Revista Antioquia

Fernando González

1936 – 1945

Antioquia 4 / 1936

Don Benjamín,
jesuita predicador [III]

(Continuación)

Segunda parte

Infancia de don Benjamín

Capítulo XIV
Don Segundo Fonnegra. Un monaguillo. El oficio. El padre Acosta. El juego. Los jesuitas. El sacristán, etc.

Sabido es que el padre Acosta fue el padrino de don Benjamín y que por ahí vino su vocación: esta consiste en habituación a vivir en y de la Iglesia. Ahora se trata de narrar la vida de un niño que se habitúa a la vida sacerdotal. Lo veremos poco a poco, pues todo no se puede decir a un mismo tiempo; estamos sometidos a la ley de la sucesión, en cuyo manejo está el secreto del artista narrador.

Pero el padre Acosta era su padrino de confirmación, pues el de bautismo fue nada menos que don Segundo Fonnegra. Veamos.

Don Segundo Fonnegra

Viejo barbón, solterón, muy blanco, que engendró dos hijos en una esclava. Vestido de levita en los días de renovación, y de ruana durante los otros; en la casa, de pantuflas y medias. Era el médico del pueblo para postemas y todo lo que fuera de reventar. ¿Cómo operaba? Pues charlando: amolaba una cuchilla en una piedra pómez mientras charlaba con el paciente y de pronto ¡chus!, le zampaba la cuchilla hasta las cachas…

Los domingos de renovación se ponía la levita. La renovación la hacía el padre Pachito Múnera, muy bruto. Don Segundo le ponía la capa pluvial y el velo humeral. Pachito se trepaba y ponía (me parece verlo) una rodilla sobre la piedra del ara, la cual es muy respetable, pues siempre tiene alguna reliquia, hueso de santo importado, pues por aquí dizque no los hay… Don Segundo agarraba la custodia de El Sitio por la amplia base, que tiene angelitos en relieve, para evitar que cayera, pues Pachito estaba viejo y la custodia es enorme… Pachito refunfuñaba; durante la procesión sucedía lo mismo; nada le decía a don Segundo, pero al monaguillo le dijo: «¡Pero vea, Benjamincito, a este viejo don Segundo agarrando la custodia como si tuviera órdenes…!».

Un monaguillo antioqueño

Ahijado de don Segundo y ahijado del padre José María Acosta, cura en propiedad de El Sitio, desde muy niño vivió don Benjamín en la casa cural y en la iglesia. Manoseaba y se ponía los ornamentos, los bonetes; cogía los cálices; se iba habituando a reaccionar con el incienso…

La clerecía de El Sitio

Eran José María Acosta, Pachito Múnera y el bizco Celso Hernández. Éste, clérigo suelto, por bravo; en Medellín fue profesor de castellano, de latín y también fue sochantre; fortísimo en latinidad, traductor de las encíclicas y rescriptos que llegaban de Roma para la Curia; condiscípulo de Marco Fidel Suárez, del negro cura Rodríguez, de Acosta, de Manuel Desiderio López, de Marulanda, etc.

Estudiante de latín

Hernández, apenas se le acentuó la vocación a don Benjamín, le dijo: «Te voy a dar clases de latín para que lleves adelantado algo al seminario».

Comenzó en la gramática de Raimundo Miguel; a esa edad, tan viejo, sabía de memoria los versos de ella. Le daba clases diariamente y también le enseñaba a rezar el oficio.

El oficio

El oficio, que rezan diariamente los sacerdotes católicos, está en un librito negro. Todos han visto a los sacerdotes, cuando montan en tranvías, trenes o buques, o cuando pasean por ahí, que abren su libro, se signan apresuradamente y leen…, mientras atisban… Los muy jóvenes no atisban: a medida que envejecen van perdiendo los prístinos recogimiento y piedad: esto se llama habituación; otros lo llaman pérdida de la gracia.

¡Pues ese es el oficio! Siempre está dedicado al santo del día y se compone: Primero. La signación: In nomine patris… Segundo. La invocación: Aperi, domine, os meum ad benedicendum nomen sanctum tuum… Tercero. El invitatorio: Regem confesorum (o virginum, o martirum, según el santo) dominum, venite adoremus… Cuarto. El himno en alabanza de Dios, variado según el día. Quinto. Las antífonas, los salmos y las lecciones. Estas son tomadas de la vida del santo.

Tan barbero llegó a ser don Benjamín en latines y en rezar el oficio, que el padre Acosta lo sacaba a rezar con ellos al presbiterio… En ciertas festividades se le veía allí, bellísimo entre los tres curas… Las viejas comentaban: «Este Benjamincito va a ser un sabio, una lumbrera; si de pequeño reza así ¡cómo será cuando esté ordenado…!».

A los catorce años, el padre Acosta lo ponía a leer las pastorales en el púlpito.

El padre Acosta

Así, poco a poco, llegó a ser especie de coadjutorcito del padre Acosta.

Este bebía y jugaba: «Vaya, mijo, donde mi compadre Elías y que me mande la botellita que él sabe…»; «Vaya mijo llámeme a fulanos…»; eran los tahúres de El Sitio: Colorado, Lucio Jiménez, don Saldarriaga, Vao Arango, etc.

Las jugarretas eran los sábados, pero también las hubo en otros días. Jugaban hasta el amanecer. A las cinco llegaba el coadjutorcito ahijado y le decía Acosta, luego de afeitarse bien y de lavarse: «Vamos, mijo, a rezar el oficio, para que nos vamos a decir la misa…».

Sus maneras y su voz eran bellísimas: muy clara ésta; seráfica aquélla. Pero al rezar en latín hacía un sonsonete propio de quien ignora esa lengua.

Era hombre generoso, personalidad llana y llena; en su casa había mesa puesta para todos, juego y trago. Él enseñó a beber al padre Muñoz, jesuita, pero sin abusar. Con éste jugaba ajedrez. Apenas tardaban en llevarle el traguito, exclamaba esa bella figura vital que fue el padre Luis Javier Muñoz: «¿Qué hubo, padre Acosta, de la leche de tigre…?».

El general Pedro Pablo, hermano de Carlosé, pasaba allá largas temporadas, alimentado con leche de tigre.

El juego era de tute y el dinero cubría la mesa. Con la gente principal, jugaba ajedrez, lo mismo que en sus últimos años, en que se limitó a este juego de bobos, como veremos. Decimos que es juego de bobos, porque la esencia del juego es el azar y mientras menos tenga menos juego es. El dado es el juego; lo demás es prostituir la inteligencia, que tiene por destino investigar y no el jugar.

El juego en la casa cural

En el último cuarto, el más interior de la gran casa cural, estaba la mesa, tendida con tapete.

Jugaba sin sotana: calzones cortos de paño negro; medias negras de joven; camisa muy blanca y limpia, de pechera y puños almidonados; gorrito sobre la coronilla, uno de esos gorritos que usan los hermanos coadjutores jesuitas, o los curas viejos, y la coja, pues era cojo y así llamaba a su pierna enferma, sobre un taburete…: «Présteme, mijo, un taburete para la coja…».

La dentrodera Quiteria le llevaba la comida en una bandeja: «Póngala, mija, a un lado…». De vez en vez se llevaba una cucharada a la boca, absorbido como estaba por su tute, buscando el modo de «acusar las cuarenta»… Siempre, al tiempo, se llevaban tal comida, ya fría…

A un lado, en otro taburete, una canastica bogotana, regalo de la divina Andrea, con tabacos hechos por las Isazas… Andrea era el verdadero jefe de la casa; con el tiempo aprendió a gustar de la leche de tigre y, ya vieja, le daba por regañar… Fue bellísima en su primavera, cuando llegó Acosta a El Sitio y se hospedó donde las Isazas…

Los jesuitas

Ya dijimos que jugaba ajedrez con el padre Muñoz; también lo jugaba con el doctor Teodoro Castrillón… Había que ver el amor de aquel hombre pletórico por el juego, hasta el punto de que no acertaba a encender el tabaco mientras jugaba: rastrillaba el fósforo y no lo acercaba al tabaco, embebido en su juego, hasta que se quemaba los dedos. Ahí se veían tres, cuatro tabacos encendidos apenas y olvidados…

Los jesuitas poseían una finca en El Sitio, llamada «La Trinidad», regalo de don Federico Barrientos; tenían allí casona, oratorio, prados y montes. Allá fue en donde nuestro héroe vio por vez primera a jesuitas sombrerones, de bordón, andarines, rescatadores de almas y comenzó a inquietarse su corazón por aquella vida a pulmón lleno, sin pensar en el mercado…, pues Dios alimenta a las avecillas de los campos, a los lirios y a sus apóstoles…; los demás vivimos muy preocupados por el mercado de los domingos.

Los padres decían del donante Barrientos y del padre Acosta que aún les chorreaba el agua bautismal… ¡Siempre acertados en sus juicios…!

Acosta los regalaba mucho. Los llamaba los padres. Estos se dejaban querer por ese hombre generoso y bueno y hubo entre ellos verdadera amistad. El sacerdote es el hombre que más se deja querer; jamás aman; siempre son amados; por eso reconocemos humildemente que cometimos un error al no ordenarnos… No aman porque no pueden amar sino a Dios; a los hombres y a las mujeres «les tienen compasión»… Y se dejan amar porque son representantes de la Divinidad.

El padre Muñoz impresionó mucho a nuestro héroe con sus maneras hermosísimas y la voz llena con que decía: «¿Qué hubo, padre Acosta, de la leche de tigre…?

Los jesuitas daban ejercicios y misiones en El Sitio; eran los padres Silva, Arjona, García y Muñoz, los antiguos, esos de quienes no queda sino el recuerdo.

El padre Muñoz hizo milagros durante los ejercicios. Se efectuaban en «el colegio», edificio hecho por Acosta por medio de convites.

A tales ejercicios entró un liberal, es decir, «borracho descreído», y cuentan así las viejas de Copacabana:

«Allá, a mi compadre Zaraz lo llevó a su celda el padre Muñoz; levantó un ladrillo del piso y le mostró el infierno…

Entonces, Telmo Toro se llenó de nervios y principió a predicar también…».

