Introducción a
Las cartas de Ripol

Por Alberto Aguirre

Disponen los superiores el alejamiento de Andrés Ripol y al saberlo, le escribe Fernando González (28 oct. 63): “¡Pero qué solo, qué solo me siento! Usted ha sido el único compañero humano, el único completo calor humano en La Verdad, que he tenido en 68 años largos”. Aquí está la dimensión de esa amistad: unión de almas.

La laceración que padece González al saber la partida inminente, señala la significación que tuvo Ripol en su vida. Acercándose ya la ida, le dice González (carta de febrero de 1964): “Anoche ví que con este irse usted yo soy un viejo triste, con dolores por todo el cuerpo. Y como la virtud es no mentir, ¿qué es eso de ‘ser valiente, de no estar triste’? No. Soy tristeza, soy soledad, soy Fernando González que se sentía joven con usted y que gozaba, por eso, con el nombre de ‘viejito’, ‘mi viejito que me encontré’, y que ahora ya no aguanta que nadie le diga ‘viejito’, porque ya sí es un viejito”. Esto lo escribió uno o dos días antes del 16 de febrero de 1964. Y le había dicho a Ripol: “Usted que se va y yo que me muero”, con voz tenue y la cabeza gacha. Alza entonces los ojos, mira hacia lo alto y añade: “Pero que li’hace”. Ripol salió de Medellín en la mañana del 16 de febrero de 1964. González murió esa misma noche. Esta carta última es el clamor de un agonizante: se le desgarraba el ser. El alma lacerada por la ausencia. El lamento de un alma desnuda ante la muerte, que se hace ansiosa de la muerte. El texto alcanza el patetismo y nos sumerge en la palpitación del agónico. Como un clamor que nos llega del otro lado de la agonía.

Andrés Ripol, de la orden de los Benedictinos, catalán, había llegado a Medellín en marzo de 1953, en compañía de David Pujol, también benedictino y catalán, con el propósito de fundar una abadía de dicha Orden. Así lo hizo y, junto a la abadía, un colegio de segunda enseñanza. Ripol se integró a la sociedad antioqueña, haciéndose además consejero espiritual de numerosas gentes. Aún hoy, en Medellín su figura es memorable. A poco de llegar conoció de modo circunstancial a Fernando González (“mi viejito que me encontré en la carretera”). Volvieron a encontrarse algunas veces, también en simple circunstancia. Pasaron diez años. Y en Agosto de 1963, Ripol, gracias a otra circunstancia (que él narra en alguna de sus cartas), lee Los negroides de Fernando González y le escribe de inmediato, como tocado por la gracia: es esa primera carta, que abre el diálogo, de 26 de agosto. Al hacer memoria de aquel primer encuentro, dice que fue “el de un mellizo-oasis en el desierto de la vanidad”. Pero habían pasado diez años, pues “el encuentro germinaba, en mi soledad”. Para ambos, éso fue: una gestación necesaria. Y que abrió como eclosión. Para González, para ambos ocurrió éso: una iluminación, un estallido. Le dice en su carta de respuesta (29 ago. 63): “Esta carta suya del 26 corrientes fue lo que yo estaba pidiendo: que me enviara su ángel, que me rehiciera como si fuera óvulo”. Para ambos, en el choque de las almas, un hallazgo. Dice Ripol en su segunda carta (1 sep. 63): “Que yo, Doctor, toda la vida lo andaba buscando y no lo encontraba, a mi amigo, caminando solo con el SOLO INVISIBLE”.

Y fue acicate y excitación para González, quien ya en 1916, a los 21 años, había escrito su primer libro, Pensamientos de un viejo, y cuya vida entera había sido un proceso de conocimiento, en el camino hacia la verdad. Proceso y camino que quedan testificados en varios libros; porque su pensamiento deriva de su propio proceso, de su propio camino, de su propia andadura vital. Ahora, con Ripol y frente a Ripol, culmina ese proceso y se sigue andando un camino que es interminable. En las cartas, huella visible de ese encuentro de almas, se va plasmando aquella búsqueda.

En el hallazgo mutuo se abrieron estas dos almas, y se anudaron. El frecuente contacto, para el ensamble de caminos, para la búsqueda común de una presencia. Se juntaban en figuración, vivían muy cerca el uno del otro, se escribían de modo constante las cartas que dejaban el testimonio de la intimidad compartida. Son ellas como la flor visible de un mundo de profundidades, que entre juntos iban construyendo. Y ambos empezaron a nacer de nuevo. Le escribe González (3 ó 4 sep. 63): “Antes de su primera carta me estaba rondando la ensoñación de vivir y escribir un tratado de brujería (cristianismo). ¡Pues ya está en mí, con sus cartas!”. Ante todo, la vivencia, y de la vida brota la palabra. Este libro, su último libro, lo vivió (lo escribió) con Ripol. Por eso son Las cartas de Ripol.

