no estaría mal si con tus excesos y tus delirios productivos te acordaras de que tienes alma. Pero el tiempo del ocio lo ocupas en engrasar tus poderosos engranajes que mueven día y noche tu filosofía del Hacer, tu pensamiento reproductor.

A veces apestas a gasolina y hollín, mi pequeña Detroit. Cuando me abrumas con tus puercos olores siento piedad por tu insensato autodesprecio. Ni siquiera hay un rinconcito en tu monstruoso corazón de máquina para que florezca la flor bella, la flor inútil de la Poesía.

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Y así… tu belleza me daba el gusto amargo de la muerte. Tu desprecio en vez de anonadarme me infundía coraje y una terrible fuerza para conquistar los cielos, los mares y los amores imposibles, y a mí mismo que estaba muerto en la nada.

A pesar de ti, te debo lo que soy, pues no sería nada si no hubiera nacido bajo tu cielo. Tu tradición me predestinó desde siempre a la rebeldía. La demencia de tu producción me arrojó en los hornos de la pasión creadora y la contemplación.

He sabido estimarme en la medida en que me despreciabas. Abracé la soledad porque me arrojaste de tus templos, tus fábricas y tus cementerios donde no daba la medida de la muerte. Me cerraste todas las puertas y me quedé fuera de ti, sin ti, y me obligaste a mirar hacia lo alto y hacia el fondo, a mi alma y al cielo.

En tus calles besé el rostro amargo del fracaso. Te suplicaba en silencio en tus noches de eterna belleza, pero no entendías mi lenguaje de oración. Había que enternecerte a martillazos, hacerte razonable a golpes de sacrificio: cabeza dura de cemento, alma de caldera, arterias de hierro galvanizado que alimentan de aceite tu corazón. No de sangre, y por eso eres más insensible que un zapato.

Tu desalmada indiferencia me obligó a vencer mis feroces enemigos: esos fantasmas interiores que crucificaban mi carne joven con fieros clavos de autodestrucción. Yo chillaba de dolor silencioso en el mismo corazón de tu desprecio.

Lo que más me atormentaba era un áspero deseo de suicidio que intenté con horribles venenos entre tus petulantes rascacielos, o en la sordidez de tus burdeles donde me consagraba a horrendas orgías con ancianas, mendigas harapientas y niñitas rameras que podían ser mis hijas.

Pero fue inútil, yo soy alma difícil de crucificar. Veinte años antes me habías hecho heroico cuando de niño asaltaba tus montañas acosado por el hambre. Con las primeras guayabas que te robé me hiciste invencible y poeta de la rebelión.

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¿Recuerdas el susto que me diste aquella tarde cuando enviaste tus policías a la verde y desolada colina donde la estatua del Salvador abraza la ciudad?

Yacíamos de cara al sol de la tarde mi amiga y yo, modestamente abrazados leyendo un libro de poemas. Nos apuntas con un revólver asesino porque según tu moral eso era pecado, o sea, estar allí solos y benditos de cara al cielo azul. Te empeñabas en que éramos dos delincuentes por estar allí “profanando” la estatua de yeso de nuestro querido Señor Jesucristo. Pero no se te ocurre que el amor entre dos seres vivos es la cosa más santa que hizo Dios. Y además, era falso lo que estabas pensando, pues estábamos muy puros leyendo a Walt Whitman esperando que cayera la noche para meternos a un montecito a… Bueno, eso a ti no te importa, vieja chismosa.

Te empeñaste en inventarnos un crimen para meternos en la cárcel, lo que intentaste hacer si yo no te hubiera sobornado con mi recordada estilográfica Parker para que no cometieras esa burrada con mi compañerita que estaba llorando de dolor, sintiéndose una horrible prostituta dentro del sombrío ataúd rodante donde nos embutiste como un par de tenebrosos criminales.

Nunca te perdonaré aquellas lágrimas, Medellín malo, pues mataste en el amor de mi niña la inocencia animal de su cuerpo…

Y como eres una beata farisea y retenida, nos niegas hasta la felicidad barata de esa cama verde tendida por Dios para sus pobres amantes que por decencia no pueden ir a los burdeles donde bendices la degradación de las almas, y hasta expides carnets para legalizar el envilecimiento del amor.

Tu morbosa imaginación no puede concebir dos seres puros hijos del sol, o de la noche, porque los condenas con tu diabólica moral redactada por inquisidores prostáticos.

Francamente, Medellín, eres peligrosa. Eres como el diablo para comprarle las almas, con la diferencia de que tú no las condenas al Infierno, sino al No-ser.

No te enojes, mi querida, te amo más de lo que crees, pues al fin tú me has hecho posible. A ti, que no me has dado nada, salvo soledad y un poco de dura miseria, te debo la riqueza infinita y humilde de mi ser, que no cambio por todo el oro de tus bancos comerciales.

Después de todo, eres milagrosa. Haces posible lo imposible: hasta eres capaz de producir un loco idealista como yo. ¡Bendita seas!

Tu incomprensión ha creado en mí un hombre nuevo, distinto a los hombres que produces en serie como si fueran bultos de tela, muertos, o botellas de ron.

En ese desamparo me hice fuerte para la lucha, y te negué el homenaje de mis bodas con la muerte y la resignación. Y además, te debo gratitud, porque esa tu manera de parir “monstruos” me regaló un santo que fue mi maestro Fernando González. Te vuelvo a bendecir por él, a quien tanto hiciste sufrir, y tanto te amó.

