En otra parte

Por Eduardo Escobar

Esta noche a las siete estaré en Envigado, en Otraparte, la casa donde vivió Fernando González entregado a la meditación, a la rumia de sí mismo y a sus libros, aunque le gustaba decir que es mejor vivir la vida que escribirla. El propósito de mi visita a la Casa Museo dedicada a la memoria del Brujo, como lo llamó Gonzalo Arango con afecto, será probar un paralelo entre la vida y la obra del autor envigadeño y el Profeta fundador del nadaísmo, dos escritores fabulosos que al cabo de una juventud militante y ruidosa eligieron la soledad del ostracismo.

Cuando hice el compromiso de intentar unas palabras sobre esos dos hombres singulares sentí un temblor supersticioso. En primer lugar porque ambos ya forman parte de los privilegios secretos de mi vida, de la experiencia íntima de mi alma, si tengo ese lujo, y son dos espíritus tutelares de compañía más que dos personajes ariscos en la crónica de la literatura colombiana. Y es mejor cuidar a los amigos del manoseo intelectual. El palabrerío corre el riesgo de ahogar el sentir que es lo que cuenta en la auténtica camaradería.

Contra todas las prevenciones acepté intentar el rescate de estos dos hombres del nudo de confusiones de que son víctimas de parte de algunas personas que los quieren y de sus adversarios incapaces de apreciar las rarezas en los reinos de la escritura, que se aferran a sus prejuicios con una cómoda ceguera para lo exótico, para lo difícil de determinar. González y Arango, contra el canon de la pereza, se han constituido, mal que les pese a los críticos oficiosos y malintencionados, en dos escritores de culto, entre esos raros lectores para quienes la literatura es un ejercicio de purificación y perfeccionamiento interior y una aventura espiritual más allá del simple juego estético. Un ejemplo.

En una charla en la Universidad de Sabaneta, adonde fui invitado por el Grupo Poesía en la Calle, encontré dos niñas increíbles, dos tiernos ángeles veinteañeros, llamadas María Camila, que me sorprendieron con su conocimiento de las obras de Fernando González y Gonzalo Arango, y lamentaron no haber nacido antes para vivir los tiempos festivos y amargos cuando los nadaístas iban los domingos a Otraparte. Esas criaturas de ojos vivos, claros y aromáticos hallaban en las figuras de los dos escritores un aliciente para vivir estos tiempos estériles, cuando el escritor se degrada a ojos vistas en un apéndice de la industria del papel, y la escritura en un espectáculo de vanidad, en engaño farandulero, en un enredo de falsos prestigios.

Esta noche recordaré en Otraparte algunas imágenes que me acompañan desde la adolescencia, el sabor de nuestras visitas al Maestro González, y evocaré la amistad, que cultivamos sentados en el mismo banco de madera que vigila la entrada del lugar, sustentada en la confianza en la belleza del mundo a pesar de la degollina, y en el intrigante misterio de las cosas. Y espero seguir siendo digno de la amistad que me brindaron esos dos poetas irremplazables, a quienes conocí cuando uno, a la edad que yo tengo ahora, apenas susurraba sus hallazgos, y el otro, a la edad de mi hijo menor, pregonaba a voz en cuello una nueva oscuridad y una nueva estética.

Mis Mariascamilas, después de la charla en Sabaneta, me pidieron que accediera a tomarme una fotografía con ellas para que sus amigos creyeran que habíamos hablado de esas presencias preciosas para sus vidas. Dios bendiga a las dos hembritas. Y mantenga vigentes muchos años aún, contra la tiranía aparente de la muerte y el desgreño contemporáneo, los sueños que compartimos y que hoy parecen absurdos, pero en los cuales seguimos esperando, pues es preciso contar con el absurdo en la desesperación, cuando la ramplonería de la vida práctica y el huero desorden actual han tergiversado todo lo que daba sentido y color a nuestro vagar planetario.

Fuente:

El Tiempo, martes 4 de octubre de 2011, columna de opinión Contravía.