Tomás González,
para antes del olvido

El ilustre desconocido del Hay Festival, que se inicia el 25 de enero (2007). El escritor antioqueño, premio Plaza & Janés de novela en el 87 y elogiado entre otros por la Nobel austriaca de Literatura Efriede Jelinek, hablará sobre la intimidad en la literatura. Acá, parte de su vida y de su obra.

Por Fernando Araújo Vélez

Las primeras veces que se extravió, siendo apenas un niño, su madre no supo dónde buscarlo. Si en el patio, el garaje, o el monte que rodeaba la casona; si en las habitaciones de la servidumbre tal vez, o en la calle de tierra que llevaba hacia Envigado. El último pálpito que solía tener doña Tulia pasaba por creer que lo encontraría en la casa del tío Fernando, justo al lado, en donde Tomás González se perdía, más arrobado por la presencia y los ademanes y comentarios del tío, que por escabullirse de algún castigo. Se perdía porque de alguna forma alucinaba con aquel viejo. «Fernando González Ochoa era un sabio en todo el sentido de la palabra. Por sus movimientos, por lo que callaba, por sus comentarios. A mí me fascinaba oírlo hablar de lo que se le iba ocurriendo».

En la biblioteca de Otraparte encontraba personajes, historia y nombres, que de alguna manera y por momentos se le mezclaban con los que hallaba en su propia casa. Entonces su mundo comenzó a ser aquel que salía de los libros. «Leía historias de aventuras, lo de todos los niños: Julio Verne, Jack London, y luego, Tomás Carrasquilla». Un día, ya de adolescente, se prendó de la poesía por un viejo tomo de García Lorca: Romancero gitano. «Me impresionó en aquellos tiempos, y aún me sigue impresionando. Su vida, su obra, las circunstancias trágicas de su muerte». La puerta estaba abierta y él entró por ella para descubrir más tarde a Silva, a De Greiff, y luego, a Baudelaire.

De los libros ajenos del anaquel pasó a sus propios proyectos literarios. «Era un paso lógico empezar a escribir, y así fue. Escribía poemas, más que nada eso». Cuando su tío murió, en 1964, González ya tenía claro que por un lado o por el otro iba a seguir su camino. Eran los 60, y los 60 para un muchacho que prefería las letras al dinero, los jeans a la corbata y la marihuana al whisky, tenían que ser de izquierda, de bohemia y escape. «Era una época en que todos éramos hippies, bohemios e izquierdistas, y pensábamos que era posible abandonar la vorágine de la ciudad e irse a vivir a una isla. Entonces, todo parecía muy fácil, lamentablemente ahora sabemos que no fue así».

De aquellos tiempos, de aquel «vagabundear», y de la vida y muerte de su hermano Juan, surgió su primera novela: Primero estaba el mar. El texto relataba la llegada de Jota y su mujer a la selva del Urabá antioqueño, el poco conocimiento del lugar y los diferentes hechos que fueron desgastando a la pareja, hasta el trágico desenlace, anunciado ya desde las primeras páginas de la novela. «Fue una historia muy difícil de contar, porque era muy cercana a mí, así que traté de ser lo más desapegado posible para relatar las cosas como fueron. Hubo una intención desde el principio de escribir una tragedia, estéticamente hablando: en la novela los protagonistas avanzan todo el tiempo hacia un destino ineluctable y no hay vuelta atrás».

Cuando terminó la novela —«algunas, uno las acaba por físico cansancio de la misma historia y los mismos personajes, pues si uno corrige y corrige y vuelve sobre el texto, el proceso puede llegar a ser infinito»—, González ya vivía en Nueva York. Se había marchado porque la vida en Colombia, de una u otra forma, le pesaba. Allá, muy lejos del ruido, seguía escribiendo, y hacía traducciones diversas para poder sostenerse. «Y vivía con mis fantasmas mientras escribía, que no eran otros que los personajes de mis libros dando vueltas por ahí. Ya al final, cuando llega el último punto, como que desaparecen, se esfuman».

Tenía 37 años cuando escribió las últimas palabras de Para antes del olvido: «El olor a menta y eucaliptos, única experiencia sobrenatural en toda su existencia, se sostuvo en el aire por un rato y después se adelgazó también hasta morir. —Y vino a despedirse —dijo el abogado».

La historia casi que lo había perseguido desde su infancia, pues él sabía que por ahí, en alguna parte, debían estar los textos que su abuelo (sic: tío) Alfonso González había escrito sobre sus vivencias durante la Primera Guerra Mundial. Un día los encontró. Los dejó madurar y esperó a madurar un poco él también. Entonces se encerró a teclear.

Pese a que en algunos círculos muy cerrados había quienes creían que con González había que hacer un punto y aparte de la literatura colombiana, aún era un inmenso desconocido que tenía que buscar por todos los medios posibles un editor. Por eso sus textos aparecieron publicados por El Goce Pagano, una editorial de entrecasa. Igual, como solía repetir una y mil veces William Faulkner, uno de sus referentes más importantes: «Lo único que debería importarle a la gente sobre un escritor son sus libros». Tomás González siempre tuvo presente aquella premisa. Incluso años más tarde, cuando en 1987 obtuvo el premio de Plaza & Janés por Para antes del olvido, y algún tiempo después, cuando retornó a Colombia y de repente el mundillo de las letras empezó a hablar de él. Efriede Jelinek, premio Nobel tres años atrás, por ejemplo, dijo que «leyéndolo tuve la sensación de que Tomás González es muy puro». Marco Schwartz, premio Norma en 2005, contaba que por comentarios sueltos «tuve la fortuna de descubrir a ese escritor monumental que, por lo poco que sé de él, es extremadamente tímido e invulnerable a la vanidad y los halagos. González hace una literatura de profundidades psicológicas, de atmósferas familiares densas y de alta carga poética, donde no sobra ni una descripción, ni una simple sílaba: todo ocupa un lugar necesario en su obra para conseguir el fin último, que es llegar al alma de los seres humanos».

González ya vivía entre sus silencios por los alrededores de Chía. Como siempre, metido en su mundo, con sus muy personales divagaciones sobre la musicalidad de sus obras, sobre el ritmo y la rima, la trama y los finales. «El tono, la musicalidad, es lo más importante para mí. Que no haya sonidos desagradables, pero eso termina siendo un peligro, pues a veces uno por mantener el tono, la resonancia, puede confundir al lector, entorpecer el hilo narrativo. Se requieren las dos cosas en una narración, pero si no hubiera más remedio que tener un defecto grande, yo rompería el hilo narrativo».

Nunca lo hará, por supuesto. Ni en sus ficciones ni en su vida, pues desde que se escondía de su madre en la biblioteca de la vieja casona de Envigado, aprendió por los libros de aventuras que los hechos tienen consecuencias. Más tarde, o más temprano, como ha terminado por suceder con él.

Fuente:

El Espectador, sábado 13 de enero de 2007.