Fernando González

El odio que se experimenta contra cualquier cosa, procede tan sólo del amor que se siente por otra; odio a la enfermedad tan sólo porque amo la salud.

Bossuet

Por Carlos Mario Londoño M.

El difícil arte de manifestarse ha sido una de las penalidades más grandes para los seres que lo pretenden. Encauzar la existencia por senderos propios y buscar en los fondos del alma maneras de superación es labor ardua que los contemporáneos no perdonan, pero que la historia se encarga de reconocer.

La personalidad es la suprema riqueza del hombre, quien la posee ha alcanzado la meta humana.

Fernando González es uno de los seres que ha emprendido luchas de toda índole para descubrirse, de allí su continuo otear por muchos horizontes. Pero no pretendemos analizar al hombre en general, sino descubrir la esencia suprema de su vida.

El comportamiento de los hombres definidos gira siempre alrededor de un principio fundamental que constituye el motor esencial de su actividad. En Fernando González es el amor, en un sentido scheleriano; como tendencia, según los casos, como acto que trata de conducir cada cosa hacia la perfección del valor que le es peculiar, y la lleva efectivamente. Él mira al mundo por la amplia ventana que cada conocimiento pone ante nuestros ojos, y le infunde a su mirar una paternal bondad que al chocar con las cosas, muchas veces hace restañar su ira. En las noches rumorosas en el jardín de su casa y en el río tumultuario de la ciudad experimenta con delectación fáustica la verdad que se halla encerrada en esta frase de Goethe: «Quien mira en silencio en torno suyo, ve cómo edifica el amor».

Quien haya leído sus obras y compartido su amistad o su ira, seguramente se habrá encontrado ante una pila bautismal de aguas vivas dispuesta a darle nombre a una vivencia amorosa. Sus arranques místicos y su fervor por lo bello están diciendo lo que su alma es capaz. La mística es hija del amor y salvadora del hombre.

El hombre llega a la sabiduría, ha dicho Fernando González, por el sendero de su propio dolor, o sea, consumiéndose. Consumirse por algo, es amar profundamente y con amor crucificado, que es el más sublime de los heroísmos. El dolor es el manantial eterno de la perfección, la riqueza más noble con que nos arma el amor, y sobre todo, el dolor que nace de la lucha, ese morir viviendo que inspira nuestras mejores acciones. Muy bien ha dicho el autor de El maestro de escuela: «El amor que dirige mi actividad es a las agonías y entierros». La «Agonística» debe ser la ciencia del hombre. Qué hermoso es contemplar a un joven o a un anciano enamorados de su agonía.

El amor que huye en el corazón de Fernando González y que relieva su personalidad mística, todos los días diamantizará más su espíritu inquieto. Un día lo vimos comulgar, hace ya algún tiempo, en compañía del doctor Francisco Restrepo Molina, de quien hablaremos también, y podemos asegurar que jamás hemos visto más sencillez, o, mejor, más amor. Lo que no me explico es por qué no comulga Fernando González con frecuencia, pero lo veremos muy pronto. El catolicismo hay que vivirlo no sólo en la naturaleza sino en los sacramentos. «Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en ti». Dios y sólo Dios, como afirma Max Scheler, puede ser la cúspide de esta arquitectura gradual y piramidal del reino de lo amable; y al mismo tiempo fuente y fin de todo él.

La mística es la esencia vital del hombre y la única que da las dimensiones de la eternidad y la gloria. Sin mística todas las acciones resultan desglanduladas y blándulas. Ninguna obra grande ha nacido de un alma sin amor.

Fernando González vale para nosotros en la medida de su amor, y si la vida le es propicia alcanzará la cima de la verdad iluminada, irradiando sobre sus contemporáneos y emocionando a quienes portan alguna inquietud de perfección.

Fuente:

Periódico El Colombiano, edición desconocida, columna de opinión «Siluetas». Ver carta de Fernando González a Carlos Mario Londoño Mejía.