El hermafrodita durmiente

Por Camilo García Giraldo

La escultura llamada El hermafrodita durmiente es una copia romana del siglo ii d.d.C. de la realizada por el escultor griego Policles, que representa a este joven dios hijo de Hermes —el dios mensajero— y Afrodita —diosa de la belleza, la sexualidad y el amor—. Tiene genitales y rasgos tanto masculinos como femeninos debido a que, según cuenta la leyenda mitológica, una ninfa, al verlo bañarse desnudo en el estanque de Salamcis, en la actual Turquía, se enamoró de él de modo tan intenso que se adhirió a su cuerpo y les suplicó a los dioses que nunca la separaran de él. Súplica que estos le concedieron.

A comienzos del siglo xvii esta copia fue descubierta en Roma. El cardenal Borghese, mecenas y amante del arte, le pidió en 1620 al en ese momento joven escultor Giovanni Lorenzo Bernini que creara el colchón para que el dios pudiera dormir con entera placidez y comodidad. Y a comienzos del siglo xix la escultura fue comprada por el esposo de Paulina Bonaparte y trasladada al Museo del Louvre, donde se encuentra actualmente.

El destacado escritor y pensador colombiano Fernando González, hoy bastante olvidado en el país, siendo cónsul en Génova, al ver en 1932 otra copia de esta obra en el Museo Nacional de Roma, quedó profundamente conmovido. Por eso decidió darle el nombre de El Hermafrodita dormido al libro que escribió el año siguiente narrando y reflexionado sobre lo que había visto y vivido en su estadía de un año en Italia, sobre el dictador Mussolini, sobre el carácter de los italianos y sobre algunas de las obras de arte que contempló. Y ahí dice González sobre esta escultura:

Pues así está el pálido, atormentado y frágil Hermafrodita, adormecido en el calor del vago deseo… Sólo que la tetilla es un pecho como un lirio, un pecho que es tetilla y es teta, más hermoso que todos los femeninos.

Es un cuerpo pecado; que atrae y repele. Cuerpo que nos explica cómo los atenienses enviaron a Alejandro un efebo, en premio de sus batallas sublimes.

La garganta enfermiza parece pedúnculo de flor venenosa y nos invita al amor. Todo ese cuerpo pecaminoso nos atrae, hasta el pequeño y suave pene. ¡Atracción maligna! De todo él resulta el complejo de emociones que forman el infierno de la belleza.

Es delgado, femenino y masculino. Quisiera llevarlo y pegarle y besarlo, y adorar a Dios en él.

El Hermafrodita constituye el summum de la conquista en el arte: ¡reunir en la creación humana las bellezas de la mujer y del hombre, unificar la Naturaleza en un mármol!

Esta fusión en el cuerpo del Hermafrodita del cuerpo masculino y femenino tiene, en efecto, una especial belleza «pecaminosa» que nos atrae y nos repele al mismo tiempo. Nos atrae porque nos muestra la imagen informe y no diferenciada de nuestro origen, porque así nos lleva de nuevo a ese origen que deseamos muchas veces de manera inconsciente encontrar de nuevo en el curso de nuestras vidas. Y, al contrario, nos repele también, en tanto niega o suprime la realidad claramente diferente del cuerpo de los hombres y las mujeres, en tanto nos muestra la imagen de un cuerpo que natural y realmente no tienen, en general o en su inmensa mayoría, ni los hombres ni las mujeres.

Sin embargo, su ser y figura plasmada en esta obra de arte nos enseñan que a pesar de las diferencias físicas corporales que separan la fisonomía de los hombres y las mujeres existen rasgos y formas comunes a los dos, que en la naturaleza física corporal y psicológica de cada hombre existe algo propio de la mujer, y que en el cuerpo y el alma de cada mujer existen algunos rasgos y formas propias del cuerpo y al alma de los hombres. Hermafrodita no es un ser mítico-artístico, o mejor, un símbolo cultural, extraño o lejano a la condición o «naturaleza» humana, sino, al contrario, un ser que nos muestra y enseña que en todo hombre hay algo de mujer y que en toda mujer hay algo de hombre, que entre los dos géneros no existen diferencias absolutas.

