Lo que Fernando González
no acabó de escribir

Por Alfredo Iriarte

La necesaria brevedad de esta nota no permite un análisis de la obra completa de Fernando González, uno de los pocos escritores colombianos ciertamente grandes y el más genuinamente colombiano y americano de todos. Por ello he querido limitarme a un solo aspecto de su obra que reviste sin duda alguna un singular interés.

Desde hace ya muchos años venía yo albergando la triste certeza de que Fernando González se moriría dejando inconcluso su Santander. Así ha ocurrido y esa fue su gran frustración y la suprema decepción de sus lectores y discípulos. En este estilo suyo insular, macizo y rotundo; henchido de los más ricos zumos de la picaresca recreados, desde luego, en sus individualísimos moldes, Fernando González trazó la primera semblanza verdadera del fementido Fundador civil de la República. En 1940, año de su centenario, celebrado con la profusa pirotecnia con que nuestro caduco liberalismo tradicional iluminó la figura de su presunto progenitor, irrumpió con reconfortante insolencia el libro de Fernando González para abatir el mito y enjuiciar el dogma. Esta obra fue el descubrimiento de Santander. Antes de ella, naturalmente, se había producido una copiosa literatura antisantanderista, mediocre bibliografía compuesta de libelos y panfletos en que los conservadores repitieron hasta la fatiga los mismos ataques a Santander, no porque hubieran profundizado en su personalidad ni en su significación histórica ni porque hubieran realizado un trabajo concienzudo de documentación, sino simplemente porque se consideraban, entonces como ahora, con obstinada mentecatez, herederos del Libertador y por ende detractores forzosos de Santander.

Don Francisco estaba, pues, intacto como figura histórica hasta el libro de Fernando González. Entre los ditirambos de los liberales —Hombre de las Leyes, forjador de nuestra robusta fisonomía civil, conciencia de la democracia, horror de los tiranos, etc.— y las no menos irresponsables diatribas de los conservadores, la hierática figura del general Santander esperaba pacientemente ser estudiada y, más que ello, revelada en sus aspectos genuinos.

El libro de Fernando González es un libro apasionado en el más noble sentido de este vocablo. La historia debe escribirse con pasión. Quédese la frialdad para los eruditos que rastrean documentos y hurgan códices y manuscritos, cuya labor no quiero demeritar sino sencillamente desligar de la del intérprete y recreador de la historia.

Fernando González revela al auténtico Santander tortuoso, elusivo, mezquino, lleno de perversidad y de envidia. Es notable en esta obra el estupendo equilibrio que se observa entre la gracia zumbona del estilo y su fuerte acento satírico por una parte y el rigor histórico y documental que corrobora y presta base a los conceptos por otra. Se ha dicho con injusta ligereza que el Santander de Fernando González es un libelo ponzoñoso. No lo es. Como queda dicho, a todo lo largo de él vibran la pasión y la ira. Pero es que cuando el hombre iberoamericano de verdad siente devorada el alma por la mística bolivariana; cuando vive la tragedia del Libertador tropezando por los caminos de su América grande con los obstáculos que unos cuantos enanos aviesos interpusieron a sus pasos de coloso; cuando evoca el vencimiento final de Bolívar por los enanos; y cuando piensa con Fernando González que, mientras el Libertador murió virgen, quienes hoy nos gobiernan son la progenie de Santander, de Riva Agüero, de Flórez, de Páez y de Rivadavia, su natural reacción no puede ser sino airada, colérica y violenta. Y esa es la postura de Fernando González. Su religión bolivariana lo enfrenta necesariamente al más prominente, vale decir al más ladino y peligroso de todos aquellos que, con asombrosa concomitancia, cumplieron la execrable misión de malograr el ideal del Libertador, único esencialmente capaz de construir la gran nación hispanoamericana, precozmente fraccionada en trozos minúsculos por la rapacidad de sus enemigos.

Sagazmente revela y demuestra Fernando González en su libro una de las constantes más evidentes de la vida de Santander: su farisaica tendencia a hundir el puñal por mano ajena, a tramar el delito y la traición sin dejar huella. Innumerables hechos de su vida lo confirman. Pero entre ellos se destaca la criminal conjura de 1828 de la cual fue él guía e inspirador sin que, desde luego, exista prueba fehaciente alguna que lo condene. No obstante, el hecho es que acometieron la empresa y por ella muchos perdieron la vida en el cadalso. Santander no. Habiendo sido el alma de la conjura salió a Europa al amparo de la magnanimidad del Libertador. A pesar de todo ello la historia no puede exculparlo. Véanse las memorias de Florentino González, uno de los conspiradores y bravo panegirista de Santander, y se notará cómo en este punto flaquea la defensa al hacerse imposible ocultar del todo la insidia con que Santander movió los hilos del atentado cuidándose prolijamente de evitar rastros y limitándose a conducir desde las tinieblas los puñales y pistolas de los septembrinos.

Este y muchos otros hechos de la vida de Santander y, naturalmente de la etapa más importante, se le quedaron en el tintero al insigne maestro antioqueño. Grave pérdida para la bibliografía de la historia honesta de Colombia y motivo de júbilo para nuestra Academia santanderista que, doblegada al yugo de comprometedores auspicios, ejerce tesoneramente el árido oficio de custodiar el mito cada vez más resquebrajado del “Hombre de las Leyes”.

Rev. nº 107-108 / 10-IV-64

Fuente:

Zalamea, Alberto. La Nueva Prensa / 25 años después / 1961 – 1986. Tomo II. Procultura, Bogotá, primera edición, 1986, p.p.: 129 – 131.