Revista Antioquia

Fernando González

1936 – 1945

Antioquia 7 / 1936

Poncio Pilatos envigadeño [II]

(Semana Santa en Envigado)

(Continuación. Véase número 6)

Capítulo II

Lunes Santo

Todo el día he estado averiguando por la hora de la procesión; dizque será a las cinco y media.

Ayer me dijo mi hermana que la procesión del lunes era así: sacan algunas imágenes y el gran paso de «La higuera maldita», o bien, el de «La resurrección de Lázaro».

—¿Cómo es éste?

La cocinera, muchacha muy alegre y con diente de oro, exclamó:

—«¡Ave María…! ¡Es lo más miedoso…! ¡Sacan un judío envuelto en sábanas…!».

¡Pueda ser que hoy se trate de «La resurrección de Lázaro!».

* * *

Dije en casa, antes de venirme, que trajeran a los niños, para que se formen las impresiones patrias. Todas estas escenas dejan en el alma las imágenes centros, la patria.

Tarde bellísima. Son las cinco. Estoy en el andén del café de Suso, contemplando las ceibas, cielo, montañas, gente y palomas, mientras sacan «al judío envuelto en sábanas».

En la iglesia estaba eso soberbio, lleno de mil niños de todas las edades, bulliciosos, excitados; había muchas campesinas beatas y muchachas. Había ese runrún especial que precede a las procesiones; los niños hablaban todos en voz más alta de la acostumbrada en tales sitios.

¡Y no era para menos la alegría! Al entrar por la nave izquierda, vi este paso y escena: en mitad de la nave, el Maestro y Santiago el menor sentados en sillas bajas que no se veían por estar cubiertas con los mantos; entre ellos, una mesita de sala, de ésas que usan para floreros; sobre ella, dos panes de a cinco centavos, cada uno ensartado en un tenedor, verticalmente; y sobre el tablado, echada boca abajo, La Pecadora, besándole un pie al Maestro.

Este era el mismo de la mulita; muy bien sentado, con sus brazos y manos en posición doctrinaria; por debajo de túnica y manto le salía un pie en sandalia; pie ancho de andarín y, como el yeso lustroso ha perdido la suavidad en los bordes de los dedos, parecía, dada la sensación, de pie de caminante, limpio pero usado…

La Pecadora, bellísima cara de nariz y ojos puros, estaba boca abajo, apoyada apenas en los brazos, medio soliviada, besando el pie. Su cuerpo, cubierto por manto rojo.

Santiago el menor estaba repantigado, echado de para atrás en su asiento: ojos bajos de hombre que escucha…

Los mantos cubrían el tablado, que era bajo, hasta treinta centímetros del suelo, apoyado en dos bancos.

El paso estaba rodeado de niños comentadores; observé que todos, instintivamente, levantaban las ropas de las imágenes, para ver… Estaban admirados; dudaban de que fueran de madera y, por eso, descubrían los cuerpos. Recordé la respuesta que me dio un viejo negro caucano a la pregunta de cuándo se gozaba más en el amor: «¡Al alzar, miamo!».

Proseguí. En el altar de la nave izquierda estaban las tres Marías, vestidas con mantos de colores primarios, las manos colocadas en diferentes posiciones de adoración. La Magdalena, de cabellos sueltos y tocada con un velo. Las otras dos llevan moños.

En el altar del centro estaba Jesús, arrodillado ante una roca simulada con gantes, orando: era «El Huerto de los Olivos».

Un poco distantes, San Pedro, San Juan y Santiago, los mismos de ayer.

Volví al paso de La Pecadora. Me conmovía la inocencia de los dos panes ensartados verticalmente en los tenedores. La Pecadora estaba soberbia de belleza inocente. Un campesino estaba sentado allí, casi sobre las piernas de La Pecadora. Una vieja desdentada les decía a los niños: «¡Esa es la Magdalena arrepentida…!». Los niños giraban, levantando túnicas.

En esas llegó el padre Ocampo y apartó a la chiquillería. Me saludó; acarició a mi hijo Simón; lo felicité por los sermones y por la belleza de la Semana Santa. Creo que anda fastidiado de verme por aquí…

¡Sale la procesión! Los tres monaguillos se colocan en la puerta central; muchachos de quince años alzan a las Marías y a los apóstoles; campesinos fornidos se agarran de los grandes pasos, «El Huerto de los Olivos» y «La Pecadora». El cura espera fuera de la iglesia. Hay mucha gente, sobre todo menuda. El monaguillo, mi pariente, me sonríe con malicia: lleva la cruz velada; los otros dos, con sus candelabros de a metro y medio, también me sonríen…

Lo mejor de todo es que por aquí anda Julián, el sacristán en tiempos del padre Mejía; está viejo y parecido ya al padre Mejía: es el poder de los grandes hombres, que sus empleados llegan a asemejárseles…

* * *

Julián estaba parado en el atrio, mirando a las imágenes que salían de la iglesia; pálido; se notaba su intensa emoción… ¡Durante 35 años vistió a las Marías! ¡Durante treinta y cinco años arregló con el padre Mejía las procesiones! Era un sacristán-hombre de mando; ya tenía conciencia de ser dueño de eso… y, después de 35 años de vestir y desnudar a las Marías y a Poncio Pilatos, lo destituyeron… Se hizo maestro en Chinguí y en Sabaneta; hoy está jubilado. Con frecuencia lo veo por los andenes de la plaza, un libro abierto en una mano y en la otra un tabaco, leyendo, paseando y leyendo. No me saluda; indudablemente, cree que soy irreligioso, que no creo en San Juan. Pero yo lo amo. Con el tiempo ha adquirido cierta semejanza con el padre Mejía: cierto vientrecillo. Sobre todo, en algunas arrugas que parten de los ángulos oculares exteriores hacia las sienes, en cierto modo de los ojos alargados, risueños y tristes a un mismo tiempo, recuerda al padre Mejía.

¡Julián estaba ahí! Yo leía en su alma. El padre Ocampo estaba ahí también, solo, vestido bellamente, algo triste, cansado de escuchar pecados. Todos, niños, campesinos, Julián, el padre y yo, y San Juan, San Pedro y Santiago esperábamos a que pudieran sacar el paso de «El Huerto de los Olivos», que no cabía por la puerta. Además, la banda de músicos no llegaba.

El alma de Julián estaba más conmovida que la mía: un cataclismo emotivo había en ella. Veía al padre Mejía; veía la organización que él daba en aquellos tiempos; sentía la muerte, que ya viene, que nos cerrará los ojos, oídos y tacto y ya no podremos ver a San Juan, oír la banda de música y tocar a La Pecadora… Todo esto experimentaba Julián, pues miraba fijamente, intensamente pálido, altanera la cabeza, a San Juan. Comprendí que éste y la Magdalena son sus grandes amores. Sentí la tragedia de su vida. ¿Cómo destituyen a un hombre, cuando ya su amor se fijó? Yo he sufrido eso, me quitaron de Marsella, del consulado, cuando los calzoncitos de Toní eran para mí el eje emotivo. Quitaron a Julián, cuando ya no podía cambiar de amor, cuando su alma se había confundido con estos santos y con las tres mujeres de la pequeña escuela de Betania… Sólo que Julián aprendió con aquel grande hombre, el padre Mejía, a soportar las desilusiones, y fue a Chinguí, y enseñó y ya está jubilado. ¡Sólo la muerte lo vencerá!

Al fin sacaron «El Huerto de los Olivos», quitando las andas: uno de los negros cargueros le puso la mano en las espaldas al Maestro, para que no cayera, al bajar las escalas.

Por fin llegó la banda de música de viento: diez hermosos mulatos de primera generación, casi negros. ¿Por qué, en Colombia, la música es de negros? Nuestra música es africana, indudablemente…

Se ordenó la procesión. Adelante, las tres Marías; luego Santiago, Pedro, Juan y El Huerto de los Olivos; después el Cura, y seguía la multitud, detrás de la banda. ¡Qué alegres los niños! ¡Qué comentarios tan bellos! ¡Son los sentimientos patrios! ¡Esta es la patria, y mis hijitos no han llegado! Pero olvidaba que adelante iban los tres monaguillos: mi primo, con su cara maliciosa y desfachatada, en el centro, llevando la cruz, velada de morado; los otros dos, con candelabros de a metro y medio; iban calzados con botines de cordones largos, botines sapos que contrastaban con las sotanillas y esclavinas tan hermosas. Los tres se creían obispos.

Se echó a vuelo la gran campana, la que hace tan… tan… tan… en los entierros, y las trompetas, bajos, redoblantes y clarinetes comenzaron una marcha triste. El conjunto, o sea, lo para el oído, la música, y lo para el ojo: cielo azul, golondrinas asustadas, y montañas y laderas de todos los verdes; lo para la conciencia y el olfato: vida de Jesús, procesiones de la niñez y olor a incienso; todo eso hacía perdonables los momentos de sufrimiento y las destituciones.

Cogimos por la calle de Misael Osorio, el escultor glorioso, a darle la vuelta a la manzana, a volver a la plaza por la botica de Esteban. En la tienda de Pacho Díez (hoy estanco liberal) miraban los olayistas, conmovidos también: ante las tres Marías, San Juan y El Huerto de los Olivos, cesan las diferencias políticas en Envigado.

Al llegar a la casa de Misael Osorio, en donde se hacían y se retocaban también los santos, se detuvo por un instante la procesión, como un homenaje que quiso hacer el Maestro a Misael… y también a Cipriano, mi compañero de niñez, muerto en Riosucio, prematuramente: se fue por allá, al sur, a hacer santos, y lo cogió la muerte e indudablemente que se lo llevaron «las tres Marías».

Seguimos. Me gustó mucho la música. Las palomas de las ceibas de la plaza revoloteaban, y también las golondrinas, un poco más altas y en círculos menores.

Al llegar a la botica de Esteban, ahí estaba Julián, esperando. Miraba, alta la cabeza, imponente, pálido, como un Napoleón viejo que asistiera a una batalla ordenada por otros, por sus descendientes. Su expresión era de calma tensa y de paternal aprobación. Por un momento pensé que podría tener amargura, la amargura del destituido, actitud de crítico áspero, pero no: Julián gozaba y pedía al Maestro, a San Juan y a las Marías, por su alma de sacristán y maestro de escuela jubilado: «¡Acoge a mi alma en tu reino, cuando cese de recibir la pensión, es decir, cuando muera!».

Olvidaba: en la mitad del camino nos alcanzó el paso de La Pecadora, que indudablemente fue difícil de sacar, por ancho. Le abrimos paso. Los tenedores se habían caído. Al pasar por mi lado, el joven que ayer le arregló una de las potencias al «Maestro de la mulita», se trepó en las andas a componer los tenedores. ¡En vano! Estos caían.

Las imágenes tienen un metro con ochenta de altas; son figuras verdaderas. Observé muy bien el dulce movimiento que hacen al ser llevadas; es un meneo lateral y tieso; cuando los portadores son de estaturas desiguales, el mecido es mayor y muy brusco.

Por estas benditas calles de esta capital espiritual de Colombia iba la verdadera escuela; esta escuela superior a la socrática: superior en poesía, porque fue de maestro andarín campestre; superior en amor, porque unas tres mujeres lo amaron hasta más allá de la muerte. Jesús es el único filósofo que ha amado de verdad a las mujeres, para quienes guardó sus más discretos y mesurados sentimientos. Jamás tuvo palabra dura para ellas. En su compañía experimentó los únicos consuelos de su corazón humano; sólo de ellas quiso recibir homenajes; sólo de ellas se dejaba cuidar; a ellas defendió siempre; las defendió aún adúlteras. Su cara adquiría seriedad divina cuando acusaban a una mujer. Jesús es quien más ha amado, respetado y sentido a la mujer. Recorriendo sus palabras y su vida, casi se persuade uno de que todas las mujeres irán a su reino. ¿Cuándo fue duro para con ellas? ¿Ante qué mujer no se convirtió en bálsamo? Con ellas y por ellas hizo sus milagros más atrevidos, más difíciles y más paladeados. No les hablaba en parábolas, sino directamente; les adivinaba sus vidas. Jesús se dio todo a la mujer; con los hombres fue duro muchas veces. Es porque el hombre abusa y la mujer nunca…

Ningún filósofo, ningún amante, ningún novelista ha sentido como Jesús la dulzura, la inocencia de la mujer. Si la mujer peca, es por amor; y por eso todo le será perdonado. Tal es la doctrina de Jesucristo.