Que fué su complementario: como se dice en términos dialécticos, su legítimo contradictor. Monje benedictino, habiendo ingresado muy joven a la Abadía de Montserrat, en Barcelona (había nacido en 1910; González, en 1895), Ripol estudió filosofía y teología en Alemania, fue luego profesor de teología en Montserrat, maestro de ceremonias, especializado en litúrgica, gestor de la remodelación de la abadía. Una personalidad de múltiples facetas, sacudido por la inquietud y la búsqueda. Fotógrafo de cosas y de mundos, y también de almas. En esta tierra de Colombia, se hizo amoroso de la tierra y de la selva y de los indios, a los que llegó a conocer, comprender y amar. Cuando se acerca a González, es también hombre imbuído de amor. Y con ansias renovadas de búsqueda y camino. De él dijo el Cardenal Larrahona, prefecto de la Congregación de Religiosos, con quien se entrevistó en 1957 para obtener la independencia de la abadía de Medellín, que “era un monje y un hombre”. Un carácter y una vocación. También un desasosegado de amor. Así, con su fuerza y su intimidad, fué también luz y llama para González. Como Ripol insistiera en que “no le podía dar nada, sino admiración que contempla y amor que se sigue” (1 sep. 63), González le llama “el garabato amoroso que usted es” (3 ó 4 sep. 63) y “el mejor soltador de nudos” (28 oct. 63). Y al final, cuando ya se entrevé la partida, escribe (14 nov. 63): “¿Y ese del río Ripol no me ha llevado a cuestas como mil leguas en mi camino al Nacimiento?”. Este el tono de las cartas: la pura presencia, la intimidad hecha flor, al romperse la apariencia. Se habla desde la entraña. Son cartas y presencias desnudas de vanidad.

En carta de 5 oct. 63 le dice González: “¡Y luego dice y dice usted que usted no me da: usted me engendra en Amor en el útero de este nuestro vivir y convivir en aledaños de quebradas Ayurá y La Zúñiga!”.

Fué la identificación. Y es dicho proceso el que palpita y renace, con perpetua frescura, en estas cartas: ese hallazgo, esta iluminación, y la pureza y el conocimiento que de allí van brotando. De ahí la maravilla. Poder presenciar el proceso del conocimiento, como obra entre dos seres, que bucean en la intimidad.

Pocas veces se da la ocasión de vivir, en otros, esta vivencia de amor que procura conocimiento. El pensamiento se hace compañía y la verdad es obra común de las almas. En suma, un proceso de conocimientos por el diálogo y la vida compartida. Para señalar que la verdad no es búsqueda aislada, en gabinete o en concepto, sino captura en vida y compañía. Sólo cuando amamos, y compartimos, conocemos. “En este punto, ahorita, ya, Ud. y yo somos uno en… AMOR Y GRITOS AL AMOR ESCONDIDO”, le dice González (3 ó 4 sep. 63). Y en carta de 16 ó 17 oct. 63 da una definición, la más hermosa, la más simple y diciente, de esa intimidad: “Es porque usted y yo nos volvimos monólogo”.

A tal grado el ascenso a la intimidad, que Fernando González adopta un nuevo nombre: el que le da Ripol: Etza-Ambusha. Por Etza, Dios en el lenguaje de los jíbaros del Ecuador, y Ambusha, por el linaje de una de sus tribus. Ya en la carta de 3 ó 4 sep. 63 firma así: “Ex-Fernando González, actualmente ETZA-AMBUSHA”. En 1941, sumido en la angustia, por falta de presencia, firma de este modo su libro El maestro de escuela: “ex-Fernando González”. Se despoja, porque ha caído en la sima. Ahora se despoja para ascender, en compañía, a la intimidad. Y cuando se anuncia la ruptura de la compañía, por la ida impuesta de Ripol, firma su carta de 30 oct. 63: “Suyo instante a instante, Fernando González Ochoa, o Etza-Ambusha, nombre que al irse Ud. no usaré, por ser sagrado”. Al irse Ripol, dejó de ser Etza-Ambusha. Murió.

La separación, su anuncio, fue como un trueno que rompió el cristal de la intimidad y nubló el espíritu. Borró la presencia. Al saber que los superiores alejaban a Ripol, le escribe: “Y ese diablo que lo tiene a usted y me tiene a mí heridos hasta la agonía…” (28 oct. 63). Le contesta Ripol al día siguiente: “Todo mi sostén en estos aciagos momentos ha sido El, visto en sus cartas”. Aciaga agonía, que llevó a González a la muerte, y a Ripol, al exilio. En la última carta que aquí aparece, escrita por Ripol desde Miami a unos amigos (Semana Santa’64) cuenta que a la muerte del Mago anduvo por América Central “en busca del hueco donde caer muerto”. Así se despide: “Un abrazo desde mi acompañada soledad, camino del destierro”. Hoy vive, en quietud y dulce compañía, en medio de árboles y silencio, aún iluminado por aquel fuego. Pero siempre desterrado. Se le ve rodeado, como por un aura, por ése al que aún llama Mi Mago.

