Revista Antioquia

Fernando González

1936 – 1945

Antioquia 8 / 1936

Poncio Pilatos envigadeño [III]

(Semana Santa en Envigado)

(Continuación. Véanse Nos. 6 y 7)

Capítulo IV

Miércoles Santo con el Manco y don Lino Uribe

En el tranvía me senté al lado del Manco. Es un carguero, pobrísimo, y es mi pariente; es de aquellos Uribes a quienes llaman «de los 33», pues hubo una de mis ascendientes que parió esos hijos, todos sanos y aficionados al aguardiente de caña.

Al Manco le gustan más los sermones del Coadjutor que los del Cura. Pero lamenta al padre Mejía, como todos los envigadeños. Dice:

«A mí me contrató para soplar el órgano… Siempre que le decía que me iba a fiestas a Medellín, me daba mis dos o tres pesos».

—¿Qué hay del Mocho…?

—El padre Ocampo lo echó del coro… Mire: el Mocho, para decir la verdad, no canta bien… Tiene la voz muy quebrada… El padre Ocampo decía que el coro iba muy bien hasta que el Mocho daba un berrido…

Le objeté que el Mocho es cantor esencial en Envigado. ¿Quién de nosotros, Manco, díjele, puede conmoverse en una Semana Santa, sin oír la voz del Mocho?

—¡Bueno!, pero oiga: el que a cuchillo mata, a cuchillo muere; el Mocho intrigó para que me quitaran a mí del órgano… ¡Ya ve, pues…!

Le pregunté por el padre Mejía y me respondió que «era tan bueno que hasta me alcahueteaba a mí en el órgano».

Al preguntarle en dónde había muerto el padre Mejía, me respondió que don Lino, que iba en el asiento de atrás, lo sabía mejor.

Me acerqué a éste. Óiganlo:

El padre Mejía murió por ahí de 72 a 75 años; vino de unos 25 y era sonsoneño; le gustaba mucho que lo cuidaran…; era muy atrayente. A mi suegro, Pedro Díez… ¿Usted no conoció a Pedro Díez, el papá de Javier y de los otros…? Era un gigante alemán; bebía aguardiente como un caballo; muy simpático; si usted le llegaba a gustar, lo veía y le echaba el brazo, diciéndole: «Caminá, que allí, en tal parte, hay unos tamales o chicharrones que se van solos…». Le gustaban los juegos, gallos, billares… Iba a riñas al puente de doña María o a Medellín. Una vez resolvió poner un billar en Envigado… Lo compró y ya todo estaba arreglado, cuando un día se me presentó el padre Mejía y me dijo: «Hijo, ¿qué hacemos con Pedro Díez?». Le contesté que ese hombre era una fiera, que la cosa no tenía remedio. «Esperate», me dijo; se fue donde Pedro Díez; llegó; éste salió a recibirlo: «¡Oh, padre Mejía…!; mira, Teresa, que aquí está el padre Mejía y hay que cuidarlo…». «No me cuides hoy, Pedro, contestó el Cura; dime una cosa: ¿Es verdad que me vas a poner billar? ¿Un hombre como Pedro Díez, honrado, modelo en esta sociedad…? ¿Es verdad que me vas a dañar el pueblo…?». «El billar, contestó el viejo, ahora mismo lo rompo». ¡Vea, pues, qué hombre!, termina don Lino.

Me dice que murió pobre. Cuando lo quitaron del curato, se fue a vivir a Medellín; pero no se amañó (1) y volvió a Envigado. Murió en la casa de Susana.

—¿Y por qué pobre? ¿Sería que gastó mucho en la familia de Susana…?

—La que gastó fue Susana… Susana luchó mucho con el padre Mejía… Lo cierto del caso fue que no dejó sino una casa…

Resulta, pues, que murió en la casa de mi tatarabuelo, don Lucas Ochoa, la casa que luego fue de tía Pastora, y que murió en brazos de prima Susana Arango, mimado por ésta, consolado por ésta, cuando el arzobispo Cayzedo lo obligó a renunciar su curato en propiedad de Envigado. ¡Grandes almas, almas gemelas el padre Mejía y prima Susana…!

Procesión de Judas

La llamaré así, porque Judas Iscariote es para mí la obra maestra de la escuela de los Carvajales. Ese cuerpo menudo, ese motilado bajo que le da aspecto de joven de casa de corrección; los ojos cúpidos y uno de ellos con una dilatación sifilítica, con un gesto de no sé qué, de avaricia y de remordimiento suicida; las patillas y los bigotes de joven de veinticinco años…: indudablemente que ahí puso don Álvaro Carvajal lo mejor de su genio, estimulado por el padre Mejía.

Hoy la chiquillería es innumerable. Suben a las torres, corretean por atrio y plaza, entran y salen. Los carniceros esperan ansiosos en sus toldos… Hay gentes de Medellín: se conocen en cierto aire de «ateos», en esa actitud de medellinenses que vienen a ver la procesión a un pueblo, en las sonrisas despreciativas ante los santos inmortales de Misael y de don Álvaro. Los medellinenses son sifilíticos que no sienten, que no saben nada de Semana Santa.

Mientras esperamos la procesión, la muchachería comienza a molestar a un loquito, gritándole «rico». Éste los persigue, corre detrás de ellos, hasta dentro de la iglesia. Ningún muchacho tan maligno como el envigadeño: se complace en matar pájaros; ha destruido muchas especies de pajaritos que adornaban este valle del Aburrá-Ayurá; antes había aquí un paraíso alado. Cuando un niño va a caballo, le tiran piedras para hacer corcovear al animal. El muchacho envigadeño es maligno, inquieto, trepador de torres y tapias, pescador con anzuelo, atarraya, tacos y totuma achicadora. Pero, últimamente, con la fábrica de tejidos de Rosellón, Medellín le ha contagiado a Envigado la sífilis, y los niños se están volviendo raquíticos.

* * *

Sale la procesión. Primero, «las tres Marías»: la Magdalena lleva tres cadejos de su linda cabellera caídos por delante. Santiago, Pedro… Sale Jesús, en la escena del Huerto; está arrodillado, sudando sangre; al frente de sus ojos están, sobre una columnita, los instrumentos de la pasión, diminutos: cruz, clavos, escalera, lanza y vaso para el vinagre. Jesús está arrodillado, un brazo apoyado en la rodilla de un ángel. Este paso es el de la decisión en el huerto de los olivos; la aceptación íntima del sacrificio; ya se acercan el soldado Balbo y los otros fascistas, acompañados por Iscariote…

Sale luego el paso de la entrega; un Jesús de cara majestuosa, ni triste ni alegre, decidido ya. Tiene la majestad del hombre que se decidió. A su lado, Judas le toca un hombro, para indicarles que «ése es». Jesús no le mira y un Mussolini le echa un lazo al cuello.

Salen Juan y la Dolorosa; seguimos músicos y nosotros… Hoy vamos para oriente, hasta la casa del difunto Lucas Ochoa, la de Susana, en donde murió en brazos de ésta el padre Mejía; giramos luego hasta la casa de don Sinforoso Uribe, y de ahí a la plaza…

La música es hoy más triste; son marchas quejumbrosas. Aumentará la melancolía en bajos, pistones, cornetines, platillos, bombos y cajas, hasta el viernes, día de llanto desconsolado. Lo mejor, si mejor puede haber entre estos músicos envigadeños, es el de la caja: cuando se queda solo, tocando su instrumento, parece un llanto callejero de esos que se hunden en el alma.

Capítulo V

Jueves Santo

Escribo por la noche, muerto de cansancio. La Semana Santa me ha desbordado; ya me creo incapaz de observar y de anotar, pues son muchos los sucesos, las imágenes, las ideas y el goce.

Día glorioso de guayacanes florecidos y de ceibas recortadas en un cielo azul; al amanecer, nubes blancas, altas, en surcos, sonreían en oriente.

A las cinco me levanté a escribir lo de ayer. A las seis llegó Margarita y me dijo que Inés, la hermana de Francisco, había muerto anoche. Me pareció que la sonrisa de las nubes era por ella, mujer buena.

Desde las ocho de la mañana hasta las siete de la noche estuve trabajando en estas cosas de arte y de espíritu, así: visita a la muerta; la misa en que ponen preso a Jesús; el entierro de Inés; La Cena y el sermón; la procesión del juicio de Jesús y el sermón del carmelita. Vamos a narrar por partes; mucho qué hacer pero a todos los despacho, por orden.

Visita al cadáver

Inés, mujer virgen que fue madre dulce para sus hermanos y para una anciana chocha que a ella la llamaba «madre».

Entré. ¡Bello cadáver! Muy inmóvil; se conoce muy bien a los cadáveres; se les distingue muy bien de los durmientes y de los desvanecidos: carecen de animación; son cosas, cosas quietas. Tienen eso de un vestido quitado. Un cadáver se conoce por esa quietud, por esa inexpresibilidad que tiene la ropa que el hombre se ha quitado. Comprendí que el yo no supervive, pero que, al morir, hay algo que abandona al cuerpo; un cadáver es una casa deshabitada, un vestido quitado.

El cadáver de Inés no me asustó, pues el alma que ahí animaba era digna de irse.

¡Bello cadáver! Francisco me dijo que la agonía había sido fuerte; que la respiración se oía a distancia, por el cansancio cardiaco; que ella dijo: «¡Esto es horrible!».

Le pedí al espíritu de Inés que me ayudara, y me fui.

Don Benjamín

Iba para la iglesia, cuando en esas me llamó un hijo de Chito y me dijo que allí estaba don Benjamín bebiendo café y esperándome.

Llevé a don Benjamín donde Suso. Allí le conté mi programa para el día. Hace tiempos que insisto para que termine su carrera eclesiástica, pues sabe de ritos, latines y, cuando salió de la Compañía de Jesús, ya se había puesto casullas… Sobre todo, posee la figura y el modo dulce y hábil de los príncipes de la Iglesia. Me contó hoy que tuvo el siguiente diálogo con el padre Casiano Restrepo, su amigo:

—Mira, hombre, ya que destituyeron a Cayzedo, me tienes que ayudar a terminar mi carrera eclesiástica, en la cual perdí casi toda mi juventud.

El padre Casiano se detuvo en el zaguán de su casa y guiñándole el ojo le preguntó: ¿Ya lo prebaste…?

Don Benjamín contestó afirmativamente, agregando que todos lo habían probado.

Sí, hombre, contestó Casiano. ¡Es verdad! El que no lo haya hecho, que tire la primera piedra. El que no lo haya probado, que tire piedras que sean como enormes bolas. Pero… mira: mejor es que no sigas: vaca ladrona no olvida portillo…

Misa de la prisión

Coloqué a don Benjamín a mi derecha para que explicara los ritos. Ocampo hacía de preste; Hernández, de diácono, y Jaramillo Arango de Subdiácono. Casulla y dalmáticas eran amarillas; este color dizque es para misa blanca.

Consagraron, y sacaron al Señor para llevarlo a la prisión, en la capilla de la derecha. Adelante iba el guión; lo llevaba un viejo ojiasustado, orejón, orejiparado, blanco y flaco; cuerpo sarmentoso. Es uno que fue alcalde godo y a quien se le metió entonces que un viejito mendigo que vivía en un rancho con La Moda tenía que casarse con ésta, para hacer respetar «los buenos principios». Se le metió que estaban amancebados. ¿Amancebado ese anciano pordiosero que debía tener el chimbito como hoja de cebolla quebrantada…?

La Moda era la única mujer generosa que había en Envigado cuando mi niñez: tuerta; negra; menuda y patialegre, muy puesta y muy olorosita.

Pues este viejo que lleva el guión los enjuició por amancebamiento y obligó al viejecito a casarse con La Moda, y a poco murió, parece que de vergüenza, si un pordiosero tiene vergüenza.

Ahora, el ex alcalde va con el guión, los ojos muy abiertos, compungidos, las orejonas como alas de remordimiento; va con el hermoso guión y yo me concentro y digo:

La mayor bondad que puedes hacer hoy, señor Jesucristo, es perdonarle a este orejón el haber casado al viejito con La Moda.

Seguía el palio. Las Hermanitas, con sus blancas cornetas, giraban lentamente para seguir con las miradas el camino del Prisionero.

Abrieron el velo y apareció la bella cárcel, amarilla; las banderas colombiana y pontificia caían sobre la caja de la prisión. El diácono subió y encerró allí a Jesús y ahora viene Ocampo con la llave al cuello, pendiente de cadenita de plata, feliz.

¡Pero no cantan como el padre Mejía! El Mocho no contesta desde el coro sus eeeee, ooo, aaaa, quebradas… ¡Dizque destituir al Mocho! ¡Nadie canta como el Mocho! Una manera personal de cantar…

Los cucaracheros (ruiseñores), los afrecheros (gorriones) y los canarios cantan en los ventanales de la iglesia. Los rayos solares penetran a la prisión por un ventanal amarillo, y dos policías negroides, liberales negroides, custodian la cárcel, bayoneta calada, polainas amarillas nuevas y mucha fe en el alma… y luego votarán por Olaya Herrera. ¡Cuán feos y brutos son los negroides!

El entierro

Llevamos el cadáver a la capilla del Hospital… Lo llevan las hijas de María. Don Benjamín me ayuda a traducir los salmos, las lecciones y los responsorios. Está a mi derecha y me susurra; ¡maldita sordera!

Llevamos el cadáver al cementerio. En las bóvedas hay unos cucuruchos, de cristal unos y otros de lata, para flores, vacíos la mayor parte. ¡Qué pronto se marchita el dolor! Todo cicatriza y es por nosotros mismos por quienes nos dolemos cuando alguien muere.

Subieron el cadáver a la cuarta línea de bóvedas. Se puso a taparla un mulato delgado, flaco, casi otro cadáver. Trepado en su vieja escalera de guaduas, le veíamos todos los movimientos. En las bóvedas vacías de los lados puso los pedazos de ladrillo y la argamasa, tazas de peltre y sartenes viejas para remover la mezcla. Descalzo, con los talones llenos de grietas; calzones viejos de dril, desteñidos; antes fueron azules; camisa por fuera, remendada; un sombrero aguadeño deforme, pequeño sobre su cabecita. ¡Qué técnico enterrador tan estúpido! Gastó una hora, tanteando… En Colombia no saben ni enterrar; en Europa y en Estados Unidos entierran a uno pronto, en un santiamén; en otro santiamén lo guillotinan o electrocutan; en otro lo operan: hay téc-ni-cos…

Este era un enterrador que consonaba con el cementerio: venían oleadas de carne humana podrida, pues las bóvedas están hendidas, con huecos en donde hay colmenas o nidos de araña. Las bocas de los asistentes se secaron.

El técnico envigadeño bregaba por enterrar a Inés. A cada rato descendía de su escalera infernal a recoger agua de un balde bordicomido, un balde cadáver, lleno de agua lluvia verdosa. Apenas hubo logrado colocar los pedazos de adobe, zus, les echó agua, para humedecerlos, y a los asistentes nos cayeron goticas en las bocas. Luego comenzó a bregar con el palustre, a recoger las miajas que caían en el borde inferior de la bóveda. Su camisa se ensuciaba poco a poco. Al recoger los utensilios que tenía en la bóveda vecina, alargaba el brazo y casi besaba la que estaba tapando. ¡Qué original es Colombia en sus técnicos! Este sepulturero armoniza con Alfonso López y con Quico Cardona y con el hijo patas de lancha que tuvo el general Uribe. Lo mejor del enterrador era el sombrero; un envigadeño genuino, de los antiguos, trabaja siempre de sombrero.

Cuando colocaba los pedazos de adobe todos estábamos inmóviles… y, de pronto, Arango, el bocadillero, se excitó. Como no ha bebido desde hace tres días, por causa del sermón del infierno, durante todo el entierro había estado silencioso, sombrío, hundido en las negras visiones del vicioso que persigue a la virtud. Pues ahí se desenfrenó: comenzó a parpadear, alzó los brazos y, gesticulante, dijo:

«Te fuiste de este mísero mundo, mujer buena, modelo de caridad. Ya has recibido tu corona… Nos dejaste huérfanos; pero desde allá pedirás por nosotros», etc.