¿Por qué extrañan que las mujeres amen y sigan amando a Cristo, que las iglesias estén llenas de mujeres y que mientras haya mujeres su doctrina vivirá? ¿Por qué se admiran, si Jesús les dio a ellas su reino? Todo el que ataque a Cristo se estrellará en el ejército siempre invencible de las mujeres.

Fue superior la escuela del lago, principalmente, porque puso el corazón más allá de la muerte. Fue doctrina futurista, de superhombres. Tres o cuatro mujeres; doce pescadores y, de vez en vez, un modesto auditorio en el monte; así debe ser una escuela. Ningún empleo público; siempre fuera y por encima del Gobierno; fuera de lo actual, nunca con o contra lo actual. Así debe ser el maestro. ¿Es, por ventura, la imagen de Echandía o de Clodomiro?

El paso de La Pecadora me conmovió. La cena, muy somera: dos panes de a cinco, de donde mi tía Pastora; la comida, una disculpa apenas para filosofar. Santiago escucha, escucha, arrellanado cómodamente. Los ojos del Maestro tienen la autoridad y luminosidad de los castos; toda su energía se trasmuta en doctrina. Es el que engendra a la verdad. Santiago tiene el pecho abombado por la emoción que le contiene el resuello; baja los ojos; escucha. El Maestro habla de amor; pero no es para Santiago para quien habla; aparentemente sí; pero en realidad es para la mujer que está echada a sus pies, besándole uno, y él lo permite, y sus palabras son:

«Vosotros, Santiago, no sabéis la cantidad infinita de amor que hay en estas mujeres; vosotros tenéis la culpa de sus pecados. Ellas pecan a causa del amor, y, por eso, sólo de ellas me dejo honrar en este mundo y todo se los perdono. Todas ellas estarán, con mi madre, en la Escuela Triunfante».

Creo que sólo Cristo ha entendido el amor. Podemos resumir así su doctrina: «El hombre no sabe amar; es un mono perverso que llama amor al espasmo rápido y feo; la mujer, aunque parezca perversa, ama».

* * *

Continuó la procesión, rodeando la plaza por los costados del café de Suso y de la ceiba de don Lino. En la esquina de Suso hallé a mis hijos, asustados. Fernandito y Simón me preguntaban si esos monsieures eran hombres vivos. Se resistieron cuando quise acercarlos; entonces les dije que eran de palo y así fueron perdiendo el temor; Simón le alzó el manto a la Pecadora: el pie y la pierna, hasta la pantorrilla, eran hermosos; luego seguía un tablón. Simón comentó que esos señores eran de leña, y perdieron todo miedo.

Había muchos niños que manoseaban. El niño levanta las ropas de los santos para saber si están o no vivos. Quedé muy contento con este descubrimiento, parecido a los de Fabre con los insectos; la filosofía es arte sencillo; es el arte de observar cautelosamente, agrupando hechos que luego se enuncian en proposiciones madres. Por ejemplo, voy a darles la siguiente, como una muestra: levantándole las ropas a los santos es como los niños pierden el temor, se habitúan al rito, y así es como se van deslizando hacia el periodo por el que todos los filósofos pasamos, a saber: incrédulos de botica, ateos de pueblo.

También filosofar es buscar semejanzas. Por ejemplo, la vida filósofa y la vida ramera se parecen en cuanto ambas consisten en perder la inocencia, los bríos, a causa del tacto: una ramera llega a tal, porque la tocan, y un filósofo, porque la vida real lo toca. De ahí la profundidad de aquella frase del Lazarillo de Tormes: «La vida filósofa y la picaral son una mesma».

* * *

Terminada la procesión, la chiquillería y yo nos dimos a tocar a los santos, pero el padre Ocampo se acercó a dispersarnos. Me retiré un poco, al verlo venir. Me saludó y conversamos. ¿Vendría para ver si estoy observando para escribir? Esta duda me puso intranquilo. ¿Estaría hoy con ese aire reservado, durante la procesión, porque teme que yo ande por aquí yerbeando? ¡Me conocen tan poco en mi patria! ¿Quién ama como yo a Jesús y a su madre? ¿Quién como yo estaría feliz al escuchar la voz del Maestro y al seguirlo? He vivido bregando por oír su voz. Mis versos únicos son para la Virgen; por ella soy capaz de atreverme a cantar.

Envié a mis hijos para la casa y me fui al café de Suso a componer unos versos de ritmo esotérico, para la Virgen, y a esperar el sermón.

* * *

A la Virgen María

Para Álvaro

Estás muy lejos, fuera del pequeño tiempo
que hay y habrá entre mi nacer y mi morir;
por eso te llamo en mi ayuda, gran señora
que pariste a Jesucristo en el pueblo de Belén.

Muy grande serás, dulce María, que pariste
a uno que conocía a su Padre y su Reino
y que venció a la fría muerte. El único que
mostró que se vive en donde no se come.

Porque Buda, ni Mahoma ni Confucio
y Zoroastro dejaron de podrirse
ni se comunicaron con los terrícolas
después. El único fue el hijo que pariste en Belén.

Muy buena, lucífera, celestial, debías ser
para parir a semejante Rabí;
porque un ser que hablaba del Padre
con esa certeza, procedía de un sol.

Eres pues un ser más grande
que esos cuya luz demora 48 años
de luz. Envíame tus rayos y ablándame
y rehazme: ¡Yo soy como polluelo!

Quiero ser blando a tus rayos, como polluelo
que no ha roto el cascarón. ¡Reniego
de mis durezas de hombre estúpido,
prevaricador, ladrón y codicioso!

Ayer y anteayer recorrí las calles
en busca de mi vida pasada:
no hallé ni un solo día luminoso;
¡todo oscurecido por mis codicias!

No encontré en las calles de mi recuerdo
ni un solo ser que se levante a defenderme
el día en que comparezca ante el jurado
que distribuye las consecuencias.

Por eso te escribo este poema
dedicado a mi primogénito
Dame diez años y sé mi guía,
para rehacerme como si fuera óvulo.

* * *

Capítulo III

El lunes y el martes santos se me enredan

Antes de seguir, permitidme una explicación. ¡Mucho qué hacer! Hoy es martes y, a causa de los versos a la Virgen, se me han enredado el lunes y el martes santos. El poema para la Virgen lo terminé hoy en el café de Suso. ¡Y no he reconstruido el sermón de ayer acerca del infierno! La plaza está hoy bellísima; un día de gloria solar; la Tierra sonríe en su atmósfera, montañas y aves. Una de esas mañanas secas, superiores a las italianas de la primavera.

Me acerqué al atrio y había allí un mundo de chiquillos felices, comentando. Algunos me parecieron que eran yo cuando niño; otros que eran Cipriano, Conrado, el Mono de Marceliano y Néstor…

Luego me acerqué al almacén de mi tía Ana Felisa, para averiguar por la procesión de hoy. Conversamos así:

—Me parece muy bueno este cura nuevo, Ocampo… Tiene algo del padre Mejía… Es serio, organizador, no lo mandarán las beatas y, sobre todo, la Semana Santa está muy linda, parecida a las del padre Mejía…

—¡No sabés que sí…! El padre Ochoa es irremplazable, pero no dejo de reconocer que éste es un buen cura.

—¿Qué procesión hay?

—No sé… Ahí tienen muchas imágenes… Creo que hoy se trata de «la resurrección del hijo de la viuda de Naín»…

Apenas me dijo esto, me sentí embriagado. ¡La resurrección del hijo de la viuda de Naín! La cabeza me daba vueltas. ¡Mucho qué hacer! No he reconstruido aún el sermón del infierno y los sucesos se acumulan, me desbordan.

Entré a la iglesia, con mi tía. Ahí estaban como cien niños alrededor del paso que el sacristán preparaba. El sacristán es joven; diecinueve años; los mismos que tenía Julián cuando mi niñez. Es blanco-moreno: es un Julián 1936. Muy hábil. Estaba vistiendo a Santiago el menor: le quitó manto y túnica y quedó en tuniquilla. Lo tenía en el suelo, parado. Entonces vi que Santiago es pequeño, un metro con treinta. Ya en tuniquilla, le puso un pañuelo en la cabeza y se lo cruzó sobre el pecho. En seguida cogió unos lienzos y principió a fajarlo. Los niños le ayudaban, felices. Comprendí que a Santiago el menor lo iban a poner de hijo de la viuda… ¡Pero si tiene barbas!, pensé…; va a quedar un hijo de la viuda de Naín, con barbas. Pero… ¡mejor!, más inocencia en la escena.

* * *

Ya el paso estaba arreglado: un estrado; sobre él, formado de tablones y cubierto con encerados, el ataúd. El Maestro, sin las potencias, con las manos en posición de enseñanza suave, es decir, unos dedos recogidos y otros semiestirados, así como los obispos cuando bendicen; el Maestro, digo, está de pie, al frente del ataúd. A un lado, humilde, mirando al cadáver del hijo de la viuda, una de las tres Marías; al otro lado, la viuda, joven aún, de nariz griega, garganta regordeta, muy bella; se me pareció a Toní, la muchacha mía de Marsella.

Me vine para la casa, renegando de tener que venirme a escribir, pues quisiera asistir a todos los preparativos. Pero tengo que reconstruir el sermón del infierno, pues si no, los sucesos me desbordarán. ¡Maldita sea la limitación! ¡No poder estar en todas partes!

Llego a casa y Margarita me sale con que el sábado tendré que ir a Sonsón, a visitar a Pilarica… ¿Y Santiago, le contesto, a quién están liando allá, en la iglesia, para hacer de hijo de la viuda…? ¿Y la procesión del Santo Sepulcro, el sábado…? ¿Y la resurrección…? ¡No puedo ir! ¿No ves que Libardo, el hijo de don Lino, me dijo ahora que el curita joven, el coadjutor, el que predica a las cinco de la mañana el ejercicio dizque es «una música»…? Llámame mañana a las cuatro. Apenas acabe la Semana Santa iré a visitar a Pilarica…

En casa dicen que abandono a los hijos por escribir bobadas. ¡Qué crueles son los parientes para con los filósofos! Ahora, antes de la procesión, voy a bregar por reconstruir el sermón de anoche.

Sermón del infierno

Hoy deseo trataros de un asunto de gran importancia.

San Jerónimo, San Agustín y otros de los padres de la Iglesia, aconsejan que meditemos frecuentemente en una verdad: el infierno.

No es mi propósito describiros, amados hermanos, el infierno, con imágenes horrorosas. No lo haré, porque me dirijo a un pueblo algo culto. Mi propósito es probaros que existe el infierno. ¡Pero no! No quiero probároslo, puesto que vosotros lo sabéis, sino refrescar las ideas.

Probaré que existe el infierno, primero con la autoridad de las sagradas escrituras, y luego, por medio de la razón natural. En seguida haré algunas consideraciones sobre aquel lugar y sus penas.

Existe el infierno, porque en el evangelio de San Mateo leemos que el Señor dijo que había un lugar de tormentos para los airados, los deshonestos, los hombres cobardes que no cumplen la ley de Dios. Locus tenebrarum lo llama Jesús. En otro lugar habla de un pozo de fuego para los hombres que no se mortifican, para los desenfrenados: Gehenna ignis. También dijo el Señor: «¡Ahí será el rechinar de dientes!».

La razón natural nos enseña que existe el infierno. Pregunto yo a vosotros, envigadeños. Decidme si un padre de familia que cumple con el deber pascual, que da buen ejemplo a sus hijos, que respeta su hogar, que va a misa los domingos, que se mortifica, que enfrena sus pasiones, que paga diezmos y da limosnas, ¿merece o no un premio…? ¿Sería justo que a este santo varón se le tratara igual que a ese otro, desenfrenado, que ha causado la perdición de muchas almas con sus palabras deshonestas, con sus actos viles, con sus escritos…? Le oí yo a un santo sacerdote lo siguiente: «Vargas Vila ha perdido más almas con sus novelas, que letras contienen ellas».

Voy a preguntaros: San Francisco Javier, ese hombre sabio, sufrido, mortificado, que bautizó un millón de hombres durante sus misiones; ese hombre que todo lo dio, ¿puede tener la misma suerte que Voltaire, perdedor de tantas almas como letras tienen sus escritos, multiplicadas por diez mil? ¿La misma suerte el blasfemo, el perseguidor de Cristo, que el Apóstol?