Que también él fue mago para González, pues se habían hecho monólogo. Y obró como especie de catalizador para que brotara este libro, también suyo. González cierra aquí su parábola vital, que en él, pensador de la vivencia, es su parábola como creador y pensador. Aquí están, en elaboración final y alquitarada, las líneas esenciales del pensamiento de Fernando González, que vale por decir: las líneas esenciales de su vida. Porque algunas almas cándidas (por ignorancia) hacen la lectura del converso. Sucede que esa vida y esa razón vital y ese pensamiento guardan íntima coherencia. Dentro de las contradicciones que son propias —y esenciales— a toda obra humana. Que el hombre no es flecha ni línea recta.

Le preguntan unos estudiantes de Ibagué (junto a carta de 14 oct. 63): “En los círculos intelectuales se comenta que su pensamiento filosófico ha cambiado de objetivo, inclinándose más a lo místico que a cualquier otro aspecto del humanismo”. Responde: “Por aquí no hay ‘círculos intelectuales’ sino cursillos y mesas redondas, cuevas de ausencia, llamadas universidades… Y no he cambiado de objetivo: desde niño u óvulo atisbo la juventud eterna y la busco y la rebusco en caños, albañales, cuevas, muchachas y viejos. Desde niño me definí o conocí como el que atisba a Dios desde su letrina; por éso, para cumplir la misión, nací en mí, una letrina, y nací en Colombia, otra letrina. Yo no soy converso: me repugnan los convertidos: ¿para dónde se convierte uno? Uno, un hombre, es cagajón que flota en EL OCÉANO DE LA VIDA. Por eso dijo Pablo, patrono de los viajeros: En la VIDA somos, nos movemos y vivimos”.

Le hicieron esta otra pregunta: “Algunos escolásticos han criticado su panteísmo filosófico, porque lo juzgan incompatible con el cristianismo. ¿Cómo les respondería usted?”. Del siguiente modo: “Y que hay escolásticos que dicen que no soy una nada, toda de Cristo o la verdad (que eso es ser cristiano). ¡Pero si por aquí no hay escolásticos: no hay sino La Compañía de Jesús, y el padrecito Henao Botero, que apenas si es un seminarista!”. Es lúcido. Nadie, en Colombia, ha llegado a conocerse tánto a sí mismo. En carta de 18 nov. 63: “A mí me han llamado ‘ateo’ los ‘jerarcas’ y fui beato”. Ya se sabe que beatitud es espíritu de verdad, o su ansia. En esta misma carta: “adorar un engrama es lo que produce eso que llaman sentimentalismo, que es un traje oloroso a perfumes de ramera… Sentimentales son los que repiten oraciones vacías con voces de llorones; los que tienen el mirar huidizo y mucho miedo a las mujeres bellas. ¿El Espíritu de Verdad, que nos hace llorar de beatitud, es sentimentalismo?”. En medio de este lupanar, él era otro, y vivía en Otraparte, y a lo último, en Ningunaparte. “¡Qué asco los premios, los reinos, las condecoraciones!” (14 nov. 63).

En Viaje a pie, libro de 1929, dice (p. 213): “¡Cuán bella es la vida para el metafísico! Es él quien percibe lo que hay debajo de los fenómenos”. Y en carta de 24 ó 25 sep. 63 le dice a Ripol: “Le propongo a usted que en este bregar adoptemos el lema nietzcheano de ‘¡Cava hondo, cava hondo! Deja que los oscurantistas digan que debajo está el infierno’“.

Eso fue lo que hizo Fernando González toda su vida, desde Pensamientos de un viejo hasta Las cartas de Ripol, desde su nacer hasta su morir: cavar hondo en busca de la verdad, tras el fenómeno. Tal su camino, sin preocuparse por los oscurantistas. Como amaba la verdad, la buscaba. Ahí, su obra de filósofo, que filósofo no es sólo el que ama la verdad, sino el que la busca (porque la ama). Por vivo y por buscador y por ansioso, no puede ser encerrado en cartillas, ni aprisionado en cápsulas conceptuales. No es para ser aprendido; menos, para ser imitado. Como todo filósofo, no es una receta sino una incitación. Que de pronto se encuentra el camino.