Al terminar, inclinó la cabeza. Luego, el desenfreno lo hizo balbucir, monótonamente, fijos los ojos en tierra: «¡A ésta volveremos todos! ¡De ella salimos y a ella volveremos!». Calló, pero durante un rato siguió parpadeando.

Cuando metieron el ataúd en la bóveda, un hermano del padre Guamo, el llamado Guamito, menudo, caradevieja, comenzó a rezar responsos, en un latín ridículo. Como soy muy sordo, sólo pude oír, al acercarme, que decía: «Requie dona ei». Las viejas respondían, compungidas: «Requie dona ei…». ¡No les digo! En Envigado todos somos gente de iglesia, sacerdotes o sacerdotes frustrados. Mi primo, el monaguillo, por ejemplo, es un obispo en formación.

La Cena

No almorzamos porque del entierro volvimos a la una. Tengo mucho qué hacer; estoy más ocupado que los sacerdotes y que los gobernantes. En esta culminación de mi vida terrena, los quehaceres me desbordan; soy como una canaria redondita a causa de sus huevos que va a poner. Me siento ebrio, florecido como el guayacán de la mangada que fue de los Lalindes.

El Señor, el de las tres potencias, está sentado a la mesa; ésta, con dos platos de fértiles lechugas, doce panes de donde mi tía Pastora y doce vasos con sus respectivas servilletas de papel, está ya listo. Mi pariente el monaguillo anda afanado por la plaza recogiendo doce pordioseros para apóstoles… Cuatrocientos chiquillos están en las gradas del presbiterio. Ocampo les conversa, sonreído, con la sonrisa de que es capaz este hombre tan frío. Anda contento con su cadenitallavero al cuello. Brega por amar a los niños; los hace sentar en las gradas. Toda la policía está ahí, feliz también; se olvidaron de concordato y de liberalismo.

Don Benjamín me dice que observe a Ocampo, que conversa ahora con el Ochoa que viste a los santos. Está de pies en el presbiterio, al lado del hermoso facistol de talla. Tiene el vientre prognata, el pecho hundido y unos tics en cuello y hombros, como los de Ricardo Olano, el embellecedor, movimientos como de fastidio con el cuello y la ropa… Es su tic… Todos poseemos nuestro tic.

Observe, doctor, díceme don Benjamín, cómo se mete las manos por las aberturas de la sotana y las coloca sobre las nalgas; porque la sotana tiene aberturas laterales que dan a los bolsillos y también a los pantalones; por ahí meten las manos los sacerdotes ya habituados al culto y las cruzan sobre las nalgas… Los jóvenes no; lo creen de mal gusto.

Pensé en Napoleón. Triunfante ya, se cogía las manos por detrás. Esa actitud es de gente madura: es el vientre que se nos va independizando, dominándonos…

Estaba hermoso el padre Ocampo, así como Napoleón en la isla de Elba.

Entraron los doce mendigos llevados por mi pariente el monaguillo. Uno tenía un tumor sobre la nuca, como una totuma. Todos eran peludos, flacos, feos. Casi no suben a uno, atáxico. Todos ellos iban con los pies lavados, estregados con tusas.

Comenzó el lavatorio luego que el diácono leyó lo referente a la escena, en los evangelios. Hernández manejaba la jofaina; Jaramillo Arango la jarra con el agua, y el preste Ocampo, toalla al hombro, lavaba… Le echaban un poco de agua a la pata de cada viejo, enjugaban y el Preste hacía el que besaba aquellas patas de pobres. Un simulacro, un remoto simulacro del amor mutuo; un indicio levísimo, menos que levísimo, de la caridad.

En seguida, Ocampo le dio un minúsculo traguito de vino a cada viejo y les entregó los panes envueltos en las servilletas de papel. ¡Levísimo indicio de la caridad, pues estos pobres culirrotos morirán como perros sarnosos!

El sermón de «la música»

Subióse el coadjutor al púlpito. ¡Por fin! Por fin, díjeme, voy a escuchar a esta «música».

No. Desde un principio comprendí que era un «bogotano». Alargaba las sílabas finales; se airaba sin estar airado; acariciaba sin tener gana. No decía nada. Está que ni pintado para nuestro Congreso y asambleas.

Aquí no paran mientes en que a la gente la están haciendo con babas; el producto colombiano es raquítico, morado, simiesco. Es rara ya la mujer alta, robusta, sana; raro es el hombre alto, fornido y que se pueda dejar las barbas: les nacen cuatro pelos en el mentón; las mujeres son bajas, maduran a los trece años y a los quince tienen los tejidos fláccidos. ¡Y las inteligencias! El profesor de psicología en la Universidad de Antioquia escribe: «Es un alma que tiene podridos hasta los huesos» (2). Y vaya usted y háblele a una muchacha y no pasa de contestar: «¡Horrible, horrible, horrible!». Para todo dicen «horrible», o «delicioso», o «ave María», o «¡no le pinto, no le pinto!». Y, lo peor, que tienen un olor acre. En Colombia no hay ni mujeres ni hombres; son muñecos babosos. ¿Dónde hay ahora gente buena moza como el doctor Manuel Uribe Ángel, don Cástor Ochoa, Tomás Quevedo? La tal democracia acabó con el suramericano, pues hizo mezclar al acaso las múltiples razas.

La procesión

Mucha gente. Gente de Medellín. Automóviles de Medellín. ¿Quién ha hecho el esfuerzo necesario para merecer montar en automóvil? En Colombia nadie lo ha hecho. Moralmente estamos en el periodo de caminantes. Mil y mil chiquillos; en verdad que la gente envigadeña es fecunda: no se apea. Envigado ha sido una fuente para Colombia y para el mundo. Estos chiquillos que entran y salen a tocar a los santos, que todos tienen ganas de ser sacerdotes, que se rebrujan en las cosas de la sacristía, que corretean por las escaleras podridas de las torres, que apedrean a los animales y son crueles con «el loco» y con «el bobo»; esta chiquillería en que abundan los de cabellos de color de la cabuya, podría ser una fuente para Colombia y para el mundo, si pusieran un poco de cuidado en su formación.

Penetro a la iglesia a cada instante y vuelvo bajo las ceibas. En la nave izquierda, a poco de la entrada, está sentado Jesucristo, y los dos soldados romanos, parecido el uno a Balbo y el otro a mi amigo Chin, le colocan una corona de espinas.

Detrás hay otro paso: Jesús va cogido por el cuello con un cordoncito… ¿Quién lo lleva? ¡Lo lleva, amados hermanos, Judas, a quien hoy pusieron de judío…!

Más allá está el Maestro, el mismo de la mulita, pero ya de pie; tiene en sus manos una hostia muy grande y se la va a dar a una mujer bella. ¿Quién? Es la Viuda, es la Toní, que hoy está confesada y cuyos pechos ya no se perciben; está muy púdica… Los demás santos ya los conocemos.

Entra mucha gente de Medellín a la iglesia. Por ahí anda con su novia el doctor Jesusito, que ya está juicioso, ya dejó el aguardiente y se casa. Se casa con una parecida a la Viuda, pero más regordeta, de más edad, más impetuosa. ¡Oh, vosotros, santos envigadeños, divino Pilatos Poncio, y vosotras, viudas de Naín, regordetas, insaciables e inagotables en el amor, vosotros sois consuelo y sucedáneo para los que dejan el aguardiente de caña!

Aquello era una locura. Todos querían tocar y ver si los santos eran de palo. Todos los de Medellín vinieron a esta fiesta. Por ahí andaba el doctor Pedro Nel, el que hizo de secretario de Pilatos una mañana de mi niñez, cuando el padre Mejía; Pedro Nel leyó la sentencia allá en la casa del ángulo, en donde vivió el doctor Maldonado. Hoy es un gran médico…

Se ordena la procesión. Adelante van las Marías, Santiago y Pedro; luego sale el Señor, arrastrado por el cruel judío. Sigue el paso de Pilatos repantigado al lado del Señor a quien colocan la corona. Por último, la Magdalena, la Dolorosa y Juan; siempre inseparables.

La música es hoy un llanto. No hay campanas desde la prisión del Señor.

Sermón del carmelita

Ya es noche. ¿Qué veo? Un carmelita con su hábito café y su manto blanco…

Se revuelve ahí en ese púlpito, furioso…; brinca; la parte superior del púlpito se estremece…; levanta el brazo izquierdo, tirando el manto a un lado; lleva la mano izquierda al corazón y deja ver su enorme crucifijo que pende ahí… Oratoria aprendida; oratoria sin raíces en la personalidad. Su voz no sale; es débil; no consuena con tanto brinco. El hombre es joven (veintiocho años), robusto y de colores castos… Pero su oratoria es pantomima aprendida. Su cabeza, al agacharse, sale del capuchón como la de las langostas. Sus ojos están muy juntos a la nariz; son grandes pero juntos; no tiene eje cigomático; por ende, es monosilábico. Me invade la tristeza al comprobar que a toda la gente la están haciendo con babas; que los padres Ocampo se están acabando. ¿Cuándo me harán caso y se preocuparán por la cría del hombre en esta Suramérica?

El carmelita dice que en la Cena, que allá en el Cenáculo, Cristo se dio todo por amor. Dice que Sansón amaba tanto a Dalila, que en un momento íntimo le contó todos sus secretos, hasta ese del pelo. Que Sansón quiso huir luego de motilado, pero que no pudo; que la amaba mucho y se sentía arato. «Pues, carísimos, Jesús es otro Sansón, y nosotros somos Dalila: a pesar de que sabía nuestra maldad, nos dejó su cuerpo en pan y su sangre en vino».

Al salir me dijeron que ese carmelita es sobrino de Eusebio. ¿De suerte que es envigadeño y de mi niñez? ¿De suerte que todos los envigadeños somos sacerdotes frustrados? ¡Todos amamos a Pilatos Poncio! Envigado es arteria rota por donde sale la sangre de Cristo para santificación de la república… ¿qué digo?, para santificar al mundo. Nosotros, los sacerdotes, somos la sangre que brota, e inunda y convierte. ¿El sobrino de Eusebio con esos brincos y pujos? ¿El sobrino de mi amigo? ¡Tan sabrosamente cómo fumaba Eusebio esos cigarros que llaman tabacos!

Aparición en la carretera

Me fui triste. Terminó mal este jueves para mí. Por la carretera iba soñando en mi frustrado sacerdocio. Comprendí que esa era mi vocación, y que por eso he fracasado, me han quitado los empleos y no aman mis libros. Tuve un sueño, entonces. Vi la realidad que debió ser. Me vi de cura en Envigado, primero, y luego de príncipe de la Iglesia… Yo me vi predicando mi gran sermón de la soledad; todos los envigadeños, unos en cuclillas, otros sentados en confesonarios y bancas; las viejas, conmovidas; los niños, subidos sobre las andas de Pilatos Poncio, de Juan, Pedro y de la Viuda; todo mi pueblo; en el coro, Luis Santamaría, músico incomprendido, el Mocho, cantor incomparable, Sacramento, el otro cantor, e Ignacio, el que sopla el órgano…; allí estaban las Hermanitas con sus cornetas blancas, bajo mi púlpito… Yo me vi; yo vi todo eso…; yo me oí mi gran sermón de la soledad… Todos lloraban; Luis dejó su sonrisa volteriana en el coro y lloraba; el Mocho dio uno de sus berridos; Ignacio se olvidó de soplar el órgano; a Nuestra Madre, francesa, parienta de Santa Teresita, le subía y bajaba su hermoso pecho bretón, en sollozos… y, al bajar, al abrirme paso hacia mi presbiterio, oí que susurraba misiá Rafaela, la mamá de Cipriano, a una vieja de Medellín: «¡Es el hijo de don Daniel, nieto de don Benicio…! ¡Yo siempre lo dije, que llegaría a príncipe de la Iglesia!».

Era luna llena. Yo iba por la carretera y fue al frente de la casa del Manco en donde oí mi sermón. Luego, al frente de la vieja casa del doctor Manuelito Uribe, se me apareció Jesús; estaba al lado de Pilatos… Era el Jesús cabezón y carón, de ojazos verdes, el que trajeron de Francia y que ponen a llevar la Cruz en la procesión de once. Era ese Jesús tan imponente, ese que tiene un aire de autoridad misteriosa y ultraterrena. Lo llevaba preso Gallito, digo, el judío que hace de Judas y que se parece a Gallito en el motilado, a Gallito el prestamista… Se me apareció claramente ese paso. ¿Fue alucinación? No: Jesús me detuvo; miré para ver si había por dónde huir; Jesús ocupaba todo el camino, caí boca abajo y oí que me decía:

«Te he llamado desde la niñez. Recuerda que al levantarme la vestidura y al levantársela a este pobre Mussolini (señalaba a Poncio), sentías delicias en el alma: esa era mi voz. Recuerda a Hermana Belén, que te enseñó a leer y a cuyo lado sentías cosas deliciosas: era mi voz; siempre te he llamado. Te creé para que predicaras el gran sermón de la soledad, el Viernes Santo, y el sermón de la sentencia… No oíste: no quisiste oír. Por eso tuvo que predicar el sobrino de Eusebio y por eso te quitaron el consulado, así como se lo quitó Tiberio a este otro prevaricador (señalaba a Pilatos). ¿Qué has hecho de mis voces?».

Después dijo: «Ahora continuemos; conduce, querido Iscariote, que al menos tú cumpliste tu destino…».

Llegué a casa asustado. Martel y Pierrot me ladraban en el prado; me desconocían. Llegué. Margarita estaba enojada. Le dije: «Soy un príncipe de la Iglesia, frustrado… No me hablen, porque voy a escribir mis sermones de la soledad y de la sentencia». Mi mujer contestó: «¡Siga, siga y verá! Ya usted tiene un pie en el sepulcro; ya tiene 41 años; ¡siga escribiendo esas cosas y verá!». Resolví acostarme, anonadado.

Capítulo VI

Viernes Santo

Firme propósito de terminar yo la Semana Santa en calidad de predicador.

Entré por Francisco para que fuéramos a la sacristía a ver todos los santos; él es técnico; conoce la historia de las imágenes. Mi deseo era observar bien al Señor en todas sus posiciones, para saber si fue alucinación lo de anoche en la carretera; si en el Señor había algo que indicara que me habló.

Niños, viejas, y medellinenses que dejaron el aguardiente y que buscan en la iglesia un sucedáneo, andan por aquí, en movimiento, mariposeando, manoseando.

En primer lugar, Judas está vestido de judío, en la sacristía. Lo examinamos minuciosamente. Lo invaluable de esta imagen es la esencia. Don Álvaro cogió la esencia. Es hombre de unos veintiséis años; patillas y bigotes de esos que uno se deja a tal edad, no sé por qué, por secretos misterios del amor: es la edad de la figuración. Es pequeño, menudo; manos finas y ladronas de usurero, parecidas a las de Olaya, al contrario de Pedro, que las tiene nudosas, artríticas, fieles: manos de campesino francés.

«Observa, Francisco, díjele, que ese motilado es de hombre cúpido; para que dure; observa que tiene el aire de Gallito o de Marceliano».

Francisco me hace notar que tiene la pupila izquierda más dilatada y que padece una iritis. La expresión de los ojos es soberbia. Ahí está el negocio feo, la traición. Francisco, que es médico, me dice: «Este hombre era sifilítico; ¡esa iritis…!; mira el lagrimal izquierdo: epitórico; observa cómo tiene bocio…». Tuve deseo de ir a abrazar a los Carvajales; de Envigado hay muchos grandes hombres incomprendidos…

El Señor Portador de la Cruz, el que se me apareció anoche, tiene cara poderosa, caída hacia adelante, de supremo sufrimiento sobrenatural; cara larga y ancha; los ojos, verdes. Dice Francisco que es obra francesa, pero esto no puede ser verdad; aunque sea así, así no es: ese Señor es de don Álvaro Carvajal… Carvajal recogió allí el instante sobrenatural en que Verónica lo encontró en la Calle de la Amargura: Jesús miraba para adentro; sentía náuseas por lo humano; expresión de reproche para los que no oyen su voz que los llama.

