Presentación
Crónicas envigadeñas

A pie limpio

Lugares, personajes y
manifestaciones culturales

—19 de agosto de 2021—

Portada del libro «A pie limpio» de Mauricio Quintero Cardona

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Ver grabación del evento:

YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Mauricio Quintero Cardona es escritor, narrador oral y gestor cultural. Su primer libro, «Historietas para fulanos y menganas», recopilación de ocho cuentos cortos, fue publicado por Hombre Nuevo Editores en 2011. Un año después, una segunda serie de nueve cuentos, «Sala de espera», formó parte de la antología de escritores envigadeños «Vigas contra el viento ii». Su más reciente libro de microrrelatos, «Último en la fila», fue publicado por la Editorial Dóblese al Arte, Colección Autores del Eje, CrearCultura, Pereira, en abril de 2017. Es miembro del colectivo literario EDITA – Red de Escritores y Editores Independientes (España e Iberoamérica) y sus cuentos han sido publicados en revistas literarias como La Jornada Semanal (México D. F.), Revista Cronopio (Medellín), el magazín cultural de El Diario del Otún, revista Las Artes del periódico La Tarde (Pereira) y la compilación «EDITA 20 años» (Huelva, España). En 2020 ganó la IX Convocatoria de Estímulos de la Secretaría de Cultura de Pereira en la modalidad Narración Oral «Pereira Cuenta» con dos cuentos de su autoría y obtuvo el primer lugar en la convocatoria de Performance A62 en Pereira con «Pergaminos en la oscuridad», montaje de narración oral de cuentos de misterio. Se ha desempeñado como director del Taller Literario Libertad Bajo Palabra en las cárceles La 40 de Pereira y La Blanca de Manizales, así como director del Encuentro Internacional de Narración Oral Paisajes en Voces en Pereira y Marsella (Risaralda). Actualmente es coordinador cultural en la Casa Museo Otraparte.

Conversación del autor con el
historiador Carlos Gaviria Ríos.

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Lo mejor del valle del río Aburrá, para el alma pasional, la mente y el espíritu, es Envigado, porque es un descanso que va formando suavemente la cordillera de ancha presencia de Las Palmas, al descender hasta el mirador sobre el valle del río, al oeste, en donde están las Hermanas y las fincas y casonas de los Boteros y de los Jaramillos.

Fernando González

(Libro de los viajes o
de las presencias
, 1959)

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Mauricio Quintero Cardona

Mauricio Quintero Cardona

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Crónica n.º 2
~ Personajes ~
Jhon Jaramillo

Se comenzó a pie limpio

Muy solo, muy solo
¡y todos contra el solitario!
Lo quisiste así… ¡Ánimo,
envigadeño descalzo!

Fernando González

La finca del abuelo comenzaba donde ahora está la bomba de gasolina. Éramos siete hombres, ordeñando vacas ahí y yendo a la feria cada ocho días. Cuando llegó el tren hubo que vender y se les dio tierra a todos los hijos. Era una finca muy grande. No nos dieron estudio universitario porque con tanto trabajo que había no era necesario adelantar una carrera. Pero fuimos a la escuela a pie limpio, todo el mundo andaba descalzo por esos días. Yo tuve el Café Georgia con un hermano mío, y en seguida del café abrimos una carnicería. Le vendíamos la carne a domicilio a doña Margarita Restrepo y a Débora Arango, quien me regalaba 20 centavos, porque yo le abría el portón cuando ella llegaba a su casa en el carro. Era muy amable.

Yo le ordeñaba la vaca a don Fernando González, los domingos, cuando descansaba su mayordomo. Siempre nos regalaba naranjas. Me tocó cuando estaba el puente viejo, ahí donde ahora es La Casona, pues por ahí bajaba La Ayurá antes, una creciente muy famosa cambió el curso de la quebrada a principios del siglo xx. El lecho antiguo de la quebrada se convirtió en camino de servidumbre. Al frente de don Fernando estaba la finca de Guillermo Escobar, que tenía muchos mangos y una hilera de ceibas; luego de ella estaba la de don Rafael Ángel, que era gallero, criaba gallos finos. La primera casa de los bisabuelos lindaba con la carrilera. El bisabuelo llegó de Itagüí y se instaló ahí. Tenía un hermano que se llamaba Apolinar y fue comprando lotecitos hasta que llegaron a formar lo que fue La Concha. La tierra no valía nada. Lindaban con Darío y Óscar Botero, que eran los dueños de Andalucía. El límite llegaba hasta una cancha de fútbol, donde llegó una vez a jugar el Deportivo Independiente Medellín. Casi todos los vecinos trabajaban con bestias, compraban y vendían y tenían en las fincas sus pesebreras. Maximiliano y Anita Tamayo eran otros vecinos, que en su tierra chiquita cultivaban guamos, zapotes y guayabas. Yo les vendía pollos.

Yo tenía siete años cuando llegó el tren, y ahora tengo 79. Era tanta la pobreza —tengo la foto de la casa, que podía tener 150 años— que a pata nos íbamos al colegio Jesús María Mejía, llamado así por el párroco que duró casi cincuenta años en la iglesia de Santa Gertrudis. Él fue el que la terminó de construir. Subíamos por la mañana hasta más arriba del parque y bajábamos al mediodía a almorzar y luego a volver a subir. Cuatro viajes, todo a pie limpio, nadie se calzaba. A los quince años me calcé yo, pero todo se comenzó a hacer a pie limpio.