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Todo es calmo esta noche de una manera dulce, sin furor. El cielo se derrama en una brisa de estrellas. Esta luz esparce beatitud por el inmenso Valle de Aburrá. En lo más claro del cielo se dibuja un elefante con alas que son enormes plumas de nubes. Semeja un ángel en reposo, en pausa para elevar el vuelo al fondo más azul de la noche. Luego se desintegra en una constelación de luces. Creo que estoy borracho.

En un sitio no lejos de este monte, una mujer duerme su sueño puro. ¿O será desesperado? A esa mujer la amé hace años. Aún oigo sus canciones de amor, su voz excitante y carnal. Siento que el corazón es ingrato y acumula tumbas en la juventud que luego olvida. Al principio las riega de amor, de besos, de lágrimas, de flores. Y luego de indiferencia.

¿Qué será de esa mujer a la que antes había hecho el homenaje de mi vida, y ahora soy incapaz de rendirle el de un recuerdo, ni siquiera un deseo, ni nada que no sea este desgarramiento de indiferencia?

En la biblioteca, hermosa fiesta de silencios. Afuera todo calla, hasta mi corazón tumultuoso. En lo alto del cielo, todo se apacigua: el rumor de la ciudad, los sauces, el viento, mientras la noche cruza silenciosa sobre este universo puro y sin memoria. Mi corazón enamorado cesa de latir para que lo poseas con tu gloria, ¡oh cielo sagrado!

Puro dolor de dicha en esta noche desierta, sin amarte, sin teléfono para llamar a Dios, solo con mi soledad que no sabe dónde buscarte mi amor perdido, mi monja.

¡Oh, alma mía, qué amarga es la belleza!

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Amanece.

Mi amigo se ofrece a bajarme en auto, pero me niego. El cielo estalla de estrellas, mil aromas, un canto salvaje de cigarras, el rocío. Un aire tibio se pega a mi piel como si fuera una amante.

Desciendo fumando cigarrillo, feliz con las manos en los bolsillos por una carretera solitaria donde se derrama la luz llena de la luna. No me inquieta el peligro.

Pero como siempre que estoy feliz sintiéndome predestinado, llegas a interrumpir mis éxtasis con la santa naturaleza, y me atropellas con un catafalco del que se baja un sargento muy categórico que me pide identidad.

Me pones “¡manos arriba!” y me requisas a ver si tengo puñales o armas asesinas, y me acorralas como a una rata. Entonces te enseño una cédula donde quedé con cara de delincuente común, lo cual fue mi perdición.

—¿Qué hace a esta hora por la carretera? —preguntas.

—Nada —te digo—, paseo… existo…

Era la pura verdad. ¿Qué mas podía decirte?

—Ja…, ja, ¿oyeron a este imbécil? Dice que existe, ja ja ja.

¿No ves? Te burlas porque existo, porque soy poeta, y me declaras culpable una vez más porque no estoy fabricando trapos, ni durmiendo “como todo el mundo”. Entonces me empujas a tu asquerosa ambulancia y me depositas en un hediondo calabozo lleno de estiércol y marihuaneros.

Desgraciadamente esa noche no tenía siquiera cigarrillos para conquistarte, para proponerte un “negocito”, que es el único lenguaje que te conmueve.

A cualquier precio querías hacer de mí un delincuente, y en verdad no me explico por qué no lo soy, si hasta me dejaste el estigma de un horrible complejo de culpa. Mi atormentada cara de poeta sufriente fue siempre para ti un delito.

Mi hermano Jaime madruga a pagar mi rescate, lo cual hace con inmensa piedad, y de paso me regala un sermón marca Made in Medellín, y un paquete de cigarrillos.

Para justificarme, le digo a la salida: “Oye, compañero, te juro que soy inocente, lo que pasa es que tengo cara de poeta maldito”.

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Aquella mañana de expresidiario reincidente fui a tu plaza de mercado a comer naranjas, y una vez más soy feliz a pesar de mis desventuras, y adoro tus contrastes. ¡Qué bello, puro y viril es tu pueblo antioqueño!

Imagínate que un culebrero nos reúne en torno a su cacharros, y nos dice que “algunos del respetable público” estamos condenados. Promete sacarnos el Diablo del cuerpo con una pomada milagrosa por la módica suma de un peso. Eleva un brazo peludo de predicador y exclama:

¡No tengan miedo, mis hermanos… Yo no les voy a robar… Este brazo es antioqueño y honrado, sólo lo uso para acariciar la ninfa y dominar el oso!

Pues sí, estuve a punto de abrazar a ese culebrero sucio y fornido, ¿sabes por qué, Medellín? Porque eres capaz de inspirar a un estafador la frase que habría hecho inmortal a don Miguel de Cervantes.

Sobra decir que el filósofo ateo Gonzalo Arango fue el primero en comprar la cajita de pomada milagrosa para sacarse el Diablo del cuerpo. Pero sin esperanzas de mejoría, pues cada vez que me la unto, mi novia dice: “¡Amor mío, hueles a Diablo!”.

Fuente:

Arango, Gonzalo. Obra negra. Fondo Editorial Universidad Eafit, colección Biblioteca Gonzalo Arango, Medellín, 2016, p.p.: 158 – 167.

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Sergio Restrepo Jaramillo