La razón natural nos está demostrando que existe el infierno para el hombre que envilece su dignidad por un rápido e inmundo acto de la carne; para el escritor que se burla de las cosas santas de la Iglesia y que instiga a las almas hacia el mal. ¡Ay de los escritores escandalosos, blasfemos, corruptores! Porque, amados hermanos, ellos, con sus libros, corrompieron, están corrompiendo y corromperán hasta la consumación de los siglos (1).

Montaigne exclamaba en su lecho de muerte: «¡Ah! ¡Me parece oír la voz de mi juez…! ¿Qué ruido oigo? ¡Maldita la hora en que nací!».

Así pues, amados hermanos, la razón natural y las santas escrituras nos comprueban que hay infierno.

Voy a trataros de algunas características de este lugar.

En primer término, sus penas son eternas; porque eterna es el alma e infinito y eterno es Dios.

Leía en San Francisco de Sales, no como una prueba de la existencia de este lugar tenebroso, sino como ayuda para la inteligencia de la eternidad, las siguientes imágenes:

Que un pajarillo, que un turpial envigadeño, por ejemplo, saliese cada mil años a nuestras montañas y a las montañas todas de la Tierra, y cogiese cada vez un pedacito de hojilla, ¿cuándo terminaría de llevarse todo el follaje de toda la tierra? Pues bien: cuando hubiese terminado el pajarillo su labor, entonces, dice San Francisco de Sales, apenas entonces habrá comenzado la eternidad…

Que un niño, que un angelito, fuese a la orilla del océano inmenso y salobre cada millón de años, y en cada ida mojase la punta del dedo meñique en las aguas, ¿cuándo terminaría de secar los océanos? Pues bien, dice San Francisco de Sales, cuando hubiese terminado con la mar, entonces, sólo entonces, habrá comenzado la eternidad.

Otra característica del infierno: decía alguien que si a un condenado a veinte años de presidio se le permitiese cada año ir a visitar a su familia, esa esperanza lo sostendría; y aunque no se lo permitiesen, el preso es sostenido siempre por la esperanza vaga de lo imprevisto… Si en el infierno, dice un santo, se permitiese cada millón de años salir durante un segundo, tal esperanza quitaría la infinitud al dolor. Pero allí es ¡para siempre! y ¡nunca! ¡Vocablos terribles! El alma se siente allí bajo la soberanía infinita de Dios; un peso infinito es su amargura.

Porque, amados hermanos, Dios creó al alma humana inmortal y, recordadlo siempre, vivos o muertos, eternamente, estaremos bajo la soberanía, bajo la jurisdicción infinita de Dios.

¡Siempre y Nunca! ¡Lugar de tinieblas eternas e infinitas!

¿Qué pasa, al morir? Al expirar un hombre, el alma, como criatura de Dios, atraída hacia la presencia de Éste, busca a su creador, con ímpetu incomparable, imaginable débilmente al pensar en la flecha que al salir del arco busca el hito a que va dirigida. Llega a Dios, pero el blasfemo, el airado, el deshonesto, el no mortificado, no encuentran el rostro risueño del padre. Le dicen: «Tú nos creaste, Señor. Aquí nos tienes». «No os conozco, grita el Señor. Os condeno a yacer eternamente bajo el peso de mi ausencia». Lugar de tinieblas, en verdad, amados hermanos…

Moría aquel santo jesuita, el padre Suárez, que tanto trabajó por el misterio de la Inmaculada Concepción. Agonizaba el santo anciano. El superior de la casa fue a despedirlo, con sus compañeros todos. «Padre, díjole, ¿qué siente usted? ¿Qué siente usted después de setenta años dedicados al bien; a la salvación de las almas?». El padre Suárez levantó la cabeza y dijo: «Señor, jamás creí que fuera tan dulce morir».

Agoniza Voltaire… Ya los médicos le dijeron que no tiene remedio y que morirá en breve. Entonces comienza a revolcarse en su lecho; cae al suelo y allí sigue revolcándose. Sus amigos se van alejando uno a uno, disgustados. Entonces fue cuando gritó: «¡Maldita la hora en que nací y malditos los padres que me engendraron! ¡Maldito ese Galileo a quien no he podido amar y en cuyas manos caeré en breve!». Sintió sed y pidió de beber… No había nadie para llevarle una gota de agua… Se retuerce y revuelca entonces en el suelo; siente que su alma va cayendo bajo la soberana jurisdicción divina y, en últimas contorsiones, mitiga su sed satánica con sus propios excrementos…

¡Escoged, envigadeños! ¡Escoged entre la muerte de un santo sacerdote y la del impío Voltaire, corruptor del género humano…!

Preparativos para la procesión del martes

Se me acerca Bernandino a conversarme. Me cuenta que el sacristán es un hijo de Misael, el imaginero; que el joven que estaba vistiendo a Santiago el menor para hijo de la viuda, es Ochoa; que el coadjutor es Hernández, de Rionegro; que Ocampo se llama Luis María. Para incitarlo le dije: ¡Este padre Ocampo es un gran sermonero…!, ¿no? ¡Nada como el padre Mejía!, contestóme. ¡Nada como unas siete palabras del padre Mejía!

—¿Eran muy buenas?

—¡Ah…! La voz, atronadora; como sufría de la garganta, Julián le llevaba al púlpito una media de ron y, cuando se ocultaba, al terminar una palabra, se metía su trago. ¡Siete! Por eso acabábamos siempre llorando él y nosotros. ¡Esas sí eran Semanas santas…!

—¿Le gustaba el trago?

—Como vicio, no; pero era hombre de gusto. En su casa tenía buenos licores. Jamás se embriagaba, pero amaba todo lo bueno y lo bello.

Me conmoví. En realidad, el padre Jesús María Mejía, neirano, cura de Envigado durante medio siglo, era un hombre: amaba todo lo bueno y lo bello. Nadie enterraba un cadáver como él. ¡Y cuánto gozó en sus viajes a Tierra Santa y a Roma! Tenía pasión por los viajes. Vino de veinticinco años, hermoso; durante las guerras civiles del siglo pasado, recorrió todos los campos envigadeños, todas las cañadas, boscajes y abras, huyendo de la persecución liberal. Tocaba la guitarra y cantaba, cantaba con su voz semejante apenas a la voz de Aarón… Pero, dejemos esto; el viernes, cuando las siete palabras, recordaremos conmovidos al grande hombre.

Me dice Bernandino que el padre Ocampo es hermano de don Inocencio… ¡Maldita sea! Por eso tiene esa frialdad en la mirada, esa calor fría y biliosa, esas orejas tableadas en su borde y como alas de silente y frío murciélago. Por eso es su capacidad organizadora; por eso tiene en un puño a viejas y beatas; por eso «nada se pierde», nada se filtra; por eso el sacristán es un muchacho de catorce años, hijo del gran imaginero Misael… ¡Ya comprendo todo! ¡Qué hermosa es la vida, sometida siempre a la armonía, siempre bajo la causalidad, bajo la ley, bajo la soberana voluntad del Señor! Don Inocencio, el hermano del Cura, delgado, frío, frío, fue el que buscó el general Ospina para recaudar, y el Tesoro se repletó; no hubo liberal ni godo que escapara de los impuestos. Inocencio fue recaudador meticuloso, frío y duro como unas tenazas o como la ley de Dios…, y, sobre todo, don Inocencio me ejecutó por una vieja contribución, liquidada con intereses moratorios al 2% mensual y el papel común cobrado como si fuera papel sellado por el Gobierno y… tuve que vender las bonitas arras que deposité en las dulces manos de Margarita aquel día feliz en que nos unimos para filosofar y para siempre. Ha habido en Antioquia hombres muy verracos para la plata, pero ninguno como esta trinidad: el general Ospina, don Inocencio y el padre Ocampo.

La procesión del Hijo de la viuda de Naín

¡Muchos niños! Más que siempre. Hay también automóviles de Medellín, llenos de señoritas y de señoritos de esos de las minas, de esas familias que se han enriquecido ahora con las minas. Se conocen en el peinado: lo más lindo del mundo y lo más pendejo es un señorito de almacén, hijo de minero de Medellín. ¡Ese peinado! Se parece al del judío que trajo de Barcelona el padre Mejía. ¡Y esos calzones tan anchos, tan vaporosos! Como estoy cegando, una tarde rijosa se me confundió uno, desde lejos, con una muchacha.

Hoy salen tres curas y los tres monaguillos; me dicen que el jefe de estos es mi primo, el peludo y de mirada desfachatada; los otros dos, los que llevan candelabros, dizque son hijos del imaginero Misael. Hoy van con roquetes y esclavinas nuevos. Todos los niños los envidian. Los sacerdotes son Ocampo, Hernández y Jaramillo Arango.

Sacaron primero a las dos Marías, pues la otra está en el paso del Hijo de la Viuda. La Magdalena es lindísima: cabellera rubia que cae despeinada por la espalda; la cabeza tocada con un velillo; es la única de nariz judía; los ojos tristes, amortiguados por el llanto; mira para el cielo, por allá al Boquerón.

Luego sacaron a Santiago y a Pedro.

¡Un bullicio! Sacan el paso de la resurrección del hijo de la viuda de Naín. En las escalas, al bajar, la viuda, la que se parece a mademoiselle Toní, se cayó; hizo ruido sordo; la chiquillería se amontona y los sacerdotes salen a ver que la Toní no se haya hecho daño. El golpe seco repercutió en mi corazón. ¿Cómo es tal descuido? Observé que el coadjutor hacía un gesto de censura y creo que de temor al padre Ocampo. Pero éste miró fríamente a la Toní. El Ochoa que ayuda levantó en sus membrudos brazos a la Toní y la colocó de nuevo en su puesto. El golpe fue en el occipucio y se rajó algo la cabeza; se averió un pie.

Sigue el paso de Judas traidor. Son dos soldados romanos de casco; uno con barbiche igual a la del signore Balbo, y el otro, de cara enérgica, de gesto enérgico y bruto: un verdadero fascista. Entre ellos, una bolsa roja pendiente de una mano, menudito, con patillas y cabeza motilada a máquina, está Judas: sus ojos son cúpidos, alargados. Hombre menudo, rapado, ágil. Quitándole las patillas, sería el vivo retrato de Gallito, el prestamista. Un Gallito de veinticinco años.

A un lado de ese grupo de los fascistas y del Gallito que efectúan el negocio bizco, está el Maestro, manso, la cabeza inclinada y los brazos en posición de entrega, para que lo aten.

Luego, salió Juan, y, por último, la Dolorosa. Esta es hermosísima estatua de talla, compañera de San Juan: los ojos tristes, la nariz perfilada, la color muy pálida; el conjunto es de una tristeza que inunda.

Vamos para el norte, derecho hacia la entrada de Medellín a Envigado, pasando por la casa del difunto imaginero don Álvaro Carvajal.

Voy al lado de los músicos. Es banda de envigadeños, como ayer. Tocan una marcha lamentosa, consonante con el todo, llamada «¡Ese Judas!». La marcha del ayer era «El huerto». Terminada la marcha «¡Ese Judas!», tocaron otra titulada «La viuda» y luego otra, «El beso». Todas ellas consonantes con el estado anímico y con el lugar, compuestas por el maestro Santamaría, envigadeño.

Durante un rato marché junto a los sacerdotes; leían en sus breviarios. Después me fui con los monaguillos. Luego me adelanté, para contemplar el conjunto al pasar por «la casa del ángulo» (2) .

Pero antes, al pie de la palmera de don Álvaro, observé que la viuda de Naín tenía unos pechos vírgenes, de esos que hieren la blusa… ¡Igual a la Toní! ¡Maldita sea! Esto me conmovió y me causó honda nostalgia.

En «la casa del ángulo», en la verja que rodea a la Virgen que pusieron ahí dizque para presidir a los que entran y salen, la chiquillería se dispersó. Pensé que la única virgen fea que hay en Envigado es la de «la casa del ángulo»; las demás son obras maestras. La patria ha degenerado mucho; parece que estuvieran haciendo a los colombianos con babas.

¡Qué bello panorama! El cielo, azul; la atmósfera, quieta; los guayacanes amarillos, florecidos; las palmeras, susurrando con sus foliolas; el aire, seco; la mangada de Francisco, muy verde. Todo era una gloria para un hombre de cuarenta años, juvenil, casto y endurecido a causa del vivir a la enemiga. Estas procesiones envigadeñas no puede entenderlas sino un joven casto, enamorado pero casto.

