Los mejores
hombres se ocultan

Por Eduardo Escobar

Francisco Restrepo Molina fue un inolvidable médico. Los hombres como él no necesitan más honor que el de haber honrado la vida con su presencia y su tarea, sin codicia ni vanagloria.

Francisco Restrepo Molina fue el médico inolvidable de mi familia hasta que se murió harto de lidiar con esa tribu de hipocondríacos. Él asistió al parto de mi madre cuando la pobre tuvo el infortunio de parirme un 20 de diciembre de enormes aguaceros que desmadraron las quebradas municipales con fama de milagrosas pero también de airadas. Me lo recordarían muchas veces más tarde. No sé si por envidia o como reproche. Restrepo le profetizó que el muchacho que acababa de parir le iba a sacar canas y arrugas si mantenía el carácter indómito que demostré arrebatándole las tijeras de cortar los ombligos. Previendo la clase de lugar adonde era echado, resuelto a permanecer en la abulia de la matriz sin pagar impuestos ni cargar la desgracia de un nombre.

La fama de sabio de Restrepo inspiraba un respeto reverencial. La voz cavernosa, la sonrisa difícil y triste, la cara tallada en un palo pálido. Vestía de negro, chaleco y sombrero. Y su andar recordaba un camello. Siempre pensé que las marcas de la cara eran de viruela. Pero eran las huellas de una erupción infantil que le curó Manuel Uribe Ángel, el inventor de la pomada en la comarca. Francisco quedó huérfano siendo un niño. Y se le siguió notando.

La semana pasada me regalaron una semblanza suya escrita por Daniel, uno de sus hijos. Y me enteré de que había sido conservador y católico de comunión diaria aunque de confesiones esporádicas. Por los aires de animal del desierto yo había pensado que era un librepensador, al fin y al cabo emparentado con Fernando González, el brujo del vecindario, con quien hacía experimentos homeopáticos y se interesaba por las fantasías de la eternidad que intrigaron a Porfirio y al diletante Borges.

En mi familia se confiaba a pie juntillas en dos seres de este mundo atroz: en el Papa en cuanto tocaba con las cosas del alma y en Restrepo para los sustos corporales. Lo que él no pudiera diagnosticar debía tratarse con el sepulturero.

Para él la medicina fue un sacerdocio: era claro para todo el mundo. Si acaso algún liberal despistado ensuciaba su manera de moverse como una abstracción con un maletín de médico en la mano. Pero la mayoría de los envigadeños sabían que Restrepo podía despertarse a cualquier hora porque para eso dormía junto a una ventana callejera. Y que si no había dinero no importaba, porque recibía sin discriminar en el pequeño consultorio iluminado por la luz oblicua de una puerta que daba a un patio de azaleas y pájaros. Sobre el escritorio había una calavera atabacada. Y los tinteros y el encabador Parker que le servía para dibujar esos arabescos de funámbulo de sus recetas, garabatos de un código que solo podía descifrar el farmaceuta de la plaza. La firma entorchada no se puede tachar de vanidosa. Expresaba la conciencia de la dignidad del misterioso ministerio de servir.

Uno ve tantos payasos brincando por todas partes con ganas de ser notados. Pero los mejores se ocultan. Mientras cumplen su deber sin aspavientos. Desde que se graduó, Restrepo no dejó de abrir su consultorio gratuito un solo día de su vida. Con una excepción: el de la muerte de su esposa. Y convirtió la rutina en una aventura metafísica. Y también fue de una candidez ejemplar. Como cuando comparó a Rojas Pinilla con Moisés en un discurso. Pero los hombres así bien pueden hiperbolizar si fueron capaces de sacrificarse para encarnar el buen ejemplo de lo que debe ser uno que se respeta a sí mismo. Alguien dijo que era digno de canonizar. Pero entonces habría que canonizar también a su caballo, que lo llevaba y lo traía a cualquier hora por esas breñas suburbanas, lloviera o tronara. Y los hombres como él no necesitan más honor que el de haber honrado la vida con su presencia y su tarea, sin codicia ni vanagloria.

Fuente:

El Tiempo, 25 de octubre de 2016, columna de opinión Contravía.