Los padres Cosme García y Luis Javier Muñoz han sido los jesuitas de más vitalidad que han venido por aquí. Tenían el infierno y el cielo, a elección en las puntas de los dedos o de las lenguas…

A Telmo Toro le quedó desde entonces el vicio de predicar, cuando se emborracha. Su prédica consiste en invocar y mostrar a Jesús crucificado, y en pedirle luego clemencia para los sitieños corrompidos…

El deseo de ser jesuita

El deseo de ser jesuita le nació a don Benjamín al contemplar al padre Luis Javier Muñoz con roquete de punto, estolón colorado y bonete encajado en sus rizos negros. Eso era un poema vivo de la carne espiritualizada por la ordenación. Nuestro héroe sentía desesperos por ser jesuita y levantar un ladrillo y hacerles ver el infierno a Pedro Gallego, a Pablo Arango y al padre Celso, pues estos le enseñaron cosas que no contamos porque va y nos lleva el diablo.

El Sacristán

Se llamaba Manuel Antonio Restrepo. Viejo, alto, delgaducho, vestido de calzones de paño, ruana de ídem y alpargatas de cabuya; muy limpio; afeminado en la voz. Hacía llorar la guitarra; habilísimo para ese instrumento. Giraba los ojos como una muchacha linda. Decía: «A pesar de la disipación del señor Cura, fíjese, Benjamincito, cuando está en el altar cómo parece un serafín…».

Pasaba el día sentado en un reclinatorio, hecho un ovillo, leyendo un rimero de novenas… Era invertido: amagó atacar al monaguillo, pero como éste huyera, desistió. Contaban que de mozo fue noviero y que entonces fue cuando aprendió a hacer llorar la guitarra; que de un momento a otro, sin causa conocida, se apagó su vitalidad y se entregó al reclinatorio, al rimero de novenas y a los amagos que dijimos…

Capítulo XV
Los curas en propiedad. Los sobrados. Un reclutamiento. El seminario. Un filósofo antioqueño. Celso y Ricardo el de «la escuela». Una mole de Cura. Don Segundo y don Fernando Isaza, etc.

Los curas en propiedad

Estos curas del siglo pasado, curas en propiedad, se distinguían por lo llanos, llenos, gordos, habituados y otras cosas. ¡Ya se acabaron! Por ejemplo, era de verlos a caballo, en poderosas yeguas o mulas para las cuales esos culos de siete arrobas eran simples caricias… Era de verlos llegar donde otro cura, compañero de seminario… Era de ver la llegada de Jesús María Mejía o de Manuel Desiderio López a Copacabana, donde Acosta: cómo demoraban en el saludo, paladeando las carcajadas sonoras, lentos en todo, y cómo, para apearlos, tenía que venir el negro Chamico, fortísimo, descendiente de esclavos de las Isazas, puesto al lado del padre Acosta por la divina Andrea… Pues Chamico sudaba removiendo aquellos fondillos de curas en propiedad, desenfundando aquellas pernazas de entre los zamarros, etc.

Los sobrados

Todos los detalles necesarios para la formación de la vocación sacerdotal son muy interesantes. Por ejemplo, siempre, hasta la muerte del padre Acosta y desde niño nuestro héroe y aun después de salido de la Compañía de Jesús, aquél le dejaba el sobrado, costumbre antigua, símbolo de amor.

El señor cura bebía, pero jamás en exceso; en el comer era sobrio; lo hacía con gana, saboreando.

El desayuno, jícara de chocolate con arepa delgada y queso, se lo llevaban siempre de donde las Isazas a la iglesia, a la sacristía o al confesonario, donde estuviera. Lo bebía con gusto y masticaba con amor, pero de pronto se contenía, como frenado por la costumbre, y estuviera ahí quien estuviese, miraba en busca del ahijado o lo mandaba llamar y le decía: «¡Tome, mijo!».

La renta

Aquel curato producía mucho entonces y el dinero se repartía sin contabilidades. Acosta levantó tres familias de hermanos, tuvo abierta su casa para todos, rojos y godos, sostuvo yeguas y el tute. No era como Joel Gómez, el de ahora, que es más amarrado que un nudo ciego.

Un reclutamiento

El señor cura no se enojó sino tres veces y entonces fue de mandar desocupar. La primera fue cuando le dio garrote a un cuñado suyo que trataba mal a la mujer. La segunda fue cuando la guerra pasada, que se metieron a reclutar en la iglesia, nada menos que en procesión de once. Le dio un guascazo al soldado Roberto Osorno y lo dejó tendido por dos horas. Veamos: resulta que el alcalde era Lázaro Arango, quien había dicho al Cura que bien pudiera hacer la Semana Santa, que no habría reclutamiento. Pues no cumplió. Nada menos que en la procesión de once, cuando el jesuita Ramírez iba a predicar, la soldadesca rodeó la iglesia y Roberto Osorno se atrevió a penetrar hasta la sacristía a reclutar…

El padre Ramírez, pálido, se escondió en un rincón; el padre Múnera desapareció; las viejas gritaban…

«¿Qué pasa, hijos…?». Levantóse cojeando el hermoso cura, acercóse a Osorno, lo encuelló y le quebró «su palo» en la cabeza. Tendido éste cuan largo era, sale Acosta al presbiterio y grita: «¡No teman, mijas…! ¡A ver, los hombres…! ¡Háganse detrás de mí y síganme…!», y fue saliendo, seguido de ellos; paróse en el atrio y gritó: «¿Conque reclutamiento…? ¡Tóquenme a uno solo y verán…!». Siguió con sus montañeros; los soldados le abrieron paso, y él los condujo calle arriba hacia la montaña…

Durante tres días Acosta se paseó por el atrio, enfurecido, semejante a un Napoleón, hasta que el alcalde Lázaro Arango vino y le pidió perdón, y se calmó.

La otra ira fue con Celso Hernández. Éste era sacerdote siempre airado; tan bravo como bizco, pero Acosta siempre le aguantaba. Se limitaba a decirle: «¡Hoy sí que te está brillando ese ojo bizco…!», y se salía de la iglesia. Pero un día, sentado en un reclinatorio, dando gracias después de la misa, comenzó a insultarlo y a renegar el latinista exsochantre. De pronto se le zafó y le dijo: «¡Cojo pícaro, que te juntas con los Isazas para acabar con este pueblo…!». Le tocó lo más sagrado, a las Isazas: ahí fue el Orlando furioso:

«¡Pero vean a este bizco pícaro, loco, que te voy a hacer suspender, pues soy vicario! ¡Acércate para romperte este palo en las costillas!», y se fue levantando y si el padre Celso no corre, lo mata…

¡Al seminario…!

Apenas cumplió nuestro héroe los dieciséis años entró al seminario de Medellín. Allí estuvo durante dos. Sus profesores fueron el gran poeta Roberto Jaramillo, Ulpiano Ramírez y Lubín Gómez. Les ganaba en latín a todos los condiscípulos. Cierta vez sólo él obtuvo cinco, y Jesús María Yepes, mametas hoy de todos los partidos políticos, protestó.

El seminario estaba dividido en dos bandos: uno, de gente robusta, alegre, juguetona en los recreos, capitaneados por Juan Manuel González, que desde entonces tenía dotes de conductor de jóvenes y del corazón femenino; el otro, de gazmoños, que durante las recreaciones escuchaban las pláticas de un seminarista aviejado, de apellido Barrera, especie de Torquemada…

A los dos años no volvió porque no tenía con qué. Se entregó al estudio privado. El padre Acosta le prestó una Biblia, un César Cantú y un Balmes.

Acosta, filósofo antioqueño original

Estudiaba en tales libros… Ya iba en aquella hermosa tesis que reza: «Las plantas no sienten; los brutos sí». Con furor se dedicó a esta tesis; vivía únicamente para ella. Un día, lleno de dudas, acercóse al padre Acosta para esclarecerlas. Fue en el presbiterio. El señor Cura dijo: «Vea, mijo: las plantas sí sienten…».

—Pero, padre Acosta, mire lo que dicen aquí Balmes y Ginebra, Mendive y Urráburu…

—Vea, mijo, lo que dicen esos Ginebras son bobadas…; las plantas sí sienten: vaya y toque una dormidera…; vaya corte un árbol y verá que llora…, a su modo…, etc.

Al día siguiente se sube Acosta a predicar acerca de la Santísima Trinidad, pues era tal fiesta y no pudo hallar predicador. Iba muy bien, hablando del Padre; luego siguió con el Hijo y al llegar al Espíritu Santo de pronto se interrumpió y se puso a decir:

«Hay unos autores de filosofía que sostienen que las plantas no sienten. (Indudable que estaba algo jalado o que se le cortó el hilo, pues no era orador). Yo no estoy de acuerdo con esos autores, y hay aquí un muchacho muy aferrado a esos filósofos insensibles, pero sepan, mijos, que las plantas sí sienten…».

En ese momento estaba colorado, congestionado y su cabeza imponente dominaba al auditorio. A todos los convenció y por eso es que en El Sitio respetan a los árboles. ¡Esos sí eran curas! ¡Esos sí eran hombres corajudos y de caridad!

Como la riña con el padre Celso Hernández había sido tres días antes, éste, zorro viejo, sentado en el presbiterio, oía y miraba a Acosta por encima de los anteojos, cabeceando y babeándose de gusto… La voz de Acosta parecía un clarín. Era bruto, pero de una personalidad inmensa; dondequiera se hacía sentir, aun por el ruido de su bastón.

Acosta no predicaba sino rara vez; se limitaba a leer en el sermonario de Planas, en la misa de siete. Una vez, leyendo a Planas… Pero antes diremos que se colocaba en un extremo del altar, apoyado el codo en éste, dejando caer un poco el cuerpo hacia ese lado; abría el libro, echándolo para la derecha, para no cubrir su rostro, y leía y comentaba… Leía un poco, alzaba la imponente cabeza y decía comentos sencillos, siempre suyos, no profundos pero siempre suyos… Aquellos curas en propiedad, de la Marinilla, de Neira, de Abejorral o de Envigado, ¡pues esos sí eran curas y esos sí eran tiempos! ¡Qué personalidades, qué caridad, qué culos y que voces!

Un día, repetimos, leyendo en el sermonario de Planas y comentándolo, llegó a aquel pasaje que dice: «Comenzó Jesús a hacer y a enseñar».

Leyó: Incipit Jesus facere et docere. Dijo facére, dudó, alzó la cabeza, miró al monaguillo venido del seminario, y

—¿Cómo es, mijo, facére o fácere?

—Es fácere, señor…

—Pues mijo, quod scripsi, scripsi; ya dije facére… Vea mijo, no estudie tanto, que esas bobadas se le olvidan a uno, y siguió comentando…

Celso Hernández y Ricardo el de «la escuela»

El padre Celso Hernández decía de él: «¡A hombre bruto este Acosta! Desde el seminario lo conozco; no le entra nada pero es inocente como un niño…».