Pasaban, pasaban…; yo esperaba a la Toní, para contemplar de nuevo su cuerpo suplicante y para ver bien si los pechos sí eran como los de Toní…

Corrí a la iglesia para asistir a la llegada.

* * *

Siguió el rosario. Hacía coro el coadjutor. ¡Lástima que no lo he oído predicar!, y Libardo y mi pariente El Manco dicen que es «una música».

Noté que es modernista. Dice los misterios a «lo abate», según la manera introducida por el padre Enrique Uribe, de Roma, así: «La flagelación», en vez de «los cinco mil y más azotes que dieron…», etc.

También observé que al final de la salutación a María, sus reflejos se desbocan: va muy bien hasta «bendita eres», pero luego hay una desarmonía; se atropella en el «entre todas las mujeres». En Colombia es frecuente esta debilidad en el control.

Plática del P. Ocampo, el martes al mediodía, acerca de la confesión

Como llegó el momento de confesaros, quiero daros un consejo: no os acerquéis al Tribunal de la Penitencia sin los requisitos debidos. Mejor sería que no os confesárais.

Examen de conciencia, dolor de corazón y propósito de la enmienda.

Es preciso que os recojáis y hagáis el examen.

¿Qué decir cuando llega un penitente y a la pregunta de cuánto tiempo hace que se confesó, responde: «No sé»? Ese hombre no se ha examinado, pues fácil es localizar en el tiempo un hecho tan importante como la confesión, que debe ir acompañado de contrición. ¿Cómo no poder localizar en el espacio de un año, de un mes, un hecho protuberante de la vida interior y exterior? Ese hombre, amados hermanos, no se recogió a examinar la contabilidad de su vida íntima.

¿Qué decir cuando llega otro y responde que no sabe cuántas veces cometió un pecado mortal contra el séptimo, contra el sexto, contra el quinto mandamiento? Pero, pensemos… ¿Qué decir si contesta no sé a la pregunta de cuántas veces poco más o menos, o bien, de cuánto duró el hábito, si de hábito se tratare…? Uno que se embriagare cada mes, y que haga un año de su confesión y que responda no sé a la pregunta de cuántas veces… ¡Ese tal no hizo el examen de su conciencia!

El dolor de corazón y el propósito de la enmienda van juntos, pues ante un dolor actual repugna la imagen de su causa.

Hay muchos que dicen: «Yo, padre, me arrepiento de todos mis pecados…». Y yo os pregunto; no sé si acontecerá en esta parroquia, pero me consta que sucede en varias; os pregunto, repito, si eso de comulgar el miércoles santo, y luego, verlos el viernes y el domingo, que van por ahí tumbando puertas y ventanas, ¿será arrepentirse de todos sus pecados…? Preguntamos al estanquero y responde: «Señor, hoy he vendido más aguardiente que en el resto del año». ¿Qué es eso, amados hermanos? Pues que se presentan al Tribunal de la Penitencia sin los requisitos necesarios. ¿Quién bebió ese aguardiente? ¡No serían los ángeles del cielo, que vinieron a beberlo! ¡Fueron los mismos que comulgaron el miércoles…!

Yo me arrepiento de mis pecados, por un mes… ¡No, señor!; es para siempre; tiene que proponerse mejorar su vida para siempre

Lo peor es que el pecado nos esclaviza. Dice la Escritura: «El pecado nos hace esclavos del pecado».

Yo le oí a un padre jesuita, que había recorrido todo el mundo, la siguiente historia acaecida a él. Fue llamado a confesar a un moribundo. Lo llamó, no el agonizante, sino uno de sus parientes que deseaba que se confesara.

Entró el padre y le dijo: «¿Quiere usted confesarse, amigo?».

—Yo sí quiero confesarme, pero no puedo arrepentirme de un pecado, un afecto que reconozco como pecado, pero de que no puedo arrepentirme…

—¿Y cuál será ese pecado, hijo?

—Yo tengo un afecto por una persona… Siento, reconozco que es pecado, pero no puedo arrepentirme…

—¿Cómo? Ya usted, amigo, va a morir; dentro de poco dejará el mundo; arrepiéntase y confiésese, que Dios quiere que usted se salve…!

—No puedo arrepentirme de este afecto…

—Vea, considere usted, amigo, que ya se va a separar para siempre de esa persona; que dentro de breves instantes usted no existirá; usted es libre; haga un acto de varón cristiano y libértese de los vínculos del demonio…

¿Sabéis qué respondió ese pobre desgraciado? Poco antes de expirar, estiró el brazo y dijo estas textuales palabras: «Si esa persona estuviera aquí, yo le estrecharía la mano… para irme con ella a los infiernos…».

Sí, envigadeños. El pecado esclaviza. Pero Dios se complace en la libertad del hombre; seamos varoniles. Un hombre, si lo quiere, puede hacerse dueño del mundo; si lo quiere, puede ser un gran príncipe de la Iglesia; si lo quiere, puede ser un gran santo ¡Querer! Ahí me tenéis la palabra.

Algunos sacerdotes se alegran por las confesiones numerosas; yo no. Como sacerdote, creo que todos se confiesan bien y, cuando reparto la comunión, creo que todos están preparados. Pero cuando pienso, cuando veo tanto pecado después de las confesiones, me entristezco: no se confiesan con los requisitos debidos.

Voy a daros las dos reglas de oro.

La primera reglita es que os propongáis ser cada día mejores. Con esta reglita, a los quince días la virtud será un hábito, fácil y llegaréis a santos.

La segunda, que cada día arranquéis del corazón alguna imperfección. Es sacada de aquellas palabras de Jesús: «Si tu ojo te escandaliza, sácatelo».

Con estas dos reglitas y con el consejo de que no os acerquéis nunca al Tribunal de la Penitencia, sin los debidos requisitos, pongo fin a esta plática. Quien no siguiere el consejo, si llevare nueve pecados al confesonario, de ahí se levantará con diez.

Sermón de la perseverancia

(Martes Santo, por la noche)

En el punto a que hemos llegado en estos ejercicios, debo hablaros, amados hermanos, de una virtud, o, mejor, de la madre de las virtudes.

Se trata de la perseverancia. Dice el Espíritu Santo: «Sólo el que persevere hasta el fin será coronado».

Vosotros sabéis, amados hermanos, que el viajero lleva siempre en su mente la imagen del país, de la ciudad o del sitio que desea visitar; y que ese viajero lucha por llegar allí; lucha con los caminos pantanosos; con los animales malignos; lucha con la tempestad del mar salobre y con las dificultades económicas; lucha con todo, hasta llegar a la meta.

La meta es lo que le da fuerzas. La idea o diseño que lleva en su mente es lo que presta fortaleza a todo su ser.

Y una vez en la ciudad anhelada, en el país ansiado, en los lugares de la visita, allí se sienta el viajero y goza con el recuerdo de sus trabajos. Oídlo bien, amados hermanos, el que llega, goza en proporción a la brega del camino.

¿Cómo podría gozar el cobarde que se volvió? Dormirá, se hartará, vil cerdo, pero carecerá de la beatitud del que llegó roto y herido, pero llegó.

Yo creo, amados hermanos, que Dios puso las dificultades para que pudiera haber la beatitud. Esta es de los que llegan y en proporción al trabajo.

¡Decidme del soldado! Os pregunto si le dan los premios, el ascenso, cuando aprende y aprendió las artes militares; si lo coronan cuando aprende a manejar el arma. En ninguna parte del mundo han hecho o hacen eso, sino en Colombia; aquí llaman salvador de la patria al hombre-ramera y ascienden y coronan a esas mujeres malas de Bogotá que se volvieron de Leticia. En el resto del mundo ascienden y coronan al soldado después de la pelea y de la victoria. ¿O es que vosotros, envigadeños, sois colombianos de hoy y partidarios de coronar al soldado que se vuelve del camino o al que no peleó ni venció, sino que robó?

Pues bien, ¡soldados somos! ¡Soldados del ejército de Cristo! ¿Qué quiere decir cristiano? Hombre de Cristo.

Y como soldados, sólo al final, cuando hayamos parido la victoria, parido a nuestra alma purificada en el hecho de disciplinas que llaman la vida, seremos coronados por Jesucristo. Sólo el que perseverare, dice el Espíritu Santo, será coronado.

Me preguntaréis: «¿Es fácil perseverar?». Hoy os decía que el pecado nos hace esclavos del pecado. El alma es creada libre, pero se esclaviza… Ahora os digo, amados hermanos, que es fácil perseverar; que es más fácil el camino de la virtud que el de las tinieblas. Yo os digo eso. Veámoslo.

El alma es creada libre y tiende hacia Dios, así como la flecha al salir del arco tiende hacia la meta. Todo está bajo el dominio omnipotente del Señor, pero Éste se complace, oídlo bien, Éste se complace en la libertad del alma. Todo está sujeto a su dominio infinito y, sin embargo, este Señor sonríe gozosamente al contemplar libre a esta alma humana a quien creó a su imagen y semejanza. ¡El infinito Señor sonríe, se complace en nuestra libertad…!

Os pregunto, ¿puede estar la alegría, la beatitud, en el placer inmundo de la carne, o bien, estará en el señorío, en ese sentirse dueños, hijos del Rey de los ejércitos, herederos de su ligereza…? Porque la libertad, amados hermanos, es aquello contrario a la gravedad. Dios es ligero, ágil, no necesitado, Señor, y el hombre participa de ello cuando practica la virtud. De ahí que digamos virtuoso, es decir, señor, pues viene de vis, fuerza.

¡Oh, amados hermanos, la libertad es lo único que produce beatitud! Por eso me atreví a decir, contrariando la opinión general y la de muchos grandes santos, que el camino del Cielo es fácil. Explicaré un poco más mi pensamiento y entonces diréis que tengo razón.

Dos son los medios que deseo daros para llegar a Dios. Grabadlos en vuestra memoria, porque son como las llaves de la bienaventuranza.

El primero es la confesión mensual. Por esclavizado que esté un hombre, por amarrado que lo tenga Satanás, él luchando con el examen de conciencia, con la contrición y con el propósito de enmienda, y la gracia fecundando ese esfuerzo, yo os digo que a los tres o cuatro meses principiará a sentir que la libertad llega a su alma, sonreída como la aurora.

Caerá. Pero ¡que se levante! Caerá. Pero ¡ahí está el Tribunal de la Penitencia! Un Jerónimo, de joven romano disoluto; un Aurelio Agustín, de vivir deshonesto, se elevaron a grandes príncipes de la Doctrina. No son las derrotas durante la campaña sino la victoria final lo que se tiene en la cuenta para el triunfo; aquéllas antes aprestigian más a la victoria.

El segundo consejo es la lectura de buenos libros. Así como un mal libro hunde en el infierno, los buenos elevan la mente. La Eucaristía es el alimento del alma y los buenos libros son el alimento de la mente.

Es preciso que conozcáis vuestra religión, para que podáis defenderla y enseñarla.

La lectura os hará amable la vida. Los libros enseñan a contemplar al universo mundo como a resplandor divino.

Nosotros, hombres de Cristo, estamos obligados a estudiar y complacernos en estas cosas del universo, porque son obras de Dios. ¿No será obligación del hijo estudiar, inquirir, admirar y gozar todos los hechos a su padre?

Yo no quiero que mi parroquia, capital espiritual de Colombia, sea de gentes que no amen la vida, camino para el Cielo, y que no gocen del universo, antesala de la beatitud.

¡Estudiadlo y amadlo todo de acuerdo con la ley de Dios, oh envigadeños carrielones!

Y, para terminar, os aconsejaré, hijos míos, que améis por sobre todo a aquella Señora, bella entre las vírgenes, esmeralda del universo, a María… El amor a ella es segura prenda de salvación. Antes de su nacimiento, pudo ser verdad que pocos eran los elegidos, pero desde ese día luminoso en que Dios emparentó con nosotros, la salvación es negocio fácil. Jesús nada le niega. Pensad, meditad en esto: Dios es hijo de María. ¡Qué admirable!: Dios es hijo del hombre. Quien tenga a esta señora a su lado, será salvo. ¡Cuidado, hijos míos, con olvidar nunca a María, estrella de la mañana, casa de oro y puerta del Cielo!

(Continuará)

— o o o —

Don Benjamín,
jesuita predicador [VI]

(Continuación. Véanse números 2, 3, 4, 5 y 6)

Capítulo XXVII
El padre Acosta y las Isazas. Una negra loca que resulta preñada. Don Federico Barrientos saluda a un maniquí, en París.