Muchos ruanetas dizque afirman que estas imágenes no son de Misael y de don Álvaro. ¡Qué desgracia ésta de escribir para colombianos! ¿Ignoran que Envigado vale y es capital espiritual de Colombia, a causa del artista? Éste crea la verdad. ¿Qué sería Envigado, sin nosotros? Don Álvaro, Misael y yo lo hemos creado. Los santos son todos hechos por imagineros envigadeños porque así lo exige la fuerza creadora que actúa en mí. El padre Mejía es un grande hombre porque así lo quiere el que me incita a crear. Envigado es capital porque así lo exige aquél que se mueve. Colombia no existe sino a causa de nosotros los imagineros; sin nuestro arte, podría desaparecer y nadie se daría cuenta de ello; ni siquiera subiría el precio del café. «Poncio Pilatos envigadeño» no existe sino a causa del creador. ¿O creéis que los sermones son de vuestro padre Ocampo? Si en alguna parte existe la verdadera propiedad es en el artista. ¿Creéis que don Quijote vivió fuera de Cervantes? ¡Pueblo inmundo, humus de humanidad, olayista! ¡Adiós pueblo, hijo mío…!

El Crucificado es obra maestra. Es el cadáver divino. La cabeza caída a la derecha; el cuerpo echado para la izquierda; los músculos de las pantorrillas, recogidos en nudos, encalambrados. La corona, las facciones y, sobre todo, frente, nariz y párpados son iguales en arte a lo mejor de Grecia. Esta obra, junto con la Cruz, incomparable, digan lo que dijeren los historiógrafos es de autor envigadeño, anónimo, anterior a Misael…

Los dos ladrones, de autor desconocido, muy antiguo, son dignos del Crucificado: cuerpos juveniles; vientres de ladrones de vereda, andarines, es decir, con sus paredes fortísimas. Ambos son barbados, con esas barbas envigadeñas de antes de la desgraciada mezcla de razas. Son jóvenes de veintiséis años; la barba de Dimas le cobija el pecho, barba bondadosa; la de Gestas son dos cadejos laterales, largos; es bizco. El primero se parece a don Aniceto y el segundo a don Polito. Se comprende que el artista se inspiró en tipos de nuestra nobleza campesina. Como las cruces son de dos metros, y la del Señor, de tres, forman un grupo armonioso.

El Sepulcro es del gran Villa, ascendiente de esa familia de carpinteros, honra de Colombia. Es una caja digna del cadáver de Dios. Una señora Uribe costeó ese trabajo de años.

¡El altar! Ahí sabréis si Envigado es digno de Grecia. ¡Qué paciencia! ¡Qué sobriedad! ¡Qué columnitas en poema! Un maestro tallador díjome que hoy no podría ejecutarse por menos de cuarenta mil pesos.

El facistol, labrado en un solo tronco, con su corazón flameante en el centro y con racimos de uvas, parece inverosímil. ¡Y el atril! Parece hecho de ramos retorcidos. Es súmmum de buen gusto.

Sí; compraré la casa que fue de don Álvaro, cuando gane la lotería; compraré la cama gigantesca en que dormía el padre Mejía, cama de comino crespo, hecha por Villa; compraré a Pilatos Poncio y al Señor de la Cruz; compraré el facistol y el atril y viviré mis últimos años como un príncipe de la Iglesia, sin contacto con esta gente morada y raquítica que están haciendo ahora… ¡Y, sobre todo, yo compraré al Señor Atado a la Columna!

¿Queréis ver algo de igual valor artístico a la Venus de Cirene? Id, amadísimos, a contemplar en mi pueblo a Jesús Atado a la Columna, azotado. Anatomía perfecta. Pies insuperables. Expresión, color, lamparones dorsales causados por los azotes: todo allí embriaga a un conocedor de bellezas. Es de autor anterior a don Lucas Ochoa; hay quien sostenga que es barcelonés, pero los que así afirman son gente ignara.

El Señor de la Caña es quiteño en el estilo. Tiene belleza inocente, sobre todo en la gran llaga-roto que deja ver tres costillas en la espalda.

El Señor Caído. ¡Ése no! Es de autor medellinense. Es obra que debían destruir. Las llagas son hondas, de bordes como en acantilado, úlceras hechas con sacabocado, úlceras específicas. Obra tropical de mulato que quiere conmover con la exageración de las apariencias o de las expresiones. ¡Aprendan de mesura en los «morados» del Señor de la Columna!

Preámbulo de la Procesión de Once

Esta principia en la «casa del ángulo», la que fue del doctor Maldonado. Allí se amplía la carretera que viene de Medellín, y por los costados de la casa se divide en dos calles que entran al pueblo, dejando a tal casa en ángulo agudo. La amplitud allí es preciosa: al costado oriental domina la «la casa del padre Mejía», entre dos cipreses centenarios, entre un boscaje de pomales y naranjos; al occidente, «la mangada de Francisco», verde esmeralda, de suave pendiente, lugar deleitoso.

En tal amplitud colocaron una Virgen que mira para la ciudad farisea (Medellín) y que es obra de ningún mérito.

Desde tal lugar hasta la iglesia, la calle de don Álvaro está llena de gente en movimiento; chicos y viejas; una imagen aquí, otra allí; al frente de la palmera, unos muchachos púberes, juguetones, están sentados en las andas del Señor Caído, descansando; en una bocacalle está la Verónica, que hoy es la Toní; más allá, la Dolorosa: es que van conduciendo los pasos al lugar de la cita, al ángulo en donde se dictará la sentencia y se iniciará la Procesión de Once.

Grupos de campesinos; grupos de medellinenses; parece en verdad el camino del Calvario, lleno de canalla y de santidad, ésta dispersa entre aquélla, al uno por mil.

Las mujeres hieden. ¡Qué mal huelen las mujeres en muchedumbre, en procesiones y cuando alguien agoniza! No fueron creadas para caminantes; la mujer es sedentaria.

Por allá, en la esquina de don Valeriano, me encuentro con mi pariente, el jefe de los monaguillos. Va de civil; está sentado en las andas de Santiago, abrazado a las piernas de éste. Menos bello así, sin la sotanilla y la esclavina.

—¿Qué hubo? ¿Por qué no estás oficiando?

—¡Eh! Yo no puedo aguantar al padre Ocampo… Ayer se perdió la matraca y se le metió que yo tenía la culpa. La encontraron, y dijo que yo la había escondido, y de un empujón me tiró contra la Viuda de Naín, y caímos al suelo, y la Viuda se rompió la punta de la nariz y vea el morado que me hice al caer (se quita el saco, remanga la camisa y me hace ver un «morado» semejante a los del Señor Caído del medellinense).

Llegan las once. La Verónica se queda en la esquina de don Valeriano, oculta, para salirle al paso al Señor cuando lo hayamos sentenciado y venga con su cruz a cuestas. La Dolorosa se queda en el portón de don Álvaro, esperando. Todos los demás santos se reúnen en la amplitud que forman la casa del ángulo, la del padre Mejía y la mangada de Francisco.

¡Por fin llegó la hora de mi sueño! Yo soy el Cura… Entro a mi casa (la del padre Mejía), con paso lento, de sobrepelliz nueva, regalo de las Hijas de María, y estolón bordado por la reverenda Madre… La baranda del balcón la han cubierto con rica alfombra. Salgo. La multitud se estremece. Por entre los dos cipreses contemplo el grupo santo: Poncio Pilatos, repantigado en su solio, entrega Jesús a Balbo y a Chin; luego está el grupo femenino: Magdalena, inconsolable; María Cleofe y Marta; detrás, pero con ellas, está Juan. Retirados, Pedro y Santiago. El grupo santo está alto, como flotando sobre ruanas negras y nuevas, sombreros aguadeños, pañolones, mantillas y muchas cabezas infantiles. Hasta mí sube un susurro de oraciones. A derecha e izquierda y al frente, guayacanes amarillos florecidos. Por entre el verdinegro de los cipreses, el verdesmeralda de la mangada de Francisco… Me recojo; miro a Pilatos; miro la majestuosa cara y los ojazos verdes del Jesús que se me apareció anoche y

Sermón de la sentencia

¡Un prevaricatoo! ¡Un prevaricato, amadísimos…! Pilatos Poncio, ése que veis ahí, somos todos nosotros los que no obedecemos a la voz que nos llama. Veámoslo, veamos cómo la canalla que se reunió en la plaza del Pretorio y que siguió por el Camino de la Amargura, salpicada aquí y allá de belleza, es la misma canalla que está ahora bajo estos cipreses y sobre la faz toda de la tierra…

La conciencia me grita, amadísimos, que este vuestro Cura, que este vuestro padre espiritual que os habla, es otro Pilatos Poncio… y que sólo una sangre divina derramada, que sólo el sacrificio de un Dios puede salvarme… ¿Qué os dice a vosotros…? Escuchad; hagamos silencio para que escuchéis…

(Dos minutos de silencio).

Creo que eran las tres de la mañana cuando un grupo sigiloso pasó el torrente Cedrón. No había luna. Estrellas sí. Noche propicia para las concupiscencias. Eran trece personas. Conducía el Iscariote Judas, hombrecito de 25 años, menudo, habilísimo para manejar dineros; si no hubiera muerto prematuramente habría sido un Esteban Jaramillo. Heredosifilítico, fruto humano raquítico, de los que tanto abundan en las Américas, y, por ende, astutísimo… Los otros eran sacerdotes viejos, llenos de prebendas, pegados a un culto petrificado; temían que Jesús acabara con sus negocios del Templo; sacerdotes de esos que tienen siempre el templo en construcción… Cuatro de esos caminantes sigilosos eran sacristanes, gente contrahecha.

Jesús oraba. Ya se había decidido a pagar el precio de su obra. En el Huerto tuvo la crisis terrible de la decisión.

Jesús oyó los pasos temerosos de gente que busca; se levantó y les dijo a la luz sorda de la farola que ahí veis: «¿A quién buscáis…?».

Los apóstoles dormían, porque, para la decisión, es preciso que todos duerman, que el espíritu esté solo bajo las estrellas. Cuando hay aplausos, gentes que palmotean y admiran al héroe, es fácil decidirse, es la vanidad la que se decide. Judas dio entonces el beso, recibió la plata y se hizo detrás…

Jesús llegó arrastrado y enlodado al Pretorio. Había mucha canalla por ahí, feliz con la bulla, que es lo único que excita a la multitud. Los muchachos gritaban: «¡Nazareno!», así como los de Envigado gritan «¡rico!» a los indefensos. Era la misma canalla hedionda que ahora está aquí llorando. Porque es muy fácil llorar, pero muy difícil vivir contenidamente.

Pilatos nada sabía de este asunto y salió a ver con mucha repugnancia, pues era limpio y esas montoneras judías hieden mucho, así como todos los pueblos. Nada tan cruel, tan fétido y llorón como la canalla, eso que hoy llaman frente popular. Pilatos había llegado de Roma a gobernar a ese pueblo sucio, astuto, negociante y muy hábil, vivo retrato del antioqueño; había venido con su mujer y con algunos buenos libros, pues era funcionario aficionado a las letras; allí tenía buen sueldo. Pero en verdad que no era agradable para un jurista y letrado cambiar a Roma por Jerusalén. Los judíos hablan mucho, discuten mucho, prestamistas, disputadores religiosos, gente sin afeitar ni bañar.

Asomóse Pilatos. Oyó la gritería y se fastidió; hizo subir al reo y quedó asombrado. «Es una figura interesante», pensaba. «¡Esta sonrisa, estos ojos y esta majestad!». Pilatos quedó subyugado. «¡Tierra curiosa ésta!», pensaba. «Hay tipos… Éste debe ser un gran soñador, un poeta…».

«¿Qué delito ha cometido?», hizo preguntar. «Dice que es Dios, y nuestra ley condena a muerte a quien eso afirma».

—¿Quién eres? ¿Eres Dios…?

—Tú lo dices…

Quedó más subyugado aún. «Un gran soñador, un gran inocente, un gran poeta», pensaba.

Ordenó, para librarse de la turba ululante, que lo llevasen donde Herodes.

Éste era crapuloso. Quiso divertirse con Jesús, que no le respondió, porque Herodes era sifilítico, deshonesto.

El Rey le hizo poner una caña, por cetro, y un manto escarlata, como diciendo: «Es un loco», y se lo volvió a Pilatos.

Pilatos sintióse angustiado al ver que volvía la canalla con el hombre raro. Quiso salvarlo; dijo que no veía culpa en él y, para ver si lo salvaba, ordenó que lo azotasen y le pusieran corona de espinas; después lo hizo salir al balcón, creyendo que con eso quedarían satisfechos, y les dijo: Ecce homo! Pero le urgieron. Le dijeron que Jesús desconocía a César, y le dieron a entender que si no lo condenaba, lo acusarían a él.

Pilatos deseaba salvar a Jesús, pero ¡podía perder el empleo…!

Dicen que su mujer le envió a decir que no hiciera sufrir a ese justo…

Pilatos temió perder el puesto, y así fue como inventó un acto exterior para cubrirse: pidió jofaina y una taza; lavóse las manos y dijo: «Soy inocente de la sangre de este justo».

Fue prevaricato. Pesó más en su alma el empleo que la conciencia. Ahí tenéis a nuestros presidentes, Olaya Herrera, Alfonso López y otros: aman la patria, quizá la amen, pero la venden.

Hoy mismo, por razón política, asesinan a los etíopes; por ello, Inglaterra censura a Italia; por ello, Francia está unas veces con Italia y otras con Inglaterra. Por motivos iguales vendieron nuestro suelo y cielo; por eso perdimos a Panamá, etc.

Todo el pueblo es canalla de Jerusalén; los jueces son todos como Pilatos; los sacerdotes somos todos como los fariseos; sólo Dios es perfecto.

Por eso a cada instante tiene que morir Jesucristo; de ahí la Eucaristía. Jesucristo hizo posible que el hombre saliera de la canalla; él nos hace bregar, con su ejemplo. Pidámosle, pues, su gracia para recrearlo en nosotros. Vosotros y yo somos canalla y el sacrificio de Jesús nos abrió el horizonte; meditando en su vida comprendemos que se puede dejar de ser inmundo animal. ¡Oh, Señor, gracias por habernos mostrado que es posible ser algo más que animales bulliciosos e inmundos! Ahora te seguiremos en tu camino al Calvario, para que la emoción de tu virtud nos fortalezca poco a poco. ¡Gracias mil veces por la Eucaristía, en donde estás muriendo siempre por esta multitud que somos! Amadísimos: recread a Cristo en vosotros. Es el único camino. La Eucaristía es el camino.

La Procesión de Once

Esta procesión tiene doce estaciones, cantadas. Procesión larga; las mujeres hieden; los campesinos siéntanse en portones y zaguanes a maldecir de los zapatos. El carmelita reza las oraciones y Luis Santamaría y Sacramento tocan el armonio portátil y cantan. De lejos yo veo al carmelita en su baile, un constante brincar, como en el púlpito.

Ahora son las Siete Palabras; estoy fatigado y a las dos debo estar en el Coro. Luis Santamaría me permitió subir a ese santuario de Ignacio.

El Coro

Ignacio es mejor que toda la Semana Santa. Ignacio es el que sopla el órgano que trajo el padre Mejía…

Ignacio es así: un metro cuarenta si pudiera enderezarse, pues tiene la cabeza siempre caída sobre un lado y, además, otras torceduras; es sarmiento retorcido. Flaco. ¿Cree el lector que Ignacio está mirando para el altar? Así parece, pero está mirando para occidente; está observando al lector… Ignacio ve lo que no mira y lo que mira no lo ve, mejor dicho, Ignacio ve por donde no es. Posee la facultad de contemplar a la humanidad sin que ésta se dé cuenta. Pero las suyas no son torceduras fijas: son contorsiones nerviosas. Es un manojo de nervios que sufren embolias; su corriente nerviosa es como torrente; carece de fluir tranquilo. Ignacio tiene tics continuos; es lo contrario de «la serenidad goethiana».