¡Y lo que es la vida! El metro con que la vida mide a los hombres es muy otro del que aplican en universidades y seminarios; se llama gracia vital; otros, modernistas, lo llamaban hormones. Esta gracia vital u hormones fue lo que bajó del Cielo en forma de paloma sobre aquellos tímidos y feos apóstoles que inmediatamente se convirtieron en robustos y graciosos curas en propiedad. Eso fue lo que Cristo prometió enviarles y les envió cuando llegó donde su Padre. Esos hormones es lo que tiene Rafael Arredondo y es de lo que carecen los semiletrados Ricardo, el de «la escuela», y Emilio Jaramillo, de El Diario. A causa de tantos hormones, Arredondo vale ciento, y ellos, pese a dos libros que han hojeado, no valen nada. Con ellos se acuestan las mujeres «con palabra de matrimonio», mientras que ese insultado don Rafael tiene enamorada a Antioquia. ¡Es la gracia vital! ¡Envíala a estos tus siervos, oh Jehová…!

Pues bien, Celso Hernández, latinista y castellanista, traductor de rescriptos, sabía muchas cosas, pero carecía de la gracia de que estaba inundado el hombre inocente, y así no tuvo a la divina Andrea, no le mandaban tabacos hechos por sus manos finas las señoritas Isazas, no palmoteaba inocentemente a las muchachas… En él, en Celso, dentro de Celso no había sino los versos de la gramática de Iriarte… ¿Por qué estiman tanto en Colombia a los hombres que leen? El secreto está no en que le metan a uno muchas cosas en la cabeza sino en meter la cabeza en muchas cosas…

Una mole de Cura…

Tendría don Benjamín nueve años cuando vio a un sacerdote que era como una mole…

Ya era monaguillo. Un día alcanzó a ver un suceso raro en El Sitio: un sacerdote enorme, montado en enorme mula que iba detrás de otras ocho que tenían los cabestros envueltos en los pescuezos… El sacerdote las arreaba hacia Girardota o Barbosa.

Lo raro del suceso era que ese sacerdote pasara por «la calle abajo» sin detenerse a saludar al señor Cura…

«¡Muy raro esto…!; voy a ver…».

Fuese yendo y se hizo en la esquina por donde debían pasar la mole de sacerdote y la mulada.

Llegaron… «Reverendo padre, díjole el monaguillo con su voz dulce de iglesia, ¿cómo se llama su reverencia?».

«¡Joannis a Deo Córdoba! ¡Pasooo!», gritó la mole de cura y le echó la mula encima y nuestro héroe quedó maltrecho.

Don Segundo Fonnegra y don Fernando Isaza

Allí estaban diariamente, sentados en cómodos sillones, en el portón de la casona, en la plaza, mirando, don Segundo Fonnegra y don Fernando Isaza… ¿Qué hacen…?

Le picaba una pulga a don Segundo, entre los omoplatos, y el viejo bregaba por alcanzar a rascarse… Entonces don Fernando, por adularlo, pues lo enriqueció don Segundo, le decía:

—Compadrito: preste acá yo le rasco esa pulga; yo le sirvo en ese menester…

—No, compadre: estas cosas de rascar pulgas y de otros menesteres son asuntos personales…

Todo lo perdió don Fernando Isaza apenas murió don Segundo, pues era bruto del cerebro hasta ser presidente del Concejo… Eso sí, tenía una gracia, y era que se parecía a monseñor Marulanda en el sentado, es decir, que así como éste daba sus clases de moral en el seminario, poniendo los pies sobre la mesa y el culo en el taburete, así mismo presidía el Concejo de El Sitio don Fernando Isaza, y le decía al secretario:

«Urbanito, lete lata», o sea, Urbanito, léete el acta.

Un temblor de tierra en Copacabana y de cómo los curas se le echan encima

Una vez… Era niño nuestro héroe y una mañana de misa solemne, revestidos los tres sacerdotes, Acosta, Múnera y Hernández, comenzó a temblar la Tierra…

El pueblo clamaba al cielo; las señoras se desmayaban y otras alzaban sus brazos implorantes… Entonces, Acosta, mesuradamente fue saliendo seguido de sus colegas; llegaron al atrio, bajaron hasta donde la Tierra estuviera desnuda, y allí se le echaron boca abajo y le insuflaron vaho… Inmediatamente fue disminuyendo el temblor, poco a poco, así como el de una potranca en celo: la Tierra tiembla porque está rijosa.

Estas son costumbres esotéricas de los curas en propiedad que ya se acabaron. Eran varones capaces de satisfacer a la Tierra con sus virtudes. Cuando el padre Acosta hacía una rogativa, en verano, sin nubes, llovía… Era como Elías… Eran profetas. Tenían el vaho. Los curas de hoy, doctorcitos romanos, como Sierra o Henao Botero, que dicen fáchere, hacen rogativas cuando hay nubes negras y viento para el Este, y son incapaces de poseer a la Tierra en rijo. Decididamente, la lectura acabó con la vitalidad.

Capítulo XVI
Muerte de Cleto. Agonía de Clímaco, etc.

Muerte de Cleto

Nuestro héroe permaneció en Copacabana con el padre Acosta otros dos años después de volver de Medellín y antes de irse para La Compañía.

El primer estallido consciente de la vocación que incubaba en él, lo tuvo cuando la muerte de Cleto.

Era éste un viejito coloradito, solterón, muy peinado. Don Benjamín era entonces un casi-cura. Lo cierto del caso fue que Cleto enfermó y don Benjamín no lo supo, hasta que una noche, a las ocho, lo llamó Adelaida, solterona hermana de Cleto, y le dijo:

—¿Qué le parece, Benjamincito, que Cleto agoniza y no le han traído el viático…?

—No tenga cuidado, Adelaida: voy a llevárselo…

Fue y el padre Acosta estaba de tertulia donde las Isazas, pues siempre, de seis a nueve, permanecía allí, fumando, charlando con sus «mijitas» acerca de genealogías, de Isazas y de Fonnegras. Su debilidad era por la «blancura»…

—A ver, mijo, ¿qué se le ocurre…?

—Vea, señor Cura, se está muriendo Cleto y no le han llevado el Santísimo…

—¿Y tan de noche…? ¿Por qué lo dejaron para estas horas…?

Entonces saltó la divina Andrea, como tigre parida, y dijo:

—¡Pues el señor Cura no puede ir ahora por que va y se cae…!

—Vaya, mijo, dijo Acosta, vaya donde Múnera y dígale que de orden mía le lleve Nuestro Amo al pobre Cleto…

Así lo hizo el monaguillo. Noche oscura. La plaza alumbrada apenas por cuatro farolas, pues no había aún electricidad. Toca en la ventana de la habitación del coadjutor y no responden; toca por segunda vez y ¡nada!, coge una piedra y toca…

—¿Quién es…?

—Yo… Que le manda decir el señor Cura que se levante y le lleve el viático a Cleto que está agonizando…

—¿Y estas son horas…? ¡Intrigante…! Esas son cosas tuyas, so metido…; ¡no me levanto…!

—Bueno, voy a decirle al señor Cura que usted no quiere…

—Vaya dígale al sacristán que prepare las cosas, so intrigante…

Los rejos de las campanas estaban por fuera. Los dejaban así, por la noche, para lo que pudiera ocurrir.

Taque… taque… taque.

Llega el sacristán y a poco el padre Pachito… Éste le dice al monaguillo:

—Vea, dele las campanillas y las velas a esos…

—Oiga, padre: la liturgia dice que no se toquen las campanas cuando se lleve el viático de noche y que no se rece en voz alta…

—¿Y es que vos venís a enseñarme liturgia a mí…?

—No es eso, padre… Es porque así lo dice el texto de Gherdt…

Condescendió… Salieron. Llegaron. Cleto estaba boca arriba, con la cara tiesa ya, los ojillos cerrados, los pelos largos de las cejas enroscados… Los parientes lloraban…

Coge Múnera y le pone la hostia en la boca y le aprieta la mandíbula inferior para obligarlo a tragar… ¡Nada! No tragaba…

Entonces el padre Pachito se arremanga sotana y sobrepelliz, dobla el índice de la mano derecha en forma de hoz, se lo mete a Cleto en la boca y con él barre lengua y paladar, y le saca… un pedazo de hostia deshecho y con babosidades…

Durante todo esto el monaguillo le alumbraba con un cirio, y cuando la operación de la barredura cayó un goterón hirviente sobre la barba de Cleto; no se conmovió: acababa de morir. Murió mientras Pachito le tenía su dedo grueso de viejo campesino metido hasta la glotis.

Múnera ordenó así al monaguillo:

—Vaya, so intrigante, arroje esto (la hostia) a una quebrada, a un agua corriente. ¿No dice así Gherdt…?

Cuando chorreó la cera hirviente sobre el mentón de Cleto, la gracia de la vocación sacerdotal dio el primer berrido en el alma de don Benjamín.

Agonía del policía Clímaco Ochoa

A los pocos días de muerto Cleto fueron las fiestas de agosto, la Asunción. Era el año de 1908. Hubo bailes de desnudo y cuchillo, peleas entre negros guantereños y llaneros de Medellín y los sitieños. Clímaco Ochoa, policía, resultó con una puñalada en el vientre. A la noche, nueve o diez, le dicen las viejas al monaguillo:

—Mire, Benjamincito, se nos va a morir Clímaco sin los sacramentos…

—Pierda cuidado, que yo voy a traerle a Nuestro Amo…

Observe el lector cómo este sitieño ilustre se creía desde la niñez gente de Iglesia; de ahí la amistad que nos ha unido, pues nuestros corazones están en la Iglesia y nuestros cuerpos fuera; somos mitad sagrados y mitad profanos.

Va el monaguillo a la ventana del padre Múnera y le toca con piedra: pun, pun, pun… El viejo grita desde adentro:

—¡Metido! ¡Metido! ¡No me levanto…!

—¿Y esa es la caridad? ¿Ese es el fervor en el sagrado ministerio…? ¿Es ésa la prístina piedad…?, etc.

Así lo amonestó don Benjamín, y el viejo apenas respondía: «¡Pero vean a este so metido…! ¡No me levanto…!».

Así fue como murió impenitente y sin el viático aquel policía conservador. Nuestro héroe oyó esa noche que una voz interior lo llamaba a la Compañía de Jesús a salvar muchas almas.

Capítulo XVII
Los curas gordos. El doctor Ramón Arango. Un confesor antioqueño. Las yeguas del Cura y la sobrina Candelaria. Amoríos de ésta y de Pachito.

