Simón, el chamán
que soñó el progreso
con amor y poesía
Por Iván Samir Otero
Simón González Restrepo nació el 24 de octubre de 1931 en Medellín, entre montañas que no sabían del mar, pero sí de espíritus inquietos. Nieto del expresidente Carlos Eugenio Restrepo e hijo del filósofo Fernando González Ochoa, creció en una casa donde los silencios eran más elocuentes que los discursos, y los libros se abrían como portales.
Su padrino fue el presidente venezolano Juan Vicente Gómez, pero su verdadera iniciación fue en el fuego de las ideas. Desde joven, caminó entre lo místico y lo político, entre la alquimia emocional y la administración pública, como quien sabe que el poder sin poesía es apenas un trámite.
Antes de que sus pasos tocaran las arenas de San Andrés y Providencia, Simón ya había recorrido senderos insólitos: estudió ingeniería mecánica, metalúrgica, industrial, economía y sociología. Pero su vocación era otra: la palabra como conjuro, la metáfora como herramienta de gobierno. En 1975 organizó el Primer Congreso Mundial de Brujería en Bogotá, un acto de provocación estética y filosófica. Se hacía llamar «El Brujo Simón», no por superstición, sino por su capacidad de transformar lo cotidiano en símbolo. Su magia no era de pócimas, sino de ideas que ardían lento y profundo.
En un archipiélago donde las decisiones solían llegar como ecos lejanos desde el centro del país, Simón González Restrepo irrumpió como un relámpago con acento propio. Fue el último intendente y el primer gobernador electo por voto popular en San Andrés, Providencia y Santa Catalina. Pero más que cargos, lo que dejó fue una forma de gobernar que parecía ritual: «Gobernar es ser amante», decía. No usaba corbata, prefería hablar del mar como si fuera un viejo cómplice. Su liderazgo no se imponía, se ofrecía como danza.
Su vínculo con el archipiélago fue visceral. Gobernó entre 1982 y 1988 como intendente, y en 1992 como gobernador. Bajo su mando, se tejieron políticas que no solo buscaban desarrollo, sino también dignidad cultural. Impulsó la educación, el turismo sostenible y la identidad raizal como pilares de una nueva era. Fue él quien dio el sí fundacional al Green Moon Festival, ese abrazo musical y espiritual que aún hoy vibra en cada esquina donde el reggae se mezcla con el mentó. Su visión era clara: la cultura no es adorno, es brújula.
Más allá de decretos, Simón fue un tejedor de afectos. Su estilo conciliador logró unir sectores que antes se miraban con recelo. Bajo su administración, muchos isleños comenzaron a ejercer un control real sobre su destino. Su legado vive en cada conversación sobre autonomía, en cada proyecto que defiende la soberanía del archipiélago, en cada joven que se atreve a pensar con acento propio. Fue un punto de inflexión, un antes y un después que no se mide en estadísticas, sino en memoria viva.
Aunque dejó el poder, nunca abandonó la isla en espíritu. Para quienes lo conocieron, Simón fue más que un político: fue un chamán del Caribe, un maestro en el arte de gobernar sin imponer. Defendió la conservación ambiental, la autonomía cultural y el respeto por la identidad raizal. Creía que los conflictos se resolvían escuchando al otro, no venciendo al otro. Su estilo era más ceremonia que protocolo, más tambor que decreto. En lugar de prometer, tejía redes. En lugar de imponer, sembraba confianza.
Tras su muerte, sus cenizas fueron esparcidas en Crab Cay (frente a la Vieja Providencia, como la refería él invariablemente) dentro de una cajita pintada con playas, palmeras y lágrimas azules. Allí, en la inmensidad del mar, encontró su morada perpetua. Como si el océano lo reclamara como uno de los suyos.
Simón también fue escritor, aunque nunca buscó vitrinas. Sus textos eran íntimos, filosóficos, a veces crípticos. Su obra —en forma de libro ilustrado— más recordada fue Sin amor todos somos asesinos (1992, Xajamaia Editores). Prefería cartas a manifiestos, reflexiones a discursos. Fundó junto a su hermano la Corporación Fernando González – Otraparte, para preservar el pensamiento libre. En sus escritos, la vida era un orgasmo de amor y la muerte, una distracción innecesaria. Su pluma era como su política: sensual, profundamente humana.
Recordarlo es invocar una forma distinta de liderazgo, una que no cabe en manuales ni en estadísticas. Es reconocer que el Caribe tiene sus propios sabios, que la cultura también se gobierna, y que a veces, el mejor gobernante es aquel que sabe escuchar al viento. Fue un puente entre mundos, un traductor de silencios, un brujo que soñó el poder con alma de isla. Y eso hizo: vivió con intensidad, con humor, con ternura radical.
Fuente:
Samir Otero, Iván. «Simón, el chamán que soñó el progreso con amor y poesía». El Isleño, sábado 13 de septiembre de 2025.