El padre Acosta y «los blancos»

Tenía una costumbre patriarcal que le censuraban sus colegas, a saber: cuando se agotaban las formas en los copones, durante la comunión, allí mismo, fuera de la misa, purificaba; decía: «¡Tráiganme vino!»; disolvía delicadamente las partículas de hostia, refregando con el índice de su hermosa mano; después atisbaba a las Isazas o a otras señoras principales de las que habían comulgado en el altar, pues, como era cojo, no bajaba a la baranda del presbiterio, y las llamaba. Daba de beber entonces a tres o cuatro de sus «hijas». Les decía: «¡Sin tocar, mija, y con cuidadito!». Esta frase la repetía a cada una, indefectiblemente. Para darles de beber, agarraba el copón por el soporte y con la otra mano lo inclinaba a los labios de las hermosas: «Bien pueda beber, mija», decía a las tímidas. A la última le decía: «Hasta la última gota, mija!». ¡Bellísima costumbre!

Los sacerdotes nuevos se escandalizaban de este ritual personalista.

Otra costumbre suya era preferir a las Isazas y Fonnegras, al dar la comunión; no respetaba el turno.

Una negra preñada

Una vez enloqueció una negra de La Azulita, llamada Jesusa, y le dio por el misticismo. Comenzó robándose un muchacho.

A esta negra le fastidiaban las preferencias de Acosta.

Resultó preñada nuestra loca y la gente le decía:

—¿Cómo fue eso…?

—¡No me hablen, groseros, que ésta es obra del Espíritu Santo!

Un día se acercó a comulgar y se colocó la primera. Acosta fue a darle la hostia a la divina Andrea… «¡No le dé comunión a ella!, gritó la negra; ¡A mí primero, que yo tengo al Verbo aquí…!», y señalaba su hinchado vientre. Al tiempo que esto exclamaba, alargó un brazo para arrebatarle el copón al Cura y le derramó las formas.

Escándalo. Gritos. La negra salió renegando contra Acosta y las Isazas, mostrando su vientre en donde dizque estaba el Verbo.

Don Federico saluda a un maniquí, en París

Don Federico es el mismo que regaló a los jesuitas la hacienda «La Trinidad»; el mismo que era amigo del carpintero Ochoa y el mismo de quien afirmaba el padre Arjona que aún le chorreaba el agua del bautismo.

Después de don Segundo Fonnegra era «el principal» de La Tasajera, a causa de sus fincas de Tenche y Niquía, y, sobre todo, por… ¡los dos viajes que hizo a París…! Era solterón. Llegado a París, esa mañana entró a los almacenes Lafayette y saludó «a una señorita muy principal»: ¡era un maniquí!

En la carpintería de José Jesús Ochoa, con los pies metidos entre la viruta de comino, le contaba al carpintero sus viajes. Desgraciadamente, Ochoa murió antes de que amáramos estas cosas de la literatura…

La cantarilla y las muchachas

Lo más curioso es que ni don Federico ni don Segundo visitaban la casa cural. El padre Acosta los admiraba y respetaba. Se trataban con mucha «nobleza». Se daban el trato de «caballeros», así:

—¿Cómo está, caballero…?

—Bien, caballero; gracias…

¡Había que oír al padre Acosta pronunciando esa palabra con su hermosa voz de clarín!

Ya dijimos, creemos, que don Segundo era solterón y que su casa era la primera de El Sitio, como jefe de Isazas y Fonnegras. El padre Acosta pasaba los domingos allí; allí vivían, turnándose, las Isazas, para cuidar del tío solterón.

Después del almuerzo el padre Acosta salía a una tienda vecina para efectos de la cantarilla y de los remates. Sentábase afuera, en una silla, con la coja sobre un taburete, rodeado de las señoritas mejores, las más simpáticas…

Ponía a su ahijado a pregonar: «¡Dan tres pesos por este racimo de plátanos…! ¡Se va a adjudicar…! ¿Quién mejoraa…?».

Allí, arrellanado como profeta, bello y solemne, cuando caía bastante plata era cuando palmoteaba a las muchachas en las nalgas, bonachonamente, y les tarareaba su canción preferida, así:

Lacrimae quae non potuerunt…
tantam duritiam blandireeee;
ad mare autem redireeee,
quoniam de mari venerunttt.

Tarareaba esto lentamente, con esa simpatía e inocencia absolutas que lo caracterizaron y lo hicieron rey de los corazones feligreses.

«Hay que hacer todo despacio y bien hecho».

Todo le gustaba lento y paladeado. Siempre riñó a su monaguillo por rápido y nervioso. «Hay que hacer todo despacio y bien hecho». Se enojaba cuando rompían vinajeras o volcaban reclinatorios. Sus nervios gustaban de la armonía.

El doctor Jesús María Trespalacios, latinista, defensor, poeta y amigo del clero viejo, decíanos enfáticamente:

—¡Chico! Estoy convencido de que la simpatía es la reina de los hombres…

—¿Por qué?

—Porque ya ve usted a los padres Francisco Martín Henao y José María Acosta. Aquél, airado, filático, con aires de obispito gruñón, cura de Rionegro…; éste, sonreído y armonioso; aquél fue calumniado con una beata; éste palmoteaba a las muchachas, fue mimado por ellas; a aquél lo echaron de Rionegro, odiado; éste vivió y murió como rey feliz… La simpatía es la reina de la humanidad. Remojado en ella puede uno comerse al universo.

Efectivamente, a todo el mundo lo saludaba de «mijito»: ¿Qué hay mijito o mijita? ¿Cómo le amaneció mijito…?, menos a don Segundo y al doctor Ramón Arango a quienes trataba de «caballero» y de «ciudadano», respectivamente.

Anécdotas

Cuando iba a dar mate en el juego de ajedrez o cuando se iba a comer a la reina, levantaba su cabeza majestuosa y exclamaba: Voe victis! Morituri te salutant! Era como si ganara una gran batalla. Luego agregaba en tono menor y rápido: «¡Muévase! ¡Muévase! ¡Muévase…!».

Decía al monaguillo: «El hombre debe ser muy aseado, pero, sobre todo, muy cuidadoso de zapatos y sombrero». Siempre los usó elegantes, menos en su vejez, como ya dijimos, que llevaba el gorrito de los hermanos coadjutores jesuitas.

«Voy a darle un consejo, mijo: si desea vivir muy sano, haga lo que he hecho toda mi vida, dejar agua en una ponchera, en su dormitorio, para que tenga la misma temperatura de él en la mañana; madrugue, y, en pelota, échese el agua encima, estregándose con esponja o toalla; de manera que el agua corra, aunque la habitación quede inundada; séquese y salga a respirar el aire nuevo…».

Para afeitarse, halaba bruscamente del cuello, hasta arrancarlo; se desabotonaba sotana y camisa y se afeitaba sin mirarse al espejo. Gozaba mucho con tales maniobras.

Una vez fue el obispo Herrera Restrepo de visita pastoral. Era buen jinete. Acosta lo montó en su mejor yegua, para ir de visita donde don Fernando Isaza, a su finca de El Ancón.

Iban platicando los dos clérigos, bien montados y buenos jinetes ambos. Pasaban por esas vegas del Aburrá, tibias, olorosas; el obispo escuchaba, pues era muy parco de labio…; de pronto frenó su cabalgadura y extasiado dijo: «¡Verdaderamente que uno de los placeres sanos que puede tener un sacerdote son las buenas yeguas!».

Cuando Herrera Restrepo confirmó a nuestro héroe, el padre Acosta lo cargó en sus brazos y le dijo a Su Señoría: «Este es el primogénito; el primogénito de su visita pastoral».

Hemos dicho que su voz era hermosa, pero ignoraba el canto llano. Cuando el padre Celso decía su misa en el altar lateral y oía al padre Acosta entonado, lo criticaba con el ojo bizco, con gestos malhumorados: «¡Qué bruto para cantar!; tiene buena voz pero no sabe de canto llano…».

El bruto era Celso, pues había que oírle cantar al Señor Cura el benedictus, en canto figurado, en los entierros: cadencias lúgubres: todos lloraban.

Tenía gracia especial para rezar cantado el Trisagio: vestido con la capa pluvial; ponía incienso e incensaba con giros de ojos como si viera a Dios. Había que verlo y oírlo entonces. Sentábase y se dejaba la capa pluvial, arropando con ella el sillón, no como los otros curas, que se la quitan del todo; ponía la coja sobre un reclinatorio… Cuando llegaba a las estrofas era cuando había que oírlo: mientras el coro cantaba «ángeles y serafines dicen santo, santo», se quedaba con los ojos cerrados y las manos entrecruzadas. Después abría el libro, lo alejaba con elegancia de présbite, fijaba los ojos en la Majestad tiernamente y

Porque sois padre fecundooo
que gozándoos ab aeternooo
engendráis un hijo tiernooo
como fue el que vino al mundo…
Con respeto el más profundo
diciendo el cielo en su cantooo…

Contestaba la gente:

Ángeles y serafines
dicen Santo, Santo, Santo…

Y el coro comenzaba, y él se quedaba arrobado nuevamente, en la posición que ya dijimos.

Capítulo XXVIII
El padre Medina. Celso y el padre Sierra. Anécdota del padre Acosta con Abadía Méndez.

El padre Medina

Fue cura en propiedad de Carolina. Era amigo de los Isazas a causa de las fincas que poseía don Federico en Tenche. Fue ordenado por el primer obispo de Antioquia, monseñor Riaño.

Cierto día entró el monaguillo y encontró a los sacerdotes confesando; Medina, en la sacristía, en el sofá de los amores. El día anterior les había contado a varios muchachos beatos lo siguiente:

—¿No saben ustedes lo que decía el señor Riaño cuando nos fue a ordenar?

—¿Qué?

—Que le ardían las manos al ordenar a un presbítero. ¡Y le ardieron, en verdad, con varios! Conmigo no, por la gracia de Dios, pues siempre he bregado por respetar el divino ministerio.

Estaban confesando, repetimos. Era de mañanita, día de primer viernes de mes. Entró a decir misa el padre Celso, a quien el monaguillo ayudaba siempre, por agradecimiento de las clases de latín. Entró enojado, con el ojo bizco muy irritado, seña infalible de tempestad en el ánimo del exsochantre. Colgó el sombrero de paja y la ruana que llevaba enrollada al cuello en forma de bufanda. Se lavó y se puso a arreglar el cáliz. En esas, alcanzó a ver a Medina confesando… Verlo y comenzar a resoplar fue una; de pronto estalló y le gritó a Medina:

—Y vos ¿cómo es que estás confesando, viejo loco, que estás suspenso…?

Nada contestó el Medina…

—¡Viejo loco, no confesés, que estás suspenso, viejo llorón! ¡Acordate de cuando estabas de cura en Carolina, que salías llorando por calles y plaza para que no te quitaran el curato…!

Todo este alboroto tenía por causa el que Hernández ejerció en Carolina y allí tuvo disgustos con Medina.

Este, que estaba absolviendo a una vieja, se largó a llorar a moco suelto al oír a su colega. Los montañeros se quedaron de una pieza. El viejito se levantó y se fue en busca de Acosta al confesonario de éste. Le dijo: «El pa-dre Cel-so me in-sul-tó… Que soy vie-jo lo-co, sus-pen-so…».

El padre Acosta se incorporó un poco, alzó sus brazos vitalizadores, dejó caer sus manos sobre los hombros del viejo llorón, luego las dejó resbalar en pase magnético, por el busto, y le dijo:

«No le haga caso a Celso, padre Medina, ¡que Celso es locooo…! Vaya confiese tranquilamente…».

Celso y el padre Sierra

El padre y doctor Sierra estaba recién llegadito de Roma, graduado en muchas filosofías, teologías y teodiceas. Su llegada produjo en el Aburrá una conmoción. ¡El doctor Sierra! Tipo netamente suramericano, no ahora, sino cuando llegó, joven, desfachatado. Tal como era en 1917, así es el retrato del mozo de la verdad desnuda, a saber: baja estatura, un metro con sesenta y cinco; fornido; la color morena; braquicéfalo; la caja torácica ancha; cabeza altanera que mira más allá del transeúnte; cabeza para quien el transeúnte y todo prójimo es un cagajón; impertinente en el trato, sobre todo en la argumentación, o sea, un no sé qué que quiere decir: aquí no hay distingos ni pendejadas; aquí estoy yo con mi moza, la verdad… Si no hubiera sido por Cayzedo, mandón irreductible que le paró el macho a Sierra, éste se hubiera comido todo el valle del Aburrá. Fue un porvenir roto a baculazos por el señor Cayzedo.