Los curas gordos

Nuestro monaguillo no quería ser sacerdote secular porque lo asustaba eso del juego, que continuaba en la casona de El Sitio, o La Tasajera o Copacabana, que de los tres modos llaman a la cuna de este jesuita.

Acosta era un inocente: jugaba con pasión irresistible y por exceso de vitalidad.

Llegaban a visitarlo muchos curas gordos: Manuel Desiderio López, alias Tonel, cura de Barbosa; Urrea, cura de Girardota; Rodríguez, alias El Negro, condiscípulo y rival de Marco Fidel Suárez y lumbrera también de la raza africana, nacido en La Ceja: tenía un hermano, Juan Olimpo, peluquero en Abejorral, donde puso tabla con este letrero: «Peluquería y algo de foro».

Llegaban estos curas gordos y flacos. Chamico los apeaba, los sacaba de entre los zamarros con muchas bregas.

—¿Dónde está Acosta, Chepe o Chepito?, según el caso, preguntaban…

—Él está jugando…

Algunos, los jóvenes, se escandalizaban al verlo. Acosta permanecía inmutable. A los viejos les decía: «¿Qué tal, viejo? Que te atiendan por allá Chamico, Chepa, Quiteria, Candelaria y Andrea…». A los jóvenes les decía: «¿Qué tal, mijo? Que los atiendan mientras acabo aquí…».

Se iban a beber chocolate, a rezar el oficio o para la iglesia.

A cada momento entraban montañeros en su busca y él les decía: «Ve, mijo, andá donde el padre Pachito y decíle que vaya a confesarte la viejita…».

—Pero vea, señor Cura, es que el padre Pachito está en otra confesión, en la montaña…

—Ve, mijo, te vas a la puerta y aguardás ahí; apenas llegue Pachito le decís que de orden mía se devuelva a confesar a tu vieja…

El doctor Ramón Arango le quita el juego de tute al padre Acosta

El médico Ramón Arango, gran personaje de El Sitio, y el padre Acosta eran uña y carne: se trataban de ciudadanos, así: «¿Qué tal, ciudadano?». «¿Cómo te va, ciudadano…?». ¡Como Arango estaba unido con Isazas y Fonnegras y era muy blanco…!

Cierto día se le metió al doctor Arango convertir a Copacabana en corregimiento de Medellín, no sabemos por qué; sólo sabemos que de ancón a ancón no debía haber sino un gran municipio, aunque no fuera sino para unificar el problema de aguas; en el valle del Aburrá no habrá civilización mientras no haya aguas puras, y no habrá éstas hasta que todo el vallejuelo sea un solo municipio. ¡Gloria, pues, al doctor Ramón Arango!

En un principio Acosta le prometió su ayuda… Pero apenas la población se enteró del «proyecto suicida», hubo tempestad. El jefe de la reacción fue don Segundo Fonnegra, «el más blanco de El Sitio».

El padre Acosta echó pie atrás; mandó llamar al médico para suplicarle que dejara eso; que era una barbaridad; que don Segundo…

—¿Y es que usted no tiene calzones?, gritó el médico…

Y el doctor Ramón, noble en toda su vida, se dejó guiar por la ira en aquella vez. Era amiguísimo de Jesús María Marulanda, provisor y vicario general, y… le contó los juegos de tute en la casona…

Marulanda le mandó una carta fulminante al padre Acosta, en la cual lo amenazaba con desposeerlo del curato y con darle parte de eso del tute nada menos que al señor Cayzedo…

Desde entonces nunca más cogió una carta el señor Cura y se entregó al ajedrez, presa de negra melancolía; desde entonces comenzó a decaer su vitalidad.

Pero los dos amigos no se guardaron rencor. Cuando la señora del doctor Arango agonizaba en su casa del Parque de Bolívar, en Medellín, el padre Acosta fue llamado, y vino, y la confesó y consoló.

Un confesor antioqueño

Porque tenía el palito para confesar mujeres. Desde Puerto Berrío hasta Abejorral venían en su busca. ¡Había que verle la suavidad y ternura con que las confesaba! Les hablaba en voz alta, así:

—A ver, mijita, dígame qué cositas le intranquilizan la conciencia… Muy bien, mijita: no sufra, que todos somos así, frágiles; sólo que debemos bregar para ver si llegamos a la muerte en gracia de Dios…

A los señores curas jóvenes nos permitimos decirles que a este respecto hemos meditado y que nos atrevemos a aconsejarles, si desean ser confesores de mujeres, que les traten con suavidad sus pecados, sobre todo los de la carne cordial: porque la mujer no peca carnalmente; es inconsciente en el amor; es arrastrada por fuerza elemental cuando fornica. Su destino es el amor, irremediablemente; la cama es el teatro de su vida; hasta para llorar se acuesta. Sus pecados a ese respecto son apenas equivocaciones que les hacen cometer los hombres. ¡Mucho cuidado, señores curas jóvenes, con la mujer! Recuerden que ellas no son profundas sino en el amor; que son, por decirlo así, amor manifestado. Todo su cuerpo, voz, maneras, sentimientos, son de madre.

Ahí estaba el secreto del padre Acosta. Ahí estaba su originalidad. Jamás han dado la Marinilla y sus aledaños un confesor que tuviera el palito para las mujeres como este padre Acosta.

Las yeguas del señor Cura y Candelaria

Ya dijimos que aquel curato producía mucho. El padre Acosta mantenía y cuidaba las mejores yeguas del Aburrá. Enseñó a Chamico a picarles caña: bajaba a la pesebrera, cojeando, agarraba el tacizo y daba clases objetivas. ¡Ay de Chamico si picaba la caña en trozos gruesos! No; alargados, menudos y luego de pelar las cañas.

Sólo cuando una potranca estaba en rijo se levantaba Acosta de la mesa del tute. Bajaba al corral cojeando, y allí dirigía el amor de su potranca; regulaba las cogidas, y hubo vez en que con su mano de campesino inocente y griego dirigió el falo del rijoso caballo padre que no acertaba por impaciente: Jehová sonreía de aquella inocencia.

Candelaria, la muchacha que trajo del Tolima el Fonnegra guerrillero, y a la que llamaban «sobrina del Cura», atisbaba por los agujales… ¡Pobre virgen campesina indiscreta que se acercaba al fuego sacro de Júpiter-padre!

Pero es necesario interrumpirnos para describir a este fruto tolimense, cuyo recuerdo nos intranquiliza hasta el punto de renegar de la vida que nos hizo nacer a nosotros después de que Candelaria atisbaba por los agujales… ¿Por qué no retrocedes, vida, y nos colocas al lado de Candelaria, ansiosos y apacibles, esperando que tal atisbo la doblegue en nuestros membrudos brazos? ¡Dios mío, estamos lúbricos…!

La sobrina del Cura

Así llamaban a Candelaria. Tenía diecisiete años. El eje cigomático, largo; mandíbula inferior, fuerte. Era caricuadrada, llena en todo su cuerpo; pechos virginales, erectos, poderosos; en sus mejillas unos hoyuelos mejores que el vino; robusta, pequeña, como toda hembra sensual: «Pequeño es el grano de la buena pimienta; pequeño es el buen sermón y en dueña pequeña hay gran amor», dijo otro cura, colega nuestro.

En una palabra, Candelaria era «la sobrina del Cura de la Marinilla». Con eso queda dicho que tenía aquellos ojos afelpados y purísimos, suplicantes, aquella figura de resignada entrega al castigo de Júpiter. En amor, podemos afirmar que en amor nada sabe quien no sepa de cojas y de sobrinas de curas.

Amoríos de Candelaria con el padre Pachito

¿Quién culpará ahora al padre Pachito? ¿Cuál corazón berroqueño censurará a Pachito por lo que vamos a contar? Pónganse en su lugar y mediten antes de arrojar la piedra del escándalo…

Sucedió por aquellos días de las potrancas y del atisbo de Candelaria por los agujales del corral, que Pachito organizó el coro y algunas congregaciones inventadas e introducidas a las Américas por los padres. Candelaria era corista y presidenta de «las hijas de María», etc.

Había en la sacristía un canapé rojo.

Al atardecer, el monaguillo arreglaba vinajeras y atavíos de iglesia. Paseábase de aquí para allá en sus quehaceres.

A tal hora estaba Pachito sentado en el sofá. Llegaba Candelaria a darle cuenta de las congregaciones. Conversaban en el sofá, distanciados.

El monaguillo se hacía el ciego; nadie tan observador, y maligno y entremetido como un monaguillo. Hete aquí que vio lo siguiente:

La tarde moría sobre el valle del Aburrá, lentamente, como se muere una santa; las figuras de judíos, de Poncio Pilatos y de San Juan se desvanecían en la penumbra; indudablemente que se desvanecían para no ver lo que iba a pasar, pues eran de palo, eran santos de palo… Candelaria fue dejando caer una mano sobre el sofá, con la palma para arriba, implorante… Al rato, el Pachito dejó caer al descuido su mano encima de la paloma, es decir, de la mano de Candelaria, y luego, lentamente, acarició aquella mano mientras hablaban de la congregación.

Otro día, casi noche, al volver con las vinajeras, vio el monaguillo que se desunían rápidamente y asustadas las dos cabezas místicas, la negrísima de la potranca y la blanquísima del anciano. Allí se habían conjugado la vida y la muerte, aspectos de la eternidad, en instante fugaz, que luego amargaría la agonía de ambos: ¡qué amargo se hizo el vivir desde que el amor se convirtió en pecado!

Luego, la joven, en los días siguientes, rocheliaba en la sacristía con Pachito: el demonio perseguía a éste en la forma tentadora de la joven. La Candelaria se colocaba en una puerta, con los brazos abiertos, haciéndose la que no dejaba pasar al anciano, y éste a pasar… ¡Divinos juegos del demonio, que luego amargan la agonía del levita!

Pero nada sucedió. Fue indudablemente la última y atroz tentación que tuvo el santo varón, a quien Dios ha de haber coronado en el Cielo, pues renunció a esa Candelaria que arrojaba protones… ¡Oh, vida, retrocede y siéntanos a nosotros al lado de la Candelaria, en el sofá, en la sacristía de El Sitio, a esa hora de penumbra! Te juramos sa-tis-fa-cer-la…

Capítulo XVIII
El monaguillo despierta a la vida genésica. Sermón para los curas jóvenes. La vocación.

Don Benjamín despierta a la vida genésica bruscamente

Retrocedamos, pues esta vida del padre Correa la contamos tal como la supimos.