El lector entra al Coro; se pone a conversar con Luis y con Sacramento. De pronto mira y ve un ser raro, un niño viejo que está detrás escuchando y viendo por donde no es…

—¿Quién es éste…?

—Este es Ignacio, el que sopla el órgano…

Entonces Ignacio sonríe y en la sonrisa está todo él: pela cuatro dientes largos, prognatas y sucios, las cuatro armas de la simpatía, cuatro dientes leporinos, un tenedor de cementerio.

Pero estoy equivocado: no tiene la cabeza caída sobre un hombro, sino que la cara se halla colocada, no en la línea vertical del cuerpo, sino en línea oblicua al centro de gravedad. Es como si pesara más el hemisferio cerebral izquierdo. Y está así, para poder ver y oír; tiene los centros cerebrales desplazados…

Tocan el órgano… Ignacio está trepado sobre los dos gruesos maderos pedales, un pie en cada uno, soplando…; con las manos se agarra de las varas que unen los pedales con la palanca; baja una pierna y sube la otra; una cadenita de que pende una bola sirve de índice del aire absorbido y del gastado. Ignacio regula sus esfuerzos con gestos místicos, la cara torcida, dejando caer el labio inferior, todo su cuerpo en contorsiones. Parece un muñeco inverosímil pegado al costado de la gran caja. Parece también un ciclista de pesadilla, que no avanzara… Pero sus ojos torcidos se alegran con el subir y bajar de la bola índice del aire…

Entendí muy bien por qué los medellinenses que vienen a conocer «el órgano que trajo el padre Mejía», no admiran a Luis, al Mocho y a Sacramento, coristas insignes: mientras Ignacio viva, será el centro del cuadro; para él serán las miradas; nadie se detendrá en las aletas de la gran caja musical, que se abren y se cierran misteriosamente; nadie atenderá a los lamentos y caricias que salen de los grandes tubos; nadie observará la sonrisa volteriana de Luis, ni sus manos regordetas y su pie izquierdo que arrancan armonías a ese instrumento enorme; nadie examinará los hermosos vientrecillos, boca redonda y actitud mesurada de Sacramento: porque allí está Ignacio, caritorcido, contorsionado, con su lóbulo frontal allá arriba de la cara, como un tomate oculto, soplando… Sí, Ignacio está soplando, nació para soplar, es la idea perfecta de soplar el órgano… Ahí está Ignacio, dulcísima figura de humanidad; parece una araña juguetona pegada a la pared de la gran caja musical ¡Bendito sea Envigado, que produce grandes hombres en cada parto…!

Las Siete Palabras

Se trata de las Siete Palabras y, como las predicó el Coadjutor, yo voy a reconstruir aquéllas del padre Mejía, que nos hacían llorar. Hoy serán el padre Mejía e Ignacio los héroes de este drama. Pondremos también a Julián, pues nadie concibe a Napoleón sin sus generales que él creó, y, así, el padre Mejía no puede predicar sin Julián… Ya éste subió al Púlpito la media de ron comprada donde Javier.

La Iglesia está colmada. Desde el Coro se ve como un jardín: las calvicies son como flores, como hortensias entre un prado negro de ruanas nuevas. Al pie del púlpito están las Hermanitas con Nuestra Madre: sus blancas cornetas son estímulo para el predicador. El Calvario ha sido simulado con tablas y encerados. Allí está Cristo en medio de don Polito y de don Aniceto, es decir, de Dimas y Gestas. La Magdalena está agarrada a la Cruz y de ahí no la despegarán hasta el domingo. Juan a un lado y la Virgen al otro, siempre discreta, siempre con su dolor profundo y silencioso.

En el presbiterio, en puestos de honor, están arrellanados don Pedro Pablo, don Lino, Javier y el juez don Carlitos.

(Continuará).

— o o o —

Don Benjamín,
jesuita predicador [VII]

(Continuación. Véanse Nros. 2, 3, 4, 5, 6 y 7)

Capítulo XXXI
El monaguillo, absolvedor de casos de conciencia.

Desde que el monaguillo cumplió diecisiete años, el padre Acosta lo constituyó en absolvedor de casos de conciencia y de liturgia.

Resulta que los primeros miércoles de cada mes se reúnen los curas donde su respectivo vicario. En casa de Acosta se reunían los de Bello, Girardota y Barbosa.

Se reúnen donde su vicario para «resolver los casos de conciencia y de liturgia».

Mensualmente reparte la Curia entre los vicarios dos casos, uno de moral y otro de liturgia, impresos en latín y en hojas sueltas.

Como el padre Acosta había estudiado teología en español, recurrió a don Benjamín.

Los casos son así, por ejemplo:

Primero.—Se trata de fulano, acatólico, afiliado a una secta, que desea casarse con la señorita X, católica. Disparidad de cultos. ¿Qué debe hacer el cura? ¿Cómo debe proceder en tal caso y en tal otro, etc.?

Segundo.—Hay un triduo en la parroquia; muere en esas don fulano, gamonal; se le quiere hacer entierro de primera… Preguntas: ¿Puede el párroco, en tal día, en triduo y expuesta la Divina Majestad, hacerle entierro de primera? En caso afirmativo ¿puede hacerlo en la iglesia principal, o bien, debe hacerse en una capilla?

Los casos iban impresos y el vicario los repartía a sus curas, para que los resolvieran.

El padre Acosta decía a don Benjamín: «Vamos a estudiar el caso mío; léalo mijo…; bien…; busque ahora en Gury Ferreres la materia del caso…».

De tal modo, don Benjamín se puso barbero para esto. Hojeaba a Gury Ferreres y decía: «Padre: el caso este puede encajar aquí, en este pasaje…».

—Traduzca, mijo, a ver… Bueno. Saque ahora a San Ligorio (el texto en que estudiara) y veamos si está de acuerdo con este autor… Sí, como que están de acuerdo, mijo… A ver, pues; léase la primera pregunta; vamos a resolverla…

«¡Candelaria, gritaba, a ver, tráigase un cuadernito o mándelo comprar!».

La sobrina se aparecía con un cuadernito de escuela.

—¿Cómo resuelve usted, mijo, la primera pregunta, según lo que leyó?

—De este o de aquel modo, padre…

—Vamos a ver si estamos de acuerdo, mijo…

Encendía entonces un tabaco de esos delgados y bellos que le fabricaban las Isazas… Fumaba con alegría, sin humedecer el tabaco, sin mascarlo, como hacen estos jóvenes de ahora, y echaba bocanadas de humo: a eso se reducía «el ver si estaban de acuerdo».

—Escriba ahora, mijo, la respuesta… Le voy a dar un consejo: redacte corto; todo debe ser corto en la vida…; así les he dicho a Andrea y a Candelaria, que los tabacos deben ser pequeños…; las cosas buenas no pueden durar… ¿Ya acabó…? Vamos ahora a los casos de liturgia… Esos sí se los resuelvo yo por la práctica… ¡Vamos a ver! ¡Abra a Gherdt! ¡Abra a Solans…! Sí; así es mijo… Redacte pues, corto…

Llegaba el primer miércoles; se reunían los curas; sorteaban a ver qué casos discutirían; seguían la exposición y la discusión; luego, el reparto de nuevos casos, y el del vicario se los entregaban a don Benjamín.

Acosta les decía a sus colegas: «Yo los resuelvo con Benjamín…». Una vez le mostró la solución de un caso al padre y doctor Sierra, el venido de Roma, y éste dijo: «Ese joven tiene algo en la cabeza».

La familia Acosta posee un cerro de casos, resueltos por nuestro héroe, y han hablado de publicarlos como novedad en Teología moral.

Cuando los curas llegaban a la reunión, Acosta les daba limonadas naturales o café, a elección. A los del café les decía: ¿Quieren?, y mostraba la botella del aguardiente…

Se reunían en la sala; a la discusión seguía el algo; después oración y la bendición con el Santísimo. Despedida.

Capítulo XXXII
Vejez y muerte de la divina Andrea.

Dijimos que aprendió a gustar de «la leche de tigre» en su vejez. En un rincón del dormitorio del Cura estaba un armario con los «patrones» (mamotretos del estado civil); allí, recostada a la pared, tenía su botellita la divina Andrea; y de vez en vez entraba para ahogar sus penas… Era alta, delgada, muy elegante. La vejez le dio por reñir a cuanto muchacho entraba a la casa cural. Dicen que fue novia de Lázaro Sierra, volteriano, hermano de Anselmito, el profesor de caligrafía, y que, por eso, por volteriano, no pudieron casarse; a esto atribuyen su despecho; pero es un error de los historiadores, pues si ella bebía era porque el amor al señor cura la hacía bregar por asemejarse a él en un todo…

Gozó de la fama de bella; de vieja se le notaba aún; la mejor de su casa, indudablemente.

¿No les satisface la explicación del despecho? Pues ahí va la encima: por aquel tiempo, ya viejos Acosta y Andrea, Candelaria fue como incendio vital. Un día, con Amalia Tobón Ruiz, virgo muy avispado, a la oración, cuando comienzan los susurros incitantes de los cañaverales en aquel bendecido pueblo, se metieron por las ventanas huecas de la fábrica abandonada que comenzó a edificar Manuel José Álvarez a la salida de La Tasajera… El patio era un rastrojo propio para jugar a los escondrijos. ¿No conocen ustedes este juego? Él fue la única escuela mixta que hubo cuando mi niñez, y en esa escuela, yo buscando a Inés o Inés buscándome a mí, siempre juntos, pues lo único que se había escondido eran los ángeles de la guarda, aprendí mucho más que en la Universidad. ¿Dónde te metiste, Inesilla, que aún no te he hallado…? Pues bien, detrás de las muchachas brincaron las ventanas dos «perros» medellinenses, sus novios, Luis Sanín y Cipriano Restrepo.

Pero alguien vio: el sacristán vio los brincos y avisó al señor Cura… Este llama a su hermano y le ordena:

—Vete a sacar de allí, a madera, a esas dos vagamundas…

También encontraron a Candelaria, por esos días de su incendio, bajo un madroño, árbol sagrado y casi negro de puro verde, con Nino, el juez… Dicen que ella lo enamoró, pues él apenas si tenía ímpetu para firmar los autos…

Así pues, fueron varios los Adanes a quienes hizo probar la fruta esta virgen impetuosa tolimense, heredera de la exuberancia de los guerrilleros de Marín, y son los que pecaron, a saber: el Hermano Cristiano, oriundo de Marsella, Bocas del Ródano, Francia, que fue el primero; el bachiller de los reverendos padres, acerca de cuya probada hay dudas, Ciprianito y el juez Nino…

¿Cómo no reñir a los muchachos, cómo no estar siempre airada, si esta Candelaria irrespetaba su vejez, fría ya…? ¡Ninguna mayor tristeza que el amor ajeno al lado de nuestro hogar en cenizas…!

Pues bien, Andrea murió. Cuando el señor Cura lo supo, se encerró a llorar y nunca más pronunció su nombre ante la gente. Ecce quomodo amabat eam!

Capítulo XXXIII
Vejez y muerte del señor Cura.

Todo se extinguía a su lado… La vejez le dio melancólica, así:

—Vea, mijo, yo estoy muy viejo y no tengo sino esta sotana vieja, estos zapatos que me hizo Margarita, media casa y media yegua…

Salía muy de mañanita a decir su misa y a confesar; marchaba cojeando y haciendo invocaciones en voz alta: «¡Ave María Purísima!», etc. Otras veces iba canturreando:

Monstra te esse matrem,
Sumat per te preces
Qui pro nobis natus
Tulit esse tuus…

Así iba por calle e iglesia… Apenas se interrumpía para saludar, pues lo que es misantropía ni por asomos la conoció: «¿Cómo le va mijito o mijita…? ¿Cómo le amaneció…?».

Por esos días fue a visitarlo el señor Cayzedo, el que le arrebató el curato en propiedad. Lo encontró solo en su habitación, en el cuarto del zaguán, abandonado de todos, con su gorrito en la coronilla…

Cayzedo entró, aristócrata, con su hablar silabeado:

—Pa-dre A-cos-ta ¿có-mo-es-tá?

Acosta se quitó el gorro humildemente y el Arzobispo volvió a colocárselo.

Era entonces la Semana Santa. Pasaban con una procesión. Levantóse Cayzedo y asomándose por la ventana, dijo:

—A mí me com-pla-cen mu-cho es-tas ma-ni-fes-ta-cio-nes… Yo go-zo mu-cho viendo a mis fe-li-gre-ses tan de-vo-tos…

Enfermó. Ramona, aquélla que solía sentarse al borde de su cama y a quien él daba palmadas inocentes en las nalgas duras, bellísimo virgo, decía que eran los ajedrecistas los que estaban matando al señor Cura… Pero ¿qué iba a hacer en la tierra el padre Acosta, sin curato, con media casa y media yegua apenas? Su misión estaba terminada…

—Yo estoy abandonado, mijo… El único que ha venido es Henao…

Deliraba con Mauricio Zapata. Orinaba sangre. Sus ojos se extraviaron… Se airó. Le dio porque le tuvieran al lado la olla más negra de la cocina (?) y se airaba apenas intentaban llevársela…

Pacho Tobón, liberal, entró a preguntar por él… Apenas lo vio, Acosta lo hizo arrodillar:

—¡Arrodíllese mijo, arrodíllese para echarle la bendición!

Betancur, uno que él crió y que era Coadjutor entonces, le llevaba el Viático.

Ecce Agnus Dei qui

—¡Ligero mijo!, exclamaba el señor Cura, impaciente.

Se fue para donde Jesús, y la Virgen y Andrea cuando estaban en misa solemne. Apenas lo supo, allí, en la misa, Betancur se emperró.

¡Se riega la noticia! Acuden el pueblo y los campos. Lo revistieron, y pasearon el cadáver por calles y plaza.

Capítulo XXXIV
Panegírico que hizo don Benjamín de su padrino.

¡Ha muerto la inocencia…! El señor cura no tuvo jamás malicia… Los padres, certeros siempre en sus juicios, dijeron de él que le chorreaba el agua bautismal.

El mundo es inocente y es el hombre quien lo contamina con la intención. Nihil est extra hominem introiens in eum, quod possit eum coinquinare, sed quae de homine procedunt, illa sunt quae communicant hominem. (Sec Marc. VII-15).

El señor Cura gozó del mundo, yeguas, amigos y amigas, árboles, agua, etc., con sonrisa infantil. Hasta la soberbia se volvió inocente a sus pies.

La Tasajera fue, de tal modo, una resurrección del paraíso terrenal.

El Sitio será glorioso en Suramérica por haber poseído el corazón infantil del más perfecto de los curas en propiedad.

¡Yazga su forma en temporal reposo, al lado de su hija espiritual, la divina Andrea, mientras llega el día del juicio, cuando los sitieños gozaremos al verlo de nuevo cojeando gloriosamente! Jesús dirá:

—¡Pero déjenlo! ¡Dejen que el señor Cura se acerque a mí con la divina Andrea!

¡No lloréis por él, sitieños! ¡Llorad por la orfandad en que ha quedado esta tierra de gramíneas, carboneros y susurros! ¡Llorad, bellas negras del Noral y de la Azulita porque han muerto el señor Cura, don Segundo, don Federico, el que saludó al maniquí, Pachito, el que os concedía dentaduras berroqueñas, y las yeguas también…!

¡Descubrid, enterradores, la loza con que lo hemos cubierto, el más agradable de los cojos! Leed: «Yace aquí el señor Cura».

Ahora, sitieños, id entristecidos: quedáis en las manos de Joel Gómez, cura excusador, prestamista, en castigo de vuestros pecados…

Capítulo XXXV
Encuesta con Mauricio Zapata.

