El yarumo blanco

Por Alberto Aguirre

“Filosofemos aquí, en donde hay yarumos blancos”, escribe Fernando González en Viaje a pie. Es la vida la que dispara el pensamiento: la suya es una razón vital. La visión de los yarumos blancos, ese sosiego bajo la ancha copa arbolada, acicatea al espíritu. No es filósofo de gabinete, Fernando González, ni de sistema: su obra no puede ser encerrada en píldoras ni en conceptos. No puede ser enseñada, ni memorizada para repetirla luego en cátedra o en mesa redonda: no es filosofía de cursillo. Porque su obra dimana de su vida, en ella entronca y ninguna vida puede ser vivida por otro. Ni hay vida enseñada. Es un amor, un ansia, un desasosiego por la verdad, siempre furtiva. Y esta propensión del ser a apacentar bajo los yarumos blancos.

El maestro de escuela (ese heterónimo de Fernando González), hombre tímido, formado en introspección por los jesuitas, conoce a una mulata joven (“fortísima y virgen”), con quien fracasa en el amor, pues “los Reverendos educan a los jóvenes de modo que cuando aman, piensen en el remordimiento”. Pero la vida, como siempre, vino en su auxilio: “Una coja le salvó. La coja Elena: coja de la cadera derecha; alegre y vital. Esta buena mujer le volvió un poco a la realidad”. De ella habla tiernamente el Maestro de Escuela: “Las mujeres cojas de la cadera derecha —díjome— son un tesoro”. La salvación está en la vivencia: de allí brota el pensamiento. La realidad es légamo de la vida y de la verdad.

Pero Fernando González, maestro de escuela por vocación y por destino, no pudo vencer el remordimiento: la coja Elena apenas logró volverlo “un poco” a la realidad. Y su vida es entonces lucha perenne con el remordimiento: iba escindido entre el murmullo que brota de los yarumos blancos y la introspección, entre la alta copa y el remordimiento. Esa lucha vital es lo que hace palpitante su filosofía. Fue un campo de contrarios. Le escribe a su suegro (en Cartas a Estanislao): “Yo soy muy malo, pero el que más gana tiene de ser bueno”. Esta gana es su filosofía. Su búsqueda. Su camino. Sabiendo que el camino mismo es un abrojo. Dice en Viaje a pie: “El camino hace adelantar y al mismo tiempo es un obstáculo. ¿Quién se atreve a modificar el camino? ¿Cuánto hace que la humanidad son Jesucristo y Sócrates?”. Quizá escribió en alguna parte que cada uno tiene que ser Cristo y a la vez Sócrates. Y que el camino es sólo una palpitación, una inquietud, un descontento, un afán, una búsqueda. La finca donde vivía, en Envigado, se llamaba “La huerta del alemán”. Como en Colombia era réprobo (porque pensaba), y él no quería vivir en Colombia, ese sitio, que siguió siendo su estancia, se llamó Otraparte. Al final, advirtiendo que el camino no es ruta ni destino, su morada se llamó Ningunaparte. Porque la condición humana es el desasosiego. Dice Hegel: “Que cada paso sea una meta sin dejar de ser un paso”.

Fernando González, maestro aporreado, escribe en El remordimiento: “Mi madre me parió cabezón pero infiel. Infiel, insatisfecho siempre, semejante a un viajero que llega y que ya está de viaje, y cabezón, porque siempre, desde niño, estoy buscando la verdad”.