Retrocedamos nueve años, pues en el punto a donde hemos llegado el monaguillo tiene dieciocho y fue a los nueve cuando perdió la prístina pureza, en manos de Pedro Gallo y de Pablo Uribe. Luego fue el padre Celso, durante sus clases de latín, por aquellos días de los amores de la Candelaria con Pachito…

Se confesó con éste, quien le dijo así:

—¡Tú eres el culpable…!

—¿Yo?

—Sí; tú eres el responsable y si vuelves con ese pecado no te absolveré… Siempre el más joven es el culpable…

Por la última frase vemos que Pachito sofisticaba. La subconciencia lo defendía, le hacía echar la culpa a la joven Candelaria que extendía la mano en el sofá rojo de la sacristía penumbrosa.

Tema escabroso pero no inútil. De él sacaremos lección, a saber: que el demonio rodea a las santidades; que se debe estar siempre sobre aviso cuando nos dedicamos a la guerra con los tres enemigos del alma, que en definitiva se reducen a la carne.

Recuerden los sacerdotes jóvenes que el hombre es carne organizada, animada por un soplo, y que el soplo no se ve, sino que se intuye en la sonrisa de la carne. De ahí la exclamación del padre Casiano: «El que no lo haya probado, que tire piedras que sean como enormes bolas».

Recuerden el desafío de Jesucristo a los sacerdotes acusadores de la mujer adúltera: «El que esté sin pecado, tire la primera piedra». Todos se fueron para la casa. Todos lo habían probado.

Sermón para los curas jóvenes

«… et dixit eis: Qui sine peccato est vestrum, primus in illam lápidem mittat».

«Audientes haec autem unus post unum exibant, incipientes a senioribus: et remansit solus Jesus, et mulier in medio stans».

Sec. Joann. VIII. 7. 9.

Penetremos hondo en este terreno, que hay mina.

Habéis oído, amados colegas y hermanos, que Jesús desafió a los sacerdotes acusadores para que le tiraran la primera piedra a la mujer adúltera y que ellos se fueron yendo, uno por uno, comenzando por los más viejos, oídlo bien, incipientes a senioribus, y que sólo quedó Jesús. Sólo Él es puro; sólo Él es bueno. Los demás somos gente prevaricadora, aun los más santos.

Leamos las vidas de estos, de los héroes todos: lucha con la carne.

Queridos hermanos y colegas: somos unos putos, es decir, juzgados, pues tal adjetivo viene del verbo puto, putas, putare, que significa juzgar. Se fueron yendo, uno por uno, comenzando por los más viejos: ¡manada de cerdos carnales es la humanidad!

Sólo Cristo nos ofrece la salvación. Él es el camino. Santo será quien bregare por imitarlo, porque sólo Él puede abstenerse de tirar piedras a la mujer adúltera.

Cuando estamos alegres, ágiles, lleno el pensamiento, la campesina burda nos parece una deidad: nos tienta. Esta carne, amadísimos, es nuestro centro de gravedad: la Tierra se opone a que ascendamos. Acontece con la euforia y la carne como pasa con la presión atmosférica y los globos, que a medida que ascienden, se dilatan hasta romperse, para caer, viles sacos vacíos, sobre el humus.

¿Quién nos liberta de la gravedad? El ejemplo de aquél que permaneció solo, agachado melancólicamente al lado de la mujer adúltera. Cristo nos hace libres, y pegados a Él podremos abandonar esta pelota terrestre.

Contemplemos a Alejandro Magno… Pero ahora recordamos que nuestro colega, el padre Yepes, de Carolina, predicó un sermón muy bello acerca de Alejandro de Macedonia, en 1926, cuando misionábamos por aquellas regiones ubérrimas en muchachas. Le oímos decir acertadamente así:

«Mientras ese joven macedonio sujetó la carne como al potro de que nos habla Heródoto, que lo hizo correr, correr hasta que cayó manso y rendido; mientras el Macedonio durmió sobre el duro suelo y castigó sus deseos engañosos, todo el universo mundo estuvo sujeto a su puño. Fue rey de la creación, como en la edad paradisiaca… Apenas se relajó en el Asia; apenas fornicó, bebió y durmió sobre plumas, fue vil esclavo sujeto a la muerte: fue un puto, como cualquiera de las Américas…».

Sí, jóvenes curas, sabed que el enemigo de la belleza, del ascenso, de la alegría de los guerreros que luchan con la gravedad para conseguir la divina libertad, es la carne… Sobre todo, en las muchachas, en ciertas muchachas tropicales de catorce años y medio, el Lucifer se disfraza de Dios y nos sonríe con la sonrisa de la alada ligereza, para hundirnos en la gravedad.

Hay un solo enemigo: la carne. ¿El mundo? ¡Pues si en él se pasean las sobrinas de los curas en propiedad…! ¿El demonio? En la Tierra está en forma de sobrinas de cura… Ellas, las sobrinas, son el mundo, el demonio y la carne…

No tengáis sino sirvientas viejas y feas. No toquéis, no miréis y no os deleitéis. El único camino de nuestra salvación está en las cautelas de nuestro padre Ignacio, a quien, por ese hallazgo, podríamos llamar el divino calvo.

La vocación

Pues bien, resumiendo, tenemos que entre la muerte de Cleto, aquélla del policía Ochoa, los sobrados, las travesuras de Pachito y las cosas que le ocurrieron con Celso, con Pedro Gallo y con Pablo Uribe, todo ello mezclado con la visión de los padres, andarines, sombrerones, de bordón, que veía en la hacienda «La Trinidad» y que no tenían que pensar en el mercado de los domingos, sino que rescataban almas y levantaban un ladrillo y mostraban allí el infierno, hicieron nacer en el monaguillo la resolución firme de entrar en La Compañía.

¿Por qué no de sacerdote secular? Para resolver este problema es necesario escarbar mucho en su infancia. Vamos a hacerlo.

Capítulo XIX
Esbozos de Manuel Desiderio López, alias Tonel, y de Alejandro Posada, curas de Barbosa y de Bello, respectivamente.

Esbozo del padre Manuel Desiderio López, alias Tonel, cura de Barbosa

Era como enorme bola. Era como una de esas esferas terrestres en las que pintan pulgones para indicar lo minúsculos que son montañas, árboles y animales en relación con el volumen de nuestro planeta; así, la nariz, piernas, brazos, orejas, etc., de Manuel Desiderio, no se veían: era una bola de sebo que se había tragado extremidades y facciones.

Poseía toda la bonachona apacibilidad de los gordos. También poseía la inocente astucia de la Marinilla.

Llegaba donde Acosta montado en mulona fornida como Hércules, y Chamico gastaba dos horas para apearlo.

¿Cómo le nació la vocación a este verraco de cura? Él lo contaba así:

«A los diecinueve años yo estaba un día boleando calabozo en una cañada: taque, taque, taque, taque…

Era mozo infatigable. Aquel día rocé toda una cuadra… Al atardecer, sudoroso, rendido, me senté a reposar bajo un sietecueros. A las seis sentí que soplaba sobre mí la divina gracia; por la noche les conté en casa; al otro día tocaba a la puerta del seminario y a los tres años me pusieron plantado en la Mesa del Altar, celebrando los divinos misterios…».

Esta bola, Manuel Desiderio, tenía mucho fervor en la caridad: no esperaba a que lo llamaran los enfermos; apenas tenía noticias de ellos, se hacía trepar a la mulona y se iba en su busca por caminos imposibles. Llegaba, lo apeaban entre todas las viejas de la casa, confesaba y consolaba al enfermo, bebiendo cacao, y, al final, sonriente y sencillo, con esa sonrisa inocente de la Marinilla, le decía al moribundo:

«¡Bueno! Ya vas a comparecer delante de la justicia y misericordia divinas… ¿No le vas a dejar nada a tu curita…?».

Así fue como salvó almas, y murió en Bello, rico y lozano.

Esbozo del padre Alejandro Posada, nuestro pariente, cura de Bello

Este era alto, sarmentoso, carilargo y le gustaba el aguardiente de caña.

Entraba a las cantinas, con amigos; sentábase en un rincón discreto. No se embriagaba, pues era la fortaleza misma. Apenas estaban redondos de beber y comenzaban a hablar indiscretamente, ponía la cara sobre la palma de la mano, muy serio, el codo apoyado en la mesa y decía len-ta-men-te:

—¡No abusen, hijooos! Usen pero no abusen… Es preciso no caer en la embriaguez…

Inmediatamente alzaba el índice, señalando para el cielo, y decía:

—¡Acuérdense de Aquél…! ¡Acuérdense… por si va y hay algo arriba…!

No más. Jamás dio escándalo. Esos curas eran vascos fornidos, nobles, corajudos; jamás viles. Quien tomare a mal lo que describo, no entiende lo único bello que ha tenido en humanidad Suramérica: este nido de vascos, Antioquia.

Era cura de Bello. Un día, nada menos que en procesión de la sentencia de Pilatos… Venía la procesión por «la calle arriba» a salir a la plaza. Esta se hallaba casi solitaria. La policía estaba lejos, en la procesión. En esas, un borracho se planta en la esquina suroeste, haciendo eses y blandiendo un puñal… La procesión se acercaba… Llegan los monaguillos con la cruz velada y los candelabros…

—Por aquí, grita el borracho, no pasan sino Jesucristo y el señor curita; a Pilatos le rajo el alma…

¡Qué desorden! Gritos. Llamadas a la policía; pero esta venía atrás, entre el pelotón.

Al rato llega, abriéndose paso, el cura Posada; se acerca echándose la capa pluvial a los hombros, como si fuera una ruana, y arremangándose sotana y sobrepelliz.

—¿Qué sucede, hijooos…?

—Pues que este señor no deja seguir la procesión…

—¿Conque no dejás…?, dice, y se acerca al borracho y le da un puñetazo en la cara y éste cae como un muerto…

—¡Siga la procesión…!

Hablando de sí mismo decía: «Donde yo pongo esta caratosa (era caratejo), no se para nadie».

(Continuará).

— o o o —

Panorama de la
vida en Colombia

Rafael Arredondo y Román Gómez

Es un postulado que el político maneja fuerzas sociales; el político no es maestro de escuela, moralista ni pensador. Es artífice que maneja al hombre en cuanto gregario.

La política podemos definirla así: arte de conducir al pueblo a sus destinos latentes.

El político podía definirse así: hombre apto para percibir la voluntad inconsciente de las multitudes y para aprovecharse de ella con el fin de dominarlas y encauzarlas.