Para mis lectores, yo ordené a don Benjamín una investigación delicada, a saber: ¿por qué el padre Acosta deliraba con Mauricio Zapata? Sé que no me lo agradecerán, pero no puedo dejar de ser honrado con mi moza, la psicología… Vamos pues…

Mauricio es sobrino del padre Ortiz, el que figura en el sermón acerca de la cabronería. Es viejecito de ruana y alpargatas, ventrudito y enlaza beatamente las manos sobre la región limítrofe del esternón con la barriga. Quiso pertenecer a la Compañía de Jesús y estuvo pelando papas en el colegio de San Ignacio. Es limítrofe entre zorro y bobo, más del lado de aquél: lo que pasa es que no le gustan las mujeres, y su hermana, solterona con quien vive, le dice «marica» cuando disgustan…

—¿Qué hay por el pueblo de La Tasajera, Mauricio…?

—Pues todo bien… Pachito es buen alcalde; conoce el pueblo…

—Dígame una cosa, Mauricio… Hace días que estoy por preguntarle ¿por qué el padre Acosta deliraba con usted cuando su agonía y no conmigo, que fui su ahijado, y su monaguillo y sacristán…?

—Vengo a decirle, Benjamincito, lo que yo creo… Yo le ayudé al señor Cura durante cinco años consecutivos en la Santa Misa… Ahora bien: ese José Jesús Osorno (el sacristán de entonces, que lo cogieron en cosillas con los monaguillos, y huyó y se perdió en Estados Unidos) nos hacía ir a ayudarle a preparativos de misas, a las cuatro de la mañana… Un amanecer llegué antes de las cuatro, soñoliento, y me senté en la antesacristía, en un sillón de vaqueta, embozado en la ruana de José Jesús… Yo tendría catorce años… En tal antesacristía era donde confesaban los curas antes de celebrar el santo sacrificio…

Figúrese que yo estaba allí adormilado, cuando sentí que se arrodillaba a mis pies un montañero que me tomaba por sacerdote, para confesarse…

No sé por qué me quedé quietecito en la oscuridad; me embrujé aún más en la ruana, y apenas el montañero se persignó y rezó el yopecador, fingiendo la voz le dije:

—¿Cuánto hace que se confesó?

—Tres meses, mi padre…

—¿Cumplió la penitencia…?

—Sí, mi padre…

—Diga sus pecados…

—Acúsome, padre, de que tengo derrames en la cama…; acúsome, padre, que yo voy y bebo agua en la totuma del tinajero, en casa, y luego me meo en ella para que los otros beban eso…; acúsome, padre, que, cuando estoy en los rastrojos, solo, y pasan las mujeres con tercios de chamizas a la cabeza, de modo que no pueden defenderse, me les voy detrás y las agarro del culo y de la cosa…

Yo estaba aterrado, Benjamincito, con esos cachones de pecados; quería soltar la carcajada, y al mismo tiempo temía… Apenas hubo terminado, le dije que rezara quince credos y lo absolví… El montañero salió y se hincó en la sacristía…

Yo estaba aterrado… Pensaba: ahora va y comulga con semejantes cachones que tiene, y yo quedo gravado… Entonces tiré la ruana a un lado y salí a la sacristía; me hice el que pasaba por ahí casualmente y, tocándole un hombro al montañero, le dije:

—¡Mire! Usted se confesó con un vagamundo que estaba en la antesacristía y que se fingió padre. Apenas usted se confesó, salió él corriendo…

—¡Imposible…!

—Sí. ¡Cuidado comulga…! Los sacerdotes no han llegado aún…

A poco llegó el padre Acosta, y yo, con la conciencia gravada, me arrodillé a confesarme con él; se lo conté todo.

Apenas oyó mi cuento, el padre Acosta cogió los dedos índice, cordial y anular de su mano derecha, los juntó, y estiró y con ellos me dio un golpazo en la frente, al mismo tiempo que gritaba airado, en voz terrible que todos oyeron: «¡Muchacho pícaro! ¡No te absuelvo! ¡No te confieso…!».

Pero yo siempre le seguí ayudando en la misa al señor Cura; apenas le servía el vino, me decía indefectiblemente: «Tomate, pícaro, ese vino que te dejo; pero vos sos un gran pícaro».

Al mes me llamó y díjome:

—Decíme una cosa… ¿Ya confesaste aquel pecado…?

—No, padre; como usted no quiso absolverme y me pegó delante de todos…

—Pues andá confesate con Pachito…

—No, señor; no me confieso con él…

—Caminá, pues, yo te confieso…

Al terminar me dijo:

—Arrepentíte de ese pecado, que en este mundo no faltan cirolos como ese montañero, ni pícaros como tú, que confiesan simuladamente…

Vea, Benjamincito, terminó Mauricio, por eso, creo yo, fue por lo que el padre Acosta se acordó de mí en la agonía…

Capítulo XXXVI
Algunas cosillas que olvidamos y que importan mucho para la historia del alma antioqueña: el padre Antonio García y el padre Pineda. La Vizcaína y el míster. Las maestras. Discípulos del padre Acosta. Familia Mariaca.

Como ya lo dijimos, don Benjamín, al cumplir dieciocho años, ejercía un oficio o ministerio variado en El Sitio: resolvedor de casos de conciencia, latinista, sacristán y ahijado. ¡Muy observador! A medida que penetramos en su alma e historia, nos persuadimos de que fue hecho para observar las cosas de la Iglesia y contárnoslas: sus ojos azules y agudos, sus miradas, su tejido adiposo, todo él es de perfecto diplomático. Si algún día fuéremos presidentes de una de estas republiquitas centro o suramericanas, cosa posible si las hay, don Benjamín será el secretario de las relaciones… Pero no nos perdamos, que muy bien decía el padre Uldarico Urrutia que un autor no se debe perder así como cualquier ramera.

Por ese entonces el padre Antonio García (el que sostenía que al río hay que darle curso, y el río era la sensualidad) llegaba a las cuatro y media de la mañana para decir la misa de cinco, y don Benjamín era el encargado de abrirle la iglesia y de ayudarle. Indudablemente que «el río» le hizo perder la memoria, pues consagraba dos veces… La gente se asustaba; un día nuestro héroe, cansado o maligno, dejó adrede de tocarle campanilla a la segunda elevación… El viejo le gritó:

—¡Tocá la campana muchacho del carajo!

Una mañana, a las cuatro, fue don Benjamín, abrió la iglesia, se paró en el altozano a esperar y de pronto percibió en la oscuridad de la plaza un bulto que se acercaba lentamente y que le daba fondos blancos y fondos negros… ¿Huir? No. Se resguardó contra la puerta… El bulto se acercaba… Llegó cuando el muchacho estaba casi mojado del miedo. ¡Era el padre Pineda, chapolo, trasnochado, con la sotana desabotonada! Había estado en su sólita juerga y venía a decir misa…

—¡Abre muchacho, que voy a oficiar…!

En esas llega el viejo Palomo y le suplica que lo confiese. Así lo hizo, y durante el acto reñía al viejo Palomo, así:

—¿Cómo hiciste eso, viejo inmundo? ¿Y ella se dejaba o la tumbaste?

A poco llegó el padre Pachito y nuestro héroe le contó escandalizado.

—¡Déjalo! Es que él es así…

La Vizcaína y el míster

Ahora se trata de que Pacho y su mujer, la Vizcaína, tienen un hijo, sacerdote al lado del señor Toro. Jesús Villa dice que es muy virtuoso, que la Vizcaína lo educó muy bien, lo mismo que a las hijas, maestras de escuela liberal…

—Pero ¿cómo puede ser eso, don Jesús…? ¿No sabe usted que hijo de tigre sale pintado e hijo de chucha rabipelado?

Porque la Vizcaína era una fiera antioqueña: alta, musculada, bigotuda, muy capaz, que tenía pordebajeado al pobre Pacho. Tenía posada en El Pedregal. Dicen que era generosa de sus cosas naturales y que se disfrazaba nocturnamente de hombre, cuando había huéspedes, para llevarse el contenido de las alforjas.

Una vez llegó un míster minero, llamado Maguáiar, con alforjas colgantes, duras, pesadas, como escrotos de costeño… A la medianoche se medio despierta y ve que un hombre sale de su habitación rápidamente… Grita el Maguáiar… La Vizcaína se empelotó en un santiamén y se echó al rincón de su Pacho… Levántanse y acuden donde el míster… ¿Quién pudo robar? Un hombre alto, así y así…

Respecto de las maestras de hoy, son generosísimas, muy liberales. Apenas una muchacha se aburre de tener las piernas quietas, de pronto recibe un telegrama de «la dirección» en que la nombran maestra. Una que casi mata a don Benjamín con el gusto, en una zanja de un cañamelar del difunto Pepe Sierra, pues resultó que era «maestra de primera categoría». Así pues, esta república de Colombia va a progresar «una barbaridad de mucho».

Discípulos del padre Acosta: «Toñito» y «Nolasquito»

Los discípulos fueron «Toñito» y «Nolasquito». Toñito era el padre Antonio García, que ya conocemos y que mejor estaba para Toñón.

El señor cura gozaba mucho hablando de Nolasquito, por lo humilde que fue siempre… Antes de ordenarse, salía detrás de Acosta; no le perdía pie ni patada, como guardiando al amo.

Acosta le hizo sacristán y, como tenía buena letra, de muchacha, lo puso a llevar los padrones. Después se ordenó.

Era de familia humilde, mulato. Tuvo una hermana que enloqueció o se embobó, no se pudo averiguar bien, pues el psiquiatra que la examinó fue Uribe Calad. Lo cierto del caso es que le dio por asomarse a la ventana a hacer gestos a los transeúntes. De ahí se colige que más bien era boba; además, a priori puede afirmarse que era boba y no loca, pues Suramérica no ha pasado aún de la bobada. Por ejemplo, algunos maleducados afirman que Alfonso López es ladrón; no; «el palacio de la carrera» no ha pasado aún de rateros.

La mamá de Nolasquito se llamaba ña Silvestra, muy brava. Una mañana salió por leña al monte, a las cinco, y se encontró con «el burro» (así llamaban, por antonomasia, a uno muy bravo que tenía Agustín Arango); pues se encontró con «el burro» y se agarró con él: «el burro» le mordió y arrancó media nalga y ella lo mató a calabozazos.

El obispo Montoya colocó a Nolasquito en La Cruz, en Medellín, de coadjutor; luego lo envió de cura a La Culata, en donde se tisicó.

Volvió entonces a Copacabana y se fue poniendo delgadito, delgadito, hasta el punto de que los botines de soche parecían sapos y las piernas unos pabilos metidos allí… Se le salían solos, al caminar.

El padre Acosta le separó ornamentos. Murió como sombra que se desvanece. El entierro fue solemnísimo. El cadáver era tan pequeño que lo tapaba el cáliz… Le formaron una calle de sauces y cipreses desde el atrio hasta la casa de don Federico.

Familia Mariaca

Era de La Culata y vino a La Tasajera con Nolasquito, cuando éste se tisicó. Noble. De esa gente noble que por aquí degenera y se extingue cuando no se injertan en negro. Se componía de solterones y solteronas. Habitaban en seguida de Feliciano García. Ricos, avaros y vivían casi desnudos. Muy alocados. Dos de ellas estaban siempre asomadas por los postigos, curioseando, y Nemesio era amigo de gallos; se emborrachaba y cantaba entonces así:

¡Quén pudiera llevar la amno
a la mística cabaña
hija del dolor…!, etc.

La casa muy sucia; pegaban las velas de la pared.

Esta familia se extinguió en Antioquia. Meditando en ella, hemos hallado lo siguiente:

El blanco se empobrece vitalmente en Suramérica; tiene que mezclarse con indio y negro.

Hecho evidente y constante: las familias blancas que por aquí vinieron y que no se mezclaron, se volvieron avaras.

Explicación: el sentimiento «pobreza» es producto de vitalidad en decadencia. Por eso Schopenhauer era pesimista y avaro. Los avaros son siempre enfermos, apocados, tristes. Todo joven vigoroso es pródigo: sentimiento de riqueza. En estos días, a Uribe, joven en años, riquísimo, le ha dado por creerse en quiebra. Hay enfermos a quienes se les hipertrofia la vitalidad; se creen entonces «ricos» aunque no tengan un centavo. En el fondo no hay error en ello, pues «pobreza», «facilidad» o «dificultad» residen en el hombre. El yo es sentimiento resumen; jamás puede ser erróneo; puede serlo apenas en la propiedad de las palabras que lo expresan.

Perdonen estas pedanterías a que nos obligan las tristes figuras de Nolasquito y de Nemesio.

Capítulo XXXVII
Segundo Cacique. El manco Arango. El padre Piedrahíta. El leproso y la canción melancólica.

De niño iba don Benjamín a casa de Segundo Cacique, herrero, viejo chiquito, todo barbado y muy blanco. Sentábase al pie del yunque y de la forja y el viejo le contaba antiguas historias eclesiásticas de los padres Mejías.

Segundo Cacique usaba anteojos negros, amarrados detrás de la cabeza con unas tiras; siempre tiznado; nunca se lavaba; se acostaba a las seis.

Entraba entonces el monaguillo. La habitación olía mal. Algunas veces se entraban los muchachos detrás, a molestar al viejo, que era una furia. No se le podía contradecir, porque echaba chispas, es decir, majaba el hierro: «¿Me estás contradiciendo?», y tan, tan, tan, y el chisporroteo…

Tuvo un hijo, Pedrito, músico, corista en Copacabana. Pero esto necesita un aparte.

Pedrito y el manco Arango

El corista de Bello era el manco Eduardo Arango, músico de serenatas también. Su voz era linda, más de holgorio que de coro.

Los dos coristas vecinos eran compinches y bebedores.

El padre Jesús María Piedrahíta, de La Ceja, cuando fue cura de Bello bregó mucho con el Manco para que dejara el aguardiente. Una noche se le apareció el Manco al Cura, que ya dormía, y contaba el corista que lo encontró durmiendo con el Niño Jesús…

—Eduardito, deje ese bendito aguardiente…

—¿Y usted qué tiene ahí, padre, en el rincón…?

—Vea Eduardito, deje ese trago, que lo va a matar…; quiera mucho al Divino Infante… Dele un beso…, y descobijó y era una estatuilla del Niño Jesús…

Eduardo salió y le contó la escena a su compañero, Rafael Jaramillo.

«¡Por eso es, comentó éste, que el viejo vagamundo de Chalarquita está durmiendo con San Antonio…! La otra noche casi me mata: resulta que entré, lo vi durmiendo con San Antonio, y, por asustarlo, saqué el revólver y le dije: ¡Ah viejo carajo! Mira, y le apunté a la cabeza del santo… Esto que oye y ve el Chalarquita y se me lanzó como una fiera parida y casi me ahorca».

Entierro de Segundo Cacique

Pues bien, muere Segundo Cacique. Pedrito se emborracha y va por el Manco para solemnizar el entierro de su padre. Llegaron a Copacabana, muy borrachos ambos.

El entierro fue de un solo cura e hizo de tal el padre Pachito. Era domingo; había mucha gente. Sacan al féretro. Pachito sube a Eduardito al coro, sin que nadie lo sepa. El Manco estaba más borracho que el otro.

—Yo no cantaré, Eduardo; el dolor no me lo permite. Tocaré el melodio…

—No… Tienes que acompañarme.

—No, mi caro Eduardo; no quiero tapar la voz tan preciosa que tienes.

Apenas el padre Pachito oye aquella voz extraña en El Sitio, se para a mirar, se le cae una baba y le pregunta al monaguillo Correa:

—¿Quién es?

—Es el manco de Bello, que se lo trajo Pedrito…

—¡Eh! ¡Ese hombre tiene voz mundana…!