Me tocó cuando don Jorge González, otro diferente al hermano de Fernando, era el dueño de Georgia. Él fue el primero. Eso era una manga con una casa hermosa con muchos palos de magnolia. El perfume rodeaba la zona y por esa finca le pusieron el nombre al barrio. Vendieron la finca a un urbanizador; también hubo otro que compró Bucarest, la casa donde vivió Fernando González antes de construir La Huerta del Alemán, hoy Otraparte.

Ese otro fue Hernando Ángel, y a ese mismo señor le vendió mi abuelo la manga de don Desiderio Tamayo, ahí en el barrio Jardines. El abuelo le había comprado a ese señor esa tierra que tenía como 200 años de pertenecer a su familia. Construyeron entonces el barrio La Magnolia en una manga muy grande y de Bucarest para allá siguieron construyendo. Eso era de unos bogotanos que venían solamente al final del año. Allá había una capilla y decían la misa de gallo el 24 de diciembre. Leonardo Toro y sus hermanos, los dueños del Éxito, eran los propietarios de un edificio en el sector, y don Jorge González les alquiló un espacio para abrir su café. Fernando González iba allí frecuentemente y se reunía con Félix Ángel Vallejo. Yo tenía como quince años cuando le pusieron el nombre. Don Jorge, que era muy bella persona, sostuvo este diálogo con el maestro:

—Don Fernando, hágame un favor…

—A la orden, jovencito —le respondió el viejo, que a todo el mundo le decía «jovencito».

—Ayúdeme a ponerle un nombre a esto.

—Es que el nombre ya lo tiene, pues usted se llama Jorge: póngale «Georgia».

Yo estaba ahí cuando se lo dijo. Después el señor se quebró y un hermano mío y yo le compramos el negocio. León lo manejaba en el día y yo en la noche, y teníamos un muchacho que nos ayudaba. Se llamaba Pablo Ruiz. Yo estuve en el velorio y en el entierro de don Fernando González. Recuerdo que hubo mucha gente.

Por ahí mismo estaba la cancha de fútbol. El periodista Óscar Domínguez era el mejor jugador que había, con toda seguridad. Era centro delantero y jugábamos en la cancha que armamos detrás de Otraparte. Óscar iba a vernos allá; decía que yo jugaba como Garrincha. Nos enfrentábamos al equipo de Cervantes. Estaban La Mogolla, Gabriel López y Pedro Alzate, que jugó en el Nacional por los años cincuenta. En la manga de Manuel Uribe, que quedaba más hacia el sur, estaba la otra cancha, donde una vez jugó el Medellín. El Medellín era de peruanos: ahí estaban, ese 6 de enero, Constantino, Enrique y Guillermo Perales, que eran hermanos. Tenían a Gabriel Mejía en el arco, un negro muy bien parecido que cantaba tangos.

Hubo entonces un desafío con los de Envigado y les metieron 6 a 1. Al Medellín lo entrenaba un viejo alemán que tenía un almacén de caramelos. No cabía la gente en esa cancha, que yo ayudé a pintar con cal. El mejor jugador de Envigado se llamaba Horacio Osorio, centro delantero del Andalucía, el mejor equipo que había por aquí. Ahí se mantenían todos los del Envigado, en la entrada de Andalucía junto a una talabartería: Tamayo, Restrepo y Martín, el portero, que era bajito y jugaba en la selección de Antioquia. El gol de Envigado lo metió Horacio de penalti. Antes del Atanasio Girardot, la cancha era en el Hipódromo San Fernando, donde es la plaza Mayorista ahora. Mis primos tenían bestias allá. La entrada a ver fútbol era a 50 centavos; uno primero veía los caballos y luego los partidos. Allá llegaron a jugar Di’Estéfano, Pedernera, Raúl Rossi, Julio Cozzi, los genios del equipo Millonarios que le ganó al Real Madrid 4 a 2 en el 52.

Allá a San Fernando íbamos con los tíos y a mí me mandaban a hacer las quinielas, las apuestas. Me entregaban una lista y yo me iba a hacerlas. Una vez el tío Mario me dio unos pesos para que apostara por el que yo quisiera, y me gustó el nombre de una yegua que debutaba. Nadie apostó por ella, yo fui el único. Uno con 20 pesos compraba ganado, y me gané 250, que me entregaron en enormes fajos de billetes de dos pesos amarrados con cabuya. «Malva Loca» se llamaba la yegua, era la primera vez que corría y le ganó a Lucero, que era el caballo favorito. Tuve suerte ese día y he seguido teniendo suerte toda la vida, pero sin dejar de trabajar. A mí no se me olvida la pobreza, amigo. Como le digo, todos comenzamos a pie limpio.

Fuente:

Cardona Quintero, Mauricio. A pie limpio – Crónicas envigadeñas – Lugares, personajes y manifestaciones culturales. Pandora Ediciones, Medellín, 2021.