Ciclo de Conferencias

El mapa de los
objetos perdidos

El doppelgänger

La figura del doble
en la literatura

—20 de septiembre de 2021—

Pintura «La reproduction interdite» de René Magritte (1937)

«La reproduction interdite»
de René Magritte (1937)

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YouTube.com/CasaMuseoOtraparte

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Somos seres en busca de una identidad para encontrarnos fuera de la línea y vernos únicos o diferentes. En esto encontramos que la idea del «doppelgänger» no deja de ser un fruto de la exploración del ser humano. La conciencia de que existe una personificación, un doble, un yo parecido físicamente, y que este se muestra completamente diferente en su interior, o que sintamos compartir nuestro cuerpo con dos seres distintos, es claramente un conflicto. En el siglo xviii aparece en la literatura el motivo del doble, un concepto difícil de definir por lo extraño y misterioso que lo encontramos. Nos es ajeno, pero a la vez nuestro. Hubiéramos podido hablar sobre el espejo o las pantallas en «El mapa de los objetos perdidos»; sin embargo, el objeto del que trataremos no es exactamente un objeto.

El mapa de los objetos perdidos responde a una preocupación por el territorio hispanoamericano y las formas de construcción memorística en torno a elementos concretos de nuestra realidad. Por ejemplo, ¿qué nos contaría una victrola si le diésemos voz? ¿Hablaría bambuco, son cubano o quizá tango? Y ¿acaso estos lenguajes no contienen en sí una gran parte de lo que es Hispanoamérica? Al mirar una construcción cusqueña, cualquier paseante avisado notará que en la piedra comulgan la cultura inca y la española; el pasado y el presente unidos por el mestizaje en forma de muro. ¿Por qué no hablar entonces de las piedras y la historia de un pueblo? ¿Por qué no hablar de los ríos y la guerra, ya en nuestro contexto más cercano? Para establecer dichas relaciones empezaremos por caminar un sendero que nos es familiar y conocido: el de lo literario. El programa de Estudios Literarios debe cruzar a la otra orilla y explorar diferentes instancias con el fin de enriquecer su entramado discursivo y fortalecer la divulgación de los productos académicos, tanto del cuerpo docente como estudiantil.

Expositor:

José David Rodelo Conde es estudiante de Estudios Literarios de la Universidad Pontificia Bolivariana, promotor y animador de lectura, mediador cultural del Banco de la República, escritor de guiones para la aplicación Soundwalkrs y revisor de textos para la gaceta literaria El Galeón. Disfruta pintar botánica en acuarelas, hacer teatro, escribir sus pesadillas y está aprendiendo a tejer.

Invita:

Universidad Pontificia Bolivariana

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Me parece que a ninguno lo atormentó un personaje suyo como Manuelito Fernández a mí. Amargóme los días de mi primera visita a París, pues allá lo creé y llegó a estar tan vivo que me sustituyó. Casi me enloquezco al darme cuenta de que me había convertido en el hijo de mi cerebro.

Fernando González

(Don Mirócletes, 1932)

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El caso extraño
del doctor Jekyll

~ Fragmento ~

Por Robert Louis Stevenson

Aquella noche llegué pues al fatal encuentro de los distintos caminos de la vida; si hubiese trabajado mi descubrimiento con un espíritu más elevado, si hubiese intentado la experiencia bajo el influjo de aspiraciones generosas y piadosas, las cosas hubieran ido de otro modo, y hubiera salido yo de aquellas agonías del nacimiento y de la muerte como un ángel, en vez de haber salido de ellas como un demonio. La poción, en suma, era una cosa neutra; quiero decir que no era ni diabólica ni divina; no hacía más que sacudir las puertas de mi cárcel y de mi estado de ánimo; y como los presos de Filipi, lo que estaba encerrado se escapaba fuera. En aquel momento mi virtud se durmió, y mi genio malo, al contrario, despertado por la ambición, estaba alerta y dispuesto para aprovechar las ocasiones, y sus esfuerzos traían siempre a Eduardo Hyde. Así pues, aunque tuviese dos caracteres y dos rostros, uno era absolutamente malo, y el otro era siempre el viejo Enrique Jekyll, compuesto disparatado que ya desesperaba de poder perfeccionar y mejorar. Sus aspiraciones actuales lo empujaban enteramente hacia el mal.

