La vida está en “Otraparte”

Por Juan Manuel Roca

Con Fernando González me ocurre lo siguiente: su escritura me impone una mirada que sigue presente mucho después de cerrar alguno de sus libros. No se pasa impunemente por sus páginas y el peligro está en que, como el papel secante sobre la mancha de tinta, nos absorba y obligue a mirar el mundo con su inequívoca forma.

Quiero decir que en todo lo que se ha escrito en este país —no es mi asunto si es filosofía su quehacer— me resulta difícil encontrar algo más personal, alguien con un don más poderoso para habitarse, con tanta maestría para preñar de sentido a las palabras.

Leo en Fernando González la palabra muchacha, y esa palabra huele a paraíso, a agua enamorada. Leo en Fernando González la palabra ceiba, y una sombra fresca espejea en mi cuarto. Hay liviandad de balso en su escritura, así cada una de sus poderosas imágenes tenga hondas raíces en la tierra.

Por años he padecido y compartido su idea de “vivir a la enemiga” y a contracorriente del hombre satisfecho, y aunque a veces me mortifique en él cierta tufarada jesuítica, cierta catoliquería, el embrujo de su fuerza vital, de sus palabras cargadas de un aura de hombre que ha viajado y trasegado por sí mismo, me hace encontrar otras verdades bajo la llaneza de mis lecturas iniciales. Es el embrujo de quien, como Nietzsche, sabe mudar de piel, sabe mudar de opinión.

Nunca lo vi y, sin embargo, cuando a veces paso por su casa en Otraparte, creo ver su presencia, su emboinada sombra que cruza con un bordón de viajero de otros días. El, que sabe que todo es viaje, que todo es sucederse. Leo en Fernando González la palabra bailarina y esa palabra baila bajo un cielo desnudo. Es el poder seminal de las palabras no buscadas sino destinadas al pensamiento.

Alguna vez lo imaginé caminando bajo un paraguas sin tela, entre su armazón o esqueleto de alambre, en un campo donde llovían aerolitos. Tal su pastoreo de riesgos, su vocación de despojo.

¿Cuál el secreto de su habla? El nombrar las cosas en su esencia, el verse y vernos en lo que somos, un trozo de barro ensimismado. En el fondo, así lo recorran ráfagas de lástimas y rabias, Fernando González parece convocar esta esquirla de Montaigne: “No hago nada sin alegría”.

Fuente:

Magazín Dominical de El Espectador, n.º 565, febrero 27 de 1994, página 17. Oír grabación aquí.