Boletín n.º 182
9 de noviembre de 2020

100 años de la
Escuela Fernando González

Celebración de una amistad

Escuela Fernando González - Foto © Cristóbal Valencia V.

Escuela Fernando González
Foto © Cristóbal Valencia V.

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Conversación con el historiador Carlos Gaviria Ríos en homenaje a la Escuela Fernando González en el centenario de su construcción y a los 60 años de haber recibido el nombre del escritor envigadeño.

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Don Bartolomé Restrepo Ochoa, sabio educador, sobrino de Francisco Antonio Zea, miembro de la Expedición Botánica y prócer de la Independencia, fundó en 1860 la Escuela Urbana de Varones de Envigado, que luego se llamó Escuela Modelo en la nueva sede inaugurada en 1920. La obra, iniciada en 1913, se construyó en un terreno adquirido por el Municipio en el llano de San Cayetano por la suma de mil quinientos cuarenta y seis pesos. El diseño de la edificación le fue encargado al reconocido ingeniero y arquitecto belga Agustín Goovaerts, y los primeros maestros fueron Sacramento Garcés y Pedro Pablo Zapata. En homenaje al «Brujo de Otraparte», en 1960 le fue conferido su nombre actual, Escuela Fernando González, y en 1995 fue declarada Monumento Nacional gracias a la iniciativa de Blanca Ruth Álvarez González, educadora nacida en San Jerónimo, Antioquia, quien en 1984 se vinculó como docente y diez años más tarde envió al Ministerio de Cultura la «Propuesta para la Conservación y Preservación de la Escuela Fernando González de Envigado», documento basado en su propia investigación, una obra aún inédita de 230 páginas con numerosos anexos y fotografías. A la maestra Blanca Ruth, recordada por los miles de estudiantes que formó a lo largo de 28 años en la Escuela Fernando González, se le acredita además el himno de la institución.

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Carlos Gaviria RíosCarlos León Gaviria Ríos es historiador de la Universidad de Antioquia, diplomado en Patrimonio Cultural, en Edición de Textos y estudiante de la maestría Urbanismo y Medio Ambiente en la Universidad Eafit. Autor de la investigación «Colombia en la guerra de Corea: Memorias veteranas 1950-1954», ha sido consejero municipal de Patrimonio, miembro del Consejo Territorial de Planeación y actualmente es miembro de número del Centro de Historia de Envigado José Manuel Restrepo y coordinador de la Casa Museo Débora Arango Pérez «Casa Blanca». En su calidad de fundador y editor del sello Pulso & Letra Editores, en 2018 fue invitado a la «Diada de Sant Jordi» en Barcelona, España.

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Llegué a Medellín a la 1:00 p.m. Celebré la misa en Otraparte. El altar, en el salón, al pie de la ventana de su pieza, a través de cuyos cristales contemplaba sus reliquias todavía en cama como si durmiera. Las acompañé al lado del chofer en el carro mortuorio a un nicho que era de nadie, común, para él, que había sido de todo el mundo como nuevo Cristo. No quiso flores (y se cumplió), la caja más sencilla de la mortuaria, como había vivido. El que había contemplado tanto con lupa todas las flores y que tanto las amaba, había prohibido que las pusieran junto a su cadáver, porque ahí eran vanidad. Y nada odiaba él tanto como la insinceridad de la vanidad. Pero todo el pueblo de Envigado que lo recibió en su seno, el mismo que lo vio nacer en la calle con caño, estaba en la calle. A la entrada del cortejo un grupo escolar de niños con suéter rojo y un gorrito blanco ostentaba una pancarta que decía: «Escuela Fernando González». Parecía su entrada, la triunfal de aquel otro Domingo. Todo el mundo caminaba rodeando tras el carro mortuorio. Los niños se encaramaban por él, nadie protestaba. Todo era amor.

Andrés María Ripol O. S. B.

(Las cartas de Ripol, 1989)

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Mi Fernando González

Por Cristóbal Valencia V.

El lunes 17 de febrero entramos a clase como de costumbre. Don Eleazar, nuestro maestro de quinto de primaria, corrió lista llamándonos por el número que dos semanas antes nos había asignado, cuando empezamos el año académico en la escuela José Miguel de la Calle. Yo era el 52, por la primera letra de mi apellido. Nos estaba revisando las tareas de aritmética del fin de semana cuando tocaron la campana inesperadamente, mucho antes de la hora del recreo.

Salimos al patio y filamos como ya habíamos sido entrenados. Este será un lunes diferente porque «iremos a una misa especial en comunidad a las diez, a Santa Gertrudis en el parque de Envigado», nos anunciaron; evento sin duda extraño porque ni siquiera los domingos estaba instituido para la escuela, por lo alejada que quedaba, en el barrio Obrero, a una cuadra de la quebrada La Ayurá.

En el parque principal confluimos las escuelas y colegios de la municipalidad, masculinos y femeninos, en perfecta formación y uniformados, menos nosotros que no lo usábamos; la banda de guerra de La Salle, con un toque lento, le imprimía solemnidad a un acto público cuya razón desconocíamos todos mis compañeritos.

En el atrio de la iglesia, en medio de muchas flores, estaba el altar para una misa campal y, de frente a este, un grupo grande de personalidades vestidas elegantemente, sentadas en lujosas sillas de madera. El reloj de la torre izquierda de la iglesia marcaba las diez en punto cuando se detuvo una carroza fúnebre, en la que pude leer mientras pasaba en frente nuestro, en una cinta morada con letras plateadas, «Fernando González Ochoa».

En medio de los actos litúrgicos me distraje pensando en quien le daba nombre a la escuela donde cursé primero y segundo elemental, que hoy era el objeto de aquel despliegue de honores, para despedirlo.

Reconstruí en mi mente su porte delgado bajo una camisa a cuadros, pantalón de paño verde tablero, con una correa café a la altura del ombligo; su cara menuda coronada por una boina y, sobre todo, su expresión amable conmigo.

En la Fernando, igual que esta mañana en la José Miguel, en varias ocasiones sonó la campana antes de la hora del recreo. Pero allá fue para que filáramos porque el señor que hoy estábamos velando nos quería saludar. Efectivamente, él se paraba en el corredor en medio de varios bultos de mandarinas llevadas de su casa Otraparte en las afueras del pueblo. Empezando por los chiquitos de primero, íbamos pasando en fila a tomar una y luego volvíamos a hacer la formación, con la fruta en la mano. La primera vez llegué al costal sin dejar de mirarlo a los ojos porque, sin parecerse, algo de él me remitía a mi papá. Sonriente conmigo notó que tomé una mandarina muy pequeña, por lo que me dijo: «No sea bobo, mijo; llévese dos o coja una más grande».

Cuando todos los alumnos estábamos surtidos y los costales vacíos, Fernando González mismo tocaba la campana y quedábamos en recreo.

Fuente:

Adonaivalencia.com

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Escuela Fernando González - Foto © Gonzalo Santamaría H.

Escuela Fernando González
Foto © Gonzalo Santamaría H.