De estos postulados y definiciones es muy fácil sacar las cualidades que debe poseer un individuo para ser político. Ellas son:

Convivencia con su pueblo, así como la araña convive con su tela. Expresemos esto en otros términos: conciencia de su pueblo. Esta cualidad es connatural: puede disciplinarse pero no adquirirse.

Debe tener gran simpatía.

Debe ser organizador nato. Su oficio es organizar.

Debe ser firme; no divagar. Su pensamiento debe ser instrumento de la acción.

Debe, por consiguiente, ser capaz de sacrificar los fines inmediatos al fin último: la consecución del poder. Un político jamás se enreda en enemistades personales, en amoríos, etc.

Como todo aquel que encarna un destino, el político carece de escrúpulos. Todo, para él, está por debajo y subordinado a su acción. Por eso vemos que los grandes políticos dilapidan el dinero, y los hombres de conciencia de vieja solterona los critican. El político no tiene escrúpulos. Es fuerza inconsciente, como el rayo.

Sólo dos políticos ha dado Antioquia durante nuestra vida: Rafael Arredondo y Román Gómez.

Antioquia ha producido idealistas, moralistas, artistas, negociantes, pero sólo a estos dos políticos. Hay otro, superior quizá, pero pertenece a la Iglesia: Monseñor González Arbeláez.

Medellín, dominada por inhóspites vendedores de rollos de tela; Medellín, guarida de hoscos fariseos hipócritas, ha impedido que estos dos hombres de mérito se hayan elevado a donde lo merecen por sus dotes naturales.

Román Gómez inició lucha titánica para libertar al pueblo antioqueño de los cachivacheros del parque de Berrío; su vida es capítulo interesante de la historia antioqueña; estuvo a punto de vencer, pero el señor Cayzedo se colocó del lado de los señoritos de Medellín, por incomprensión, y el marinillo fue vejado, perseguido y vencido, y con él el partido conservador.

Hoy es Rafael Arredondo: viene de nuestros pueblos y de nuestra sangre netamente antioqueña; es el único hombre activo, el único sobrio y apasionado que tiene el liberalismo. Está en lucha a muerte con la canalla semiletrada de Medellín. ¡Aquí hay mucha envidia, señores! En Medellín no hay originalidad; imitan lo bogotano; sus escritorzuelos y doctorcitos carecen de personalidad y nunca han vencido un deseo. ¿Lo hundirán estos hombres olorosos a resaca? ¿Será el pueblo liberal de Antioquia tan imbécil como lo fue el conservador cuando hundieron al marinillo? ¿Seguirá el antioqueño tras estos periodistas que fuman, beben y putean como si estuvieran locos?

¡No hay duda! Mirando bien a los hombres del liberalismo, sin perjuicios, no hay sino Rafael Arredondo que tenga lo siguiente:

1°. Vida sobria.

2°. Pasión política (vocación).

3°. Instinto organizador.

4°. Conciencia de híbrido.

¿Qué es Emilio Jaramillo? ¿Político, porque estudió medicina…?

No; en Colombia no hay sino Román Gómez que sea capaz de hacer lo que hace Arredondo: organizar el fondo liberal, la casa liberal, las elecciones liberales, etc.

Antioquia engrandecería a Colombia si no tuviera en su Medellín una taifa de cachivacheros que se creen reyes, envidiosos siempre de las virtudes de los que no crecieron peinados detrás de un mostrador del Parque de Berrío.

Verdades para los godos

El partido conservador cayó muerto con Román Gómez. Su muerte fue causada por estos parásitos: Laureano Gómez, Pedro José Berrío, Carlos Vásquez, Abadía Méndez, etc. El único que pudo y quiso vivificarlo fue el marinillo Román Gómez y no lo dejaron los de Medellín, por envidia.

Hoy no ven sino sus errores, sus despilfarros, pues del vencido no queda nunca sino eso. Para triunfar, para elevarse políticamente, hay que gastar mucho, y, si no triunfamos, sólo quedan ruinas.

Máximas

En política, la canalla periodística no sirve sino sometida a la voluntad de un hombre de acción. (En Antioquia, por ejemplo, sometida a Rafael Arredondo).

* * *

Humanamente, el ser que menos vale es un periodista. No tiene ningún valor moral; es instrumento y como tal es apreciable.

* * *

Lo que llaman literatura, artes, periodismo, escuelas, etc., sólo cuando giran alrededor de un hombre articulador es útil. Lejos de un varón, anarquizadas esas cosas, son fuente de males. Tal sucede hoy en Colombia.

* * *

En toda época, por baja que sea, aparecen hombres de acción, más o menos cumplidos. En la Colombia de hoy (1936) sólo veo tres hombres de acción que se debaten en la anarquía, capaces, a saber: monseñor González Arbeláez, Rafael Arredondo y Román Gómez.

* * *

Al hombre de acción no hay que exigirle moral de viejas beatas en sus medios: lo que hoy aparece como dilapidaciones y errores de Román Gómez, hubieran sido sus genialidades en caso de triunfar.

Sólo el triunfo justifica al hombre de acción. Podemos decirle a don Rafael: si vence, toda su vida será puesta como ejemplo para las generaciones; si cae, todos sus actos serán llamados “robos”.

Escuelas disciplinarias

Poca influencia tienen los escritos sobre el estado del alma de un pueblo. Para modificar éste, tan cobarde, sombrío y primitivo en Colombia, el único sistema está en los regímenes disciplinarios: escuelas estimulantes.

Nosotros apenas podemos analizar en nuestros escritos, sin egoísmo, pues no tenemos interés en las facciones que se disputan el presupuesto.

Las verdades son estas:

El partido conservador perdió “el poder” porque toda fuerza social, así como todo lo aparente, nace, crece y muere.

Olaya Herrera triunfó con una coalición de los descontentos con el régimen conservador, podrido en realidad.

Los conservadores, es vez de remozarse, atendiendo a leyes elementales sociológicas, echaron por el camino de una oposición bárbara: excomulgaron a sus copartidarios olayistas, lanzaron a Olaya, por las malas, al sectarismo liberal.

El partido conservador optó por el sistema del odio, siempre infructuoso. En la historia no se conoce un solo caso en que el odio haya creado. El amor preside a los nacimientos. Eros es el dios en sociología también. Afortunadamente, nuestro país no es estéril absolutamente: la conducta de Rafael Arredondo con los doctorcitos liberales descontentos (método amoroso), puede ponerse como ejemplar.

Ante estas verdades elementales aparece muy natural la elección de Alfonso López para Presidente: el odio nos dio lo que era de esperarse: un desecho humano en la Presidencia.

La culpa no es de nadie; no existe culpa; la verdad está en que nuestro país carece de disciplina educadora.

La conducta civilizada para el partido conservador era aceptar el triunfo liberal, colaborar, bregando por encauzar, y esperar a que esa fuerza se usara, pues en la vida todo tramonta, toda energía se agota.

¿O es que sólo unos, “los elegidos”, deben gobernar?

Colombia es una tribu, país sin educación.

Mediten los conservadores en que ellos, tales como eran de 1915 a 1930 y tales como son hoy, no es posible que vuelvan al poder. ¿Entienden o no? ¿O desean que desaparezca la patria? En el fondo, su deseo es el siguiente: “Nos entregan el presupuesto o que se hunda Colombia”.

* * *

A Marinilla, al oriente antioqueño, en donde hay patriotismo, la invocamos para que rodee a su jefe, don Román Gómez, perseguido por los interesados influyentes de Bogotá y Medellín.

* * *

Se necesita ser muy ciego para creer que Pedro Berrío y Laureano Gómez son políticos, figuras apreciables siquiera. Sus temperamentos son impropios para el arte político. ¡Qué enorme personalidad tenía el doctor Berrío, que hasta le sobró para rellenar el costal de grasa de su hijo!

* * *

Sólo en Colombia sucede que un individuo, por asistir a malas lecciones en una escuela desorganizada como la Universidad, sirva para político. Sólo aquí creen que el hijo de un General es General. Los grandes hombres hacen a sus hijos con babas, pues la energía la gastan en su obra.

* * *

El temperamento de Rafael Arredondo es el propio para el arte político. Háganse a un lado los doctorcitos, que ellos pueden saber de aguardiente pero nada de arte político.

El ejército colombiano

No existe. Podrá tener máquinas guerreras, pero, al carecer de hombres, podemos afirmar que no existe.

No hay ningún ideal que articule la educación pública, el ejército, los partidos políticos, etc. Por consiguiente, el país es un caos.

Los militares colombianos, con excepciones honrosas, no tienen ningún ideal, ninguna sugestión que les dé heroísmo en su conducta.

Los oficiales son formados en Bogotá, por extranjeros: los jóvenes van a la “escuela militar” cuando son incapaces y amigos de los vestidos de colores.

Se casan pronto y su ideal es devengar el sueldo; que los asciendan y que no los envíen a regiones insalubres.

Ese teniente José Vicente Villate, del ejército colombiano, es representativo de la mayoría de nuestros militares sin valor y sin honor. Valor y honor son virtudes que nacen de la disciplina, y nosotros vivimos en la anarquía. Desde niño he oído de varios militares que han matado a ciudadanos o colegas, en riñas, a causa de embriaguez, a mansalva; durante cuarenta años jamás he oído de un acto noble de un militar colombiano. Los ha habido de valor y dignos, pero, por eso mismo, han sido arrojados del ejército. Sólo los grandes cobardes, los grandes viles han sido ascendidos, pues hemos vivido en facciones y sólo se aprecia al vil lacayo.

El caso de ahora es triste y ejemplar: el teniente Villate delató y ofendió a un oficial paraguayo, mientras éste estuvo preso, y, una vez libre, Villate ha sido la imagen cobarde, imagen del producto humano en cien años de vida dizque independiente.

Donde no hay honor, donde no hay valor, donde no hay hombres, donde los llamados tales están dedicados a llevarse niñas de catorce años para la “Avenida de los Libertadores”, a violarlas, ¿qué hay? ¡Pues el ejército colombiano…!

En los diarios de los días once y doce de julio aparece una lista de ocho niñas raptadas, de una señorita violada… ¡Son unos héroes…!

* * *

Algunos dicen que el teniente no aceptó el duelo al paraguayo “porque es católico”. El catolicismo no les sirve sino para escudo. Para calumniar o delatar, para ayudar a ladrones en el gobierno, para ir donde “muchachas”, para embriagarse, ¡para eso no son católicos…!