Acabaron. Éxito del Manco. Serenatas. De ahí se fue a recorrer a Cundinamarca, vivió en la Capital y fue hasta Aguadediós; allí bailó con una leprosa muy bella; se enamoraron y se contagió. Volvió a Copacabana, leproso. Lo remitieron a Aguadediós y allá vivió con su novia, olvidado de mujer e hijos, pues era casado… A los muchos años, una noche, cuando ya no contaban con él, vino, y a las tres de la madrugada cantó al pie de las ventanas de su viejo hogar. Oyen la voz bellísima y triste, abren y el hombre grita a su mujer e hijos que se lanzaban a abrazarlo: «¡Atrás! ¡No me toquéis!». Se retiró; hizo un rancho de paja en un cañaveral y ahí pasó tres días; por las noches iba al pie de las ventanas de su mujer e hijos a cantar tristezas. De nuevo lo enviaron al leprosorio, donde murió. Hace tres días que murió también un hijo suyo, recién casado. Lo que cantaba era así:

Pálida estás mi bien sobre ese féretro que te dio el dolor…, etc.

Capítulo XXXVIII
La muchacha perseguida por el duende.

Estaba de monaguillo cuando un duende persiguió a una muchacha.

Llegó donde el padre Pachito la ña Roberta, de La Azulita, y le dijo:

—Vea, padre, ¡qué le parece que un duende está persiguiendo a Julia…!

—¿Sí? ¿Y qué le hace el duende…?

—Pues, que en llegada la oración, tira piedra; es una lluvia de piedras en ese naranjito, y le cae tierra a las ollas, y me las rompe también, derramando la comida.

—Pero a la Julia ¿qué le hace?

—Pues que, apenas nos acostamos, de pronto va y comienza a quejarse la Julia, y grita que le quiten ese hombre de encima, y se levanta ahogada porque la agarra de por aquí (señala el cuello)…

—¡Bueno…! Yo iré mañana a hablar con la muchacha.

Al día siguiente ensilla su mula el buen Pachito y se va llevando ritual, roquete, estola y una botellita con agua bendita. Llega. Oratio ad exorcisandum diabolum… Oratio ad exorcisandum espiritum malignum.

¡Nada! El duende continúa echándose encima de la muchacha y agarrándola. La vieja acude entonces donde el padre Acosta.

—Bueno, mija, ¿y qué le hace el duende a la muchacha?

—Pues que la agarra de por aquí apenas se acuesta ella, y la ahoga; que la tiene muy flaca y enferma… y que no me deja parar olla buena…

—¿Y no puede traerme la muchacha, mija?

—¡No, mi padre! Ella no sale. ¡Si parece un ánima bendita! Está demacrada y como loca…

—Bueno, mija, mañana iré.

Va el padre Acosta, con el mismo instrumental que Pachito, y ¡nada! El duende continúa en su agarre nocturno.

…………………………

—Pues, mija, ese duende está muy cebado…: pero mañana vendrá el padre García, de la Compañía, y veremos qué se hace…

…………………………

Padre García. —Vea, padre Acosta, ¡no hay tal duende…! Que me traigan la muchacha.

…………………………

Padre García. —¡Pero vea, padre Acosta! ¡Mire el duende, aquí, en la barriga de la muchacha! ¡Tiene ya cinco meses por lo menos…!

Capítulo XXXIX
Padre Carlos José Ortiz, modelo que adoptó la subconciencia de don Benjamín y de cuyas virtudes y maneras están empapados todos los sermones del padre Benjamín Correa.

Hijo de Copacabana; ordenado en la ciudad de Antioquia; pariente de nuestro héroe. Era alto y robusto; era un hombrachón moreno y dulcísimo, bebedor mesurado, y, cuando estaba reconfortado por el aguardiente, era el gran confesor. Médico también, o mejor, curandero: confesaba, diagnosticaba y dejaba plata para los gastos. Profesor; consultor de los obispos Rueda y Rodríguez.

A pesar de lo mucho que lo bregó, no pudo que Mariano se ordenara. Mariano era el menor de los Ortices, gran esperanza, pero cambió el seminario por el aguardiente y mujeres. ¡Este Mariano! Cuando los misioneros, reverendos padres García y Muñoz, formaban sociedades de temperancia, era el primero en la lista de los firmantes, y, apenas firmaba, más duramente lo tentaba el diablo: comenzaba entonces a pasearse por frente al estanco, haciendo muecas y aspavientos, como si espantara a los deseos. A los tres días de la firma, caía indefectiblemente: perras y mujeres.

El padre Acosta y Marco Fidel Suárez amaban mucho a su condiscípulo Mariano. Pero, así como sucede siempre en Suramérica, se quedó en promesa.

El padre Ortiz sí no tuvo qué ver con mujeres; su debilidad era el aguardiente. Poseía el don de consejo. Veámoslo:

Le comenzó a aparecer la vocación sacerdotal a Casiano Restrepo, el que preguntó a don Benjamín si lo había pre-ba-do… Este Casiano, antes de irse para el seminario, y como despedida del mundo, hizo una gran fiesta alcohólica donde Mipono, en Medellín. Y entró al seminario de la Villa; pero se retiró a causa de dudas acerca de su vocación y se marchó a Antioquia, para entregarse al estudio de las ciencias naturales con el gran doctor Martínez Pardo…

Llegado a Antioquia, como ex seminarista asistía a las discusiones de los casos de conciencia e intervenía en ellas. Al obispo Rodríguez le decía: «Vine a ponerme bajo la dirección del doctor Martínez, pues no me atrevo a ordenarme a tan gran ministerio como el sacerdotal…».

Asistía, pues, a las discusiones de Teología y de Liturgia junto con el ex jesuita González. Este le decía: «Ven a casa a estudiar este caso y nos los comeremos a todos, te lo aseguro». Así sucedía. González sabía mucho de repliegues teológicos…

Una vez le correspondió a Casiano exponer los casos y las soluciones, y lo hizo tan bien que no le discutieron sino que lo abrazaron. El Obispo, entusiasmado, le dijo:

—Usted está desoyendo la voz de Dios que lo llama al sagrado ministerio… Usted se va a condenar… Hagamos una cosa, Casiano: lo que diga el padre Ortiz, eso hará usted. Usted se deja examinar por él y hará lo que le aconseje.

Ortiz dijo, luego del examen:

—Bajo mi palabra sacerdotal, bajo mi responsabilidad, usted se va a echar encima la tremenda carga del sacerdocio, y es ahora mismo cuando usted se va a encerrar en ejercicios, para prepararse.

Casiano comenta hoy así:

—De suerte que ésta (la sotana) fue que me la pusieron…

El sacristán Manuel Antonio Restrepo decía, refiriéndose a Ortiz, con sus maneras de muchacha:

—¿Qué le parece? Cada rato se me presenta el padre Ortiz a celebrar la Santa Misa, alzado, y a mí ¡qué pena!, tengo que suministrarle los ornamentos…, etc.

El padre Ortiz no se lavaba sino las palmas de las manos. Siempre limpias.

Con Ortiz se confesaba el padre Acosta.

Era muy dulce; cuando había un liberal empedernido en El Sitio, él le echaba el brazo y se iba en su compañía, diciéndole:

—Si acaso hay (señalaba para arriba), te aprovecha el confesarte, y si acaso no hay, no te daña.

El modo como se hacía al aguardiente era así: entreabría el portón; atisbaba, teniendo la botella por detrás, escondida; pasaba alguno de su confianza; lo llamaba, abría el portón y

—Mira, tráeme este frasquito, lleno…

Ya viejo, una familia rica se lo llevó para Limonal, cerca de Ebéjico, a una finca que tenía oratorio. Allí celebraba misa; le hicieron confesonario.

Terminada la misa en su oratorio, se bajaba del presbiterio y suplicaba a la gente, llorando, que le ayudaran a pedirle perdón a Dios por «sus grandes pecados»; después entonaba misereres y oraciones penitenciales. Se hizo un reglamento de monje: horas para meditar, para oración, para comer, dormir, etc. Hasta allí le iban consultas de prelados y de curas. Murió en olor de santidad. Todos lloraban. Llevaron su cadáver, en barbacoa, a Ebéjico, y el Cura salió hasta tres leguas a recibirlo con todo el pueblo.

Mariano también recetaba y un hijo de éste también ha recetado en Manizales, Medellín y, ahora, en El Cabuyal.

* * *

—¿Usted, Mauricio, vivió con el padre Carlos José Ortiz?

—¿Con mi tío Carlos…? ¡Mucho!

—Descríbamelo, Mauricio…

—Alto, grueso, fornido y algo morenooo…

—¿Es cierto que fue excelente confesor y que no peleó con nadie aquí en El Sitio?

—¡Eh! ¡Si viera cómo se llenaba la casa de montañeras y montañeros, unos para confesarle sus cuitas y pecados, otros por receta y otros por consejos…!

—¿Es cierto que sabía curar enfermedades?

—¡Mucho…! Recetaba en casa, en las confesiones, cuando salía al campo, y voy a contarle dos recetas que presencié: la primera fue en San Jerónimo, cuando fue cura de allá. Salió al campo a confesar a una vieja; la encontró con fiebre muy alta; estaba grave: no se sabía qué fuese, si paludismo, tifo o qué… Mi tío pidió papel y formuló así:

«Quinina de Pelletier ………………… 1 gramo
Magnesia calcinada ………………… 1 onza
Ácido sulfúrico ………………… 8 gotas
Agua común ………………… 8 onzas
Cuatro cucharadas cada seis horas».

Al día siguiente fui a ver a la vieja, por orden de mi tío; me dijo: «Esa fórmula es de vida o muerte».

Encuentro al hijo de la vieja en la puerta del rancho, y me dice: «Se alivió: mire: comenzó a sudar, y estuvo sudando, cagando y vomitando toda la noche».

Fui a entrar y me detuvo el hedor… Pero vea, ¡peor que cadáver! Y mire Benjamincito: cara, brazos, pechos, piernas y almohada eran una inmundicia.

—Ahora, le dije al negro, prepare una olla de agua caliente, porque su mamacita está inaguantable…

La segunda receta y cura fue en mí… Resulta que, por consejos de alguno, yo tomé el purgante antiguo, llamado Sen y Jalapa. Para tal purgante es preciso guardar cuarenta días de dieta. Pero yo, ese mismo día de la toma, con José Jesús, el sacristán, me harté de rellenas con chocolate y arepa de todo el maíz… Diarrea, diarrea y diarrea con sangre… A los dos días me dijo mi tío Carlos: «¿Qué te pasa, Mauricio, que estás desmedrado?». Le conté. ¡Yo te curo!, díjome… «Andá comprá media libra de carne de cañón de marrano, en un solo trocito. Andá traéla». Se la llevé. Nos fuimos a la cocina. Me mandó por dos naranjas agrias… Cogió un chuzo; peló bien el cuero, raspándolo; ensartó el trozo de marrano y clavó el chuzo entre las brasas del fogón… A medida que el tocino se iba dorando, le chorreaba naranja agria, exprimiéndola lentamente; el lomo se iba dorando… ¡Atiza!, me decía… Cuando ya estuvo achicharronado y muy oloroso, que daba gusto, me dijo: «Comé esto y encima bebés leche…». Pues, Benjamincito, comí, bebí leche y a las tres horas cagué bien…

—¿Y dizque era muy santo…?

—Pues Benjamincito, a mi tío Carlos le pasaron cosas muy raras… Vea, por ejemplo: cuando lo nombraron cura de San Jerónimo…; a los pocos días de llegado tuvo que ir a Antioquia, donde el obispo Riaño; dejó encargado del curato al ñato González, un sacerdote suelto que había allí… Pues resulta que en ésas enfermó gravemente el Nieto Caballero, jefe de los masones, el papá de estos que figuran en «la capital»… Las viejas llamaron al ñato González, diciéndole: «¡Ese hombre tan malo, tan masón, se va a morir sin los sacramentos!». El ñato González fue y, sin que el Nieto diera muestras de arrepentimiento, pues estaba demente, lo absolvió y le llevó el Viático… Esa misma noche murió el masón y esa misma noche llegó mi tío Carlos… Apenas supo la cosa, llamó al ñato González, aterrado, y le dijo que cómo había hecho eso, que cómo le había llevado el Viático a un hombre tan malo, sin que se arrepintiera, que pronto iría la noticia al señor Obispo, etc.

Pues bien. Se acostó mi tío Carlos… Vivía en la casa cural con el sacristán Ramón Bomba y con la cocinera Indalecia. Bomba dormía en la primera habitación y mi tío en la siguiente.

Se duermen. A las doce y media se despierta Ramón Bomba a causa de que golpeaban a la puerta, imperiosamente… No abre… Nuevos golpes… En ésas se despierta mi tío… Golpean nuevamente, esta vez con piedra o verraquillo…

Sale Bomba a abrir…; ve un bulto envuelto como en una capa española; no se le percibía la cara y no se le veían pies; era como aéreo, como si no se apoyara en el suelo; era un bulto borroso…

«¡Dígale al señor Cura que se levante y salga…!», dijo el visitante con voz imperiosa.

Bomba fue y le contó todo al Cura. Tenía erizado el pelo.

Mi tío se vistió y salió.

«¡Sígame!», ordenó el bulto…

«Bien, señor», respondió mi tío y siguió con el bulto…

Ramón Bomba e Indalecia salieron aterrados, a prudente distancia, detrás de los viajeros. De paso despertaron a Soledad, la que vestía los santos… La noche era negra como alma de liberal… Bomba, Indalecia y Soledad marchaban a cien metros detrás del Cura y del extraño ser, arrinconándose contra las paredes… Veían que delante de los dos viajeros había una luz mortecina, como un reflector azuloso que saliese del cuerpo del extraño visitante para alumbrarles el camino… Los vieron llegar a la plaza, subir al atrio y… la puerta de la iglesia se abrió por sí sola… ¿Cómo, si Bombita tenía las llaves en el bolsillo trasero…? Demorarían entre la iglesia unos tres minutos…; los vieron salir y coger por la calle, en dirección al carretero… Ya, por este tiempo, se habían despertado varios y seguían con Bomba, Indalecia y Soledad, desde lejos, listos para huir… El camino se iluminaba delante de los dos viajeros con una fosforescencia que emanaba del aparecido… Marchaban… Subieron al cementerio… Las puertas estaban abiertas de par en par… Entraron… Demoraron cinco minutos allí…; salieron y desandaron el camino; entraron a la iglesia y luego… ¡vieron salir solo al padre Carlos José Ortiz…! Se le acercan y lo ven con el cabello encanecido y erizado; las piernas tableteando, las manos y pies hechos un yelo…

—¡Llamen a Heliodoro!, dijo…

Heliodoro era el médico. Vino Heliodoro, y durante cinco días mi tío estuvo entre la vida y la muerte.

Sólo al obispo Riaño contó lo sucedido, y por él se vino a saber y fue lo siguiente:

Que el bulto le ordenó que lo siguiera, con una voz que era toda imperio irresistible; que entraron a la iglesia y le ordenó: «¡Coja un copón!»; que llegaron al cementerio y la tumba del señor Nieto estaba abierta, el ataúd destapado, y el Nieto tenía la boca abierta y había vomitado dos mil números de El Tiempo y El Espectador. En el instante de la llegada vomitaba un artículo del indio Solano… El bulto ordenóle: «¡Sáquele la Hostia!». La Divina Forma estaba ahí, sostenida misteriosamente entre las paredes de la bocaza abierta, incontaminada, sin contacto con ellas ni con los dichos periódicos… «¡Sáquele la Divina Forma, gritó el ser extraño, para que este Nieto se pueda ir a los infiernos!». Sacóla, e inmediatamente, como animados, volvieron a entrarse a la panza del Nieto los dos mil números de El Tiempo de Bogotá.

Salieron luego de allí, llegaron a la iglesia, depositaron la Divina Forma en el Sagrario y el ser extraño desapareció.

Entonces los Suescún y los Betancures, masones, se convirtieron.

—¿Y por qué había masones en San Jerónimo, Mauricio…?

—Porque el obispo Riaño mandó allá de cura al padre Lara, bogotano, que se amancebó, escandalizó a la población y trajo al Nieto… Fueron a quejarse al Obispo, y éste les dijo: «Lara apenas es para San Jerónimo; lo envié para que caigan con él al abismo…».