Pues bien, recién llegadito, lo llevó el padre Acosta a predicar a Copacabana, en una gran fiesta. Pero, contemos los antecedentes de la escena.

Cuando llegó de Roma, como su cuna se meció en Girardota, en las vecindades de El Sitio, Celso fue con Pachito y con el monaguillo a saludar al nuevo Salomón. Allá armaron un debate teológico entre Sierra y Celso; aquél le dio a éste por aquí y por allí con silogismos nuevos, recién traídos; lo aturdió, y, para colmo, le gritaba, como gallo fino triunfante: «¡Arguya, padre Celso! ¿Qué hubo? ¡Arguya, arguya!». Así fue como Celso quedó picado para siempre.

Fue, pues, a predicar a Copacabana el padre Sierra.

Se hallaba el padre y doctor Sierra paseando por la sacristía, de estolón y con el bonete cogido contra el poderoso tórax… Meditaba; oía, indudablemente, los secretos que le decía la verdad, su moza.

Al entrar el padre Celso, el doctor Sierra apenas hizo un saludo somero, con el gesto, como si entrara un cagajón. Celso comenzó a resoplar. Dijo su misa, a la carrera como en sus días negros. Volvió. Ya había terminado el padre Sierra y descansaba en el sofá. ¡Ahí fue Troya!

«¡A ver, negrito relamido!, ¿piensas que por haberte ordenado en Roma nos vas a dominar…? ¡Respeta, considera y sé deferente para con los sacerdotes viejos que tienen cien años como yo…!».

Con Abadía Méndez

Ya no era cura cuando vino este viejo dormido en cuyo lecho se acabó el partido conservador. Sin embargo, cojeando y anciano, salió a recibirlo con las escuelas y comunidades, a la estación del ferrocarril…

Pues el tren no se detuvo; el viejo estúpido de Abadía sacó apenas, por la ventanilla, su cabeza parecida a un glande. ¿Qué podía ser el partido conservador, sin curas de la Marinilla?

«¡Hacerme venir así, viejo y enfermo!, exclamó; ¡eso estuvo muy mal hecho en el doctor Abadía…!».

Capítulo XXIX
El colegio San Luis Gonzaga. El señor Cura, rector y profesor de gramática. El bachiller Luis Salazar. Un anónimo y veinte latigazos en las nalgas. Los padres Mejías y «el cuarto de Canario». El bachiller y «la sobrina del Cura» ajuntan muñecos de papel.

El colegio San Luis Gonzaga

Allí fue en donde el bachiller Salazar bregó por formar a nuestro héroe a fuerza de latigazos en las nalgas.

El señor Cura fundó este colegio con dineros del pueblo, dados para ello. Con el tiempo, monseñor Cayzedo obligó al padre Acosta a hacerle escritura del edificio a la Curia. Obedeció contra su corazón y lo hizo por medio del mayordomo de fábrica, don Segundo Fonnegra.

El rector lo fue siempre el señor Cura, quien tenía mucho amor a la gramática de Bello. No la entendía, pero la amaba mucho. «De todo puede saber, menos de Bello», comentaba el padre Celso. Nosotros comentamos que en Colombia han amado mucho a Bolívar y a Bello, precisamente a causa de no entenderlos.

El bachiller Luis Salazar

Un día el padre Acosta montóse en su hermosa yegua preferida y se vino para donde los padres… «¡Ya tenemos vicerrector, mijos!», exclamó al volver. «Los padres me han cedido el mejor de sus bachilleres de este año…».

Con éste comenzó los estudios don Benjamín.

Cierta vez los niños resolvieron ponerle un pasquín sobre la mesa al ilustre bachiller. El monaguillo lo escribió, a causa de su bella letra. Decía:

«¡Ojo, ño Luis! ¡Ojo! ¡No sea verraco usted! ¡Coma la vitoria y beba la bebida!».

Colocáronlo sobre la mesa del vicerrector, pisado con un escorpión de cera fabricado por Ricardo Cano.

Sube el bachiller; se demuda su grave rostro… Silencio… Sale… Vuelve a la media hora…; llega la de salida y retiene al monaguillo…; llévalo a la cocina; saca el pasquín y pregúntale si escribió eso; llora el niño…; saca del bolsillo de atrás una pretina y:

—¿Qué castigo crees que mereces…?

Llanto. Siguen veinte latigazos en las nalgas y luego lo encierra en «el cuarto de Canario».

Los padres Mejía

Porque el colegio era en la vieja casa de los padres Mejía, Indalecio y Carlitos, tío y sobrino, que fueron curas de La Tasajera hace tiempos y que, así como Acosta tenía a Chamico, tenían ellos a Canario, y Canario era alocado, y muy temido por la chiquillería y cuando murió dijeron que espantaba; de suerte que «el cuarto de Canario» era como el infierno.

El padre Indalecio era gordo y el padre Carlitos, flaco; éste fue guerrillero con el doctor Berrío, el papá del mohán de ahora.

El padre Celso poseía un retrato del padre Carlitos y diariamente decía al monaguillo: «¡Mire al padre Carlitos, que ése era una plata!».

Carlitos era blanco, de barba crespa, en matojos. ¡Hombre de otras edades más azarosas, de aquellos tiempos en que el temple del alma era lo que contaba, y no el poder del culo para sentarse en un avión, ferrocarril o automóvil!

«La sobrina» y el bachiller ajuntan muñecos

Que eso es lo que se aprende en Colombia, a jugar con la imaginación… El bachiller Luis vivía en la casa cural y Candelaria jugaba con él a los muñecos de papel mascado, porque don Luis tenía habilidad para mascar papel, formar con la masa dos seres, macho y hembra, ajuntarlos y lanzarlos al techo, donde quedaban pegados. Candelaria gozaba mucho…, pues el bachiller era incapaz de satisfacerla de otra manera…

Capítulo XXX
Don Carlos Vásquez Latorre y algunos comentarios. Dos piernipeludos, dos policías y una puta. El astrónomo y los jesuitas.

Don Carlos Vásquez

Hombre delgado y alto; enteco y vinagre; duro consigo mismo y con los demás; sombrío, vivo retrato de Felipe II: mientras el conservatismo estuvo en sus manos y en manos de los curas en propiedad fue invencible.

Solía ir a visitar al padre Acosta. Óiganlo:

«El señor Cayzedo tiene grandes virtudes, pero acabará con los blancos antioqueños, sin quererlo, porque no es de aquí y es muy terco».

La muerte del conservatismo ocurrió así:

1º. Los curas de la Marinilla veían la salvación en ellos y en Román Gómez.

2º. Don Carlos Vásquez odiaba a Román Gómez.

3º. El arzobispo Cayzedo destruyó al clero viejo y a Román Gómez.

4º. El mohán de Santa Rosa (Berrío) reemplaza a don Carlos Vásquez.

5º. Aprovechando tanta división, el mulato medellinense «coge» las empresas públicas de Medellín, ricas y bien organizadas: bota el dinero en elecciones. Huelgas, sindicatos, Gaitán, negros, putos y putas, anarquía en el clero, destitución de Cayzedo; arzobispo nuevo, de color; curitas de acción católica: ¡definitivo triunfo liberal! Los pocos blancos deambulamos al acaso, demacrados, derrotados.

Dos policías, dos piernipeludos y la puta de Bello

Perdonen que nos perdamos. A pesar del padre Uldarico Urrutia, el retórico que tanto bregó porque no nos perdiéramos, nosotros nacimos perdidos irremediablemente: tenemos amor morboso por las digresiones. Nuestro confesor, machucho en casos de conciencia, nos decía: «No se case usted ni haga novelas, que ese vicio de la digresión lo mata». Sí; para escribir novelas es preciso no aburrirse, ser constante, no meterse por tantos atajos como ofrece la vida. Por eso Uldarico nos puso 3 en retórica, dizque por «infieles al tema». «El tema, decía, es indisoluble, como el matrimonio; fornica, en retórica, el que se dispersa. Por bella que sea una mujer, el cónyuge no debe mirarla: ¡todo para la cónyuge! Así, por bella que sea una digresión, ¡nada!: ¡todo para el tema! Quiero convencerlos de que las doctrinas de la Iglesia son aplicables también al arte. El verdadero artista no fornica, no se divorcia…», etc.

Pero nosotros somos pecadores. Ahora, en esta biografía de don Benjamín, se nos han presentado dos policías liberales, dos piernipeludos y una puta de Bello y… hemos cedido. Confesémoslo humildemente y sigamos con la fornicación, a saber:

Ayer montó en el tren don Benjamín, junto con el astrónomo de los reverendos padres.

He aquí que luego suben dos policías, mulatos, pero uno de ellos algo rubio, cada uno con un piernipeludo agarrado por el brazo. Los llevaban para la casa de corrección. El rubio, silencioso; el mulato, muy inquieto, sin mamones y con un colmillo rellenado de oro.

Sentáronse allí, al frente de una señora ramera de Bello, muy apacible.

A poco sube un joven, vendedor de «recortes Noel» (galleticas).

Dícele el piernipeludo del policía mulato: «¡Deme un paquete!».

«Bueno, contesta el vendedor, pero le cuesta tres centavos; ¡óigalo bien!».

Al rato saca el piernipeludo dos centavos y paga, diciendo: «No tengo más».

Se arman las del diablo en el tren. El vendedor le quita la gorra al piernipeludo y jura que si no le paga, se la llevará. El policía jura y jura que le tiene que devolver la gorra al muchacho. El vendedor arguye así: «¿Y es que vos estás alcahueteando a ese ladrón?», etc.

«¡No me chiste, porque lo llevo a usted también!».

Entonces la señora puta dice que ella paga por el muchacho. Así lo hace y tenemos que la paz de la república se debe a las rameras.

«¡Viva Alfonso López!», gritan los policías, la puta y los tres muchachos, o sea, los dos piernipeludos y el de las «galletas Noel»; queda formado el «frente popular».

El astrónomo y los jesuitas

El astrónomo guiña el ojo y dice paso y mesuradamente:

«Los reverendos padres están ya listos, con su bordón y sus alforjas, así como los hebreos en Egipto…».

Ya terminamos. Continuemos con la historia, que ya basta de fornicaciones, pero ¿sin contar lo que narra el astrónomo acerca de los reverendos padres?

Cuenta él que llegó el reverendo padre Moreno, provincial de la Compañía, y que «habló muy bien, en tono insuperable». Dizque dijo:

«Yo amo todas estas nuestras casas en donde están dispersados todos los nuestros». El astrónomo agrega, atusándose los bigotes: «Luego se refirió a todas estas cuestiones candentes, ¡pero con qué maestría, don Benjamín…! No trató mal al adversario, y muy documentado. Al terminar hubo tres vivas del auditorio: ¡Viva la Compañía de Jesús! ¡Viva el R. P. Provincial! ¡Viva el Colegio de San Ignacio!». Cuenta que el padre Zameza apenas está cansado, por el exceso de trabajo, y que lo reemplazó en las clases de filosofía el padre Pieschachón, santandereano, tan filósofo que oigan ustedes:

Cierto día fue el señor Crespo, obispo de Popayán, de visita a la Compañía. Paseábase con los reverendos por los amplios corredores; discutían una tesis de moral. Opinó Monseñor y entonces se le dejó ir encima Pieschachón, con distingos, mayores, menores y secuencias, y el obispo gritaba: «¡Quítenme esta fiera de padre de encima!». Se lo quitaron, y si no lo hacen, lo mata. El obispo Crespo no volvió.

(Continuará).

— o o o —

La supervivencia del yo [II]

(Ensayo neoplatónico y cristiano)

(Continuación. Véase número 6)

III. Animal enfermo

El que se dedica a pensar si el yo supervive, se enferma; por lo menos me ha sucedido; ácido el estómago, asustado el ánimo por los espíritus (Dios y los ángeles), con delirios nocturnos. Una vez deliré con cementerios; tenía la boca llena de pedazos de cadáver; otra, con mi cercana muerte; era una atroz brega por confesarme (miedo atávico); otra vez, anoche, con la pérdida de mi hijo Simón en una gran ciudad; quería correr en su busca y las piernas no me obedecían.

Intermedio

No puede ser verdad lo que es áspero, porque la verdad es amable (?).