Pero ni aún en aquel instante había podido dominar la aversión que me inspiraba esa conocida aridez de la vida estudiosa. En ciertos momentos tenía todavía inclinaciones favorables al júbilo y a la alegría; como mis placeres eran (empleando la palabra más benévola) deshonestos, y como no sólo era mejor conocido y más considerado, sino que llegaba a ser también hombre de edad, aquella incoherencia en mi vida me era cada día más importuna, por eso mi nuevo poder me tentó para el bien hasta que caí sumido en la esclavitud. Bastábame con beber la copa para despojar al conocido profesor y vestir el burdo traje, el cuerpo de Eduardo Hyde. Esa idea me agradaba, me hacía sonreír; la cosa me parecía cómica; y hacía los preparativos con el cuidado más atento y minucioso. Alquilé y amueblé aquella casa de Soho, en donde Hyde fue perseguido por la policía, y tomé como guarda a una mujer que me constaba ser callada y no tener escrúpulos. Por otra parte, dije a mis criados que un señor Hyde, cuyas señas les di, tenía plena libertad y poder para entrar y salir en mi casa; y para prevenir cualquier acontecimiento desagradable, hice visitas a casa del doctor Jekyll y pasé como familiar suyo.

Luego escribí aquel testamento contra el cual opusisteis tantas observaciones, y que me permitía, si algo me ocurría en la persona del doctor Jekyll, entrar en la de Eduardo Hyde sin pérdida pecuniaria. Tranquilizado así respecto del porvenir, comencé a aprovechar las extrañas inmunidades de mi situación.

Ha habido hombres antes que yo que pagaron asesinos para hacer ejecutar sus crímenes, dejando a cubierto su propia personalidad y su reputación; pero yo he sido el primero que ha podido obrar así en cuanto a sus placeres. He sido el primero que ha podido aparecer ante el público con su carga de respetabilidad, y un instante después, como un colegial, despojarme de aquellos disfraces y arrojarme sin miramientos en un océano de libertades.

Bajo mi impenetrable envoltura, mi salud era completa, excelente. Pensad en ello: ¡ni siquiera existía! Bastaba que pudiese penetrar por la puerta de mi laboratorio, tener dos o tres segundos para preparar y beber la pócima que estaba siempre lista, y fuese cualquiera cosa lo que hubiese hecho Eduardo Hyde, desaparecía como la señal del aliento sobre un cristal; y allí, en vez de Hyde, tranquilo en su casa, arreglando su lámpara para la noche, se hallaba un hombre que hubiera podido burlarse de toda sospecha dirigida contra él, Enrique Jekyll en persona.

Los placeres que me apresuraba a buscar con mi disfraz, eran, como ya lo he dicho, deshonestos, por no emplear una palabra más severa, y con un ser tal cual era Eduardo Hyde, no tardaron en adquirir un carácter monstruoso. Cuando regresaba de mis excursiones, quedaba estupefacto de la depravación de la otra parte de mi ser. El demonio familiar que sacaba de mi propia alma y que enviaba solo a sus placeres, era un ser profundamente malévolo y vil; todos sus actos, todas sus ideas no tenían más objetivo que su egoísmo; tenía placer en una sed bestial de torturar a sus semejantes; sin entrañas, como una estatua de piedra. Había instantes en que Enrique Jekyll estaba horrorizado de los hechos de Eduardo Hyde; pero la situación se hallaba fuera de las leyes ordinarias, y gradualmente la influencia de la conciencia se fue relajando. Después de todo, Hyde era el culpable, únicamente Hyde. Jekyll no era peor que antes; sus buenas cualidades se despertaban y aparecían en él sin haber disminuido, y procuraba cuando le era posible, remediar los daños causados por Hyde; y así, su conciencia dormitaba.

No me propongo referir circunstanciadamente las infamias en que me vi mezclado o complicado, pues ni aun hoy puedo admitir que fuese yo quien las cometió. Sólo quiero mencionar los avisos y las etapas sucesivas que me anunciaban la aproximación del castigo. Ocurrióme primero un incidente que, como no tuvo consecuencias, me limitaré a indicar nada más. Un acto de crueldad contra una niña excitó la cólera de un transeúnte que reconocí el otro día como uno de vuestros parientes: el médico y la familia de la criatura se unieron a él; hubo un instante en que temí por mi vida; pero finalmente, para calmar su harto justo resentimiento, Eduardo Hyde se vio obligado a llevarlos hasta la puerta de la casa del doctor Jekyll, y a darles un vale girado a la vista con el nombre de este último. Pero ese peligro quedó fácilmente evitado para el porvenir, abriendo una cuenta en otro banco a nombre de Eduardo Hyde; y haciendo mi letra con una caída más oblicua, había dado una firma doble a mi otro ser, y creí de aquel modo ponerme a cubierto contra todo ataque de la fatalidad.

Fuente:

Es.wikisource.org

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«Jekyll and Hyde» - Ilustración © Abigail Larson

«Jekyll and Hyde»
Ilustración © Abigail Larson