Agrega Mauricio que el ñato González fue muy felicitado por los bogotanos cuando dio el Viático al Nieto; que recibió de «la capital», entre otros, los siguientes telegramas:

«Presbítero ñato González, San Jerónimo. Abrazámoslo por haber suministrado Viático a Nieto, conciencia moral Colombia. Firmado: Eduardo, Lorencita». Este Eduardo es el dueño de El Tiempo, que siempre firma con la mujer los documentos históricos…

«Presbítero ñato González, San Jerónimo. Ha salvado usted República al seguir tradición aquellos prelados capitalinos dieron Viático inmortal Santander. Firmado: Enrique, Teresita». Estos son las dos mujeres que gobernaron a Colombia durante cuatro años.

* * *

—Muy bien, Mauricio… Pero ¿cómo se aficionó al aguardiente el padre Ortiz?

—Pues vengo a decirle… Fue porque los liberales hicieron con él un simulacro de fusilamiento en el puente de Hatoviejo. Lo cogieron; un banquillo en el puente; lo sentaron y amarraron allí; los soldados esperaban la orden de sus jefes, pero en ésas llegaron las principales señoras liberales de Medellín y los jefes se entraron con ellas a beber aguardiente y a jugar al palito, y se olvidaron del «monigote». A la una de la tarde dijeron: «¡Suelten al monigote y llévenlo a Medellín!». Lo trajeron y lo encerraron en la cárcel. A poco se supo la derrota de los rojos en Yarumal y en Cascajo. Entonces preséntanse los jefes y las dichas señoras liberales donde Ortiz a suplicarle que los salvara…

—¡Mire cómo nosotros no lo fusilamos…!

—¡Canallas! Sí me fusilaron: tengo perdidos el corazón y el sistema nervioso…

Llegan los godos; lo sueltan y él se emborracha por la primera vez. Así fue como mi tío Carlos se aficionó…

Una vez, alzado un poco, dijo en el presbiterio:

«Todos los padres y madres se me reúnen ahora en la escuela, porque les voy a predicar el sermón de las recetas».

Sermón de las recetas

He entendido que este ministerio mío no es sólo para salvar almas sino también cuerpos. Óiganme bien, queridos hermanos, que a ustedes les toca muchas veces la curación de enfermedades en el hogar: la solitaria se cura mascando muy bien y tragando coco por veinticuatro horas seguiditas, sin descansar. Si el individuo es de estómago de pocas capacidades, con un coco le basta; si de muchas, dos cocos… Si hay alguno con solitaria, mande por el coco, y si no la tiene fuera mañana, pagaré con mi cabeza… Yo sé el fundamento de esta medicina, pero no lo discutiré con ustedes, que son ignorantes.

La gota se cura en esta forma: cojan altamisa, póngala a tostar al sol, en costales, y pulverícenla; compren vino de Málaga, seco, y por espacio de cuarenta días tomen en ayunas una copa de ese vino con una cucharada de ese polvo, revueltos. A los diez días experimentarán mejoría y a los cuarenta estarán limpios de gota. También poseo el fundamento científico y no lo discuto sino con médicos.

Dolor de riñones: machacar hojas y cogollos de quiebrabarrigo hasta obtener una cucharada de jugo; se toma en ayunas. A los nueve días, ¡adiós riñones! Y que me contradigan los médicos, pues aprendí ciencias naturales con el doctor Martínez Pardo, en Antioquia…

Lombrices: lo que se coja en tres dedos, de hojas de heliotropo; medio cartuchito de cominos molidos; se hace un cocimiento de esto, se le da al niño y… ¡fuera lombrices!

Los gusanos o anquilóstomos: tres cucharadas de leche de higuerón; dos horas después purgante de aceite de castor y… ¡fuera gusanos! Se repite el remedio a los ocho días.

Dolores reumáticos: media botella de cachaza de sal o excoriaciones que sacan de los salados de Guaca, en Heliconia; se le mezcla media onza de trementina; a la primera fricción disminuye el dolor, y a las tres o cuatro, desaparece.

Capítulo XL
Recuerdo vago de la primera misión de los reverendos padres. El padre Acosta y Marco Fidel Suárez.

Primera misión de los padres en La Tasajera

El último día de ella dieron una fiesta, consistente en arrojar a la gente regalitos desde el balcón, en jura… Trepáronse al balcón los reverendos padres, acompañados de varios curas en propiedad, entre ellos Ángel María, de Santodomingo. Al final, dijo éste:

«¡Va el último regalo! ¡Júntense al pie del balcón! ¡Miren esta olla! ¡Aquí están los regalos…!».

Vació la olla y era agua… Bañaron a los feligreses, porque este inocentón pueblo colombiano es juguete de los curas o de los astutos y ladrones políticos liberales.

Ángel María era muy feo y le daba la ropa a los pobres. Debe estar en el cielo…

Marco Fidel Suárez

—¿Sabe usted, mijo, cómo estudiaba filosofía Marco Fidel Suárez…? Vea: una media hora antes de la clase abría a Balmes; leía una o dos hojas; tiraba el libro sobre el nochero y se extendía en la cama, inmóvil, ojicerrado… ¿Dormía…? No; meditaba…

—¡A ver, señor Suárez, haga el favor de explicar la lección, decía el padre y doctor Zuleta…, y Marco Fidel la exponía mejor que Balmes y luego ponía dificultades que hacían ver un chispero al doctor Zuleta.

Marco Fidel, durante las vacaciones del seminario, iba vestido de dril, calzado con alpargatas y siempre con un libro bajo el brazo. Mariano Ortiz lo traía con frecuencia a Copacabana, y yo, de cura ya, lo traje muchas veces a vivir aquí y nos tratábamos de «vecinos».

—Vea mijo, decía en su ancianidad el padre Acosta; yo estoy muy pobre; no tengo sino media yegua y no puedo comprar los sueños de Marco Fidel…

—Pues mi condiscípulo, padre Ochoa, los tiene y con él los conseguiré, decía don Benjamín…

Se los leyó. El viejo Acosta comentaba y explicaba. El día en que llegaron a aquel pasaje en que Suárez alaba al padre Acosta, éste le dijo: «¡Pero vea al vecino cómo se acordó de mí!».

«Vea, mijo: Marco Fidel no se ordenó, por su origen; cuando vino la dispensa de Roma, ya no se atrevió con el sagrado ministerio…

Cuando Marco Fidel se fue para “la capital”, yo le escribí a varios de allá para que lo favorecieran…».

Fin de la segunda parte

(Continuará).

— o o o —

La supervivencia del yo [III]

(Continuación. Véanse números 6 y 7)

Sé que todos los sentimientos, ideas y actos de un hombre son manifestación de su estado de conciencia.

* * *

Los estados de conciencia no se pueden enseñar; se llega a ellos por medio de la vida; por eso, ésta es invaluable, camino para la beatitud o el infierno.

* * *

Todos somos potencialmente iguales; nos diferenciamos por el estado de conciencia. En Suramérica habitan los hombres cuya conciencia es más baja: para comprender la causa, basta leer la historia de lo que llaman «la conquista» y « la colonia».

La propiedad, la familia, el amor, el odio, todo lo que conocemos como instituciones, sentimientos y pasiones, son manifestación de estados de conciencia. Los hay en que propiedad, amor, odio, familia, patria, etc., carecen de sentido.

* * *

El comunismo, la fraternidad, el amor o el odio no se pueden imponer. Cuando la conciencia de lo mío y lo tuyo haya sido trascendida, el hombre será comunista.

* * *

Dada la infinidad potencial de la conciencia, ninguna institución, idea o sentimiento le es esencial al hombre.

* * *

Todo lo que sucede en el universo es natural. No hay mal, ni bien, ni tiempo ni espacio sino en cuanto categorías, andaderas del espíritu.

* * *

Nada muere sino el estado de conciencia, es decir, lo aparente. Y cuando hayamos trascendido lo mío y lo tuyo, amor y odio, deseos terrenales, dejaremos de aparecer como hombres.

* * *

Las matanzas en Etiopía y las de España, las dictaduras rusa e italiana son naturales manifestaciones de estados de conciencia, condicionados mutuamente.

* * *

Cuando hayamos trascendido todos los deseos humanos seremos espíritus… y «cuando hablamos de espíritus no sabemos de qué hablamos», según Bossuet.

* * *

Nada hay sino conciencia y esta no se enseña; se adquiere.

* * *

La gloria humana

¡Si pudiera penetrar en el misterio del espíritu…! En todo caso, he dicho que la «gloria» es cagajón y voy a comprobarlo: consiste ella en que el nombre del glorioso ande en periódicos y entre borrachos; en que las muchachas literatas busquen al «glorioso» y le digan: «¡Delicioso, delicioso, delicioso!»; en que le den cruces de Boyacá y en que, muerto, dicten «un decreto de honores» firmado por algún bizco como Enrique Santos.

«La gloria» de Bolívar consiste en que vomiten sobre su nombre los de El Tiempo o los del «haz godo»; consiste en que su retrato esté en oficinas públicas y estatuas suyas en plazas asquerosas…

No; la «gloria» es cagajón y lo único que vale es la beatitud, es decir, que la conciencia esté contenta, que se apruebe.

Quien gozare con «la gloria» es espíritu inmundo.

Aforismos acerca de «la gloria» y «la beatitud»

El beato vomita al pensar en los hechos que constituyen «la gloria». Por eso «sólo Dios conoce a los verdaderos santos».

* * *

El que acepta «la gloria» es un prostituto. La alabanza esclaviza y por ello la soledad es el ambiente único de la beatitud.

* * *

El que se detenga en la censura porque se trata de un amigo es político pero no filósofo.

* * *

La vida filósofa o beata no tolera compromisos. Estos son del político. El filósofo trasciende las apariencias.

* * *

La beatitud o filosofía no está en el justo medio sino en trascender los contrarios.

* * *

Los deberes de cada profesión son diferentes: el filósofo busca la beatitud; el político, dominar determinadas circunstancias sociales para crear un estado relativo.

* * *

La vida filosófica sólo fue comprendida en Atenas. Únicamente allí hubo un pueblo filósofo. En el resto del mundo ha habido filósofos, pero esporádicamente. Todo Atenas sabía que la vida filósofa era una beatitud con apariencias de locura. Los hispanos han tenido un concepto gitano de esta vida del espíritu: sus monjes y escritores han creído siempre con el Lazarillo de Tormes que «la vida filósofa y la picaral son una mesma».

* * *

Poema a la vida carnal

¡Llueve! También en mi corazón carnal…,
pues hay en él
un remoto anhelo de morir ya:
estoy fatigado de lluvias y de soles,
de amores y de odios, d’ estas estaciones
en mi corazón carnal.

Ya no me gusta el estrujón… ¿Para qué
vivir más
en el corazón carnal…?
Mi voluntad está zangoloteada
por la eternidad…
¡Pero aún amo, ¡ay!, aún amo
la juventud
y así
renacería en algún útero
d’ envigadeña paludosa
para saciar
mi corazón carnal…!

¿Cuándo estará afeitada
mi corporal mansión
para el fúnebre banquete?
Entonces quedaré
estático
mirando
la eternidad.

¡Ay!, esta pierna temblona
y este cerebro semiescleroso
me hacen aburridora
la tierra
como mansión.

¡Echa ya, echa ya la eternidad!

Pero, ayer vi una joven
cuyas tetas eran como nido
de ametralladoras
y comprendí
que debo habitar
el corazón carnal:
por que si no, retornaría,
atisbaría desde los tejados
el coito d’ envigadeños paludosos
para renacer y volver
al cruel apretujón;
para volver a sentir
el vaivén
de los tejidos
comprimidos
de las jóvenes
contra mi corazón.

Ya sólo de vez en cuando
se encabritan mis tejidos
al paso de las jóvenes.
Soy a los cuarenta años
como el anciano toro
que parado en un otero
atisba a las novillas
que no lo ven…
Soy el viejo toro que medita
así:
Bella es la elástica novilla
aunque no se bañe.

Es preciso trascender; debo
aprender
de los coitos con la eternidad.
Mis tejidos
pierden la elasticidad
terrena;
me abandonan las juventudes
tan bellas, pero ¡tan pendejas!

Ayer dialogaban las jóvenes
en el prado de mi casa
y me parecieron
muy bellas, pero
¡tan pendejas!

¡No era diálogo! Era
baraúnda
para disimular
el anhelo
de apretujones violentos…
Esos que se fueron de la Tierra,
impreparados,
las urgían,
para renacer
y, por eso,
desde lejos eran muy bellas,
bellas para el tacto,
y, de cerca,
pendejas para el oído y
para aquello que en mí
está fatigado de la rueda
de las estaciones.
¡Echa ya, echa ya la eternidad!

* * *

Ayer me pareció, mientras desyerbaba el platanal y meditaba en este problema delicioso pero insoluble del yo superviviente, que la conciencia dejará de manifestarse humanamente cuando el deseo genésico desaparezca a causa de nuevos estados de conciencia. Sólo así terminará esta apariencia hija del amor. Cuando una conciencia llegue a la castidad natural, ya no se manifestará humanamente. Para el estudio de estos problemas es preciso la hipótesis de la reencarnación. En todo caso, al pie de una mata de plátanos murrapos, me pareció encontrar la causa del respeto que infunden los castos, los fríos. ¿Los habéis tratado? Parecen más reales; parece que no se fueran a podrir. Mientras que esas mujeres tetonas huelen a cadaverina y los hombres del sexo tienen un sudor cadavérico en las manos y unas calvicies prematuras que consuenan con los ataúdes.

En todo caso, la posibilidad de la conciencia es mayor de lo que podemos imaginar.

En cada instante estamos sometidos a determinada causalidad y el secreto para crecer en conciencia está en comprender aquélla para libertarse. La única libertad está en el entendimiento. Esto es muy importante. ¡Ojo!

Estoy bregando por libertarme del sexo y doy gracias a Dios porque ya las muchachas gordas comienzan a darme risa. También me estoy libertando de la vanidad y agradezco a Dios que ya entendí que la «gloria» era un decreto de honores firmado por el tuerto Enrique Santos el día en que yo no lea, ni coma ni tenga que oír hablar de Olayita, es decir, el día en que cese la horrible noche…

Respecto del orgullo hay que distinguir: me siento hechura; no tengo conciencia de ser, sino de aparecer. Siento que una vez muerto desapareceré como pendejada. Por lo tanto, carezco del orgullo de Luzbel y repito y repito angustiado: ¡Hazme realidad; no me borres del libro de la vida! Pero soy orgulloso en el sentido de que siento que mis conciudadanos se podrirán antes que yo, sobre todo mis enemigos… Pero ¿hay aquí enemigos? Hay pulgas.

* * *

En el comunismo y el anarquismo hay un fondo nobilísimo: no obedecer, sino cumplir nuestro destino natural y mirar a la gente horizontalmente. Pero en las dictaduras comunistas no hay sino bajeza; odian; son partidos políticos.

Mientras el hombre no ascienda en conciencia, no podrá haber progreso. Casi celestial fue el cristianismo en su niñez y hoy es cofre vacío de sus joyas.

El único método para libertarse es comprender. Sólo el espíritu es libre.

¡Oh, Luz, eres lo único amable!

Luz: te amo y a ti busco. Me amo en cuanto puedo llegar a participar de ti. Acepto padecer entre las formas determinantes para llegar a tu resplandor; iré cuidadosamente por aquí, por entre estos Uribes patas de lancha, comprendiendo. ¿Por qué aparecería entre estos hijos del «Mártir del Capitolio», tan brutos? Para algo sería. Padezco, pero medito.

* * *

Nada se puede resolver socialmente; toda solución está en el individuo. Pero sí es más difícil encontrar el yo cuando uno habita entre los hijos del «Mártir del Capitolio», Quico Cardona y el peón de Caldas que fue gobernador. Gobernado por carajos, se le embolata a uno el yo.