El Viaje a pie proclama a “Jesús, que triunfó de lo fenoménico” (p. 247). Y allí mismo (p. 267): “Eres el Deus Absconditus; eres el que está fuera del metro y fuera del litro; eres, Señor, quien trasciende del verbo y del adjetivo, quien es negado cuando es afirmado”. Es la noción que trasluce, en coherencia radical, a lo largo de su búsqueda de verdad. Cavar hondo. En carta a Ripol, de 3 ó 4 de sep. 63, dice: “Todo nace en Dios: ese silencio es Dios; por eso lo llaman Deus Absconditus”. Y en El remordimiento, libro de 1935, afirma (p. 5): “Veo a Dios. ¡Cuán bello es El que está escondido, El que susurra bajo las formas de la vida!”.

No es noción cómoda, como para ganar el favor de los jerarcas. En El libro de los viajes o de las presencias, publicado en 1959, dice (p. 184): “Saber que Dios no existe: no es objeto, ni ser como los que existen. Pero es más vivo, más vivencia que todo lo que existe. Es, pues, la Intimidad, que nadie ignora y a quien nadie ha visto”. Anota en carta de 24 y 25 sep. 63 que Nietzsche amaba mucho a Cristo y que sólo le faltó “vivir que Cristo no es OTRO, que es nuestra INTIMIDAD”. Concluye: “No es el Dios de los burgueses, que lo tienen para que les perdone los pecados”. Y en carta de 13 nov. 63 denosta de esos que “entienden por predicar (el Evangelio) el leer, o hacer recitar o aprender de memoria, o el subirse a un púlpito a gritar, regañar, insultar o a llorar con ojos de llorona, pues entonces… ¡el Reino de este mundo!”. En Los negroides, libro de 1936, señala (p. 77): “A Cristo lo traicionaron aquellos que fueron a Roma a fundar un imperio conquistador”.

No es extraño que lo hayan calificado de ateo los jerarcas. En El remordimiento, libro de 1935, exclama (p. 57): “Mi madre me parió cabezón, pero infiel, insatisfecho siempre, semejante a un viajero que llega y ya está de viaje, y cabezón, porque siempre, desde niño, estoy buscando la verdad”. En un orden social tejido de conformismo e hipocresía, el solo hecho de afanarse por la verdad convierte al buscador en réprobo: y es el que no está satisfecho, el que levanta losas, el que destapa los fenómenos y rasguña y rompe máscaras. Y el que de pronto entrevé una lucecita. Otra cosa es el acomodado: en carta de 16 ó 17 oct. 63: “… muy buenito, dicen los superiores y le ponen cinco y lo declaran modelo, rey o reina de la humildad: es la beatería, la caricatura del cristianismo”.

La conciencia lúcida de sí mismo se daba sin alardes; antes bien, con dolores. Y así ha de ser. En carta de 21 oct. 63 recuerda que en su libro Cartas a Estanislao, de 1935, figura ésto que le decía a su suegro: “Yo soy muy malo, pero soy el que más gana tiene de ser bueno”. Y ahora sucede que un hermano de las Escuelas Cristianas quiere hacerlo bajar de la acera, para que le ceda el paso. Le contesta: “Bájese usted, hermanito, que yo también soy hermano cristiano” (carta de 20 sep. 63).

Tampoco había el alarde de la verdad. Sólo la dureza de la verdad, pero todo como en medio de la ternura. Los estudiantes de Ibagué le preguntan por el Frente Nacional, esquema político colombiano de coalición entre partidos, y responde: “Frente Nacional es la unificación de los trapos sucios de la historieta colombiana. Es un trust de lupanares. Ahí se encerraron todos los colombianos, viejos, mujeres y hombres, jóvenes y niños, y hasta los del tercer sexo. Eso que llamaban LIBERALISMO y CONSERVATISMO llegó a no creer o vivir sino el inteligible lupanar, y se unificaron y hoy Colombia es el gran lupanar que antes fue Cuba”.

Turbio mundo de asco, donde imperan las apariencias: mundo del fenómeno, que se toma por realidad. Ahí desfallece el espíritu. Es el reino de la vanidad. En ese lupanar el que busca la verdad agoniza. Las cartas entre Andrés Ripol y Fernando González dan fe de una agonía: la de dos espíritus iluminados. La luz que brota no es otra cosa que la búsqueda. Fue un estallido de breve duración en el tiempo. Pero qué acicate para seguir buscando la verdad: qué duración contra la vanidad: y qué ganas de rasgar el fenómeno.

Contra estos dos espíritus encendidos se alzó la vanidad. Denso muro. Fueron separados: uno partió hacia la muerte, el otro, hacia el destierro.

Pero aún ilumina el estallido de su luz. Y sigue, duro, el impulso.

Madrid, Enero de 1989

Fuente:

Las cartas de ripol. Bogotá, Ediciones El Labrador – Joe Broderick, mayo de 1989. Prólogo de Alberto Aguirre.