No lo quisieron en Colombia. Ni lo quieren. Pero, ¿vamos a caer ahora en el complejo de “grande hombre incomprendido”? ¿Ese que paralizó al Maestro de Escuela? El Maestro Fernando González ya transitó tales abrojos: “Reniego así de mi obra y vida anteriores, o, dicho con palabras más suaves, me despido del maestro de escuela”. Se despoja, y firma esas páginas como “ex-Fernando González”. Los poetas y los maestros y los filósofos cargan con el estigma de sentirse incomprendidos. “¿Podía vivir así, debajo de mí mismo, nutriéndome de mí mismo? ¿Soy acaso sapo en tinajero?”. Pensar desde la vivencia es cosa que aprieta: “El que haya aguantado más de los cuarenta y seis años que yo aguanté debajo de la alcarraza, en actitud de sapo nocturno, atisbando lo que no dijo que vendría, que me arroje la primera piedra”. Mató al maestro de escuela, en sí, y lo enterró. “A este nuevo hombre que somos desde ahora, el busto désenlo en plata. Vendo la lápida también, por cincuenta”. Y hoy vendo el homenaje. También el pedestal. En carta a Andrés Ripol escribe: “¡Qué asco los premios, los reinos, las condecoraciones!”. Es que nunca pudo enterrar al maestro de escuela. Ni siquiera lo pudo matar. El nuevo Don Tinoso va al aeropuerto a recibir al candidato, pero los válidos lo miran con desconfianza: “Resulta que arrastro el cadáver del maestro de escuela; eso no me abandona”. Siguió siempre en actitud de sapo nocturno. Sólo que ya no quería ni busto ni plata ni comprensión mundana. Sólo su intimidad. Y se despojó del complejo de grande-hombre-incomprendido.

Lo que quería era la beatitud. Pero qué lerdos que son los escribas. Beatitud es espíritu de verdad. Al Padre Ripol, su amigo de intimidad y también sapo en tinajero, le dijo pocos días antes de su partida forzada: “Usted que se va y yo que me muero… pero que li’ hace”. Parece que había atisbado la verdad, o al menos una lucecita allá en el fondo oscuro. En otra carta al P. Ripol dice: “A mí me han llamado ‘ateo’ los ‘jerarcas’, y he sido beato”.

A los que sólo quieren busto y plata les resulta incómodo el sapo nocturno en el tinajero: es testigo de su podredumbre. No se trata de pedirles que dejen la plata y el busto, y que “comprendan” a Fernando González. Que no lo aplasten. Ni siquiera con la quincalla del homenaje. ¿Cómo hacer? No conviertan al beato en Cristo de repisa. ¡Qué asco los premios, los reinos y las condecoraciones!

Que lo dejen vivir en Ningunaparte. Quizá no sea preciso comprender a Fernando González. Porque no es píldora ni concepto, sino razón vital. Y cada uno vive su vida y sólo desde ella puede levantar su propio desasosiego por la verdad: la beatitud. Cada uno tiene que buscar el sombrío del yarumo blanco. Uno puede aprender agrimensura pero no aprende filosofía. La vida de Fernando González, su obra en ella entroncada, es suya y no mía. Y los que se apropian de obra ajena son estériles. Mulas del pensamiento. El filósofo es apenas un empujón.

Lo que hace es tentarme: “¡Cuán bella es la vida para el metafísico! Es él quien percibe lo que hay debajo de los fenómenos”. En carta al P. Ripol le propone este lema de Nietzsche: “¡Cava hondo, cava hondo! Deja que los oscurantistas digan que debajo está el infierno”. Define a Jesús como “ese que triunfó de lo fenoménico”. La incitación es a rasgar el fenómeno, a romper la máscara de las apariencias.

Y la beatitud es ante todo belleza. En Viaje a pie: “Cuando el viajero va descendiendo, o mientras trepa la vertiente opuesta, contempla cascadas, casuchas inverosímiles puestas en los desfiladeros semejantes a los cromos que hay en las cantinas de las aldeas; árboles inmensos entregados a la lascivia; hermosas praderas sembradas de café, plátano y maíz. ¿Qué hay en la tierra más hermoso que el sietecueros florecido o el carbonero somnífero? Cuando el viajero transita por la orilla del río, huele la tierra caliente a pará, a yerbas abrasadas por el sol. Por allí al ruido de sus pasos, huyen los lagartos rapidísimos y tornasolados, y se oye el canto de los carriquíes. Arriba cantan la mirla y el sinsonte, y en las revueltas lóbregas del difícil camino de la montaña sorprende al viajero el silbo burlón, casi humano, del pájaro solitario”.

Es ese silbo burlón el que cada uno tiene que buscar.

Fuente:

Lecturas Dominicales, El Mundo, febrero 11 de 1989, página 3.