Fernando González
o la rebeldía total

Por Francisco de Paula Jaramillo G.

Me ha pedido “La Nueva Prensa” que escriba algunos párrafos semanalmente. Yo he aceptado gustoso. Es la única publicación importante de Colombia en la cual, gústeles o no lo que uno afirma, respetan el pensamiento del escritor y le publican íntegramente sus artículos.

Voy a escribir y lo saben muy bien aquí, como un demócrata-cristiano. No comprometo a la revista con mi pensamiento, como tampoco tiene que ser necesariamente compartida por mí su orientación ante tal o cual asunto. En una palabra, se trata de hacer realidad un viejo, intensamente proclamado y todos los días conculcado derecho político: la libertad de expresión.

* * *

Quería escribir sobre la “Semana del buen ciudadano”. Quería decir algo sobre la manifiesta y altiva indiferencia de la ciudadanía ante esa campaña que, bajo un pretexto cívico, le quiso hacer el juego al Frente Nacional.

Hubiera querido analizar cómo no puede haber rectitud de intención en una campaña que le dice al ciudadano que tiene derechos políticos que en realidad no tiene, y que le pide que ejerza derechos políticos que muy bien sabe que no puede ejercer. Hubiera querido interpretar la sonrisa escéptica del hombre común cuando le llegan con los folletines recargados de teoría, sin explicarle que en Colombia no se puede escoger y por eso no tiene sentido votar.

Pero… ha muerto Fernando González.

Ante su tumba silenciosa y humilde, cavada en la tierra arisca de su ciudad natal, los que no sólo le admiramos sino que tuvimos el privilegio de su estimación personal, tenemos que descubrirnos y hundir la cabeza para meditar profundamente su mensaje.

Él, el rebelde por antonomasia, se mereció lógicamente la animadversión de todos los serviles de esta patria nuestra. Ahí lo podemos ver reducido a él, el filósofo, el pensador, el maestro, a la categoría graciosamente reconocida por la Gran Prensa de panfletario.

Una sorda indignación sacude el pecho cuando estos periodistas, traficantes de los viejos partidos, se atreven a analizar lo que es y lo que representa Fernando González para Colombia. Acostumbrados como están a que los escritores más sobresalientes del país vayan haciendo reverencias a los tartufos de la política tradicional, no pueden admitir que una voz se haya levantado libremente, osadamente, y en el idioma del pueblo, con sus palabras, claras y contundentes, les haya lanzado a la cara su miseria y su bajeza de espíritu.

Fernando González es una gloria indiscutible de Colombia y de América toda. Posiblemente sus obras no sean justipreciadas sino años más tarde, por generaciones libres de fetichismos, que no se enreden en las “palabras feas”, escándalo de solteronas y de mojigatos, y sepan escudriñar la lección de dignidad y de independencia que vibra en todas esas páginas tejidas sobre la temática vulgar de la vida cotidiana.

Detestaba la hipocresía, la envidia, la tacañería, la ruindad y la bajeza. Todas ellas le merecieron los más duros epítetos, acomodadas sobre el lomo de unos cuantos de nuestros personajes de opereta. Para unos y otros encontraba explicaciones, atenuantes. Y exclamaba: “La gente cree por aquí que odio, cuando me oyen insultarme a mí mismo en los prójimos. Lo insultado es el concepto, la limitación conceptual nacida en mí, al representarme en ellos y ellos en mí”.

Mejores tiempos habrán, y mejores plumas, para intentar un bosquejo de la apasionante personalidad de Fernando González. Hoy, sobre el polvo impiadoso que cubre sus despojos mortales, apenas cabe musitar una plegaria y, calladamente, afirmarse en una resolución: la de escribir como él con esa santa libertad y esa valentía, que le han valido el desdén de tantos valores consagrados.

Rev. n° 103 / 6-III-64

Fuente:

Zalamea, Alberto. La Nueva Prensa / 25 años después / 1961-1986. Tomo II. Procultura, Bogotá, primera edición, 1986, p.p.: 67 – 69.