* * *

Jesucristo apenas ofendió unas tres veces (?).

* * *

Dice Aristóteles que el hombre culto nunca habla de sí mismo ni de los otros. Por mi parte, el mundo me está tapado por mi sombra.

* * *

¿Qué hemos hecho que nos convierta en realidad, en yo superviviente? Somos unas sombras de la opinión. Nuestra alma pende de la opinión; somos pendejos.

* * *

Parece que lo único que satisface es plagiar a Cristo. ¿Será el camino?

* * *

El filósofo es un enfermo: incapaz del humilde deber de vivir, busca un deber trascendental. ¡Pretencioso impotente! ¿Qué heroísmo, si eres incapaz de vivir tus humildes veinticuatro horas diarias?

* * *

¡Vive tu vida placenteramente, para ti y para los otros, y deja esos histerismos, oh filósofo! Mira: ¿qué mujer podrá amar a un hombre examinador? ¿Cómo podrá ser agradable para la cama un ser que no se contenta con los cinco sentidos?

* * *

Hombres ansiosos de que Dios los distinga con el honor de hablarles de hito en hito. Hombres que esperan a que Dios los secretee para obedecer. Eso son los filósofos, seres impotentes para vivir el humilde presente.

* * *

La impotencia de los sentidos es la causa de esta locura que se llama filosofía. Un hombre sano se contenta con los sentidos y con el mundo universo. El problema de la supervivencia del yo ha sido puesto por delirantes.

Los cinco sentidos

Medítese en la visión, la audición, el tacto, etc. Si no existiese el órgano, el fenómeno sería inimaginable. Conocemos lo exterior por medio de los cinco sentidos. Así como hay cinco, podría haber más, y entonces la realidad aumentaría. Mejor dicho, la posibilidad de percepción es indefinida. Así tenemos que, una vez muertos, si el yo superviviere, ya no estará enfundado en el cuerpo, asomado a la ventana, sino que se inundará en la realidad. Será como espada desenvainada…

Diálogo

Simón (5 años). —¿No es cierto, papá, que Dios ve…?

Fernando (6 años). —¡No ve, porque es un espíritu…!

El papá (un bagazo de la filosofía). —Dios no tiene ojos; Dios sabe; Dios está inundado por sí mismo (?).

Simón —¿Las almas ven…?

El papá —Dicen que las almas son como espadas desenfundadas… (?)

Simón —¿No es cierto, papá, que Pierrot (un perro muerto) está en el cielo?

El papá —Unos opinan que no y otros que sí; otros dicen que no saben.

Fernando —¿Y por qué no se van los animales para el cielo?

El papá —Parece que el hombre no quiere que los animales vayan al cielo porque entonces no podría maltratarlos, usar y abusar de ellos. Si los animales tuvieran alma inmortal, no podríamos comernos las gallinas, montar los caballos, cazar los animales salvajes, etc.

Simón —¡Pierrot está comiendo ahora en el cielo y no le pican las pulgas!

Fernando —¡Las pulgas también se van para el cielo! ¿No es cierto, papá, que Pierrot tiene pulgas en el cielo?

El papá —El perro debe creer que la pulga no va al cielo. Todo ser le niega el cielo a su enemigo.

La mamá —¡Siga! ¡Siga diciendo eso a los niños y verá cómo se lo lleva el diablo! Y ya usted se va a morir, pues es viejo y está muy sanguíneo. Ahora hay mucha angina…

El papá, solo en el baño, exclama mentalmente, mirándose al espejo y contemplando sus dientes ahumados: ¡No me borres, Señor, del libro de la vida!

Se desnuda para bañarse; se hace masajes en el vientre, aterrado con la angina de pecho; mira a un ciruelo y piensa que se parece, por juvenil, a una muchacha. Tocan a la puerta; son los niños.

* * *

Simón —¿No es cierto que Dios le gana a Joe Luis?

Fernando —¿No es cierto que no, porque Dios no tiene manos?

El papá —No sabemos cómo será Dios…

Se siente inquieto, sin un solo amigo, ignorantísimo y exclama mentalmente: ¡La opinión, la ciencia, la filosofía, la gloria, todo lo humano es mierda! Luego, en voz alta, airado, grita:

—¡No me hablen más! ¡Váyanse para donde su mamá…!

Simón —¿Y ahora nos enseña?

El papá —Sí, váyanse y ahora les enseño a hacer la p y la r… Pero no hablemos de Dios ni de los espíritus, porque yo no sé nada de eso; los temo, pero los ignoro.

Fernando —¡Usted ya se va a morir…!

El papá —¿Por qué?

Fernando —¡Ah, pues porque ya está muy viejo…!

El papá —¿Por qué estoy viejo?

Fernando —Porque tiene muchos pelos en el estómago.

El papá, mentalmente: ¡No me borres, Señor, del libro de la vida!

* * *

Se queda solo el papá, meditando así: Voy a comprar una finca para que sean campesinos y no les dé por examinar a Dios y contender con Él. La filosofía, la ciencia, la gloria, todo es opinión y la opinión es… ¿Qué será la opinión? Merde, merde, merde… Por ejemplo, ¿qué, sino vulgar entrometimiento, es eso de los rusos bolcheviques que quieren dizque salvarnos? A todo mundo le da por recetar y por opinar. ¿Por qué se entremeten?

* * *

El papá se va para plaza del pueblo y allí compone este poema:

¿Idolatría?

¿Será en ti, será en ti, muchacha,
poderoso animal pendejo
—¡tan bello, visto desde lejos
y tan pendejas palabras como salen de tu boca…!—
será en ti en quien adore a Dios?
¡Pues no! Pero…
«no me mueven, mi Dios, para quererte»
sino estos poderosos animales…
Me mueven…, y voy a cogerte,
para saciarme de ti
y encuentro que son formas bellísimas
pero… ¡tan pendejas!

¿Y qué?, me digo, en esas formas estás Tú
y en sus palabras está lo vano. Por eso,
¡mejores los árboles y novillas…!
¡Pero no! Mejores las muchachas, cuando no hablan.

¡Cierra tu boca, bello animal pendejo!
Cierra tu boca, porque así eres llena de gracia.
¡Oh bello animal pendejo!
¡Oh muchacha, bello y pendejo
reflejo divino! (3)

Tartamudeos

Algunos dicen que la muerte es «buena». Es porque involuntariamente la comparan con el sueño y no meditan en que el sueño es «bueno» porque sentimos que estamos dormidos; la conciencia no se pierde absolutamente mientras el organismo vive. Si el yo no superviviere, la muerte no es «buena» ni «mala».

Otros creen que, al morir, el alma sentirá ligereza. No piensan que donde no hay gravedad, no hay ligereza, que donde no hay espacio y tiempo, no hay agilidad.

Otros creen que el espíritu gozará entendiendo. No piensan que el 100% del placer de la comprensión es social, es decir, que Pasteur gozaba porque era «único», «el más», «el héroe», «el vencedor», «el santo». Si quieren ligereza, placer, etc. en el reino de los yoes supervivientes, tienen que organizar un cielo según el modelo de las sociedades de aquí, con jerarquías y extremos. Eso es lo que oigo en los sermones: que el cielo es placer, organización social.

Conclusión provisional: no puede concebirse el yo superviviente.

Otra cosa muy grave es que el amor es la fuente de los placeres y que es imaginativo. Por ejemplo, el placer lo causa la resistencia. Podemos definir así el placer: resultado del paso de una corriente nerviosa por un nervio. Es fenómeno semejante a la luz eléctrica. Y así como la energía eléctrica causa movimiento, calor o luz, así mismo la corriente nerviosa causa «placer» o «dolor», «bueno» o «malo». ¿En qué demonios queda el cielo, sin el sistema nervioso? ¿En qué diablos quedan los sermones y libros acerca de penas y premios en otra vida? ¿Crearían el infierno para que gozáramos, así como la fuente del placer para uno que tiene un palacio es el que haya otros que no lo tienen? Decidme: ¿el goce de estar bien vestido no lo constituye en mucho el que haya culirrotos? El que no se haya mojado ¿cómo puede saber del placer de estar seco? Así, pues, el infierno parece que fue creado para hacer agradable el cielo.

¿La teoría de la resurrección de la carne tendrá su origen en la imposibilidad de concebir al yo sin el organismo?

El placer proviene de la resistencia, así como la luz. La mujer entregada en absoluto no causa placer.

Es más difícil de lo que pensamos el concebir el yo superviviente. Los que tal hacen, no otra cosa hacen que suponer que siguen viviendo en una jauja; ellos ignoran que el goce nace amarrado al dolor, tan hermanos siameses que, separados, se mueren ambos.

En el punto a donde he llegado no puedo menos de decir que el hombre me parece una pendejada helio-terrena, en ningún caso centro del universo.

Cada ser existe en función de los otros; ninguno es centro, y, como toda filosofía es interpretación egoísta, resulta que ésta es otro fenómeno, es decir, pendejada o apariencia.

El hecho de imaginar a Dios semejante a nosotros es una necesidad, pues no podemos imaginar (componer) sino con los elementos nuestros. Así resulta que todo Dios es función del hombre.

Máxima. —Por su Dios los conoceréis.

Lo más característico del animal hombre no es el habla, sino que pare dioses. Es animal metafísico. En tal sentido es admirable y digno de compasión. Pero ¿quién puede compadecerlo? ¡Dios…!

Grito místico

¡Dios y ángeles, coged de la mano a este animal helio-terrestre que contiende acerca de vosotros! ¿U os reís, por ventura? ¿No tenéis entrañas, oh vosotros, altos, a quienes buscamos? ¿No veis que este animal está llorón como el sauce? ¿Sois nuestros padres, o sois nuestros hijos o sois Mussolinis que nos desterrásteis a este islote llamado Tierra? ¿Cuál nuestro delito? ¿Por qué no lo recordamos? ¿Qué se hace este animal, luego que efectuó los dos últimos gestos de su boca, cuando la sangre deja de irrigar el bulbo?

Pregunta

El día de las tres muecas
que hizo mi tío Epaminondas
¿desapareceré como una pendejada
o quedaré estático dentro de Ti? (4)

(Continuará)

— o o o —

La vida colombiana

Con este aparecimiento del Haz godo he recibido un golpe mortal, pues reconozco que es un hijo mío monstruoso. ¡Pero fue por culpa de la madre, es decir, de la pseudo-juventud colombiana! Resulta que en este país no puede un pensador engendrar, porque le paren un ternero de cinco patas.

Desde 1926, hace diez años, vengo predicando la continencia y la dureza. Quise crear bolivarianos, y resultamos con el Haz godo: unos monos que gritan y hacen gestos inmundos.

Reniego pues de este hijo; contesto con Quevedo y Villegas: «Yo, el menor padre de todos los que hicieron ese niño…; no es sino empreñarse a troche y moche y parir a diestro y siniestro», etc.

Tampoco se lo atribuyan a Mussolini, que este señor más que todo es inteligente; usa más de la inteligencia que de la fuerza; en él, la acción es un medio.

Estos discípulos que se me atribuyen, calumniándome, creen que el todo es insultar, amenazar de muerte, decir que son unas fieras y que ya son Bolívar o Mussolini.

No. Existe la corriente nerviosa; ella acciona a los músculos; ella regula la circulación; ella determina el mecanismo todo del organismo, desde el palpitar del corazón hasta la apertura de los poros. Pues bien, el suramericano tiene várices en los filetes nerviosos, aneurismas, obstrucciones. (Permítanme esos términos, aplicados al sistema nervioso, para que se me entienda).

Esos jovencitos envejecidos del Haz godo no pueden ser Mussolinis porque no están bien irrigados. No hay lesión orgánica, moral o intelectual que no provenga de falta de armónica irrigación nerviosa. Ningún odio, ninguna inferioridad penetra en el hombre irrigado, en el Mussolini.

Unos hombres que creen, que viven, que sienten eso de liberalismo o conservatismo ¿pueden ser libres? El hombre irrigado considera y trata a las ideas y sentimientos como a fuerzas que él utiliza. Un Mussolini, un hombre libre, un irrigado, usa de ideas y sentimientos; los suramericanos son usados por las pasiones.

El Haz godo es únicamente una reacción ciega de la acción de los inconscientes que hoy nos gobiernan. Carece de la frialdad que tienen las concepciones inteligentes.