Los clérigos en Colombia

El jesuita X, tutea a uno y no ofrece reciprocidad; si lo tuteamos, se enfada. ¡Esto es clericalismo colombiano! A esto redujeron los godos la religión, a que los curas manoseen a los ciudadanos: un tuteo humillante como el que se daba a los peones.

* * *

Para un verdadero presidente, la piedra de toque de los problemas clericales en Colombia sería ésta: arreglar las cosas de manera que los clérigos no sintieran natural el tutear a la gente sin ser tuteados a su vez. ¡Mutuo respeto y aprecio! Aquí hay algo podrido: los clérigos desprecian a la gente colombiana. En Europa, jamás se atreven a tutear. ¿Por qué…?

* * *

Santa e intocable es la religión, el homenaje que rendimos a Dios. Pero el sacerdote no es Dios, como lo creen hasta los imbéciles que se llaman liberales. El sacerdote que humilla o fastidia siquiera a un ciudadano, prevarica.

* * *

Los problemas clericales en Colombia son debidos a la mala educación del pueblo y de los ministros del Altar. Hay idolatría y cierta estafa: la primera por parte del pueblo y la segunda por parte del sacerdote.

El cura de hoy humilla a los maestros de escuela, a los fieles, y dizque estamos en régimen liberal. Lo mismo pasa en todas las parroquias colombianas: ordenan que lleven a los estudiantes en comunidad a todas sus fiestas; dicen: “queremos que el Gobierno se destape”; gritan en la iglesia que se arrodillen, que se paren, etc. Muy bien enseñar, pero la iglesia no es cuartel.

* * *

También hemos visto a un gobernador liberal llevando el guión en procesiones. ¡Nada!: respetar la religión y obligar al clero a ser respetuoso y que deje la soberbia.

* * *

Un hombre libre tiene que sentir náuseas ante este liberalismo clerical y antirreligioso de Colombia y ante el clericalismo irreligioso: dos monstruosidades que rigen la vida social de nuestra patria.

Figuras de abogados

Oficina de Santos Putifar y de Papada

I

Papada ya no tiene mamones; cuando éramos jueces poseía aún las raíces, y ahora apenas tiene la encía y la lengua asomada por ahí como solterona por un postigo. Y como Papada ríe siempre, condescendiente, resulta que sus mamones estaban de sobra. Los colombianos de hoy sonríen cobardemente.

Papada no es rábula; es rabulita. A todo dice que sí y a todo el mundo lo escupe por el portillo.

Conversa por otro portillo, es decir, con temor; todo lo dice en semisecreto, mirando para los lados, atisbando a ver si lo escuchan…

Cobra cuentecitas de cachivacheros del parque de Berrío. Trabaja con Santos Putifar, pero no asociados; cada uno ejerce por su cuenta.

Ya tiene papada. No es gordo sino flaco, aflojado por las miserias y los vicios. Propiamente, en Colombia no hay gordos: hay aflojados.

Piensen que a Papada le ha dado por beber caldo de gallina gorda dizque para aceitar los pulmones. Es muy relajado, como todos los nacidos aquí desde 1830: coito, caldo de gallina, coito y caldo de gallina. ¡Con tal régimen echa papada y vientrecillo cualquier flaco…!

Es conservador. Asiste a la misa de nueve en La Cruz.

—¡No me gusta ese viejo Sierra…!

—¿Por qué, Papada…?

—Porque el domingo dijo algo, en tono ofensivo que no me gustó…

—¿Qué dijo…?

—Que las doncellas se están yendo con los novios, en los automóviles oficiales de estos (hay 250 automóviles oficiales o lupanares), a pasear por las carreteras, y que vuelven “madres de familia”. Que los papás las envían luego a las haciendas a parir, como si éstas devolvieran el honor…

Eso no está bien, comenta Papada; ¿por qué dice tales cosas? El padre Henao era muy diferente; apenas si decía, interrumpiendo su plática: “¡Ahí están manipulando dos novios, en una banca…! ¡Eso no…!; al templo se viene a los oficios divinos y no a esos menesteres… Hagan el favor de suspender el manipuleo, o me veré obligado a sacarlos…”.

—Bueno, Papada, ¿y es que hay mucha corrupción sexual?

—¡Terrible! Hombres y mujeres parecen desaforados. En Colombia no se piensa en otra cosa que en el sexo. Lea los periódicos y verá…

Papada hizo, de tal manera, un paralelo entre los dos curas de La Cruz, el muerto y el actual, respecto de pláticas. El paralelo respecto de entierros es así:

“Y este viejo Sierra es muy orgulloso: apenas lo llaman a enterrar a un pobre, va y no entra a la casa sino que grita: ‘¡A ver, el muerto!’. Mientras que Henao llegaba, entraba y decía: ‘¡A ver, el muerto…! ¡Destápenlo…! ¿Y de qué murió la joven (o el viejito)…? ¡Bueno…! ¡No se entristezcan…! Por aquí parece que no hubiera platica, ¿eh…?’.

—No, padrecito, no tenemos nadita…

—Pues no se le puede dejar ir así, en pelo, para la otra vida… Vea: llévenmelo, que allá, a la puerta de la iglesia, saldré yo y le rezaré alguito…”.

Limosna no les daba, comenta Papada, pues no he conocido el primer sacerdote que dé limosna: piden pero no dan.

De tal suerte que Papada se está volviendo izquierdista…

* * *

¿Cómo ama este abogado? He logrado que me lo cuente todo. Como ya es cuarentón, se ha vuelto crapuloso, debido a eso de los caldos de gallina. Apenas siente “el amor” (diariamente), va donde una, jovencita… Le cuesta cincuenta centavos, todo comprendido. Apenas termina, va a beber caldo “para engrasar los pulmones”. ¡Qué gente tan vil habita en estos Andes tan bellos! ¿Podrá formarse una patria? Estos son los hombres que se gradúan en “la escuela de Clodomiro”.

* * *

Santos Putifar es sesentón, hombre de “buenos principios”, padre de familia, viudo ya.

Es liberal, y con el triunfo de su partido le ha dado por abusar del aguardiente. Achispado, se atusa los bigotes largos y caídos, le rebrillan los ojos y habla, en sermón, a Jaramillo y a Papada acerca de las excelencias del matrimonio, así:

“¿Cómo no ha de ser mejor el amor lícito? Mire, Jaramillo, ¡qué delicia llegar a la casa y encontrar allí a la mujercita limpia y amorosa! (Se atusa los bigotes). ¡Yo como fui tan feliz con mi Gertrudis…! ¿Cómo no ha de ser mejor, Papadita, el amor limpio, sin intranquilidades, sin esa zozobra del terrible mal venéreo…?”, etc.

En estos sermones acerca del “amor lícito” gasta la rijosidad que le presta el aguardiente, los sobrados ya de su pobre organismo agotado por la miseria en que vivimos los colombianos… Los ojos le relampaguean; se relame y se atusa los bigotes delgados y largos como colas de chivos viejos…

Otras veces adoctrina a los doctorcitos de “la escuela”, así:

“Vea Jaramillito: no bote el semen; piense que usted, tan lozano, podría dar a la patria unos retoños bellísimos… Así se lo he dicho a Papadita y a los otros de ‘la escuela’, que no boten la semilla por ahí, escandalosamente… El amor lícito…”, etc.

“¡Es la pobreza, don Santos…!”.

“No, Jaramillito: así se lo he dicho a Papadita y a los otros de ‘la escuela’, que yo me casé con los meros derechos: cada hijo viene con su arepa al mundo, etc.”.

Cuando la rijosidad lo atormenta demasiado, se expresa del siguiente modo:

“A la mujer, a la santa esposa hay que sacarle todo el jugo, como a la tierra, hasta que se esterilice… Figúrese, Papadita, que yo engendré veinte hijos en mi santa esposa…”, etc.

Otras veces:

“Así se lo he dicho a Jaramillito y a los otros doctores de ‘la escuela de Ricardo’, que yo soy liberal, pero católico…: ¡que toquen el santo vínculo matrimonial y verán cómo los tumbamos…!”.

Sostiene que “hay que buscar la mujer por la raza”, para “sacarle todo el jugo”. Al decir esto de jugo, hala del bigote izquierdo, pues es zurdo, y rechina los dientes. Lo del “jugo” es cuando ni se aguanta…

¡Pero lo mejor es la dentrodera! Veamos:

Resulta que por ahí, a un hotel vecino, llegó una dentroderita, inocente, hermosa, no propiamente hermosa pero sí gustadora… Don Santos Putifar se la llevó para la casa… Papadita cuenta que al contratarla le dijo: “Mire: en casa encontrará cariño y respeto. No estará a merced de tanto vagamundo como produce ‘la universidad’”. Agrega Papadita que dizque le prometió casarse con ella, si se gustaban; que la trata con deferencia cuando va a la oficina; le da dinero para que compre cigarrillos, etc.

Don Santos fue hombre eclesiástico, estuvo pelando papas en el Seminario. Dice:

“Yo no me ordené porque mi vocación era ‘el amor lícito’, etc.”.

Siempre que la dentrodera va a la oficina, apenas se retira, llama a Jaramillito, profesor en “la escuela”, para explicarle lo de sacarle todo el jugo a la santa esposa…

II

Aparece el magistrado Gordón

Hace tres días que el Gordón, magistrado olayista, encontró a don Santos Putifar casi ebrio: venía de arreglar un pleito en Sopetrán, ganándose $80 y acababa de llegar…; estaba en la oficina, con Jaramillito y con Papada, achispado…

—A ver, gritó, entre usted, doctor Gordón, que precisamente quería conversar con usted, que es docto en estas cuestiones jurídicas… Pero, antes de hablarle de los jueces de Alemania, permítame decirle que el pueblo antioqueño, en medio de sus virtudes, carece de “mutualidad”…

—¿Cómo así, don Santos…?

