Una gran sorpresa

Por Eduardo Lemaitre

Yo siempre he pensado que la filosofía no es una cosa así tan complicada como muchos creen. Porque filósofo es todo el que se detiene, aunque sea por un momento, a pensar en Dios y en las causas últimas de la vida, de la muerte, del mundo que nos rodea o, en fin, del bien y del mal. Sobre tales temas cualquiera, con dos dedos de frente, puede pronunciarse y puede por lo tanto filosofar… No se necesita más. El Discurso sobre el Método de Descartes, que revolucionó el pensamiento filosófico de todas las edades, no pasa de 60 páginas, y eso que el autor le encimó de ñapa dos capítulos: uno sobre óptica y otro sobre geometría.

Los alemanes fueron los que vinieron a dañarlo todo cuando crearon un lenguaje especial para expresar el pensamiento filosófico, y cada cual tuvo el suyo propio, y encima de eso creyeron que no se podía escribir sobre filosofía en menos de cuatro volúmenes. De esta manera esa disciplina se convirtió como en una montaña que nadie se atreve a escalar ni hay para qué, porque elevada ya a una zona inaccesible resulta que pierde su objetivo, y no sirve para nada. Los que a ello se animan, aunque sea tímidamente, se cansan a poco de trepar, y unos cogen por el camino de la ciencia, creyendo que por allí van a encontrar la verdad, y lo que encuentran son más misterios; y otros, como yo, cogemos por el camino de la fe, que es más cómodo y más esperanzador.

Esto último debió de ser lo que le ocurrió también a Fernando González a juzgar por lo que acabo de leer en una obrita titulada Mis Cartas de Fernando González, que ha publicado mi buen amigo Antonio Restrepo S. J., viejo profesor de literatura, con quien su paisano de Envigado mantuvo larga correspondencia y amistad sin nublos; y cuyas páginas son, en cierto modo, una revelación porque ahora resulta que, en el fondo, y en privado (sic), el filósofo de Envigado, el demoledor, el rebelde, el irreverente, no sólo era un místico angustiado por la incógnita de Dios y el Hombre, sino un católico convencido y, encima de ello, un practicante. Díganlo si no las frases que, espumadas al azar, voy a citar seguidamente, y que he hallado en páginas de la mencionada obrita.

Hablando por ejemplo, de cierto libro de un autor finlandés, escribe: «Lo que más me gustó es que, sin hablar de Dios, nos hace sentir su presencia con gran seguridad». En una carta, hablando del mismo tema, dice: «Para mí creo que vivimos en Dios y que a Dios no se le prueba, no se le coge, no es objeto, sino que se le vive. Lo confortable y lo vivificante es sentirnos en su poder». En otra afirma: «Para mí tengo que la verdad de las verdades, el cimiento inconmovible de toda la vida es aceptar la voluntad de Dios». Y más adelante: «Lo que más me interesa de la vida es la muerte. En las biografías siempre comienzo a leer por la muerte… no valdremos nada sino cuando creamos en la muerte… Vivir debe ser morir, y morir un proceso de traslado».

En cierta ocasión, en el año de 1946, Fernando le pide al padre Restrepo que vaya al Instituto Nacional de Radio y visite a un su amigo que está allí enfermo de cáncer.

«Parece que ya se confesó», le dice, «pero vaya usted con algún padre ya ordenado, y machucho para que lo consuele y vea si lo echamos en los brazos de la única esperanza: Jesucristo». Un año después, dándole un pésame, González le hace esta reflexión al jesuita: «¡Animo! Por aquí también llueve, pero esperamos. La fe es la sustancia de lo que esperamos (Pablo)… Hágase tu voluntad: ¡uno, dos, tres…y resucitaremos!». Y en la víspera de la ordenación del padre Restrepo, que fue poco después, al excusarse por no poder asistir a la ceremonia estampa estas palabras: «Vaya o no vaya corporalmente, ese día estaré orando por Ud. y por su papá, y mi oración será oída, pues ese día comulgaré aquí o allá, en donde Dios me tuviere». Efectivamente, Fernando estaba muy enfermo por esos días, y en una carta subsiguiente hace esta reflexión: «Me siento muy mortal, pero tengo fe y aguardo. Aguardo no más en aquel hijo de Dios. El resto es paja, placer y dolor».

Pero de pronto, salta de entre aquellas páginas, como un bicho raro, esta pregunta inquietante que lo deja a uno cogitabundo y caviloso: «¿Cuándo se acabará esto del capital privado como fundamento de la economía? ¿No florecerá entonces el cristianismo? Hoy los comunistas son ateos, eso es verdad; pero, ¿no será eso una enfermedad durante la pelea?».

Fuente:

Lemaitre, Eduardo. «Una gran sorpresa». Periódico El Tiempo, 19 de diciembre de 1983, página 5A, columna de opinión Corralito de papel.