Si Colombia es pueblo primitivo, el político tiene que actuar por medio de la astucia. Ninguna violencia ha tenido éxito en Colombia. Aquellos gobiernos que fueron destruidos, lo fueron por medio de una colaboración inteligente. No quiero decir que la fuerza sea inútil; se usa de ella cuando todo está preparado. La creación del Haz godo fortalecerá a Alfonso López. Nadie en Colombia renuncia a diez pesos; por lo tanto, el partido de gobierno será siempre mayoría.

Ante un enemigo inteligente, Alfonso López está inerme: es bruto. A enemigos descubiertos los aplastará.

Reglas

I

El que desee prescindir de alguien, éntrese a la casa de éste.

II

Toda amargura se suministra siempre en píldoras azucaradas.

III

El hombre aprendió a hablar y a escribir para ocultar su pensamiento a los enemigos.

IV

Sólo se debe amenazar cuando ello pueda tener resultado.

V

La fuerza es de los brutos. El hombre no debe usarla sino como ayuda de la inteligencia, para coger los frutos de ésta.

VI

El enemigo que se va de nuestra casa, enojado y amenazado, nos hace el mayor bien.

VII

Gánate la confianza de aquél a quien odies.

VIII

Mientras no haya tres ministros inteligentes y bolivarianos al lado de Alfonso López, no hay esperanza de que muera confesado.

IX

Rafael Núñez es el único de por aquí que ha sabido que es necesario acariciar a quien vamos a sacrificar.

X

Hace falta en Colombia un hombre lleno de amor, es decir, rodeado de cadáveres, cadáveres de hombres que murieron en su lecho después de recibir los sacramentos.

XI

He predicado a favor de un tartamudo que funde el Haz amoroso. Que hubiera muertes, pero muertes naturales. Porque se dijo: no matarás; pero jamás se ha dicho: no curarás. Se dijo: «Deseo la conversión del pecador».

XII

Colombia es nada. Carece de inteligencia.

La colaboración

Mientras no tengamos el poder no podemos atacar directamente a los enemigos. Lejos del poder, la única arma posible es la astucia; la violencia directa es recurso último, cuando nuestro enemigo no quiere aceptarnos es su intimidad.

En la situación en que se hallan las fuerzas derechistas en Colombia, la violencia directa es un absurdo. En primer lugar, el gobierno se prepara; en segundo lugar, en los tiempos modernos es casi imposible armarse, estando fuera del gobierno.

Los derechistas españoles «colaboraron» hasta el instante en que los augures dijeron que había llegado el momento de sacudir el árbol. ¿Dónde estaban Franco y Mola? En el gobierno.

¿Quiénes triunfaron en Colombia en 1930? Gentes que estaban en el gobierno…

Repasen la historia y verán que el método amoroso es el único para engendrar.

¿Cómo no censurar la estupidez colombiana? ¿En qué país del mundo que no fuera Colombia se tendría como jefe político a Laureano Gómez?

Ahora bien: en Colombia no hay todavía males gravísimos; aun no tenemos el problema comunista; tenemos apenas un presidente amoral, cuya amoralidad se reduce a que carece de respeto a la propiedad ajena; bien aconsejado, bien manejado, podríamos soportar los dos años escasos que le faltan para alejarse. Las dilapidaciones, las imitaciones y otras cosillas del Congreso y demás gentes del presupuesto, proceden de mala educación, ignorancia y malos ejemplos.

Colombia es país inocentón; los delitos aquí son de gente mugrosa. No es preciso aún que un político firme se rodee de cadáveres. No veo la necesidad de «prescindir» de Alfonso López. Basta sobarlo de para abajo, permitirle que acapare un poco de riqueza. Déjenlo; tápenle sus defectos; trátenlo como a un niño maleducado.

Por cualquier parte por donde cojamos el problema, la fundación de haces no se justifica. ¡A colaborar, chicos! Todo hombre bravo es un bruto. Mussolini no es bravo; es frío, calculador. Ningún hombre inteligente ha amado la guerra: ni siquiera Atila. La guerra se hace cuando no hay más remedio.

Pero nada he conseguido ni conseguiré con mis escritos. En Suramérica no aman sino la alharaca; vivimos entre monos.

¿Pretencioso?

Pondré los puntos sobre las íes:

Tengo derecho a ser anarquista; vivo a la desnuda y a la enemiga; mi vulgaridad es un premio que me otorgo; guardo mi delicadeza para los que saben sonreír, los demás enloquecen al beber de mi vino. Me jacto de que el futuro colombiano se elabora en mí. Y esos movimientos de la juventud, esos pujos, esos haces godos, esas «muchachas que se van», todo eso son frutos de mi ofensiva. ¿Qué subsiste aún en la conciencia profunda de los colombianos de todo aquello que me ha sido contrario? He logrado que Colombia tenga náuseas de sí misma. Dadme diez años y veré el fruto de mi obra: una juventud honrada. Hoy puedo afirmar que el Mayor Santander, Bogotá, El Tiempo, «El Mártir del Capitolio» y todos «nuestros grandes hombres» han muerto. Todo lo que sea parido de hoy en adelante, me pertenece. Mis contrarios ya no tienen sino dinero robado al pueblo y nombres robados.

Envigado, octubre 17 de 1936

— o o o —

Panorama de
política extranjera

Rusia

Todo mundo receta y mientras más enfermo más recetador. ¡Qué antipático este mal ruso, el bolchevismo! Al pueblo más enfermo le ha dado por salvar al mundo. Si no se han curado a sí mismos ¿por qué recetan?

Oh, Señor, líbranos de los salvadores, líbranos de las viejas caritativas que so capa de salvar a los pobres, los tiranizan; líbranos de los filósofos militantes; líbranos de todo el que se meta en la casa ajena; sobre todo, ¡líbranos del mal ruso!

¿Cómo puede evitar las náuseas un hombre culto ante estos eslavos y mongoles fanatizados por la creencia de que van a salvar a la humanidad?

Cada hombre y cada pueblo lleva su fardo a cuestas, y es llevadero mientras no aparezcan locos que pretendan librarnos de la carga a sangre y fuego. Primero tuvimos el catolicismo militante, que nos «salvaba» o nos quemaba; ahora tenemos a Marx y a Lenin de quienes se tiene que dejar salvar toda la gente o la aplastan.

La próxima gran guerra va a ser para librarnos de los «salvadores». Que el Señor proteja a su azote, Mussolini; que le dé el triunfo, pues el fascismo apareció como defensa contra el mal ruso. ¡Viva el Conductor!

Pata de palo y un canto al Señor

Marsella, Francia, 1934

Las relaciones o interdependencias de los fenómenos son el objeto de la ciencia. Ésta consiste, pues, en el estudio de lo manifestado a que llamamos universo.

La libertad consiste en tener conciencia de la armonía universal.

Hoy vi una mujer y tuve un sobresalto, como quien encuentra algo que ansiaba locamente y que ya había dejado a un lado. Me dije: Es indudable que la libertad consiste en el movimiento gracioso dentro del universo. Todas las virtudes consisten en eso.

En fin, ¿qué nos queda si abandonamos la gracia? Si robo, hay una desarmonía. Si me apresuro ¿por qué no enloquecer? Si tiranizo ¿por qué no asesinar? ¿Puede el hombre constituirse en amo, si a nada le ha dado vitalidad? A lo sumo, le presta el reflejo de su gracia a sus obras.

Estoy triste porque todos los parroquianos del café persiguen a la muchacha hija de la dueña. Desde hace un mes se fueron los mozos y ella es la que sirve. Es una virgen francesa.

¿Por qué corren todos detrás de esa forma bella y virgen para prostituirla? Como los niños que despedazan a sombrerazos las mariposas…

El hombre se enloquece con la belleza; corre, corre tras ella y la destruye. Pero lo que deseaba en el fondo de su corazón era asimilársela. Sólo que la belleza es centrífuga; no se puede comer y asimilar, comprar o forzar. Está dentro de nosotros, como una semilla.

Un cuarentón, Pata de Palo, le hacía hoy cosquillas a la muchacha, en la palma de una mano. Vi que un ángel se alejaba de la Tierra. Un «combatiente», un «mutilado de guerra» le hacía cosquillas en la palma de la mano a la belleza.

Canto al Señor

La verdad es efluvio del centro de la periferia.

Todo emana de ti, Señor, de las apariencias.

Sólo el que tenga amistad contigo, alumbra.

Sólo el que meta la mano en tu bolsillo, posee.

Sólo el que viva en ti, es libre y bello.

Nada temo si me amarro a ti; nadie me puede, si manejo tu escudo.

Revélame, Señor, por qué el mutilado de la gran guerra, Pata de Palo, le hacía cosquillas a la virgen de Francia en el café de La Cigarra.

Un ángel se fue; era la graciosa y esclava libertad.

Hoy gritan en todo el mundo: somos amos; somos los creadores; y por eso los Patas de Palo les hacen cosquillas en las mamilas a las cosas tuyas.

Padre nuestro, venga a nosotros tu reino de la graciosa libertad.

* * *

El gobierno colombiano

La cuadrilla de buenos mozos que hoy domina a Colombia se roba todos los derechos de los ciudadanos. Copiamos:

República de Colombia
Ministerio de correos y telégrafos
Departamento: Correos Número 9888

Bogotá, octubre 13 de 1936

Señor
Fernando González
Medellín

El Señor Administrador Principal de Correos de esa ciudad ha enviado a este Ministerio el atento memorial de usted de fecha 6 del presente, en el cual solicita usted el registro para el curso libre de porte en los correos nacionales de la publicación que con el título de Antioquia edita usted mensualmente.

El Artículo 3° del Decreto N° 362 de febrero 28 de 1935, dice:

«No se considerarán como diarios y publicaciones periódicas las obras literarias, científicas, críticas, filosóficas, etc., aunque se publiquen por entregas en época prefijada».

Por las razones expuestas este Despacho se ve obligado a no conceder la franquicia de que trata el memorial de usted, materia del presente oficio.

De usted atento seguro servidor,
Por el Ministro, el Director,

A. Gutiérrez Ripoll

La diferencia que hay entre Antioquia y los periódicos que circulan en Colombia libres de porte consiste en que no es tan pajosa como ellos.

Fernando González

* * *

Notas:

(1) Al llegar a este punto, me miró el padre Ocampo… Tiraba para mi tejado… ¿Seré yo un corrompido…? Me hizo atemorizar. ¿Su intención será contra mí? Desde mi convivencia con los jesuitas he sido muy sensible para «el sermón del infierno»… Confieso que el padre Ocampo me anonadó. Temí que alguna descripción mía hubiera excitado a la carne, a la burla, etc. «Habla bien este padre, me decía; me conmueve; lo malo es que la gente me mira…». Confieso que mi intención, al escribir, ha sido siempre propugnar por la castidad, por la mortificación de los enemigos, mundo, demonio y carne. Si alguien sintióse débil por mis escritos, no entendió. He cantado a la vida, a la ligereza muscular y mental de los castos, a los ojos de las vírgenes, a sus tejidos duros. He cantado al héroe, al que no sirve a gobiernos y honores, al que busca el mañana. En cuanto a la carne, es verdad que soy un tentado, pero mi alegría, siempre lo he dicho, está en resistir. Deseo permanecer juvenil, ágil, anciano ágil, moribundo ligero y alado. ¡Viva el freno! Tal ha sido mi doctrina. El padre Ocampo no me ha entendido…
(2) En esta casa vivió el sabio y hombre esteta, José Vicente Maldonado, cuando joven. Fue, en Antioquia, el fundador de la cirugía y de las buenas maneras.
(3) Pendejo es vocablo bellísimo para un hombre culto. Se aplica a lo que pende y depende, a lo que no tiene individualidad. Todo lo fenoménico es pendejo, ídem todo lo gregario. Este vocablo ha sido despreciado, porque lo aplicaron al pelo del pubis.
En el idioma hay que recuperar la inocencia; todas las palabras son inocentes; sólo el hombre inculto contamina con su intención. Por ejemplo, al calificar así a la muchacha, quiero decir que es un indicio de la divinidad. Pero mis compatriotas me creerán grosero, pues cada uno se ve a sí mismo en el universo.
(4) Mi conciencia es cristiana. Todo lo que he escrito me causa remordimiento. ¡Cógeme, Señor! ¡Tranquilízame! En mi interior oigo una voz que me reprocha y que me dice que Cristo es el único cimiento.

Fuente:

Antioquia. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, marzo de 1997. Introducción por Alberto Aguirre.

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Revista Antioquia - (1936 - 1945)

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Ultima revisión el 3 de enero de 2024