Ese «bobo» que
todavía molesta

Por Reinaldo Spitaletta

Quizá somos necrofílicos, y nos gustan los muertos para después olvidarlos, sobre todo si se trata de tipos peligrosos. Ya cadáveres, el sistema, al cual condenaron y vapulearon en vida, los vuelve inofensivos, les erige una estatua para que las palomas defequen en ella. O una placa conmemorativa. Y listo. Nada que temer.

Hay tipos, sin embargo, que son muertos-vivos («y si no pregúntenle al Che», cantaba Atahualpa Yupanqui), aunque los transmuten en estampilla. O en pieza de museo. Hace 40 años (el 16 de febrero de 1964) dizque se murió Fernando González. Ah, bueno, ningún periódico recordó la efeméride, porque, a lo mejor, creen que los pensamientos del viejo se murieron también. Y porque, es probable, da más dividendos la farándula. Qué desconcierto. El tipo aquel estaba contra el hombre-rebaño, contra la actitud de grey, contra la podredumbre del poder, y no le gustaba ser abogado, ni periodista, ni industrial, ni comerciante, ni gobernador, «únicamente me gusta pensar, estar pensando por ahí, de pies bajo los árboles» (El remordimiento).

Un muerto, como el brujo de Envigado, tal vez se muere cuando ya nadie lo lee, cuando sus palabras dejan de inquietar a la juventud, cuando se pierde la necesidad de su discurso. Pero parece que en Fernando González, en sus libros, aún hay mucha luz. Y su cadáver sigue por ahí, molestando, pesando cada vez más. «Al morir nos hacemos más terrenales; nos llama más fuertemente la tierra» (Viaje a pie). Para algunos, puede ser un man pornográfico, tal como lo calificaron por los calzoncitos de mademoiselle Tony. Pero qué más pornográfica que las miserias de este país, donde los presidentes han vendido la soberanía, y en el cual quienes están y han estado en el poder lo asumen como si fuera una herencia celestial. Para otros, continúa siendo un guerrero, en un país en el que la gente está habituada «a la inmundicia de su condición actual». Un tipo que fustigó la hegemonía liberal-conservadora, que se sobrepuso a la tiranía de las sotanas y llamó a estar a la ofensiva, al desafío permanente. Sus lecciones de irreverencia están al día, porque todavía somos una tierra de bueyes. O de esclavos. Nos gustan las cadenas y los amos. «Así los yanquis nos tienen cogidos y hacen de nosotros lo que se les antoja», decía en 1936.

Que no era filósofo. Que sí era. Que la discordia, si es que lo es, la resuelvan los académicos, porque, según sus palabras, aquel parroquiano envigadeño era «veinte por ciento místico; diez por ciento peón; treinta por ciento enamorado de la belleza y el resto bobo». Claro que esa clase de «bobos» escasea en Colombia; alguien que no caiga en el coro y destruya la vanidad del poder, que vaya más allá de los lemas pronunciados por los que gobiernan en favor de las castas, que ausculte las raíces del hombre colombiano, digo que un bobo así no es que aparezca todos los días.

Parece que su cadáver no se ha podrido. Lo que sí está descompuesto es el establecimiento. Fernando González nació en una aldea lenta, de chismes rápidos, donde la poca diversión se limitaba a poder mirar, desde las aceras, la mierda que flotaba en los caños. Eso cuentan. Pero, más allá de la anécdota, están sus textos, que escribió no para ganarse pergaminos y trofeos sino para advertir. O irritar. La esencia de un entierro, decía él, es el cadáver y su enterrador. Todavía no hay muerto, pero sí ganas de enterrarlo. O de volverlo sólo lámina. De cualquier modo, la manada está feliz. Todo anda muy bien.

Fuente:

El Colombiano, columna de opinión «Sombrero de mago», miércoles 18 de febrero de 2004.