Antaño podía uno dedicarse a buscar; nadie perturbaba la concentración de la energía en la busca del yo, del arte o de la ciencia. ¿Pero hoy…? Se retira el buscador, y si no recibe El Tiempo con las estupideces del Calibán, se las recitan por la radio de la casa vecina; lo obligan a oír todo rebuzno de Alfonso López y el yo se embolata; sus voces discretas se pierden entre el ruido enervante de esta democracia de hombres monos. Estoy ya firmemente convencido de que Dios creó al «Mártir del Capitolio», a Olayita, Alfonso López y a todos los grandes hombres de Colombia para hacernos padecer y meditar. Padezco, pero medito.

¿Y qué me dicen ustedes de esos locutores de Pereira, Bogotá y Medellín…? ¿Pero no está claro que gentes así es imposible que tengan yo superviviente? ¿No sería la más justa de las guerras la que hiciera a Colombia el resto del mundo para impedirle el uso de la radio, uso que está deshonrando al género humano? ¿Y el uso del avión y del automóvil? Si le impiden al niño el manejo de las armas ¿cómo es que le venden maquinaria tan difícil a este pueblo de monos?

Entre locutores, periodistas, políticos y gobernantes colombianos no he hallado ni siquiera amagos del yo superviviente. Entre los pordioseros sí. Ayer me dijo uno, en el café de Suso, que temía a la muerte «porque era muy malo».

—¿Y qué son las maldades…?

—Pues que los muchachos me hacen dar rabia, poniéndome sobrenombres…

—¿Qué sobrenombres?

—Pues… es que me dicen palabras grandes…

¡En este creerse malo, en este miedo a podrirse en la tumba totalmente, vemos un amago de yo superviviente que no hemos podido hallar en Alfonso López!

(Continuará).

— o o o —

De la vida colombiana

1. La Balada de la Cárcel de Reading, por Óscar Wilde, traducida al español por B. Arias Trujillo (Editorial Zapata. Manizales. 1936)

En el primer número de esta revista prometimos dar cuenta de las obras literarias dignas de atención que aparecieran en Colombia. Pues bien: ahí tenéis el trabajo de Arias Trujillo.

Lo cierto del caso es que la Balada conserva todo su valor en la versión del manizaleño. Los versos endecasílabos son los apropiados para verterla a nuestro idioma; el vocabulario fue escogido con acierto insuperable. Arias Trujillo le puso tanto corazón como el autor.

Lo único que nos atrevemos a censurar son los ataques de Arias a Guillermo Valencia, pues no eran necesarios y a Valencia hay que respetarlo: ¡son tan pocos los artistas en Colombia! Creemos que la verdadera traducción, la traducción vivida, es la de Arias Trujillo; pero eso no autorizaba para maltratar a ese gran imaginero que es Valencia.

Lo que ha sucedido es que el tema de la Balada no es propio para los dones de Valencia y sí para el manizaleño.

La Balada de la Cárcel de Reading exigía el endecasílabo, que es narrativo, y exigía que el vocabulario fuera sencillo, que consonara con el tema. Valencia es muy oriental, muy lujoso, no ha sufrido. Para esa versión se necesitaba un atormentado.

En todo caso, creemos que la mejor obra publicada en Colombia durante este año, es la traducción de B. Arias Trujillo; reciba él toda nuestra admiración y gratitud.

II. La Revista de Indias

El Tiempo, y El Espectador y todos sus hipócritas y desdentados colaboradores arremetieron contra esta revista del Ministerio de Educación Nacional. Los conservadores se dejaron engañar e hicieron coro; dos obispos prohibiéronla bajo pecado mortal.

¡Tan inocentes los conservadores y los obispos! Parece que nadie sospechara el motivo del escándalo hecho por El Tiempo y El Espectador… Oigan:

Darío Echandía prescindió de Agustín Nieto Caballero en el Ministerio de Educación. El Nieto es cuñado de Luisito Cano y pertenece a la pandilla de El Tiempo. Por eso, sencillamente, y porque publicaron un artículo acerca de uno de mis libros, tomado de la Nouvelle Revue Francaise, resolvieron vengarse de Echandía, atacándole su Revista de Indias.

Esa pandilla de los Santos no es hábil sino para las artes bajas.

Así pues, la Revista de Indias es atacada porque el bello Agustín está cesante. ¡Ahí tenéis a vuestra Colombia! ¡Ahí tenéis a vuestra Bogotá literaria, en donde no se dio cuenta siquiera de que había aparecido esa obra maestra que es la traducción de La Balada de la Cárcel de Reading!

III. Los ladrones corbatudos

Entre la canalla, y en Colombia todos los de corbata lo son, y la hez de ella son los bachilleres, el evangelio es El Tiempo. Para opinar esperan a que llegue El Tiempo en avión. El Congreso es hechura de ese periódico. Comienza a haber un grupo hastiado con esta deshonra que durará mucho tiempo, pues el sublevado contra los Santos deja de ganar sueldo y en Colombia todo el que gana más de $100 mensuales es en empleo o en especulaciones relacionadas con la política. Lo esperado no llega; tarda mucho porque no hay dinero, y los movimientos sociales se hacen con él. Lo esperado está en la miseria.

La situación social en Colombia es suya exclusivamente: aquí no hay agricultores; este trabajo nada produce, ningún bienestar; labran la tierra gentes en completa ignorancia y miseria, que no se bañan, ni piensan ni se visten. El peón azadonero gana $0,60 en jornada dura de sol a sombra.

Las pocas industrias que hay, tejidos, elaboración de tabaco y minas, prosperan injertadas en la política y son sociedades anónimas que especulan. Por ejemplo, la Compañía Colombiana de Tabaco goza de hecho de un monopolio y para conservarlo tiene que vivir haciendo equilibrios políticos, comprando constantemente la opinión pública, al Presidente, congresistas y ministros. Tal Compañía es una tarasca; y tiene que ser una tarasca, en un país en donde el peón agricultor gana $0,60; es una tarasca cuyos gerentes, jugadores, ganan sueldos de $3.000, $1.800 y $1.000, fuera de aguinaldos equivalentes a sus sueldos. Y tales gerentes, al examinarlos detenidamente, se convence uno de que si no fueran hijos de otras tarascas, serían empleadillos de $20 al mes.

País en donde el ciudadano normal, el agricultor, gana dieciocho pesos mensuales, y los gerentes de sociedades $3.000, parece cosa de otros mundos y en él tiene que imperar la corrupción en todas sus formas.

Sin temor a equivocarnos podemos afirmar que todo colombiano de corbata vive directa o indirectamente de artes colindantes con el robo. Nadie que devengue aquí $200 o más, o que posea $50.000, puede tener la conciencia muy tranquila.

IV. A Buenos Aires…

«El Obispo encima y yo en pelota» decía una muchacha, y se reúne la conferencia de Buenos Aires, para decidir de los destinos de América, hoy, en una de las épocas más críticas de la historia, y… Colombia envía como sus delegados a dos jovencitos ignorantes, sin responsabilidad: ¡Soto del Corral y Alberto Lleras…! «¡Esto es muy triste, Marcos!». Y se fueron para Buenosaires con las cónyuges preñadas, y con los abuelos. En 1934 nos tocó viajar en el vapor Cordillera con los diplomáticos colombianos que venían de «la conferencia de Riojaneiro» y también venían con las cónyuges, y con los hijos y los sobrinos y su placer fue comprar perfumes en Curazao para introducirlos de contrabando… Ya lo dijimos en Los negroides que los destinos de Suramérica se van a decidir ya; podemos repetir: el Obispo encima y nosotros en pelota, es decir, gobernados por un inconsciente.

V. Uribe Echeverri

Ya está en Rionegro nuestro candidato; viene precisamente de España, lugar en donde se decide esto de la plebe mujik a que llaman bolchevismo.

La familia Uribe es interesante: por un «Mártir del Capitolio» o por un Carlos Uribe Echeverri, produce quinientos Uribitos, roedores del peso papel moneda, empleadillos chimberos.

Pues bien, esos Uribitos pueden echar a perder la carrera de nuestro candidato; desde su llegada a Rionegro lo han asediado para enrolarlo en sus riñas bajas por los empleos; desde su llegada a Rionegro iban allí diariamente tres o cuatro automovilados de Uribitos de El Diario a intrigar contra don Rafael… ¡Qué imbécil es esta tierra, la mejor de Colombia! Se compone de Uribitos en cuya conciencia hay sólo un odio, el retrato de algún habitante del parque de Berrío a quien aborrecen.

La vida se compone de pequeñeces. ¡Pensar que estos empleadillos, estos caradevieja, estos borrachitos, pueden echar a perder un gran porvenir! Así es: ellos conviven con nuestra plebe en cantinas, en vida sentimental y en lo que llaman «nuestra ideología»; ellos están empapados en la creencia de que un Carlos Uribe Echeverri vino de Madrid para enojarse porque un Mejía no fue este año a la Cámara…

Creemos necesario recordarle a nuestro candidato el arte político.

I

Su fin práctico es la consecución del poder para realizar «nuestra obra». La moral reside sólo en «la obra»; para ella su fidelidad.

II

En palabras y actos no debe tener en la cuenta sino la efectividad. Como político le es permitido hacer lo que no ame. Usted juega con fuerzas sociales; atienda al efecto de las jugadas. Si dice cosas racionales a nuestro pueblo, a esta plebe sucia, lo tendremos por mal político. Hable del «Mártir del Capitolio», de «nuestros héroes que fecundaron con su preciosa sangre los surcos del liberalismo», etc. Hágase el bobo.

III

Nuestra admiración por usted es ilimitada desde que hizo prologar su último libro por Olaya Herrera… ¡Usted sabe el juego…!

IV

No se deje llevar por esa debilidad de decir la verdad. No la saque; guárdela para realizarla; todo el que saca su verdad a destiempo, malpare.

V

Ha llegado usted a su Antioquia y su Rionegro, lugar de pequeñísima política, tierra de Uribitos que luchan por el peso que pueden atrapar aquí y allá. No se meta contra don Rafael ni se enemiste tampoco con los Uribitos: esa pelea no se hizo para hombres que tengan algo escondido y grande. A don Rafael es imposible ganarle. ¡Óigalo bien!

VI

Usted debe tener un amigo: Juan Manuel González. No conviene que el hombre esté solo.

Nota. Perdone que le haya dicho eso de los Uribitos; consuélese, que los terrenos fértiles producen maleza.

Envigado, diciembre 3 de 1936

— o o o —

Panorama de la
vida en el exterior

I. La muerte de dios-Onofroff

La guerra que hemos venido anunciando ya estalló: guerra a muerte entre la plebe sucia y la gente que se baña. La tal democracia no era sino amagos del orgullo satánico causado por el descubrimiento de los procesos naturales (ciencia). La ciencia destruyó el «deísmo» de la plebe; tal «deísmo» no era sino ignorancia. El dios de los pueblos, sobre todo de este pueblo sucio de Colombia, no era sino un Pachito Pareja que hacía milagros en beneficio de ellos y para castigarlos. Apenas la plebe sucia, los mujiks, supieron que las lluvias procedían del agua evaporada por el calor solar y de la dirección de los vientos, murió su «dios». Esto del comunismo no es otra cosa que el cataclismo consecutivo a la muerte de dios-Onofroff. Porque la religiosidad de la plebe es complejo inmundo; un plebeyo religioso es un hombre que teme, ignora y vive en la sucia oscuridad. Religiosidad en uno de esos españoles Panzas o en un colombiano Uribito, es odio al vecino, envidia, concupiscencia, egoísmo híspido, todo el lodo del paraíso. Por su dios los conoceréis.

II. La muerte del diablo-policía

El dios de un plebeyo es el resumen de sus ansias inmundas. El miedo que le tienen al diablo (policía, el comisario Alicate de Envigado) contiene al plebeyo dentro de ciertos límites. Ahora bien, la ciencia de cocina europea les mató su dios y su diablo, y por eso esta canalla se ha sublevado. La ciencia, el árbol del bien y del mal, produjo el fruto anunciado: el infierno en la tierra.

III. Eduardo VIII de Inglaterra

Mientras que en todo el universo actúan fieramente los dos elementales llamados hambre y miedo, el tercer elemental, el amor, hace padecer a Eduardo de Inglaterra. Es cuarentón y cuarentona es la señora Simpson; ella es insaciable; dos veces divorciada; su sexo emana. El rey es hiposexual; ella lo hizo gozar por primera vez. Renunciará al trono, dicen. Ahí tenéis un caso magnífico para el estudio de una de las enfermedades más terribles que padece la bestia humana: el enyerbamiento. Mientras que el hambre y el miedo ensangrientan a Europa, un enyerbamiento va a despedazar al pueblo de los piratas. Todo es humano. Lo cierto del caso es que el universo está coloreado siempre por lo que tenemos en la conciencia; apenas el Rey se sacie de esa señora, dirá: ¡Qué locura, renunciar al trono por esta cuarentona!

Enyerbamiento es una forma patológica del amor; consiste en atracción sexual irresistible hacia una mujer; tan irresistible y exclusiva es tal atracción, que el enfermo se hace frío, indiferente para con las otras mujeres.

Atracción sexual obsesionante hacia una mujer.

Se diferencia del amor en que el amante aprecia al ser amado; éste le embellece el universo; el amante goza intelectual y moralmente también.

El enyerbado sufre moral e intelectualmente; entiende que es un miserable; padece, llora, pero no puede resistir: «Está enyerbado», dice nuestro pueblo. Tal enfermedad va acompañada de frialdad para con las otras mujeres, verdadera impotencia. Esto acompaña a todo amor, pero no en forma patológica.

El enyerbamiento ataca a los que han sido fríos, cuasi impotentes y que repentinamente encuentran una mujer con quien se revela su capacidad. Sucede entonces como un deslumbramiento que trastorna la conciencia.

En todo caso, es tragicómico esto de que hoy, cuando el mundo está lleno de problemas angustiosos, Eduardo VIII de Inglaterra haya aparecido enyerbado por una americana… ¡Qué ridículo ese míster Baldwin pudibundo luchando con el pobre cuarentón que desea dormir en el lecho de la insaciable! Pueblo del pudor formal, de la caballerosidad formal, de la honradez formal; pueblo pirata que le robó a España todas sus colonias; pueblo de la púdica e insaciable virago Isabel; ¡ahí estás bueno, enyerbado, mientras Mussolini resuelve los asuntos del Mediterráneo…!

IV. La conferencia de Buenos Aires

Sí, la vida es tragicómica, indudablemente para que gocemos los que no mandamos o no creemos que mandamos y para que sufran los bobos satisfechos que se creen gobernantes.

Así, mientras Jehová decide esto de la plebe mujik a que llaman comunismo, el corbatudo Eden está bregando con el rey encoñado, y mientras Roosevelt llega a su casa, es decir, a Suramérica, Alfonsito López divierte a los bogotanos con sus charlas tan bobas, y roba a troche moche, y bebe a pico de botella y envía a Buenos Aires a presentar proyectos salvadores a dos jóvenes invertidos… Esta Suramérica se salvó: los comunistas españoles llegan a ella, sobre todo a Colombia; los intelectuales dirigentes son Enrique y Eduardo Santos, Laureano Gómez, Echandía y… el hijo de Roberto Botero Saldarriaga. ¡Si al menos los enyerbaran como al Rey inglés! Pero aquí sólo Olaya Herrera está enyerbado por Bónitto…

Lo único interesante que ha sucedido en Colombia durante seis años es el aparecimiento de un general Berrío liberal: el hijo del general Uribe. Berrío y el Capitán son del «mismo grandor y del mismo bobor»; nuestro pueblo está destinado para que lo conduzcan hombres elefantinos, fabricados con mucha pereza.

«¡Esto es muy triste Marcos!».

Diciembre 5 de 1936

Fernando González

* * *

Notas:

(1) Tener sus mañas, estar contento en su lugar.
(2) En memorial a un juez.

Fuente:

Antioquia. Medellín, Editorial Universidad de Antioquia, marzo de 1997. Introducción por Alberto Aguirre.

— o o o —

Revista Antioquia - (1936 - 1945)

Descargar el libro en formato PDF

Ultima revisión en junio 27 de 2014