Libros inmensamente tristes

Por Eduardo Escobar

Hace días escribí aquí mismo una nota sobre el que llamé el libro más triste del mundo. Se trataba de Stoner, la novela de John Williams aparecida en 1965, y desaparecida enseguida sin pena ni gloria, para verse convertida de un modo inesperado en un superventas corrido ya el siglo xxi. A mí me la recomendó Héctor, de la librería Lerner. Me prometió que me iba a gustar. Y sí. Me gustó. Porque accede por lo anodino a lo trascendente, y por el artilugio del habla que es la sustancia por la cual se convierte la existencia en música, nos sorprende con la futilidad de una vida muy parecida a la de todo el mundo.

El libro de Williams, espantosamente triste, nos cuenta la biografía de un profesor universitario de literatura enredado en una pequeña vida doméstica sin misterios, milagros ni desgracias mayores de las que puede resistir una familia común y corriente sumida en la repetición mecánica de los actos que uno tras otro son la vida. Su padre, un campesino, había deseado que se dedicara a las labores del campo, como él. Y lo envió a la universidad a estudiar agronomía. Pero Stoner por un azar inesperado se encontró con la literatura en la universidad y renunció al destino del destripaterrones del sueño paterno. Y por una cadena de anécdotas insulsas, un matrimonio de esos que simplemente nos ocurren y de algunos incidentes propios de la mezquindad de los ambientes académicos, con citas de decanos, reuniones de profesores y pequeñas dificultades con los alumnos, el personaje se hunde en la abulia más que en la desesperanza y al fin muere mientras está leyendo un libro que cae de sus manos sobre el vacío del lector.

Sin embargo, hace un par de meses reconocí por casualidad un libro que había leído otras veces, tan triste como el de Williams, que puede comparársele a pesar de las diferencias. El maestro de escuela, de Fernando González, concebido en un medio infinitamente más pobre, digiere el complejo del grande hombre incomprendido, del que se siente relegado injustamente. Stoner en medio de la prosperidad relativa de los Estados Unidos está curado de espantos paranoides y se adapta a la baba burocrática, a la rutina universitaria.

Manjarrés, el protagonista de El maestro de escuela, tiene en cambio algo heroico. Aunque acabe en el trágico reconocimiento de su fracaso y después de cruzar el infierno del menosprecio se declare por el egoísmo radical y prometa entregarse a la usura. Ese personaje casi me enloquece, confiesa Fernando González, quien mucho más tarde abrazará una más alta comprensión del mundo en sus libros póstumos, en La tragicomedia del padre Elías y Marina la velera, en especial, escrita en una prosa tersa donde el gerundio a veces alcanza la expresividad que tiene en la poesía de San Juan de la Cruz.

Thornton Wilder dijo de El maestro de escuela que había reinventado la novela. Y es obvio que se adelantó a la novela minimalista, quintaesencial, que vino después, la que desnuda el hueso sin babearlo con la vanidad del ego del observador, sin hinchazones retóricas. El Dimitas Arias, de Tomás Carrasquilla, otra novela sobre pedagogos, podría pasar como el paradigma del abandono de los maestros. Dimitas Arias vive un tiempo mucho más desesperanzado que el de Manjarrés, el de las escuelas rurales de los montes de Antioquia en el siglo xix, tan precario que ni siquiera se le ocurre rebelarse. Y aún lo veo en las angarillas conducido por unos borrachos y rodando como una cosa en el barro, pues es un texto inolvidable.

La Corporación Otraparte, con sede en la casa de los últimos años de Fernando González, hace poco reeditó El maestro de escuela. Me atrevo a recomendarlo a todos los que no teman los textos amargos como el de Stoner y el Dimitas Arias de Carrasquilla, que nos deshuesan y nos dejan irremediablemente asombrados ante un mundo donde solo accedemos a la realidad de nosotros mismos por el sufrimiento.

Fuente:

Escobar, Eduardo. «Libros inmensamente tristes». El Tiempo, martes 5 de octubre de 2021, columna de opinión Contravía.