Algo que no solo se pone de manifiesto en algunas ocasiones en algunos rasgos físicos determinados como las formas finas y delicadas que tienen algunos hombres en sus rostros y cuerpos o en las formas gruesas que tienen algunas mujeres también en sus rostros y cuerpos. O en los rasgos psicológicos que la ternura o expresiva emotividad muy propia de las mujeres que poseen algunos hombres; y el comportamiento racional dominante que muestran muchas mujeres y que siempre se ha considerado propio de los hombres.

Pero esta semejanza entre los dos géneros se plasma sobre todo cuando un hombre asume en la sociedad un rol típicamente femenino, o considerado como tal; o cuando una mujer, al contrario, adopta un rol muy propio de los hombres, o que tradicionalmente se ha definido así. Este hecho del intercambio entre los hombres y las mujeres de sus roles o papeles en la sociedad comienza a presentarse con claridad en la realidad de los tiempos modernos. Y fue el gran escritor francés Gustav Flaubert quien lo mostró muy bien en su novela Madame Bovary, con la que se inauguró la novela moderna.

En efecto, Emma Bovary, la protagonista central de la novela, es una mujer casada, pero desea ser libre como lo son los hombres, una mujer autónoma que es capaz de decidir sobre sus propios actos. Por eso usa prendas y ademanes típicamente masculinos, como usar chalecos propios de hombres o fumar pipa, y adopta, además, frente a su marido y sus amantes, actitudes viriles y dominantes. Es ella la que toma la iniciativa y la que decide sobre diferentes aspectos de sus relaciones, imponiendo su voluntad. En su relación con su amante León, por ejemplo, es ella la que va a Rouen a verlo y no a la inversa; le pide que se vista de determinada manera para complacerla, es la que le dice que renueve las cortinas de su apartamento, la que le ordena que le escriba versos, y es la que comparte los gastos del hotel donde se encuentran. Hoy, cuando las mujeres han logrado, gracias a sus luchas en los países occidentales, ser consideradas iguales a los hombres, esta conducta de Emma parece complemente normal y propia de su condición femenina. Sin embargo, en la época en la que Flaubert escribió la novela, a mediados del siglo xix, esta conducta de Emma no era ni mucho menos típica de una mujer.

De ahí que las sociedades modernas, al reconocer la igualdad entre los hombres y las mujeres, lo que han hecho en gran medida es aceptar y reconocer que entre los dos se pueden perfectamente intercambiar actitudes y roles que parecían en el pasado exclusivos de uno de ellos. Pero, no obstante, se mantienen las diferencias físicas y biológicas claras entre los dos, que parece que la escultura del hermafrodita borra. Pero como esta imagen artística tiene un valor y una función simbólica, nos indica que las semejanzas físicas entre los dos sexos constituyen el soporte que alude a las demás semejanzas psicológicas y sociales que existen entre los dos que hemos mencionado brevemente.

Ahora bien, el Hermafrodita, al reunir en su nombre los nombres de sus padres, nos indica con claridad que reúne él, en todo su ser, los atributos y funciones que los definen y caracterizan; él tiene el nombre unido de sus padres porque porta en su seno lo que ellos son: Hermes, el que transmite los mensajes lingüísticos, el que garantiza la comunicación no solo entre los dioses y los hombres, sino también la comunicación entre ellos. Por eso él es el símbolo del mismo lenguaje de los seres humanos que cuando lo usan se integran o unen entre sí. Y también es como su madre Afrodita, la portadora simbólica del amor que tiene el mismo poder o cumple la misma función que la comunicación, pero en el plano esencialmente sensible, la de unir a los hombres entre sí.

De ahí que se erija en el gran símbolo cultural de la comunicación lingüística y del amor, de esos dos grandes medios o poderes que tienen los hombres para unirse entre sí cuando los usan o los viven más allá de las diferencias secundarias de géneros sexuales, nacionales, culturales, étnicas o socio-económicas que poseen. Por eso el valor de su existencia cultural y de su belleza brota de ese valioso e imperecedero mensaje que nos revela y transmite siempre que lo contemplamos. Hermafrodita es el personaje cultural que, así esté dormido, nos habla cuando lo vemos diciéndonos que el lenguaje y el amor son los atributos esenciales con los que los hombres se unen o se funden en el único ser de su humanidad.

Fuente:

García Giraldo, Camilo. «El hermafrodita durmiente». Comunicación personal, lunes 19 de febrero de 2024.