—Pues, doctor Gordón, usted comprenderá que un pueblo cuyos choferes pasan por “Boquerón” sin detenerse siquiera un momento allí, en el ventorrillo… ¿Qué puede perjudicar un minuto…? ¿Eh…? Pues tal pueblo, doctor, carece de “mutualidad”…

¡Piense usted…!: luego de atravesar las ardientes llanuras de Antioquia, ciudad histórica, y de la bella Sopetrán, al llegar a semejante altura, al frigidísimo “Boquerón”, ¿cómo es que pasan así?, ¡zas! ¿Cómo no ocurrírseles a los choferes sacar el reloj y decir: “Señores, voy a detenerme un minuto…”. Esperar así, un minuto, para ver si alguien desea comprar unos dulces para alguna señorita, un trago de aguardiente u otra cosilla… Decididamente, doctor ¡ese es el defecto!: carencia de “mutualidad”…

¡Bueno! ¡Pero no era eso! Deseaba hablarle a usted, doctor Gordón, porque ni Dios ni la sociedad pueden permitir que usted permanezca soltero… ¡Cásese usted…! En usted, tan lozano, hay por lo menos cinco retoños…

—No, don Santos, he resuelto abandonar el mundo y chantarme una sotana o un sayal franciscano… Ya perdí mi juventud…

—No, doctor, usted no es llamado a ese ministerio… Cásese, que Dios y la sociedad le tomarán en cuenta por lo menos cinco retoños sanísimos… Ahora, cuando está de magistrado, ahora, cuando el doctor Olaya dirige la patria… Ya ve usted cómo los otros magistrados han cumplido con el débito a las santas esposas…, etc.

—Pero ¿por qué tengo que casarme, don Santos…?

—¡Yo conozco! Yo estuve en seminarios y conozco estas cosas… Su deber es “el amor legal”… Porque usted ha de saber que yo me sé de memoria toda La Suma…; la estudié en latín y la tengo en español, y, sobre todo, la tengo aquí (señalaba la frente)… Salga usted por cualquier calle o vaya a Sopetrán y verá qué clase de mujercitas… ¡No se deje pasar! Ya usted gozó de Bélgica y de París y se está pasando… Piense que su vocación es “el amor legal”; véase a sí mismo en brazos de su mujercita, así: (simuló abrazo fuerte y lento).

—Bueno, don Santos, pero a usted también le cae el sermón, porque usted es viudo…

—¡Si lo estoy pensado, doctor…! Pero despacio, porque la mujer hay que buscarla por la raza, para sacarle todo el jugoooo… y, sobre todo, que me es difícil encontrar una que me recuerde a mi Gertrudis, en quien engendré veinte hijos… Yo no me ordené, porque desde niño comprendí que mi vocación era el amor lícito… Yo soy liberal católico…, y así se los he dicho, que si continúan tocado al santo vínculo, les quitaré mil votos… ¡Dios es uno y trino y uno es también el “vínculo”…!

—Carajo, don Santos, ¿mil votos…?

—Sí… En mis correrías de abogado por Girardota, Antioquia, Rionegro, etc., me he hecho a muchos liberales católicos, y, si tocaren al amor lícito… ¡Mil votos…!

—Pero oiga, don Santos, voy a contarle lo que hacen sus copartidarios en Marinilla…

—¡No me lo diga! Yo sé que está pasando lo peor…

—Oiga: el Negus, un maestro negro, a quien así llaman, le puso polémica en estos días al cura de Marinilla, diciéndole en la escuela, delante de los niños: “A ver, padre, ¿cómo explica usted eso del muñeco de barro que hizo Dios? Muy bien lo del muñeco, pero ¿cómo se volvió de carne y hueso…?”.

—¡La omnipotencia, doctor…! Eso está en La Suma. Por eso, yo siempre he sostenido que la filosofía debe estar sujeta a la Sagrada Teología… Eso lo sé yo desde niño; es un postulado… ¿Y qué respondió el señor Cura…?

—Nada, don Santos…

—Pues hombre, doctor, ¡si eso está en La Suma…! ¡La omnipotencia…! Oiga: voy a explicárselo: Jehová tomó un muñeco de barro… ¡y era de tierra colorada…!, pues eso significa damasceno… “Formó un muñeco de barro en el campo damasceno…”. Luego sopló. ¡Ahí está, doctor! Ahí está “el punto neurálgico”, como dice su colega, el doctor Belisario Agudelo… Ahí, en el soplo, está lo que debieron contestarle al Negus de la educación pública colombiana… ¿Sabe usted lo que significa soplo…? ¡El poder, la omnipotencia…! En virtud del soplo, el muñeco se volvió de carne, sangre y huesos…

—Bueno, don Santos, pero hablemos de sus negocios y de la administración de justicia…

—Precisamente, a eso íbamos… Voy a decirle a usted cómo son los jueces alemanes…; como yo soy profesor en “la escuela de Clodomiro”…

En esas entró una mujer cuarentona, fornida, buena moza… Don Santos Putifar tiró el taburete a un rincón y se fue a conversar con ella, sin pedir excusas… El doctor Gordón se retiró, llevando su barriga, como si fuera la custodia, con solemnidad… Así fue como don Santos se quedó solo con la mujer, explicándole indudablemente “el amor lícito”, y nosotros nos quedamos sin saber nada de los jueces alemanes y de los otros magistrados. Pero, en el próximo número, continuaremos con los jueces antioqueños, con los abogados, los rábulas, etc.

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Panorama de la
vida en el exterior

Nuestra madre patria, España, está mostrando abundancia de instintos. Los moros, al mando del general Franco, marchan sobre Madrid. Parece que allá hay una gran vitalidad prometedora. Desde que oímos ese modo lleno como pronuncian cada letra, desde que vimos esas mujeres tan sanas, comprendimos que las Españas no han muerto. Y, sobre todo, desde que le oímos el sermón acerca de la resurrección de Lázaro, a un jesuita español, estamos seguros de que Jesús resucitará a las Españas. Decía el jesuita:

“Y Marta envió a llamar al Maestro… Cuando Jesús se acercaba, ella salió a su encuentro y le dijo: ‘¿No sabes, Maestro, que Lázaro ha muerto…?’. Jesús, muy conmovido, respondióle: ‘¡Coño! ¿Con que ha muerto el amigo Lázaro…?’”.

No es posible que muera un pueblo cuyos habitantes pronuncian cada letra de nuestro alfabeto con una energía, con un gusto superior al de los gastrónomos. Si desapareciere España, desaparecerá el idioma español; pues en las Américas no sabemos pronunciar la j, la g, las z, c, s, la b ni la v. Por aquí hablamos sin ninguna musicalidad. Desaparecerá también la inocencia. Quedará únicamente la hipocresía de los zambos y mestizos hispanizantes.

¡Qué inocentes, qué robustos, qué buenos trabajadores hay en España! ¡Aquellas mujeres que amamantan a niños de cinco y seis años, en las avenidas! Aquellos lustrabotas, que son prestidigitadores del cepillo, que lo hacen sonar contra las palmas de las manos, que lustran con la solemnidad de artistas insignes, y que, mientras lustran, nos recitan versos o nos dicen: “¡Qué mal toreó ayer el Gallo!”. Son de corbata, lustrabotas corbatudos… Y un pueblo que tiene esos mendigos artistas ¿cómo no ha de ser grande? Quizá es porque nosotros no sabemos nada de política, pero nuestro corazón está anhelante porque vuelva pronto la hombría a España, para poder ir a oír hablar español, hacernos lustrar los zapatos, ver al Gallo, a los ciegos pordioseros y a las mujeres que amamantan a los hijos hasta los siete años. Las mujeres de las Américas son pésimas lecheras. Y sobre todo, para oír sermones. Sólo en España saben de sermones… Oigan, pueblos de las Américas: nadie, que no haya ido a España, tiene noción de mujeres sanas, de español, de lustrabotas, toreros, arte de mendigar y arte de renegar con inocencia. En España no hay “palabras feas”: las hay castizas, es decir, legítimas.

21 de julio de 1936

* * *

¡Qué alegría!: el general Mola y el general Franco marchan sobre Madrid. No; no era posible que España se pareciera a Ecuador, a Colombia, al ejército colombiano. ¡Coño! Allá hay hombres todavía…

23 de julio de 1936

En España se baten la verdad. Mi corazón está con los revolucionarios. La democracia, el mando anónimo, no el conducir a un país a su destino, es el resultado vil de la canalla literaria que invadió al mundo. (Sociedad anónima).

Colombia es un nombre. No se batirá. Aquí no hay carácter; hombrecillos cobardes y astutos; la astucia es el arma única de los que no poseen vitalidad.

* * *

Los colombianos vivimos bregando por conservar el pellejo, junto con “el sueldo”. A nada nos aventuramos, y es muy claro que en toda empresa hay peligro. Alfonso López no debe temer: nadie hay por aquí capaz de asustarlo, a no ser con “un editorial”.

24 de julio de 1936

Hoy cumplirá el Libertador 153 años. En este día glorioso vine al café de Suso a esperar el periódico para ver si los revolucionarios (generales Franco y Mola) triunfaron o triunfarán.

¡Oh, padre Bolívar, salva de la anarquía a tu gente! En todo caso, el de hoy sería un día muy bello para el triunfo del general Franco… y, si él triunfara, toda Suramérica se contagiaría del amor a la libertad.

¡Un hombre! ¡La gente hispana necesitamos de un hombre y de un ideal! ¡Qué destino hermoso sería el de las Españas (Península y América), si apareciera alguien que nos devolviera la conciencia de nuestra capacidad! Somos muchos millones de hispanos; somos el pueblo más poderoso potencialmente entre los que llaman del occidente; los que poseemos las tierras más fértiles y vastas y las mayores posibilidades de porvenir.

La lucha atroz en la Península revela una gran vitalidad y no es desacertado suponer que de esa atroz carnicería puede surgir un nuevo orden para nosotros.

Bolívar no quiso luchar contra España sino contra su gobierno. Veía claramente que estas Américas no serían nada sino unidas espiritualmente con España. Su sueño era unificarnos en el orden libertador. ¿No quiso ir a Filipinas, a España misma? Reléanse sus escritos de la época desde que se entrevistó con Morillo hasta su muerte y verán que no creía posible separarnos y ser grandes a un mismo tiempo.

¡Oh, padre Bolívar, si tu espíritu sobrevive a la descomposición de tu cuerpo y si “allá” es posible intervenir en los destinos humanos, brega porque a tu raza le llegue ahora su nuevo día, su ideal, su conciencia! ¿Por qué hemos de continuar quemándolo todo, anarquizados, dando el espectáculo deshonroso que ha sido nuestra vida desde tu muerte?

Nuestro corazón palpita apresuradamente en espera de las buenas noticias del general Franco.

Los ejércitos de las Américas no sirven; no tienen hombres sino funcionarios. Aquí, en Colombia, no hay sino un Olaya Herrera para que lo nombren Presidente y para que digan: “El doctor Olaya ha subido al solio de Bolívar”.

Fernando González

Fuente:

Antioquia. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, marzo de 1997. Introducción por Alberto Aguirre.

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Revista Antioquia - (1936 - 1945)

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Ultima revisión en marzo 12 de 2014